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7 mayo 2002

Partidos Políticos y Democracia en el Perú:
una hoja de ruta histórica

José Luis Rénique

Terminar con la «partidocracia» —corrupta, retrógrada, indolente—� fue la gran justificación del ingeniero peruano-japon�s Alberto Fujimori para convertirse en autócrata en abril de 1992. Mientras en el exterior las críticas se multiplicaban, en casa sus índices de respaldo ascendían de 59% a 82% en los días que prosiguieron al «fujigolpe». A comienzos de los 90 —observa el politólogo Martín Tanaka—� el desprestigio de los partidos políticos era un mal general en la región. Sólo en el Perú, sin embargo, confrontaron éstos un colapso tan drástico y radical. A contramano con su severa declinación regional, más aún, las Fuerzas Armadas se convertían desde entonces en el Perú en el «partido oficial» de un régimen que muchos —en América Latina, Washington e inclusive en el Banco Mundial— verían como modelo a replicar. Una década después, con un respaldo que, a ocho meses de su inauguración, se mantiene en alrededor del 30% la vida del régimen de Alejandro Toledo no pareciera estar aún del todo asegurada. En la frágil memoria ciudadana, más aún, los pleitos internos del novísimo partido de gobierno —«Perú Posible»— dramatizan el contraste entre una caótica «partidocracia» y la fría eficacia de la maquinaria fujimorista. Difícil de creer, es cierto, no faltan las expresiones de saudade por el audaz ingeniero japonés. A pesar de los cargos que se le imputan —anota la revista Caretas de fines de marzo del 2002— el 16 % de los peruanos cree que Fujimori es inocente, y el 36 % piensa que todavía tiene un futuro político en el Perú. De otro lado, mientras Toledo aprende a gobernar a marchas forzadas,� desde su cómoda plaza de cabeza de la oposición, el Partido Aprista Peruano —uno de los más antiguos de América Latina— espera, con su líder el redivivo Alan García, una segunda oportunidad.

Si los partidos son un factor o un obstáculo para la democracia es una pregunta vieja en la atribulada historia política de esta nación andina. ¿Instrumentos de una clase política o canales de participación para la ciudadanía? ¿Hay en las tradiciones políticas peruanas elementos que coadyuven a su consolidación? ¿Qué han significado los partidos políticos en la pugna por domar la legendaria inestabilidad latinoamericana? ¿Hasta qué punto, esta pieza crucial de la democracia occidental, alcanzó a aclimatarse en nuestras sociedades post-coloniales?

Acaso la historia de los encuentros y desavenencias entre partidos y sociedad sea una de las claves para comprender la volatilidad extrema, la impaciencia proverbial, de la conducta política peruana. Aquí una breve hoja de ruta histórica.

La era oligárquica

Al caer la tarde del 27 de agosto de 1871, los habitantes de Lima pudieron observar un espectáculo inusual: una multitud de 10,500 personas desfilando por el centro de la ciudad en perfecto orden y en absoluto silencio. Era una manifestación política pero no eran necesarias las consignas, «su silencio —comenta la historiadora Carmen MacEvoy— valía por mil palabras». Mostraban así su repudio contra quienes intentaban frustrar la candidatura de Manuel Pardo y Lavalle, un joven político que se atrevía a desafiar al caudillismo militar. Nacía el Partido Civil: el primer partido político de la historia nacional. En 50 años de vida independiente ningún civil había ejercido la Presidencia de la República.

Exitoso empresario guanero, propietario de una de las mayores haciendas azucareras del país, Manuel Pardo había propuesto invertir el importante ingreso del guano en ferrocarriles que —según él— no sólo promoverían el crecimiento económico, sino la estabilidad necesaria para que un verdadero sistema de partidos pudiera establecerse en el Perú.

Tal objetivo requería que la «gente decente» comprendiera que la política era una tarea civilizadora que le competía. Él mismo —como presidente de la Beneficencia Pública y luego como Alcalde de Lima— había ganado simpatías en sectores medios y populares. En tanto que, de otro lado, su mensaje encontraba eco en sectores intelectuales que propugnaban extender el liberalismo —vigente ya en lo económico—a la esfera política; iniciando, de esa manera, un proceso de inclusión e integración nacional. Éstos aportarían al proyecto de Pardo un distintivo tono reformista.

