De literati a socialista: el caso de Juan Croniqueur
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[Ciberayllu] José Luis Rénique
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I

Mariátegui, el periodista, es producto de una coyuntura cultural singular. De afianzamiento del diarismo moderno dentro del marco más amplio del surgimiento de una «sociedad de masas» en el Perú. Aparece éste como el gran conducto de ese proceso de comenzar a «vivir la vida de todos los hombres» que transforma a los «egoístas vecinos de una ciudad» en «generosos habitantes del Universo» cuyas opiniones individuales el periodismo encauza y unifica para generar «el irresistible río de la opinión pública».17Se expande el universo de los lectores, la influencia de la prensa se acrecienta y el periodismo comienza a profesionalizarse. Como nunca antes, consiguientemente, la empresa periodística se presenta como una posibilidad de inversión. Y la oferta de empleo que de ello deriva permite que «gentes sin mayores recursos económicos» o «sin educación propicia» aspiren a sobrevivir sin tener que abandonar sus aspiraciones literarias.18

En ese contexto, la vocación literaria de jóvenes como Mariátegui� da pie a un periodismo de aliento singular: sintonizado con la emergente sensibilidad urbana19 tanto como con las innovaciones literarias vinculadas al llamado modernismo que, con cierto retraso, se difunde en la capital peruana.20 Surgiendo así —como observaría un contemporáneo— una nueva generación de periodistas que introducía� «un espíritu y una técnica, nuevas»; una cierta manera de informar que abandonaba «el suceso actualista para buscar el aspecto permanente de las cosas» con un efecto notable de belleza y originalidad:21 la «literatura bajo presión» de un grupo de intelectuales-periodistas que, desde las redacciones de los diarios capitalinos, irían componiendo su propia visión del Perú.22 La emergente «patria intelectual»23 periodística a que se refería Basadre y que en Mariátegui tendría a uno de sus más prominentes ciudadanos.

Aparte de sus crónicas sociales y sus reportajes culturales de La Prensa, hacia 1915, Juan Croniqueur era conocido en Lima por sus artículos sobre hípica y eventos sociales publicados en revistas como Lulú, El Turf o Mundo Limeño. La calculada frivolidad que ahí exhibía, en todo caso, no le impediría chocar con quienes pretendían imponer sus «orientaciones absurdas y anacrónicas» a la «producción literaria nacional». Como tampoco definirse como un «ateo de la literatura» que recibía su inclusión en el «index» como «patente de rebeldía, independencia y orgullo».24 De actitud tal quedaría como testimonio el incisivo comentario que en 1916 dedica Mariátegui a una de las más prestigiosas figuras académicas del medio: José de la Riva Agüero.25

Nadie como Riva Agüero representaba por ese entonces al catedrático o «pensador» tradicional. Y por esa época —como recordaría Luis Alberto Sánchez— en boca de Mariátegui o de su amigo Valdelomar, la palabra «universitario» era uno de los adjetivos más insultantes.26 Factores sociales y generacionales, es cierto, explican en parte su actitud: no sólo eran más jóvenes sino que muchos de ellos procedían de sectores pequeño-burgueses del interior del país.27 Académicos y autodidactas eran, a fin de cuentas, parte de una misma «ciudad letrada». Entre los emergentes intelectuales-periodistas, no obstante, se había impuesto un ánimo distintivamente impugnatorio.

En 1916, Félix del Valle publicó declaraciones de Manuel González Prada elogiando a los escritores de la nueva generación que suscitarían una agria confrontación entre viejos y nuevos «literatos». Enrique López Albújar asumió la defensa de los primeros mientras los segundos encontraban en el célebre impugnador el símbolo idóneo para su aún precaria disidencia.28

La revista Colónida ha quedado como testimonio de ese ánimo beligerante. Riva Agüero y los llamados «arielistas» de la generación del 900 aparecen ahí como una suerte de referencia negativa.� En sus páginas, Federico More caracterizaría al afamado Ventura García Calderón como un autor a quien su distancia del país profundo, así como sus vínculos estrechos con el poder, le impedían «escudriñar en la tradición» captando su mensaje, directamente, «de la boca del pueblo». Porque «el champaña del Club Nacional y la justicia literaria», tanto como «el tango en el Casino de Chorrillos y la independencia moral para decir verdades» eran, aseveraba More, «cosasperfectamente incompatibles». 29

