Hasta la eternidad te seguirá mi amor
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[Ciberayllu]

Ignacio Vélez Pareja
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—La ilusión no se come —dijo la mujer.
—No se come, pero alimenta —replicó el coronel.
El coronel no tiene quien le escriba Gabriel García Márquez

Amor, amor aquel y aquella que ya no son, ¿dónde se fueron?
Pablo Neruda, El libro de las preguntas

«...dedicado a aquellos que han sido separados:
a los amantes, a los que odian, a los indiferentes, a los perplejos
y a los confiados, para que el hombre encuentre de nuevo
en libertad el camino hacia el hombre»
Igor Caruso, La separación de los amantes

Hace cincuenta años, ciertos boleros no tenían aceptación en algunos círculos sociales. Estaban confinados a las cantinas de mala muerte y buena vida de los barrios y zonas de tolerancia de Cartagena y otras ciudades con espíritu sandunguero y tropical. Era como un culto prohibido de una secta esotérica, cuyas ceremonias no se podían celebrar en público. Marihuana, prostitución, delincuencia y vicio estaban asociados al ritmo cadencioso de un bolero enamorado. Se sospechaba de quien rondara en compañía de Daniel Santos, Celio González o Alberto Beltrán.

El bolero está más identificado con el Caribe: el insular y el continental, incluido el Golfo de México y nuestra costa norte colombiana. Sin embargo, el bolero ha ido colonizando territorio. Ha permeado nuestra sociedad y hace algunas décadas llegó a Bogotá y eso es mucho. Ahora, por el contrario, el bolero en general, se ha popularizado tanto que en todos los estratos sociales es de buen recibo; más aun, traspasa barreras generacionales y culturales. De hecho, los adolescentes, cuando se aproximan a los dieciocho años, comienzan a preguntar si ese que canta es Agustín Lara o Charlie Figueroa. El bolero es responsable de muchos de los amores colombianos que los cultivaron con la institución de la serenata. Esto se acabó por la urbanización del país. También por los costos. Ahora está la rockola. Éste es un invento perverso. La compran los dueños de los bares y esperan que la música la pague el cliente.

Algunos dicen que el bolero es una música (y un verso) derrotista, pesimista y que induce a la melancolía. Esto es cierto en parte. Pero, hay muchas clases de boleros: de exaltación, de búsqueda, de reproche, de melancolía (guayabo amoroso, tusa, despecho, traga, etc.), inclusive cantos a ciudades o regiones. No todos, pues, inducen a regodearse en ese estado de ánimo, tal vez, depresivo. La verdad es que, como anota Gelpí (1998), «son muy escasos los boleros en que se celebra la felicidad o estabilidad matrimonial o en los cuales se elogian las virtudes de la institución del matrimonio. En cambio, el bolero parece preferir la exploración de la intimidad previa o fuera del matrimonio.» (Gelpí, 1998, p. 201, nota 2),

Quienes escriben bolero o poesía, de alguna manera están haciendo un trabajo psicoanalítico o de autoterapia; sólo que en este caso el terapeuta es una audiencia. Lo mismo hace el que asume un bolero o un poema como propio. Una de las maravillas que ocurren al escuchar un bolero o leer un poema es descubrir que fue escrito para quien lo recibe: no hay que cambiar una palabra.

Se pregunta mucha gente cómo no va a ser bolero una canción de Charles Aznavour. Pues sí, el jazz es bolero. El blues es nostalgia. Alguien decía que no le gustaba el bolero, pero que sí le gustaba el jazz. Eso es imposible. El que disfruta del jazz aprecia el bolero. Canta el mismo sentimiento. To be blue en inglés es estar nostálgico (¿enamorado?), es como el saudade. Es una palabra indescriptible. Las canciones de Sinatra ¡eran boleros!

¿Cómo se distingue un bolero de una balada? No se requiere ser técnico en música. Es como decir que uno no sabe describir un elefante, pero el día que vea uno, se sabe que es un elefante. El día que yo oiga un bolero sé que lo es. Cuando un tema le toca el alma, el corazón, entonces se puede decir que se está enfrente de un bolero. Si te conmueve el corazón, entonces es un bolero. A veces pecamos por ese afán clasificatorio y se pierde en ese ejercicio de disecador, el sentimiento. Si te llega al corazón, es un bolero, más allá de si es de 2x4 compases (bolero cubano) o 3x4 (bolero español). Un claro ejemplo de esto es la música de Agustín Lara, considerado el mejor compositor de boleros de todos los tiempos, como se verá más adelante; muchas de sus canciones no son boleros, en el sentido técnico de la palabra, pero tienen esa capacidad de calar hondo en el sentimiento del oyente.