A lo largo de la campaña electoral Pardo demostraría su pragmatismo. De un lado, haciendo uso del telégrafo, creaba una red de vinculaciones que por primera vez sobrepasaba el cerco de los poderes locales terratenientes (los despóticos «gamonales» de las noveles indigenistas andinas); de otro, sus agentes reclutaban a las huestes armadas que eran necesarias para ganar una elección en el Perú del XIX. Aún así, en vísperas de su ascenso al poder, sus enemigos intentaron cerrarle el paso a través de un pronunciamiento militar: el trístemente célebre golpe de los coroneles Gutiérrez. En un hecho sin precedentes, no obstante, la población de Lima se levantó contra los golpistas quiénes terminaron colgados de las torres de la Catedral. Nunca quedaría del todo claro hasta qué punto aquella insólita reacción popular fue una adhesión a Pardo y Lavalle. Lo cierto fue que, con su llegada al poder, en olor de multitud, el pardismo adquiría la estatura de un proyecto burgués con inéditos rasgos populares.

Diversas circunstancias, sin embargo, conspiraron contra sus planes. El agotamiento del guano generó una severa crisis financiera que, a su vez, frustró sus planes de gobierno, a cuyo término, insólitamente, los civilistas dieron su apoyo a un caudillo militar. El asesinato del propio Manuel Pardo en 1878, y el inicio de la guerra con Chile al año siguiente, hicieron el resto. De ésta, el Perú emergió material y moralmente arruinado. Cerca de dos décadas habría que esperar para que el civilismo, reconstituido, pudiese aspirar al poder.

La revolución de 1895 fue su oportunidad. Entonces, en alianza con el Partido Demócrata de Nicolás de Piérola y respaldados por un singular ejército de montoneros, los civilistas derrotaron al Ejército Nacional, cerrando así la etapa de resurgimiento caudillista iniciada con el fin de la ocupación chilena. El sueño de Pardo parecía concretarse. Durante el siguiente cuarto de siglo —con una breve interrupción de dos años— varios gobiernos civiles se sucedieron en el poder, prevaleció la libertad de expresión y surgieron nuevos partidos sin restricción alguna.

Tras un breve dominio del sector pierolista el Partido Civil se convirtió en la fuerza dominante. Sin llegar a imponer un monopolio completo, no obstante, puesto que, con un Parlamento multipartidario, estaba éste obligado a hacer alianzas. Tampoco se le podía acusar de ser un partido caudillista o estancado en el pasado: tenía una dirigencia colectiva y, bajo la influencia del positivismo, una nueva generación de dirigentes introdujo en la visión del partido el tema de la cuestión social.

Mirada en perspectiva, no obstante, la democracia civilista semejaba a un islote suspendido en el aire cuyos pilares eran los poderes locales terratenientes que ejercían el verdadero control territorial del país.

El desafío radical

Ya en 1883,� Manuel González Prada —quien inicialmente había visto con simpatía el proyecto civilista— había cuestionado la autoridad de las elites políticas capitalinas para hablar a nombre del «verdadero Perú», el cuál, según él, no lo constituían «las agrupaciones de criollos y extranjeros» afincados en la costa sino «las muchedumbres de indios diseminadas en la banda oriental de la cordillera». Si bien fracasó en su intento de fundar un partido radical, adoptando posteriormente ideas anarquistas, sus escritos encontraron audiencia en aquellos que miraban la política oficial —con creciente resentimiento y desconfianza— desde fuera del islote. Desde esta perspectiva, civilismo era sinónimo de oligarquía y la república nacida en 1895 era, en el mejor de los casos, una «república aristocrática». Y si algo demostraba dicha experiencia era la impotencia traidora del liberalismo local.