Impugnación apasionada pero aún ambigua, que no llegaba a la propuesta de acción y menos al programa político. «Vivíamos —recordaría uno de los «colónidos» originales— de espaldas a la realidad peruana y a los temas nacionales». Tanto así que, uno de «nuestros lemas» pudiese haber sido «¡deshuachaficemos al Perú!»30 Una rebeldía que al «libro de investigación académica con óleo de exhumación bibliográfica, de polilla y de naftalina» contraponía la obra de los poetas, «los genios más fecundos de la humanidad», quienes habían marcado «todos los derroteros de la ciencia» inspirando con sus mensajes cifrados de Guillermo Marconi a Santos Dumont.31 Que recusaba, asimismo, la mercantilización de la literatura,32 aceptando, de otro lado, la necesidad del «réclame» y la figuración, imprescindibles, diría Croniqueur, «para abrirse el camino a latigazos en la feria vertiginosa de la vida de este siglo intenso».33 Que frente al mal gusto del burgués, en suma,� desplegaba su supuesta pureza, en una egolátrica celebración de su propia exquisitez.Una exquisitez melancólica y fatigada, crónicamente asediada por la mediocridad del medio. El tedio, en tal sentido, emergería como uno de los temas favoritos del joven Croniqueur.

Agotada su época inicial de «entusiasmo periodístico» le captura un «hastío incurable de la vida».34 Escribir —sostiene— para decir que uno se aburre es «una falta de consideración para el lector». En Lima, no obstante, «es forzoso decir que uno se aburre».35 ¿Hartazgo real con un medio estrecho? ¿Es la rigidez y ritualización del mundo oligárquico, como observó Flores Galindo36, lo que explica ese sentimiento de encierro? ¿Cuál es el verdadero Mariátegui, aquel que «ha perdido la ilusión de la vida» y que ve en la agitación del mundo moderno el «germen fecundo de la neurastenia»37 o el que alienta a Alberto Hidalgo a amar a «nuestro siglo» de bendito progreso, de aeroplanos y cinematógrafos?

En la retórica del Croniqueurde 1916, Elizabeth Garrels advierte el rastro del cliché� modernista tan común entre los admiradores de Darío entre los cuales el futuro Amauta se jacta de contarse.38Un apasionado imperativo de libertad estética, es decir, que no rehuye lo de ambiguo y contradictorio que su consecución implica. Que no rehuye tampoco proponerse como la medida de lo elegante y de lo correcto —lo genuinamente aristocrático— frente a la vulgaridad mercantilista que todo lo corroe. Ama, por ello, Croniqueur la noche porque es «aristocrática». Y ama también el invierno porque es «sombrío, doloroso y turbio». Porque la «tristeza es siempre bella» y «la alegría es vulgar».39 Y puesto que «le sugestionan las nieves» descubre que tiene «el alma un tanto escandinava» a pesar de su «prosapia criolla» y de su «genealogía tropical».40 Y frente a este súbito fervor por lo nórdico lo criollo queda descalificado. Pone pues Croniqueur en la picota a los criollos —más aptos «para la risa que para la tragedia»— y a su «voluptuosa y mestiza» cultura criolla; distanciándose, drásticamente, de la sensibilidad costumbrista que en un inicio había cultivado.41Acompaña a ese desdén por lo criollo un acendrado elitismo. Elogia, por ejemplo, la reja que rodea a la Alameda de los Descalzos porque previene su invasión por vivanderas y dulceros ambulantes que le harían perder «toda su poesía y todo su prestigio». Porque si «algún sello aristocrático» aquel célebre paseo conservaba era porque esa reja señalaba «un límite tal vez poco comprendido entre un recato orgulloso y la vulgaridad de la vida pública; el ultraje, es decir, «de un tráfico tumultuoso, grosero, bastardo, incesante, vil y plebeyo».42