El amor caribe sublima los sentimientos como en la poesía mística de Fray Luis de León, Sor Juana Inés, Teresa de Jesús o el mismo Cantar de los Cantares, pero con una diferencia: mientras en ésta se erotiza el canto a la divinidad, en el bolero se mistifica al ser amado y se mediatiza la relación con él, por la comunicación con un poder superior, llámese Dios, vida, fatalidad o destino.

Hoy, después de muchos años de boleros y de haber vivido el amor en forma definitiva y plena, se explorará cómo el enamorado se relaciona con lo mágico y misterioso, con la fatalidad y el destino, a través de sus cantos enamorados —en particular el bolero— lo cual es muy arriesgado porque no se puede fraccionar. Es un todo integrado por su verso, la cadencia de su ritmo, su melodía, el intérprete, la hora, el sitio y de manera muy especial, el estado de alma. A continuación se descubre la universalidad y espontaneidad de este fenómeno, ya que es una constante a lo largo del tiempo y la distancia. Así mismo, se explorarán unos casos basados en entrevistas de un sicoanalista europeo, contrapunteando apartes textuales de esas entrevistas con textos de boleros o de la literatura amorosa.

Este ensayo tiene, entonces, dos partes: la primera se centra en los temas tratados por los boleros, entre ellos, el del dolor de amor. La segunda, relaciona y compara casos reales con la inspiración de algunos compositores de boleros que escribieron bajo el efecto de situaciones similares. Aquí se desarrolla, en cierta forma, un intento de arqueología musical para muchos de los lectores. Los temas citados, los autores y sus intérpretes van desde los desconocidos totales, hasta aquellos temas que han sido popularizados tardíamente por jóvenes intérpretes.

La fuerza del destino

Ortega y Gasset decía en su bellísimo libro titulado Estudios sobre el amor, donde publica el artículo «El hombre interesante» (1925), que el «amor de enamoramiento es el prototipo y cima de todos los erotismos... se caracteriza por contener ... estos dos ingredientes: el sentirse «encantado» por otro ser que nos produce ilusión íntegra y el sentirse absorbido por él hasta la raíz de nuestra persona, como si nos hubiera arrancado de nuestro propio fondo vital y viviésemos trasplantados a él, con nuestras raíces vitales en él... el enamorado se siente entregado totalmente al que ama; no importa que la entrega corporal se haya cumplido o no... no es un querer entregarse: es un entregarse sin querer.»

De este amor de enamoramiento —amor erótico— se ocupa el bolero. Se dirige al otro, en especial a la mujer; canta al amor y lo rodea de magia, de encantamiento y de fatalismo. El amor, esa fuerza que mueve el mundo, atrapa al enamorado y le imprime un sello indeleble; lo empuja hacia el ser amado y es impotente, pierde todo su albedrío; queda condicionado a su búsqueda implacable. No se puede escapar. Todo su quehacer y su mundo gira alrededor de ese sol afectivo que lo atrae irremediablemente. En su gravitar inevitable hacia su amor el enamorado acude a la magia, invoca a los dioses, reafirma su fe en Dios, en el alma y en la vida eterna. Es un acto de sometimiento ante la fuerza del destino, esperanza y desesperación. Es canto de amor y por eso, conduce a su fuente primigenia: a lo sobrenatural.

Por su origen y su objeto el bolero tiene doble influencia romántica: literaria y cordial, o sea, del corazón. Sin embargo, no sólo por el romanticismo literario el destino juega un papel tan importante. Es algo más vital y profundo. Es que el corazón romántico está ligado por siempre al tiempo —pasado y futuro— que no domina y se olvida del hoy. Mira hacia atrás con la nostalgia de la felicidad vivida. Le duele el pasado porque ya no es. Cuando mira hacia adelante, anhela el futuro y lo construye —en su corazón— igual al sueño de ayer. No está anclado en su realidad, sino que la inventa día a día. ¿Qué puede hacer ante una realidad esquiva que no domina? No tiene salida. El bolero dice cómo el ser que ama está marcado por el destino; por fuerzas más poderosas que las humanas. Es la manifestación de un estado de indefensión completa del cual el enamorado no se puede liberar. Por esta razón se entrega a poderes superiores. En el amor la entrega es total; más que eso: «es un entregarse sin querer», como dice Ortega; y si además no es correspondido, no le queda otro remedio que acudir al poder absoluto de la divinidad o del destino para que lo rescate. No hay opciones.