Posteriormente, estos planteamientos se encontraron con las masas en el agitado contexto de la Primera Guerra Mundial; resultando en una combinación de movimientos sociales y culturales de base rural, provinciana, obrera, estudiantil, que coadyuvaron a poner en crisis a la «república aristocrática» hacia finales de la segunda década del XX. Pero su verdadero sepulturero provino de sus propias filas.�

Como Manuel Pardo en 1870, Augusto B. Leguía en 1919, intentó salvar al orden exportador con una fuga hacia adelante. En base a empréstitos de la banca norteamericana, pretendía construir una «Patria Nueva». Terminaría liderando el primer proyecto de modernización autoritaria del siglo XX. Predicó el fin del gamonalismo y la oligarquía. Consiguió atraer a sectores de la intelectualidad y de las vanguardias obreras, estudiantiles y campesinas. A los que se resistieron, les dio a escoger entre la cárcel y el exilio. José Carlos Mariátegui y� Víctor Raúl Haya de la Torre estuvieron entre los que partieron. Volverían para fundar los Partidos Comunista y Aprista respectivamente. Al cabo de tres reelecciones en once años, en agosto de 1930, Leguía fue derrocado por un levantamiento militar encabezado por Luis M. Sánchez Cerro, un hasta entonces desconocido teniente coronel.

La amplia movilización social que sobrevino a la caída de Leguía perfiló el país que comunistas y apristas querían organizar. La liquidación del civilismo, de otro lado, planteaba el crucial problema de la representación política de la élite económica. Sin partido ¿de qué manera la élite agroexportadora iba a defender sus intereses? Más aún si el viejo reclamo de participación e integración política tenía ahora voceros tan tenaces como el Partido Aprista de Haya de la Torre con su propuesta de un Estado Anti-imperialista, basado en un Congreso Económico con representación de los «trabajadores manuales e intelectuales». Dos militares —el comandante Sánchez Cerro y el Mariscal Benavides— salvarían el problema durante los 30. Gobernaron con leyes de excepción que incluían la proscripción de los partidos aprista y comunista. En 1939, finalmente, tuvieron lugar elecciones presidenciales y el banquero Manuel Prado Ugarteche asumió el poder. ¿Cómo pretender, sin embargo, que existía un verdadero sistema de partidos ahí donde el partido más importante del país estaba proscrito?

La ausencia en el Perú de un partido conservador tanto como el fenómeno aprista son hebras fundamentales de esta historia.

«¡Sólo el APRA salvará al Perú!»

En 1931, por escaso margen, Haya de la Torre había perdido la presidencia ante el comandante Sánchez Cerro, en las primeras elecciones con voto secreto realizadas en el Perú. Sus seguidores alegaron fraude y el nuevo mandatario se aprestó a destruirlos. Algunas semanas después comenzó la confrontación.

Con Haya en prisión, los apristas se levantaron infructuosamente en Trujillo. Cientos murieron en la represión. Y varias decenas de militares fueron masacrados, a raíz de lo cual el ejército impondría a Haya de la Torre un veto que perduraría casi hasta el final de su vida, hacia fines de los años 70. Para sobrevivir, los apristas se convirtieron en una suerte de cofradía laica cuya mística alimentaba una maquinaria política disciplinada y eficiente. Convirtieron las cárceles en centros de formación ideológica; penetraron las filas de las fuerzas armadas; hicieron del partido una prolongación de la vida familiar de los militantes, en tanto que los comandos revolucionarios del partido se encargaban de mantener la memoria del aprismo insurreccional a través de una serie de acciones de propaganda armada. Construyeron, en suma, —como ha observado la historiadora Karen Sanders— un «simulacro de nación» cuyos integrantes, optimistas y desafiantes, usaban a manera de saludo la frase «sólo el APRA salvará al Perú». Fuera del país, mientras tanto, sus deportados difundían la epopeya del partido dejando establecido que, lejos de ser la «secta de fanáticos» de la propaganda oficial, el suyo era un modelo alternativo al comunismo, válido para toda América Latina.

