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11 junio 2004

De la «traición aprista» al «gesto heroico».
Luis de la Puente Uceda y la guerrilla del MIR
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Jose Luis Rénique

 

El gesto heroico

No había sido propicio para la izquierda local el largo año entre la entrevista de Luis de la Puente con Hugo Blanco y el último —y definitivo— retorno de aquel al Perú. El movimiento campesino —simbolizado por las luchas de La Convención— había sido contenido, la izquierda había sido duramente golpeada y, en julio del 63 —con apoyo del PC y con un inédito respaldo regional— había sido elegido como primer mandatario Fernando Belaúnde Terry. Un arquitecto de 51 años, mezcla de tecnócrata y caudillo, desde 1956, había hecho campaña a través de los «pueblos olvidados» del Perú ofreciendo a Reforma Agraria, descentralización, caminos, ayuda técnica para las comunidades: una verdadera «conquista del Perú por los peruanos» en suma.105 ¿Representaba éste una alternativa viable de transición post-oligárquica? El PAP, la izquierda, la derecha odriísta, todo el espectro político, se encargaría, en todo caso, de que tal cosa no sucediera.

Imposible exagerar el sentido de urgencia que la demanda por reformas había cobrado por aquel entonces. Después de visitar el Perú «numerosos observadores extranjeros tienden a pensar que un segundo frente revolucionario pronto aparecerá en nuestro país» señaló a fines de 1962 Sebastián Salazar Bondy un intelectual moderado vinculado al MSP. Para ello —continuó— las condiciones objetivas estaban, efectivamente, presentes: el abismo socio-económico y la penetración imperialista se profundizaban en tanto que la miseria se extendía y la acumulación de riqueza por la casta oligárquica devenía cada vez más rapaz. En la hacienda como peón, en las alturas como comunero, en el socavón como minero, en el umbral de su choza de adobe y paja en las «barriadas» que rodeaban Lima maceraba —añadió— el antiguo odio indígena hacia la urbe racista y� occidentalizada y todo lo que ella representaba. Con 56% de peruanos viviendo en condiciones sub-humanas, con los gremios urbanos bajo control de los «social-traidores» del APRA, con tan sólo dos de once millones de peruanos ejerciendo el derecho al voto, las elecciones no podían ser sino un escenario más de la «farsa oligárquica».106 Frente al podrido sistema, la el mundo andino indígena —en pleno proceso de desborde sobre la franja costera— apareció como el sustrato social de un proyecto alternativo, revolucionario. A inicios de los 60, sin embargo, esa fundamental dimensión de la nacionalidad peruana seguía tan desconocida como en los 20. Todavía para algunos militantes como Hugo Blanco, el indigenismo podía seguir siendo un referente más cultural que «científico». No tanto por la obra etnológica que este venía produciendo en centros como el Instituto de Etnología de la Universidad de San Marcos sino por su significado simbólico. Si Blanco podía hablar del «fervoroso respeto» que «los indios revolucionarios» podían sentir por «nuesto padre: el indigenismo» para la mayoría de la izquierda era una doctrina que hacia mucho tiempo ya había perdido fertilidad. Su líder de los 20 seguía siéndolo en los 60: Luis E. Valcárcel. Ahora, como etnólogo apoyaba los proyectos desarrollistas centrados en torno a la comunidad indígena; entonces, había escrito que las masas indígenas nada más que «esperaban a su Lenin» para desatar una «Tempestad en los Andes» y sus ideas habían influido decisivamente el «socialismo indígena» descrito en los célebres Siete Ensayos de José Carlos Mariátegui.107 Tan influyente después, no obstante, este texto había sido prácticamente desdeñado por los comunistas después de 1930.108 En realidad, en las condiciones de censura prevalecientes bajo Odría, la literatura se convirtió en un refugio intelectual, en un «recurso para conocer mejor esta realidad social y también para tratar de influir sobre ella y cambiarla».109 De las obras de Ciro Alegría, José María Arguedas y Manuel Scorza, en realidad, muchos de los aspirantes a militantes campesinistas habían extraído sus imágenes del campo. Su apreciación de esa realidad, de tal suerte, era tan apasionada como poco informada de sus estructuras y procesos internos.110