El célebre incidente en torno a la bailarina Norka Rouskaya� ilustra, asimismo, el espíritu, a la vez impugnatorio y elitista, de los «colónidos» de entonces. Su origen se remonta a la singular invitación que José Carlos Mariátegui, César Falcón y otros amigos del medio literario extienden a la artista rusa: bailar para ellos «La Marcha Fúnebre» de Chopin, acompañada por el violín de Luis Cáceres, en el cementerio de Lima a golpe de la medianoche. Las autoridades interrumpen el evento deteniendo a los asistentes. Un gran escándalo es lo que prosigue. Fue a raíz de este hecho que —según uno de sus más reconocidos biógrafos— Mariátegui tomó conciencia de «la mentira y la farsa que carcome a la sociedad aristocrática», comprendiendo «el verdadero sentido de su vida», descubriendo al «hombre nuevo que hay dentro de su alma».43 En su nota de autodefensa, es cierto, deplora éste la hipocresía de quienes le critican. Sin dejar de traslucir también, no obstante, a su escasa simpatía por las expresiones populares del país. Con que derecho se horrorizaban —preguntaba Mariátegui— si antaño, en los días de difuntos la gente turbaba «el reposo de los muertos» con «los sones, ebrios de pisco y chicha, de la marinera». Entonces —continúa— «había para los zambos libidinosos y palurdos una tolerancia que ahora se niega a los artistas y los escritores». Situaciones que, por lo demás,� seguían dándose en la sierra, donde «los indios no conciben el sepelio sin la libación y el huaynito». ¿Cómo entonces, un pueblo que «así transige con la usanza aborigen» podía alarmarse de que «un artista y dos o tres escritores ansiosos de sensaciones exquisitas y preciosas, realicen una aventura tan alejada de la vulgaridad cotidiana».?44

Fundamental anotar la fecha del incidente: Noviembre 7 de 1917. Rusia estaba, por ese entonces, en plena revolución. En el Perú, la revuelta literaria de los intelectuales-periodistas comenzaba a ceder paso a una más explícita disidencia política.El propio Mariátegui es ya, por ese entonces, un cronista político reconocido que fustiga al régimen de turno con ironía singular. Para que este proceso siga su curso, llegando, eventualmente, a la convicción socialista, debe descubrir al actor social, desarrollar un concepto de «pueblo». Ser, en otras palabras, cada vez menos Croniqueur.

II

El cambio se insinúa en 1916 para consolidarse en 1917. Se esfuman las crónicas literarias, los poemas y las narraciones. La política comienza a copar por completo la atención de Mariátegui. ¿Qué ocurrió? ¿Se siente desalentado por la crítica adversa que sus textos literarios suscita?45 ¿Es una opción personal o el reflejo de un cambio en su situación laboral? Difícil saberlo con certeza. Desde 1915 La Prensa tiene un nuevo propietario que, a diferencia del anterior, no tiene mayor interés por la literatura. Augusto Durand, ex-montonero y líder del Partido Liberal,� —observó Alfredo González Prada— adquirió el diario «como pudo haber comprado un cinema o una salchichería: para hacer dinero».46 La transferencia, no obstante, tenía también connotaciones políticas. Bajo Alberto Ulloa Cisneros La Prensa había sido un bastión anti-civilista. Entre 1909 y 1915 —según un testimonio—� La Prensa «no sólo era un órgano de la oposición, era la acción misma».47 Bajo presión oficial, sin embargo, Ulloa Cisneros se había visto forzado a vender. Y el nuevo dueño se había aliado al régimen civilista restaurado con la elección de José Pardo tras el tumultuoso período del demócrata Billinghurst (1912-1914) y su derrocador, el coronel Oscar R. Benavides (1914-1915). Mariátegui, en ese contexto, opta por emigrar a El Tiempo, undiario que era fruto de la coyuntura política pues había sido creado para promover la candidatura de Augusto B. Leguía para las elecciones generales de 1919.

Civilista en su origen y líder luego de una de sus facciones, el ex-presidente Leguía residía por ese entonces en Londres. Sus viejos correligionarios lo detestaban y le temían. Pero no podían impedir que con el deterioro del régimen pardista la posibilidad de su retorno fuese vista con creciente simpatía. Para promover esa tendencia se había fundado El Tiempo. En su traslado a éste acompañaron a Mariátegui, César Falcón y otros colegas —como Luis Ulloa Cisneros, Alberto Secada, Humberto del Águila— de reconocida trayectoria anti-civilista. Desaparecido Nicolás de Piérola —el gran caudillo popular del XIX— en 1913 y casi fenecido, con ello, el Partido Demócrata, quedaba este núcleo de escritores como liderazgo potencial de una oposición por construir.48 Mariátegui, aparentemente, tenía ciertas simpatías «pierolistas»,� hasta ese entonces, sin embargo, se había mantenido alejado del quehacer político. En El Tiempo, en todo caso, encontraría la libertad que en La Prensa se había esfumado. La libertad para escribir, por ejemplo, sobre política sin renunciar a su creatividad; para escribir� una columna política a pesar del desdén que ésta le inspiraba. Cubrir la actividad parlamentaria había sido en La Prensa un encargo ocasional. En El Tiempo, en cambio, sería cronista político a tiempo completo. Concibe para tal efecto la columna «Voces», el canal a través del cual compartiría con sus lectores capitalinos, cotidianamente, su singular percepción del desmoronamiento del orden civilista.