En 1945, finalmente,� surgió la posibilidad de una verdadera apertura democrática. El 20 de mayo de 1945, tras más de una década en la clandestinidad, 150,000 apristas recorrieron las calles de Lima, en silencio como los civilistas de 1871, ante el entusiasmo y el temor de la ciudadanía. Para ese entonces, el antiaprismo era acaso tan voluminoso como el aprismo. En su discurso de aquel día en la Plaza San Martín, dirigiéndose al vecino Club Nacional —símbolo tradicional de la oligarquía— Haya de la Torre invitó a la reconciliación. El pacto en que se basaba la transición prevenía su candidatura a la presidencia mas no la presentación de candidaturas al Congreso como parte de un Frente Democrático Nacional, cuyo líder —el abogado arequipeño José Luis Bustamante— sería elegido por abrumadora mayoría.

Más allá de las buenas intenciones, para sus ocasionales socios, la transición que se iniciaba conllevaba una serie de interrogantes:

¿Era posible confiar en el APRA? ¿Cómo contrapesar su influencia en los sindicatos, universidades, gremios de empleados e inclusive, dentro del aparato estatal y las Fuerzas Armadas? Y, nuevamente. ¿Cómo iban a actuar las élites económicas —electoralmente minimizadas— frente a un régimen cuyo miembro principal exhibía un programa de corte nacional-populista: conspirarían, se refugiarían nuevamente tras un caudillo militar? ¿Sería la corriente democrática representada por el abogado Bustamante, contrapeso suficiente a la emergente APRA? ¿Aceptarían los militares un gobierno del APRA como sucesor del FDN? ¿Lograría� Haya de la Torre, más aún, mantener bajo control los ímpetus revolucionarios del APRA que él mismo había azuzado durante los años de la clandestinidad?

Acechada por tamañas interrogantes, a mediados de 1948 la primavera democrática iba camino de una muerte prematura. En octubre, bases y oficiales militares apristas se levantaron en el Callao. La dirigencia del partido desconoció el movimiento. Bustamante reaccionó expulsando a los apristas del gobierno y llamando al Ejército a co-gobernar. En noviembre, uno de sus ministros militares —el General Manuel A. Odría— lo depuso para dar inicio a un gobierno militar de 8 años.

Retorno del militarismo

En muchos sentidos, el régimen de Odría fue una vuelta al pasado, que ocurría en el momento mismo en que el Perú enfrentaba una serie de transformaciones profundas. El inicio de la masiva migración de la región andina a la región costeña era el catalizador de un proceso que transformó el rostro del país. Por primera vez, hacia mediados de siglo, la costa superó en población a la sierra y Lima se puso en camino de convertirse en la megalópolis de hoy, lugar de residencia de un tercio de la población nacional. Se iniciaba lo que José Matos Mar denominaría como el «desborde popular» de la vieja nación criolla, lo que, en rigor, significaba una abrupta ampliación, desde abajo, del escenario social y político «nacional».�

La gran pregunta de las décadas siguientes, sería cómo establecer mecanismos de representación partidaria capaces de contener a una sociedad en flujo, en un marco de inestabilidad económica y con el pobre legado político que de una centuria de sucesivos fracasos derivaba.

En 1957, tras ocho años de gobierno militar, se inició un nuevo intento de restablecimiento democrático. El Partido Aprista salió entonces de su segunda clandestinidad. Muchos de sus dirigentes habían abandonado la organización denunciando la traición de su líder a sus ideales originales. Sin la mística de otros tiempos, mantenía su fuerza sindical y su arraigo tradicional en la región norte del país, cuna de Haya de la Torre y del partido. No era ya, sin embargo, la fuerza hegemónica de otros tiempos: si quería llegar a gobernar tenía que transar. Para ello, el camino elegido fue ofrecer el caudal electoral del partido a movimientos conservadores como el de Manuel Prado o el encabezado por el General Odría, en la esperanza de que, dada su evidente caducidad, sirvieran simplemente como vehículo hacia el poder.