En ese contexto de «señores feudales» y «siervos indígenas», De la Puente y los suyos se vieron como el gran catalizador. En vísperas de su último retorno al Perú, Adolfo Gilly se había encontrado con el líder del MIR en La Habana. «Hablaba con pasión de la guerrilla que su movimiento había comenzado a organizar en el Perú» recordaría el argentino. Con la polémica chino-soviética a todo vapor, el peruano, «apoyaba sin duda la línea de Pekín».� Más preocupado por los aspectos prácticos de la guerrilla, sin embargo, prefería «no expresar públicamente sus reservas para evitar roces». De la Puente —recordó Gilly— había llegado al socialismo «por el camino empírico de los cubanos» y, por ese camino, iba «para adelante desde la ruptura con el APRA (...) hasta su aplicación concreta en la lucha armada».111 Con ese ímpetu retornó al Perú. En febrero de 1964 en la Plaza San Martín —viejo foro de masas de la política local— delineó ante unas 30,000 personas el escenario que justificaba la opción� armada. La visión de un país sin salida. Con partidos burgueses que sólo podían ofrecer «traición y escepticismo», Con una izquierda erróneamente ilusionada con «los caminos electoralistas y politiqueros en la que, hasta «inmundos traidores» prostituían la palabra «revolución». En el mundo y en América, mientras tanto, «la revolución avanzaba incontenible». Y si en el Perú, la izquierda aún no actuaba era porque pasaba por una grave «crisis de fe».112 El entrampe del belaundismo, en los próximos meses, avalaría ese diagnóstico inicial: la prueba de la necesidad histórica de una vanguardia capaz de romper, con las armas en la mano, el impasse semicolonial.

El mismo día de la inauguración de su régimen, en efecto, miles de campesinos comenzaron a tomar haciendas a través de varias provincias de la sierra del país. Tras varios meses de pasividad, con un nuevo Ministro de Gobierno, a inicios del 64, comenzó la represión. El PAP, mientras tanto, suscribía con la Unión Nacional Odriísta del ex -dictador una alianza parlamentaria abocada, en los meses subsiguientes, a bloquear y mediatizar la aprobación de la ley de reforma agraria. De los sentimientos por esta medida suscitados, un testimonio particularmente simbólico fue el de los hijos del gran mártir de la Revolución de 1932, Manuel Barreto «El Búfalo», quiénes, en su carta renuncia al PAP sostuvieron:

[...] cuando el avance revolucionario del mundo es más potente, cuando golpea su inminencia en las puertas de nuestro Continente, cuando la conciencia de la necesidad revolucionaria es más clara y profunda en nuestro pueblo, cuando el tiempo para la revolución es más propicio, sucede lo increíble: ¡la traición! La más infame y vergonzosa de toda la Historia de América. Traición a los militantes del Partido y al pueblo peruano; traición a los obreros, a los campesinos, a la juventud; traición, en fin, a los que sacrificaron en la lucha aprista bienes, porvenir, familia; a los que sufrieron prisiones y torturas, y a los que ofrendaron su vida creyendo en los ideales revolucionarios del APRA.113

La violencia en ese contexto era un elemento inevitable. La experiencia de las recuperaciones de tierras —apuntaría De la Puente— probaba que «si los campesinos no se organizan, se unen y se arman, son masacrados». Y que, en esas circunstancias, «el único poder valedero y real es el que se sostiene en los fusiles».Por eso, el campesinado requería de «su propia fuerza armada» cuyo embrión no era otro que la guerrilla. Era la clave de su «esquema insurreccional».114 Negaba el «esquema citadino» de la Revolución de Octubre inadecuado —según el MIR— para la realidad peruana. Delineaba, más bien, varios focos guerrilleros protegidos por una «zona de seguridad» que, por su topografía y vegetación, eran virtualmente inaccesibles.115 Desde ahí, la guerrilla irradiaría su mensaje, erosionando gradualmente al «ejército mercenario»; persuadiendo a sus soldados-campesinos de no atacar a sus hermanos del pueblo; desencadenando, en fin, «todas las potencias heroicas de las masas».116 Ya instalado en su base de Mesa Pelada, provincia de La Convención, De la Puente compartiría con Adolfo Gilly su visión del proceso armado a punto de iniciarse: de las acciones guerrilleras en «corto plazo» se convertiría en «una revolución agraria, serrana, campesina». En ese marco, dirigidos por el partido revolucionario, los grupos campesinos invadirían las tierras de los latifundios «como ya lo hicieron espontáneamente en 1963 en todo el territorio». En un «momento posterior» saltaría «la bomba de tiempo de las barriadas marginales, el 30% de la población de Lima vivía ahí, en ese «cinturón de resentimiento y miseria que en momento dado va a apretar». A esa dinámica se sumarían los estudiantes de «las dieciséis universidades que hay en el Perú», doce de las cuales estaban «controladas por la izquierda», juventud que se encontraba «muy radicalizada» y cuya «vocación de lucha es muy grande».117 Así lo había podido apreciar el propio De la Puente en mayo de 1964, cuando tras la masacre del Estadio Nacional, a raíz de un incidente deportivo, estudiantes y policías se confrontaron violentamente a lo largo de dos días en las calles del centro de la capital.118 Sintomáticamente, a continuación de los estudiantes, el flamante comandante guerrillero añadió: «Pienso, me olvidaba, que la clase obrera participará con posterioridad, primero con sus propias formas de lucha y en un momento dado, directamente dentro del proceso insurreccional». Y en ese rumbo, los mineros serían «los más avanzados», seguidos por «los braceros agrícolas de la Costa» y, en último lugar, los obreros fabriles».119