En su concepción pareciera haber influido su conexión con Luis Fernán Cisneros y, por extensión, con una vieja tradición local de sátira política. Años atrás, Mariátegui le había visto «mover las marionetas» de la «comedia política» local desde la redacción de La Prensa. «Maneja la ironía admirablemente —había comentado Croniqueur— y en esto reside el mayor éxito de sus gacetillas».49 Criterio que resultaba particularmente atractivo para quién, como él, era con el arma de su imaginación literaria más que con categorías analíticas que se aproximaba a la política. Derivaba de su preocupación estética una suerte de crítica «visual» de su entorno social que ahora volcaría en la construcción de un tinglado cuyas incidencias íntimas, el cronista prometía revelar; porque en la política, como en la vida, «mientras en el escenario todo tiene un aspecto risueño, entre bastidores se teje algún conato de farsa dramática».50

Era la clave inicial de «Voces», el secreto de su apelación al lector: el sentimiento de complicidad, la promesa del chisme asistida por la observación penetrante, la conversión de la política en espectáculo y entretenimiento de consumo amplio y generalizado. Con la propia epopeya del cronista como tema central. Su lucha por cumplir con su deber en lucha perenne con una actualidad «descolorida, delicuescente e inodora».51 «Amanecemos enfermos de monotonía y de fastidio» —escribe— atenazados por «la desolación de no tener un solo acontecimiento sonoro que ponga su nerviosidad en nuestro espíritu y en nuestra máquina de escribir». «Desazonadas las gentes» en ambiente tal, tornan a atacarse y calumniarse entre ellas mismas, convirtiendo a la «maledicencia» en un «deporte emocionante». Esa era —según Croniqueur— «la fisonomía del momento histórico».52 Y en circunstancias tales, merodeaba al cronista una maligna obsesión: «de que se ha parado el calendario y de que ya no va a ocurrir cosa alguna». Y «nos ponemos locos y desesperados porque somos periodistas».53 Y que como tales era menester no olvidar el deber cotidiano: «escribir para las gentes metropolitanas y curiosas».54

De ahí entonces la necesidad de crear personajes, el afán por delinear situaciones de corte teatral. Haciendo, de figuras como el pintoresco representante civilista Manuel Bernardino Pérez� —nuestro Sancho local, vestido de verde lechuga con corbata grosella55— el gran bufo de la «política criolla». O de José de la Riva Agüero —«rosadito como un ice cream soda56»— su fracaso renovador, como del propio presidente José Pardo —un hijodalgo al que el destino lleva a la Presidencia envolviéndolo en el «hálito de la zambocracia»57— y de Antero Aspíllaga —el «candidato-gentleman»— los fatuos y desconectados dirigentes de una sociedad que se resistía a sintonizarse con las conmociones de la dramática hora mundial. La «magia de esta situación» —observaría Croniqueur— es cómo, en circunstancias en que «el mundo está en una era de caminos agitados», prevalece en el Perú un «olor a restauración». Así, «el señor Pardo» retornaba al poder —tras haber sido presidente entre 1904 y 1908—, siendo el mismo de hacía seis años. El mismo «obseso del decorativismo», del lujo y la fastuosidad, de siempre. Y su gobierno, por ello, tendría que ser «un gobierno decorativista».58

Y a falta de verdadera política, las manías y los hábitos del «señor Pardo» se convertirían, por largos períodos, en el tema que rescataba a «Voces» de la parálisis. Ahora mismo —reporta Croniqueur— le preocupa gravemente la reparación de palacio de gobierno. Y de todos los visitantes solicita «su parecer sobre el nuevo piso de parquet». Porque dista Pardo de ser un administrador «capaz de encerrarse en la aridez de vulgares cuestiones económicas y políticas».59 De ahí que, entre el presupuesto y la ornamentación del salón de los pasos perdidos, le interese más la ornamentación. Olvidándose, en ese afán, del empréstito frustrado, como del petróleo y de la misma gestión gubernamental. Dando la impresión así, de que en sus obras gubernativas todo era «cuestión de escenografía». Muchas cosas podían pues discutirse del «pardismo», decir incluso que —«por culpa de la ingratitud de los peruanos»— era un régimen malo. Pero «su aristocracia y su distinción no habrá jamás forma de discutirlas».60 Y si orden político tal era viable era porque, del otro lado, existía una sociedad poco apta para vivir el presente. Que «absorbida por lo pretérito y lo� futuro» prefería consultar a pitonisas y cartománticas o «pasar las horas muertas leyendo la historia del Perú, así fuese la del doctor Nemesio Vargas», antes que confrontarse con los desafíos del momento.61 Cuya política, por lo tanto,� fluctuaba entre la adivinanza y el ritual.