La defección aprista del campo de la reforma radical abriría las puertas a la Acción Popular de Fernando Belaúnde. Como antes el civilismo y el leguiísmo, propugnaba éste —en base al acercamiento de las élites económicas, profesionales e intelectuales— una propuesta de desarrollo y renovación nacional. Una «conquista del Perú por los peruanos» —en la retórica belaundista— cuya pieza central era la reforma agraria. Llegó al poder en 1963. Sintiendo la competencia, desde el parlamento, el Partido Aprista le declaró la guerra. El escenario de 1948 parecía repetirse. En octubre de 1968, nuevamente, el Ejercito puso fin al impasse.

Los líderes golpistas venían imbuidos de mesianismo. De facto, harían lo que en siglo y medio de república no había sido posible: crear una «democracia de participación plena» para cuyo logro no eran necesarios los partidos sino, según dijeron, un «sistema nacional de movilización social». En el contexto latinoamericano de militares ultraderechistas, los oficiales peruanos comandados por el General Juan Velasco Alvarado eran una rareza. Podr�a decirse que hab�an le�do «al rev�s» la doctrina de seguridad nacional impartida en la Escuela de las Am�ricas. M�s que desatar una guerra total contra los enemigos internos, seguridad nacional era para ellos arremeter —a trav�s, por ejemplo, de una reforma agraria profunda— contra las estructuras del pa�s olig�rquico. En la vieja tradici�n corporativa, sin llegar a articularla plenamente, esbozaron una visi�n de futuro en que las Fuerzas Armadas aparec�an como una suerte de suprapartido nacionalista. A mediados de los 70, sin embargo, la utop�a militar comenz� a desintegrarse. Entre 1978 y 1980 el Per� comenz� a transitar de nuevo hacia la democracia. Imposible saber, entonces, en qué medida el impulso corporativo segu�a firme en la mentalidad castrense.

La crisis presente

En la dislocación e incertidumbre que el proyecto militar generaba, la visión radical —que, desde González Prada, se había ido estableciendo como perspectiva crítica y contrahegemónica de la historia y el destino del país— encontró espacio para prosperar.

A la par con el intervencionismo militar, el complejo fenómeno del radicalismo peruano es otra de las vigas maestras de esta historia.

Leídos desde el aislamiento intelectual de las universidades públicas del interior —en combinación con lecturas sesgadas de la teoría revolucionaria y sazonadas por el resentimiento y la desconfianza— los escritos de Mariátegui inspiraron un radicalismo duro y guerrerista, al que se añadió el legado de las experiencias insurreccionales apristas, para producir una corriente subversiva de la que Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru fueron expresión culminante. El resentimiento empozado en el alma nacional —parafraseando al poeta César Vallejo— proveyó el aliento vital. Desde su nacimiento, la democracia de los 80 tuvo que vérselas con un país en erupción. Era como si el emergente sistema de partidos políticos se edificara sobre� una vieja falla sísmica que el conflicto subversión-contrasubversión expresaba con histórica perversión. En sus doce años de duración, describiría éste las tendencias siguientes:

  1. La resurrección y agotamiento en el lustro 80-85 del «belaundismo» como partido a la vez conservador y reformista, capitalino y provinciano, copado, en esta ocasión, por su ala financiera y transnacional.
  2. La articulación, bajo la dirección de la izquierda intelectual limeña —en alianza con líderes sindicales y regionales— de un frente político nacional de gran peso electoral. Y su fracaso, asimismo, para organizarse como partido, definiendo un perfil democrático y domeñando sus impulsos insurreccionales.
  3. El fulgurante retorno del APRA post-Haya como fuerza nacional bajo la dirección de un���� nuevo líder carismático —Alan García, elegido presidente en 1985—, insinuando su modernización aunque aún habitada por los� fantasmas del pasado.
  4. �La búsqueda por parte de la derecha peruana de una alternativa ideológica y política propia; búsqueda coronada a fines de los 90 con la aparición del Movimiento Libertad encabezado por Mario Vargas Llosa.