Era más que un simple lapsus. La prédica del MIR desdeñaba no sólo el papel de los partidos «tradicionales» sino la política misma. Y ahí la diferencia, con miembros importantes de la izquierda local era muy clara. Un arduo trabajo de masas se requería para consolidar un liderazgo revolucionario en un país como el Perú en el cual —diría el secretario general del PCP, Jorge del Prado— los factores subjetivos marchaban claramente desfasados del desarrollo de los factores objetivos: una labor que requería usar «todas las formas de lucha», la electoral entre ellas.120 En la creación de las «condiciones revolucionarias» —era la réplica mirista— «nos abstenemos nosotros de entrar a ese juego corrompido y corruptor y preferimos identificarnos con ese profundo y alentador rechazo que expresa el pueblo cuando dice: «la política es una cochinada».121 El Partido de la Revolución Peruana, en todo caso, surgiría de la lucha. Nos llaman «comunistas» —escribiría De la Puente en su misiva a Gilly— pero la verdad cruda es «que se trata de un movimiento que por ahora corresponde absolutamente al MIR». El proceso se había iniciado «de forma irreversible». Si no querían «perder el tren de la historia» a los partidos de izquierda solo les quedaba «asumir su papel».122

Las objeciones, en realidad, no sólo provenían de fuera de la organización. Aprobar el esquema insurreccional significó un nuevo desgarramiento puesto que no todos dentro del MIR compartían la visión de Luis de la Puente de un escenario con una sola salida de corte insurreccional. Así, cuando en marzo de 1964 se decide «ir hacia la captura del poder por la vía armada» dicha propuesta debe imponerse a las de Carlos Malpica quien sostuvo que debía enrumbarse a «luchar por la construcción del partido» y a la de Héctor Cordero Guevara quien abogó por una combinación de lucha armada y lucha electoral.123

Convertido en la «sierra» de la versión peruana de la revolución castrista, ¿cuánto podía esperar el MIR del «llano» local? De hecho, hacia abril del 65, a Ricardo Gadea se le encargó establecer contacto con la izquierda capitalina. Al respecto, no fue mucho lo que pudo lograr. De los «moscovitas» del PCP, recuerda, recibió «una cautelosa solidaridad».� Ofrecieron «formas mínimas de respaldo práctico, abrirnos algunos vínculos con partidos del campo socialista, por ejemplo». Con la facción pekinesa» fue una reunión difícil. Los acusaron de presionar a su gente para incorporarse a la guerrilla. En general —concluye Gadea— nunca se diluyeron del todo los prejuicios, en particular que, en el fondo, seguíamos siendo apristas. Que ignorábamos el papel histórico del PCP era la acusación capital. A las fracciones pekinesas —comentaría De la Puente— no se les podía pedir que se sacudiera «de la noche a la mañana de todas sus taras revisionistas».124�De los trotskistas y del Frente de Liberación Nacional, en cambio, si recibimos apoyo, aunque la realidad era que «ellos carecían de aparato». En tanto que, con el recién fundado Vanguardia Revolucionaria no conversamos orgánicamente, «aunque ellos se aprovecharon de la simpatía por la guerrilla para atraer gente hacia sus filas». En el caso del MSP, en el plano personal, algunos como Sebastián Salazar Bondy nos dieron su apoyo personal. En el fondo —concluye Gadea— «creíamos que nuestras capacidades militares iban a ser suficientes para iniciar un proceso similar al cubano».125 Reflejo de esa falsa seguridad, no sólo no actuaron para prevenir la infiltración sino que sus dirigentes comentaron públicamente sus planes, el esquema táctico y, aún, la posible ubicación de sus zonas guerrilleras. Al respecto —como lo reconocería Ricardo Gadea años después— había un grave problema de fondo:

Sobre el diseño de las acciones carecíamos de información o reflexión específica. Ninguno de nosotros era un combatiente experimentado, no contábamos con ningún militar de verdad, ni extranjero ni peruano. Sobre las Fuerzas Armadas nunca se analizó que los EEUU habían adoptado una línea contra la subversión continental y que estaba entrenando cuadros del Ejército Peruano; no sabíamos tampoco que el Perú era el segundo país en número de oficiales entrenados en la Escuela de las Américas. Jamás se trabajó ese aspecto sistemáticamente. De ahí que nadie se detuviera a calcular las enormes debilidades en ese plano. En comunicaciones, por ejemplo, estábamos separados por inmensas distancias. De 5 o 6 núcleos que se planearon originalmente solamente dos llegaron a tener real conformación. Otro quedó a medias. Estábamos a cientos de kilómetros de distancia, y la única comunicación era un sistema de chasquis que pasaban por Lima. No teníamos cómo establecer esta relación directa, de haber contado con equipos de radio transmisor hubiésemos podido evitar muchísimos errores. Hubo una sobrevaloración de nuestras capacidades políticas, se dio por descontado que lo militar era una actitud heroica. 126

La respuesta del «comandante» De la Puente a un cuestionario que le enviara la revista Caretas refleja el estado de ánimo con que estos hombres habían marchado al combate. Las preguntas inciden en los puntos críticos del experimento armado. ¿Qué posibilidad tienen de «ampliar su acción» partiendo de un «sector tan remoto»? ¿Cómo tener éxito en una zona como el valle de La Convención con «los efectivos apreciables con que cuenta el Ejército» en esa zona y «todos los trabajos que viene realizando allí la fuerza armada»?� ¿Puesto que dicho valle se conecta con el resto del país a través de un desfiladero, no podrían las Fuerzas Armadas embotellarlos con facilidad?

Respondió el jefe del MIR subrayando la flexibilidad de la guerrilla: hay caminos de herradura, caminamos «por cualquier camino, a cualquier hora, con cualquier clima y en cualquier dirección». Acaso un cuartelazo o un motín —continuó el líder trujillano— podía ser «embotellado», pero no una revolución. De ahí, entonces, que no les preocupara «los efectivos del Ejército, de Rangers, de la Policía o de los Cuerpos de Paz si lo que estaba en curso bajo la dirección del MIT era un «hecho social, un sentimiento de rebeldía colectiva, una bandera ideológica», eventos imposibles de embotellar, «cualesquiera fuese el número de efectivos de las fuerzas represivas». Por algo —añadió— nuestra «zona guerrillera» se llama «Ilarec Ch’asca» o «Estrella del Amanecer» centro orientador de conciencias, anuncio del nuevo día. Dada su precariedad material y logística, de su «fe en el pueblo y la revolución» dependía, en última instancia, la victoria de la revolución.127