Vamos todas las tardes a la Cámara de Diputados «en pos de una emoción, de un vértigo, de un apóstrofe», confiesa el cronista a sus lectores. Sólo para descubrir que sus sesiones están «enfermas de tristeza». Tanto así que «estuvimos a punto de pedir la palabra en la estación del acta para dejar constancia de las encolerizadas apostillas que queríamos ponerle por cuenta del sentimiento nacional».62 A la sesión siguiente, Don Manuel Bernardino Pérez salva la jornada «distrayéndonos», con sus gestos zarzuelescos, de «pensamientos graves y de reflexiones torturadoras»; haciéndonos lamentar «que no haya en cada miembro del parlamento un Señor Pérez, diputado por Cajamarquilla».63 Y es en ese recinto, precisamente, que una� vez al año tiene lugar el momento culminante de la comedia política nacional. Cuando, en su mensaje de Fiestas Patrias, Pardo nos hace saber «lo feliz que es la Patria, lo felices que somos los peruanos en su administración, lo feliz que es él gobernándonos». Porque en el Perú, «nos enteramos todos los años de la felicidad universal por los mensajes presidenciales». Antes y después, «somos tan miopes que no sabemos darnos cuenta de ello».64� Y sin embargo, el país bronco y complejo que tras la precaria calma pardista subyace, saldrá, eventualmente, a la superficie.

En enero de 1917, como una onda sísmica que proviene del sur, llega noticia de las andanzas del «general Rumimaqui, que entre nosotros era sólo el mayor Teodomiro Gutiérrez» pero que, «entre los indios es el inca, el restaurador y otras cosas tremendas y trascendentales». Si este intento de «restauración de la dinastía incásica» —comenta Croniqueur— nos parece «muy malo a todos» debe serlo, «especialmente», para esa «otra dinastía» en el gobierno.65 La una, distante, atemorizante, pasadista. La otra, «colgada del sueño de ser algún día como las dinastías europeas, soñando con títulos y reconocimientos extemporáneos».66 Y ante el remezón que del interior proviene,� «repentinamente nos hemos acordado de que en las faldas y� en las cumbres de la cordillera de los Andes y detrás de ella existen muchos hombres que son nuestros padres y hermanos».67 Y, embargados por el sentimentalismo, Ollanta se convertía en «el hombre de todas nuestras aspiraciones» y hasta se diría «que toda la ciudad se ha tornado en una enorme Asociación Pro-Indígena». Y nos hemos puesto tan contentos —comenta Mariátegui, sardónico— como «si nos hubiéramos encontrado una nacionalidad que fuese la nuestra». Porque los peruanos vivían, según él, embelesados con lo antiguo y lo pretérito, «que es para nosotros un egregio pasado de huacos y huacas, de momias, fortalezas, de quipos y amuletos». Todo un país viviendo, impunemente, «de cara al pasado». Embargado por el sentimiento de que, «puesto que hemos tenido un pasado muy hermoso, qué nos importa que tengamos un presente tan feo». Así, frente a quienes, con el arqueólogo Julio C. Tello, prefieren tumbarse a soñar en la sección arqueológica del museo o creen que «el ideal de este momento es (...) la audición permanente de un huaynito o de un solo de quena», opta él por mirar la actualidad de esas sierras en estado inocultable de agitación.� Mirar, por ejemplo,� cómo se teñían de sangre con ocasión de los comicios parlamentarios de mayo de 1917.