El destino de dicho experimento es historia conocida: su agotamiento tras el nefasto primer gobierno aprista en la historia del país; la gradual socavación de los espacios democráticos por la dinámica violenta propiciada por el alzamiento de Sendero Luminoso; el portentoso colapso de los partidos políticos de inicios de los 90; el surgimiento de Fujimori. Y, con él, nuevamente, la mesiánica ilusión —patente en el leguiísmo, tanto como en el proyecto militar de 1968— de una cúpula de poder, de modernizar y estabilizar al país por la vía autocrática, y con las Fuerzas Armadas, nuevamente, jugando el papel de suprapartido pol�tico nacional.. Y, tras todo ello, el alucinante desmoronamiento de la cúpula civil-militar «fujimontesinista» y el retorno a la democracia bajo tutela internacional.

Medio año de «estado de derecho» es un lapso demasiado breve como para pretender un examen en profundidad de los principales actores partidarios peruanos. Desde la perspectiva histórica aquí delineada, sin embargo, es posible proponer una especie de foto-check básico y preliminar.

Perú Posible: Súbitamente convertido en partido de gobierno. Creció de la noche a la mañana en la medida que Toledo se perfilaba como alternativa presidencial. En su lucha contra Fujimori apeló con éxito a las calles y la «lógica movimientista» hasta entonces patrimonio de la izquierda legal. En el poder, más aún, recurriría a ésta� en busca de cuadros de gobierno, sobre todo para el sector social, en tanto que, los sectores productivos quedan en manos de sectores vinculados al empresariado local y la banca internacional. ¿Asimilará el partido a los «invitados» de su líder o se irá profundizando la brecha entre éstos y «militancia de base»? Sin planteamientos ideológicos claros, entidad básicamente caudillista, para muchos Perú Posible aparece como una suerte de agencia de empleos. Dos veces en los últimos meses ha debido postergar su congreso nacional debido a peleas internas que revelan enormes dificultades para establecer, para comenzar, una identidad propia. De superar estos problemas, podría ocupar el espacio dejado por Acción Popular como partido nacional, aglutinante, capaz de centralizar a importantes sectores de las élites políticas ofreciendo un contrapeso al PAP.

Partido Aprista Peruano: Sorprendente retorno de compleja explicación. Acaso represente una opción nostálgica para quienes mantienen su adhesión a las identidades radicales y creen, aún, en una alternativa doctrinaria frente a la indefinición toledista y la desalmada globalización. Acaso, el aprismo, sigue transmitiendo la imagen de un país mestizo, mesocrático, descentralizado, frente a la poco confiable política limeña. Acaso sigue convocando instintos nacionalistas y populares como ningún otro partido podría hacerlo. ¿Podrá Alan García curar a su partido de su histórica esquizofrenia y construir un partido de centro-izquierda con capacidad de convocatoria nacional?

Unidad Nacional: Intento de construcción de una derecha moderna de alcance nacional tras el estancamiento del Partido Popular Cristiano y el fallido intento del FREDEMO de 1990. ¿Podrá tener éxito allí donde Pardo y Leguía fracasaron? Su lideresa insiste en la filiación social-cristiana y no derechista de su organización. En las últimas elecciones incluyó en su plancha a un ex-dirigente sindical comunista. Sus críticos, en cambio, señalan sus vínculos con el Opus Dei y sus intenciones de cooptar a los restos del fujimorismo. Jamás, dicen otros, dejará de ser un partido limeño.

¿Perú Posible?

En marzo del 2002 —en medio de las múltiples bombas de tiempo heredadas de dos décadas atribuladas— dos eventos destacan como posibles promesas: el proceso de descentralización y el re-establecimiento de Gobiernos Regionales democráticamente elegidos y, en segundo lugar, el proceso de concertación. El primero sería la culminación de un proceso de ampliación de la escena política nacional forjado, desde abajo, a lo largo del siglo pasado. Y el segundo podría crear el marco de estabilidad de mediano plazo de que todos los intentos democráticos anteriores carecieron. «La reconstrucción de la fracturada fibra moral del país», según el Presidente Toledo es la misión principal del acuerdo concertador. «Los próximos 20 años comienzan esta noche», ha dicho en su discurso inaugurando el diálogo. El tiempo dirá si su mensaje fue escuchado.�

29 de marzo del 2002


© 2002, José Luis Rénique
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