Una pregunta final incidiría en el problema de identidad que el movimiento revelaba. ¿Más allá de la retórica, no es el suyo un «gesto desesperado» más que el inicio de «un proceso real y coherente hacia un Perú mejor? «No somos revolucionarios por accidente» respondió el trujillano, haciendo recuerdo —en esa hora crítica— de su trayectoria aprista, remontándose a 1954, a su entrada clandestina al Perú «desde nuestro destierro en México». Si no hubiéramos sido consecuentes con nuestros principios —continuó— estaríamos en el Parlamento o en cualquier posición de poder. Y, sin embargo, al mismo tiempo, el MIR era «algo completamente nuevo dentro de la izquierda peruana», porque «nuestra dirección es joven, incontaminada, decidida y consecuente», como lo demostraba que hubiesen abandonado los métodos clásicos que habían desprestigiado y contribuido a la desintegración de numerosos partidos de izquierda». Viejo y nuevo, aprista e izquierdista, el propio enfoque político de la insurrección vacilaba en las vísperas mismas de la entrega final. En mayo del 64, De la Puente se había entrevistado con el Ministro de Gobierno —responsable de la represión del movimiento campesino inflingida a comienzos de año— a quien propuso que, frente al obstruccionismo del bloque apro-odriísta en el Parlamento, el Presidente Belaúnde, debía «disolver» a ese organismo y «convocar un plebiscito nacional para romper el círculo vicioso», denunciando a los obstruccionistas «ante el pueblo en un mitin que sería gigantesco e histórico». Continuar con la pasividad —advirtió el revolucionario al jefe de la policía del régimen— «estaba madurando las condiciones para la lucha armada en el país». Un año después, estando ya en el monte, las «consignas inmediatas» del MIR seguían sugiriendo la posibilidad de una salida política a la insurrección:

1. Disolución inmediata del Parlamento
2. Amnistía general y sanción a todos los responsables civiles o militares de las masacres contra el pueblo.
3. Reforma Agraria auténtica, sin excepciones de ninguna clase.
4. Salario vital-familiar y móvil de acuerdo al costo de vida.
5. Reforma Urbana
6. Recuperación inmediata del petróleo peruano y denuncia de los contratos con empresas imperialistas sobre nuestras riquezas.
7. Recuperación de la plena soberanía nacional128.

El Parlamento —el bastión de la oligarquía y sus aliados apristas— no el Ejecutivo encabezado por Belaúnde Terry aparecía, en ese momento, como el blanco del MIR. El destino de la guerrilla, sin embargo, estaba para ese entonces definido. En diciembre de 1964 habían acordado que, a partir de entonces, de ser detectados, debían defenderse, impedir su captura. En abril siguiente, en una reunión celebrada en Ica, la base del sur informó que un destacamento de unos 200 policías había entrado al área de Mesa Pelada, «interrogando campesinos mostrando una foto de Luis de la Puente, pidiendo información sobre él». La dirección local había acordado «montar una emboscada en tal punto e iniciar las acciones». Solicitaba, en consecuencia, el respaldo de las otras bases. El delegado del comité regional del centro —la guerrilla Túpac Amaru— volvió a su base con ese acuerdo en mano. «Ya no volveríamos a comunicarnos» recuerda Gadea. Al retornar a Mesa Pelada, sin embargo, comprobó que la situación de emergencia ahí se había atenuado y que se había retomado el trabajo campesino. La policía se había replegado antes de llegar al� punto de la emboscada. «Un día, a la hora del desayuno, nos enteramos por la radio que en el centro habían comenzado su cadena de operaciones. Fue una� situación terrible».129

Eran los primeros días de junio de 1965. En el Parlamento, la coalición apro-odriísta demandó mano dura mientras se ordenaba la emisión de «bonos en defensa de la soberanía nacional» para apoyar la liquidación del brote insurgente. A fines de mes tiene lugar la «batalla de Yahuarina». Nueve policías muertos, entre ellos un oficial. El gobierno ordena al Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas hacerse cargo de la situación. A fines de septiembre, apresurado por el sorpresivo inicio de las acciones, el reconstituido ELN de Héctor Béjar entra en acción ajusticiando a dos latifundistas� en la sierra de Ayacucho, por algunas semanas actuarían en la zona oriental de ese departamento en el límite con Cuzco. En octubre con la muerte de Luis de la Puente cayó la dirección. El 2 de diciembre cae Máximo Velando. Gadea, enviado a Lima a reconstruir la red de apoyo urbano, escapa de la muerte pero no de la cárcel. En el norte, el frente encabezado por Gonzalo Fernández Gasco no entra en combate optando por dispersarse. A inicios de enero del 66, con la caída de Guillermo Lobatón, el gesto heroico del MIR quedaba completamente debelado. Algunas explosiones dinamiteras intentaron hacer resonar en la capital el inicio de la lucha armada. «Hasta los más escépticos en la izquierda —escribiría Ricardo Letts— se alinearon momentáneamente, con admiración y respeto». No se produjeron, sin embargo, actos masivos de respaldo a los alzados: «el país parecía como anonadado».