El objetivo de dichas elecciones era renovar un 40% de las representaciones parlamentarias. Al nuevo congreso correspondería supervigilar, con las evidentes ventajas que de ello derivaba, el sufragio presidencial de 1919. De ahí su extraordinaria importancia. El futuro mismo del Partido Civil estaba en juego en aquella jornada.68 Reporta Mariátegui la marcha de los candidatos a las provincias con el fin de participar en las controvertidas asambleas de contribuyentes, evento del que provendrían las instancias encargadas de conducir la votación provincial. Era ahí, en realidad, que solía librarse la «gran batalla» electoral pues quien ganaba la asamblea tendría «mesa receptora propicia y junta escrutadora complaciente». De ahí entonces que fueran estos los verdaderos electores, en tanto que los votos populares si bien «adornan una elección y honran a un candidato» no eran indispensables para definir al triunfador.69 Batalla entonces que podía llegar a ser una guerra sin cuartel.

No era entonces extraño que en vísperas de estas, el tema central fuese solicitar garantías. En esto se compendiaba —comentó Croniqueur— «toda la hora actual de nuestra historia»: un país entero pidiendo garantías.70 Para parlamentarios como don Rafael Grau que se encaminaba a la provincia de Cotabambas (Departamento de Apurímac) a intentar revalidar su curul. «Todas las gentes metropolitanas —escribió— siguen con largavista las aventuras del Dr. Grau a través de la sierra». Si hubiese ido a otra provincia más cercana —continuó— «la ciudad entera hubiera podido tal vez acompañarlo» para protegerlo de todo mal.71 Con apoyo de la gobernante alianza civil-liberal, la familia Montesinos es su adversario principal. Resentían estos, sobre todo, el proyecto de Grau de trasladar la capital de la provincia de Tambobamba a Chuquibambilla. Y para asegurarse de que ello no ocurriera atacaron a la comitiva llegada de Lima en los alrededores del pueblo de Pálcaro ocasionando la muerte del propio Grau y de uno de sus acompañantes. Algo similar ocurriría en Cutervo, Cajamarca, donde la muerte también cegaría el intento de Arnaldo Bazán de arrebatar la diputación a un protegido del poderoso senador Rafael Villanueva por cerca de 40 años representante de ese departamento en el Parlamento Nacional. No eran los únicos casos. En diversos puntos del país la «imposición electoral» recurría al argumento de las balas. Y, con ello, «los candidatos desafectos del gobierno comprendían que era la hora de poner semblante de condenados a muerte». 72

«El grito seco, duro� y fuerte de la realidad nos ha estremecido y nos ha turbado a todos —escribirá Mariátegui acusando recibo de las noticias— de modo tan repentino e intenso que ya hemos perdido acaso para siempre la virtud de la mueca».73 Mantendrá todavía su estilo irónico. En perspectiva, no obstante, su asimilación de aquellos hechos señala un hito en su manera de mirar el país tanto como su propio papel en el proceso en curso.

No oculta, en primer lugar, lo mucho que la violencia ha calado en su ánimo. «Tenemos en cierto momento la obsesión —dice— de que todo el Perú se hubiese convertido en una capilla ardiente en la cual se velase para siempre el cadáver del señor Grau» por quien expresa haber sentido una franca admiración personal. «Caminamos vulgarmente como en el jirón de la Unión —escribirá por esos días— sin prisa, sin ideal, sin fatiga, sin orientación y sin alegría»; con la sola esperanza de «olvidarnos de lo que hemos visto y de lo que hemos oído».74 Se sobrepone, sin embargo, desplegando un ánimo inédito de exploración: la sierra, sus pobladores y sus poderes locales caen en el radar de su hasta entonces fatigada imaginación. Nuestra mirada —comenta un reanimado Croniqueur— abarca el país entero, recorriendo el mapa del Perú en «una excursión que no es geográfica sino política», marcando los territorios en que, como en el caso de Cajamarca, personajes como Rafael Villanueva, representaban una «tradición republicana» que se remontaba a «los albores del siglo pasado»75 cuya candidatura resucitaba «la teoría del orden público» por encima de la Constitución».76 Desde la redacción de El Tiempo, a pocas cuadras de la sede del gobierno, la visión es la de un país que se pone trágico.