Epílogo

La muerte de sus principales protagonistas, su vertiginosa derrota, dramatizan la notable precariedad del proyecto del MIR. Entendieron que su misión era proveer el elemento subjetivo en una situación, en términos objetivos, abrumadoramente revolucionaria. El camino elegido, sin embargo, los empujó hacia el más completo aislamiento. A mitad de camino quedó el intento de conciliar la estrategia de la Sierra Maestra al escenario peruano. Ni una evaluación cabal de las causas del triunfo cubano ni una lectura adecuada de la realidad rural andina estuvieron a mano en el 65. Ya en el monte, a semanas escasas de su combate final, De la Puente escribiría «este país es quizá el más contradictorio de América Latina» pasando a examinar en detalle la enorme complejidad de la sociedad peruana. A mayor complejidad, sin embargo, mayor fe en que la fuerza del pueblo concurriría al llamado insurreccional. Era ese el ethos mismo del proyecto guerrillero: nada sino la insurrección podía desatar las fuerzas capaces de barrer con la dominación oligárquica y el consiguiente colonialismo interno. Conocedor de primera mano del proceso del MIR, viejo amigo del abogado convertido en comandante, Roger Mercado conversó con él antes de verlo partir a encontrarse con su destino final. Concluyó que este sobreestimaba «la capacidad del MIR para lograr, con su heroico gesto, la unidad indispensable para la victoria», sugiriendo que su viejo amigo era conciente que el sentido último de su grave decisión era reivindicar para el movimiento revolucionario «la consecuencia y la dignidad tan venida a menos». Aquel imperativo moral era motivo por demás suficiente para quien —según Mercado— como líder político aparecía como «el vínculo, hacia atrás, con las tradiciones insurreccionales del APRA y, por extensión, de los caudillos civiles del siglo XIX».130

En la memoria de los apristas de la generación de Luis de la Puente Uceda, la historia de su partido podía ser vista como una sucesión de gestos audaces y heroicos que, a través del tiempo, habían sedimentado una tradición de lucha genuinamente popular. Era el camino aprista de encontrarse con el pueblo. La figura del Jefe anudaba el proceso y le otorgaba su sello particular. La confluencia de estudiantes y obreros en las calles de Lima encabezada por Haya con ocasión del paro general de 1919 había sido el primero. Luego, en 1923, en la célebre protesta contra la ceremonia de entronización de Lima al Corazón de Jesús, aparecería éste como gran líder de masas. Su salida al exilio, semanas después dejó en la memoria de sus seguidores una imagen imborrable de entrega a su causa: introducido en brazos —incapacitado para caminar como resultado de la huelga de hambre con que había respondido a la represión— al vapor que lo llevaría a su primer y prolongado exilio. Y así, sucesivamente, hasta la persecución de los 30. En Haya, como individuo, anclaban las amarras de la más distinguible identidad política forjada en el Perú.

En octubre de 1948, sin embargo, había comenzado una historia distinta. Con la mística horadada, de entonces al 59, De la Puente viviría el complicado alejamiento de su alma mater política. Entre el 60 y el 62 la ruptura alcanzó niveles más profundos en torno a la carcelería por éste sufrida a raíz de su confrontación armada con activistas de su ex —partido. En las luchas revolucionarias latinoamericanas y asiáticas, del 63 en adelante, buscó el marco teórico alternativo para la verdadera revolución peruana que el PAP había traicionado. Derivó de ese aprendizaje una visión polarizada que acentuó su sentido trágico y heroico de la política que de su formación aprista provenía. En un país de «vicios, corrupción , peculados», —había sostenido Haya en los años 30— para ser digno de la victoria, el APRA debía lavarse «con la sangre de su sangre», tomar conciencia de que la «muerte no puede ser obstáculo».131 De la «traición aprista» era de lo que había que lavarse en los 60 para rescatar lo auténtico, lo primigenio de aquella historia heroica que amenazaba perderse. Fue ese gesto —por encima del fracaso político e ideológico de su proyecto— lo que convirtió a De la Puente Uceda en símbolo vibrante de una nueva identidad política.

«Hablar sobre la nueva izquierda en su fase fundadora —escribiría Jorge Nieto Montesinos en 1990— �es en extremo delicado» pues «hablamos de nuestros héroes, de aquellos que murieron para realizar sus sueños». Siendo así ¿«qué derecho nos asiste para intentar entrever sus circunstancias y reclamarles sus ausencias»?132 Declaraciones como esa reconocerían la preeminencia del «gesto heroico» sobre la propuesta política hecha por el MIR. En el terreno de los símbolos De la Puente conseguía la victoria que en el terreno de los hechos la fuerza de sus adversarios le había impedido alcanzar. Para bien o para mal, la memoria de su trágico fin sería para la nueva izquierda un referente identificatorio fundamental.

Entre los propios apristas, la recuperación de la figura del «comandante heroico» aparece como un acto de justicia y de imprescindible clarificación histórica. No es gratuito que no se haya valorado la acción política de Luis de la Puente �—según Eduardo Bueno León— en un partido en el cual, «los errores políticos» suelen ser transformados en ocasiones perdidas o traiciones a la figura del jefe. «Cuando enfrentemos el pasado político-militar del APRA, que en última instancia era expresión de su vocación revolucionaria, —concluye— muchos mitos se derrumbarán».133 Recientemente, su compañero de partido, el médico Homero Burgos Oliveros —Presidente de la Región La Libertad, cuna de Haya de la Torre tanto como del líder del MIR— confirió a De la Puente la condecoración «Gran Orden de Chan Chan en el grado de Gran Cruz». En su discurso, Burgos Oliveros demandó a «todos los poderes del Estado» la «ubicación, identificación y entrega a sus familiares de los restos del insigne luchador social». No quiero «cargar la culpa de los que lo condenaron a muerte» afirmó, refiriéndose al proyecto de ley presentado por su propio partido estableciendo la pena de muerte para los insurrectos del 65. Hubiese cumplido 88 años. Su hija María Eugenia recibe la distinción. La acompaña —según la nota de prensa— hermano del reivindicado héroe así como su suegro, el comandante Juan Ontaneda protagonista de la revolución aprista de 1948. Gonzalo Fernández Gasco, el líder del frustrado frente norte del MIR es, asimismo, homenajeado.

Desaparecida la generación fundadora, la tradición aprista se refuerza, reincorporando en su firmamento simbólico a sus más prestigiados disidentes, recobrando así —de manos de la hoy inexistente «nueva izquierda»— el legado de una lucha dirigida contra ella. Cerrado, con la derrota de Sendero Luminoso, el ciclo de la violencia insurreccional abierto con el MIR en el 65, la imagen del guerrillero puro y justiciero —frente al vesánico y fundamentalista encarnado por Guzmán— aparece más nítida y acomodable. Frente al desprestigio actual de la política y los políticos uno se pregunta si aquella política de héroes y traidores pudiera seguir teniendo vigencia hoy. Y si, de ser esto posible, se reproduciría con ello el culto a la violencia que históricamente la acompañó.

* * *


Notas

105 Fernando Belaúnde Terry, La conquista del Perú por los peruanos, Lima: Ediciones Tawantinsuyu, 1959.

106 Sebastián Salazar Bondy, «Andes and Sierra Maestra» en Montly Review, Diciembre 1962, vol. 14:8, pp. 414-422.

107 Sobre la evolución del pensamiento de Valcárcel véase Luis E. Valcárcel, Memorias, Lima: IEP, 1981. Para un balance reciente del pensamiento indigenista peruano, Mirko Lauer, Andes Imaginarios. Discursos del Indigenismo 2, Lima: SUR-Centro Bartolomé de las Casas, 1997 y Carlos Franco, «Impresiones del Indigenismo» en La Otra Modernidad (Imágenes de la sociedad peruana), Lima: CEDEP, 1991, pp. 57-77.

108 Primero vino el ataque al «mariateguismo» por un funcionario de la Internacional (V.M., Miroshevski, «El ‘populismo’ en el Perú. El papel de Mariátegui en la historia del pensamiento social latinoamericano» en Mariátegui y los orígenes del Marxismo Latinoamericano, Selección y prólogo de José Aricó, México: Siglo XXII Editores, 1978, pp. 55-70). Jorge del Prado, posteriormente, rescató su pensamiento como pilar de la experiencia comunista peruana. A comienzos de los años 50, según Manuel Miguel de Priego, no pudo encontrar en Lima «comunista alguno que me pudiera prestar los Siete Ensayos». (Manuel Miguel de Priego, «Memoria y presencia del comunismo en el Perú» en Pensamiento político peruano 1930-1968, pp. 233-285). Sobre las influencias del pensamiento de Valcárcel en Mariátegui, véase: Gerardo Leibner, El Mito del Socialismo Indígena de Mariátegui, Lima: PUC Fondo Editorial, 1999 y José Luis Rénique, Los Sueños de la Sierra, Lima: CEPES, 1991, capítulo 3.