Sentado en un escritorio «que tiene a un lado el retrato del señor Pardo y a otro lado el retrato del señor Augusto B. Leguía», el reportero «ve a lo lejos correr gendarmería y montoneras armadas con rifles del Estado».77 Un Perú en el cual las verdaderas elecciones no tenían lugar el 20 de mayo —fecha del sufragio efectivo— sino que se habían realizado ya el 4 de marzo, día en que las asambleas de contribuyentes habían definido el curso del voto provincial. Mientras en Lima, una asamblea de contribuyentes no podía otorgar a su antojo una credencial de diputado, en ese amplio país que Croniqueur desconoce pero imagina, «los ciudadanos del Perú saben que sus votos no eligen» y que las elecciones «están hechas antes de que los ciudadanos sufraguen».78 Y frente al impasse y la anarquía crece en el horizonte la figura de Leguía. Sus adeptos —observa Croniqueur— invocan a Dios, de rodillas, «con la cara vuelta hacia Londres» sin obtener respuesta. En vísperas de las elecciones parlamentarias, finalmente, El Tiempo publica su carta de condolencia por la muerte de Grau. Su «nombre ilustre» sacude «los nervios de la ciudad», encendiendo sus más sonoras e inquietantes devociones». No es sino mayo de 1917. La confrontación de mayo de 1919 ha recibido, no obstante, su primer impulso.

El síntoma más relevante del sacudimiento mariateguiano es, sin embargo, su adhesión a la candidatura de Jorge Prado y Ugarteche a una diputación por Lima. Celebra Mariátegui su definición por fuera del civilismo: candidatura independiente, de la juventud y del ideal, afirma, entusiasmado. Que con sólo proclamarse así, va dejando de ser una candidatura de barrio, del Palais Concert o de casona solariega, «para empezar a ser una candidatura de plazuelas, desfiles y tumultos».79 La cobertura de la campaña despierta en el cronista la memoria de las «jornadas cívicas» de 1912 cuando en una gesta excepcional, la movilización popular había entrabado al aparato electoral civilista haciendo posible la elección del demócrata Billinghurst. Curiosa conexión, sin duda, si recordamos el papel que Jorge Prado había tenido en el derrocamiento de ese mandatario.80 Este y su hermano Manuel habían sido los ayudantes del «caudillo restaurador» Benavides aquel 4 febrero de 1912, habiendo sido quien, «redactó y obligó a don Guillermo Billinghurst, a firmar el decreto dimitiendo el mando supremo».

Ayer —reportó Mariátegui en vísperas electorales— los obreros pradistas llamaron a su candidato a un florido rincón popular en el barrio del Rímac. Prado acudió «a partir de una misma butifarra» con «sus prosélitos del pueblo». Y la ciudad pensó entonces que ese «lunch» tenía el sentido de «los viejos lunchs� demócratas».81 Con no menos pasión habrá de cubrir la larga e infructuosa lucha contra los intentos oficialistas por desconocer la victoria de Prado en el voto popular. Las «voces» dicen —reporta Mariátegui— «tenemos miles de votos». Y, sin embargo, «un guarismo no representará nada inalterable mientras exista un borrador Faber». El literati ha comenzado a desarrollar memoria histórica. Jamás, anteriormente, las luchas políticas de aquellos años habían sido materia de sus artículos.

La experiencia deja a Croniqueur cargado de aprehensiones. Hace un año —escribe con ocasión del primer aniversario de «Voces»— «éramos más optimistas, más alegres, más bulliciosos y más ilusos».82 Creíamos, por ejemplo, que podríamos «habituarnos al señor Pardo». Seguir siendo, en otras palabras, el� comentarista, «ora frívolo, ora grave, de las vulgaridades cotidianas».83 En un país, por lo demás, «muy dado a la zumba y al humorismo».84 Un año después, sin embargo, «nos sentimos un poco desesperanzados, tundidos y fatigados por las realidades de esta democracia mestiza».85� Conscientes, más aún, de «que todas las gentes piensan mal del señor Pardo» y que los años interminables que aún le restan habrá de pasarlos en una creciente soledad.86 La noche de Fiestas Patrias de 1917, tras entonar el himno nacional en el Palais Concert, Croniqueur descubre que no logra fundirse con el «alborozo trivial» de las gentes sencillas; que las «turbaciones políticas» —el recuerdo de «el escaño vacío del señor Rafael Grau» por ejemplo— le impiden entregarse al influjo de los «fervores patrióticos de la ciudad».87 Personalmente tocado, confrontado más aún, con la posibilidad cercana de asistir al fracaso de sus «ideales, aspiraciones y quimeras», encuentra dentro de sí, «una fe pura como la de un anacoreta» que es «nuestro tónico, nuestra estufa y nuestro yelmo». 88 En ella abreva para remontar esa hora de agobio.


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© 2001, José Luis Rénique, JRenique@aol.com
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