109 «Entrevista a Mario Vargas Llosa» en Primera Mesa Redonda sobre Literatura Peruana y Sociología del 26 de mayo de 1965, Lima: IEP, 2003, pp. 70-87.

110 Sobre los avances en el estudio del campesinado hacia 1960 véase: María Isabel Remy,

111 Adolfo Gilly, La senda de la guerrilla, México: Editorial Nueva Imagen, 1986, p. 150.

112 Luis de la Puente Uceda, «El camino de la revolución» [Febrero, 1964] en Obras de Luis de la Puente Uceda, Lima: Voz Rebelde Ediciones, 1980, pp. 3-19. OLPU de aquí en adelante.

113 «Adiós a Víctor Raúl le dicen los hijos de Manuel Barreto ‘El Búfalo,’» Lima, Diciembre 1, 1963 en Roger Mercado, La Revolución de Trujillo y la Traición del Apra �en Lima: Fondo de Cultura Popular, 1966, pp. 124-126. Reflejando el punto de vista aprista al respecto, según Víctor García Toma, en 1963, la Unión Nacional Odriísta «era una importante fuerza política de conducción oligárquica, pero cono el apoyo de medio millón de peruanos humildes». En Las alianzas del APRA, p. 139. Para un testimonio sobre el impacto negativo de dicho acuerdo en la militancia aprista, véase� Luis F. de las Casas, El Sectario, p. 275.�

114 L. de la Puente Uceda, «Los dos árboles» [1964] en OLPU, pp. 111-113. OLPU de aquí en adelante.

115 L. de la Puente Uceda, «Esquema de la lucha armada» [Diciembre 1964] en OLPU, pp. 59-65.

116 L. de la Puente Uceda, «Nuestra posición» [Marzo 1964] en OLPU, pp. 23-37.

117 De Luis de la Puente Uceda a Adolfo Gilly, Illarec Ch’aska (Estrella del Amanecer), 15 de agosto de 1965 en La senda de la guerrilla, pp. 152-156. Cuando Gilly pudo leer esta misiva, el guerrillero peruano ya había sido victimado.

118 «La Revolución Peruana» [Julio 1965] en OLPU, pp. 41-56.

119 A. Gilly, La senda de la guerrilla, p. 155.

120 Jorge del Prado, «Mass Struggle —The key to Victory. The Political Situation in Peru and the Tactics of the Communist Party» en World Marxist Review, Mayo 7, 1964, pp. 11-18.

121 «Nuestra Posición,» p. 30.

122 De L. de la Puente a A. Gilly, pp. 155-56.

123 J. Cristóbal, «Máximo Velando: el optimismo frente a la vida,» p. 12.

124 De L. de la Puente a A. Gilly, p. 154.

125 Entrevista con el autor.

126� Ibid.

127 L. de la Puente Uceda, «Respuesta al cuestionario presentado por la revista Caretas, p. 101-07.

128 Ibid., p. 107.

129 Entrevista con el autor.

130 Roger Mercado, Las guerrillas del MIR, 1965, Lima: Editorial de Cultura Popular, 1982, p. 81.

131 Víctor Raúl Haya de la Torre, «Discurso del 12 de noviembre de 1933» en O.C., vol. 5, pp. 153-160.

132 Jorge Nieto Montesinos, «¿Vieja o Nueva Izquierda?» en Pensamiento político peruano 1930-1968, pp. 381-410.

133 Eduardo Bueno León, «El regreso de la memoria histórica (¿Y si De la Puente hubiese permanecido en el APRA?) en http://balcon1.tripod.com/eduardo20nov-01.htm


© 2004, Jose Luis Rénique
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Para citar este documento:
Rénique, Jose Luis : «De la 'traición aprista' al 'gesto heroico' - Luis de la Puente Uceda y la guerrilla del MIR -3», en Ciberayllu [en línea]


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