El amor domina al Hombre; como dice Don Ramón de Zubiría, «es el amor quien enciende de sagrado fuego el corazón de los hombres, quien sustenta y perpetúa los vínculos de la pareja humana y quien garantiza la afortunada preservación de la especie... el amor es fuente y origen de toda creación. De él procede toda vida.» Canta ese laberinto sin salida del cual no puede salir el enamorado. Es el imperio del destino. El amante es una ficha de Dios, de la vida o de la fatalidad. El ser humano pierde control sobre su vida: «...y si ya no puedo verte / por qué Dios me hizo quererte / para hacerme sufrir más». No me culpes a mí, «no te culpo yo a ti / culpable es mi destino, / que me hizo comprender / que no era mío tu amor». Porque «tú eres mi destino / y no te imaginas / lo que yo bendigo a Dios / porque quiso disponerlo así...» Todo lo acepto, «es mi destino vivir así / triste agonía vivir sin ti». Pero, no lo olvides, «tu destino es quererme, / mi destino es quererte. / Y el destino es más fuerte / que el prejuicio, el deber y el honor». No hay albedrío, no hay voluntad. No hay nada que hacer, amor mío, «mi vida, el extraño destino de los dos / por distintos caminos nos llevó / y hoy nos une otra vez». Y de esto, «no me culpes a mí, culpa al destino / si me hizo cambiar de sentimientos».

El Caribe —cuna del bolero— es un pueblo con apego al fatalismo y a lo mágico-religioso; América fue ese crisol donde se fundieron razas con profundo arraigo religioso: indígenas, negros y españoles. Hoy se encuentran múltiples testimonios y evidencias de esta simbiosis cultural y religiosa. Basta mencionar la santería de las islas antillanas, que influye sobre la música de manera indiscutible. El alma es clave en estas creencias; ese soplo divino da vida a la materia y en él residen los sentimientos que mueven al ser humano a buscar al otro. Y es esa continua búsqueda del amor la que ha producido en toda la historia de la humanidad, los más bellos poemas de amor.

El alma humana

El enamorado tiene el corazón en carne viva y cuando canta sus emociones, describe a cabalidad el estado de ese corazón. El bolerista dibuja en el pentagrama y el verso, sus debilidades y fortalezas, la pasión y la ternura, el odio y la generosidad, la humildad y la soberbia. Así es el alma humana: contradictoria y de contrastes.

«Yo que tuve tus manos / y tu boca y tu pelo / y la blanca tibieza, / que derramaste en mí...» «haré que mires en mis ojos a Dios. / Porque al fin de este triste camino, / sembrado de ensueños, / cuando muera la tarde ha de vernos / llorar a los dos.»

Te quiero, te brindo todo mi amor, mi pasión, mi ternura, pero «he sentido la espina de verte ajena; / a ti que me juraste, ser siempre buena. / A ti, mujer ingrata, / pervertida mujer, a quien adoro». Y si acaso «te vendes, / yo no puedo comprarte, / yo no puedo pagarte, ni un minuto de amor».

Te esperaré siempre; y «cuando la escarcha pinte tu dolor, / cuando ya estés cansada de sufrir, / yo tengo un corazón para quererte, / el nido donde tú puedes vivir». No seas duro, «si la vas a juzgar corazón, / nunca pienses que ella es mala».

Y vivo «solo, solito en el mundo, / como aquel lucero, / así vivo pensando» que solo puedo pedirte «un poquito de tu amor, siquiera. / Dame un poquito de tu amor, no más».

Fui duro contigo, pero «si lo hice fue porque en mi alma / brotaba una pena, / ...Pero tú llorarás como hoy siento / que llora mi alma, / por tu infamia así pagarás / toda tu traición».... «y al marcharte / dejas un alma herida y un corazón sin fe». ¿Tú no entiendes? «¿Tú no ves que nuestras almas se encadenan» y «que hay un raro destino entre tú y yo.?» Si te vas, déjame ya, porque «me miras y tu mirada / se mete dentro, dentro del alma». Vete porque, «...te estás metiendo en mi alma / hasta un lugar que a nadie / le permití jamás». Aunque me hayas traicionado y te alejes, «con alma en la voz / te diré mi canto de amor».

Cuando se encontró ante hechos desconocidos e inexplicables, el hombre inventó a Dios. En cualquier forma: unas veces fue el fuego, el rayo o el trueno; otras, seres divinos y sobrenaturales. En todos los casos, ese poder superior está allí para compensar todos los sacrificios del amante o aplicar los castigos necesarios al traidor o infiel. Desde tiempos inmemoriales creyó en fuerzas superiores y en el alma humana. Después de muertos rindió culto a los antepasados; esto es, que alma y vida más allá de la muerte van de la mano. El amor de enamoramiento no puede ser efímero. Debe ir más allá. Después de que el enamorado descubre el alma, el destino y la otra vida, tiene que declarar su amor eterno.

El más allá y el amor eterno

Para un ser atado al pasado —el alma romántica—, el presente es terrible. La vida es un doloroso y continuo placer. Para sobrevivir tiene que asirse a la esperanza sin límites. Las declaraciones de amor eterno, inclusive más allá de la muerte no son manifestaciones cursis o kitsch. Hay que reiterarlo: el bolero es una manifestación popular de un sentimiento universal, expresado de un modo propio y autóctono, que no se puede calificar de cursi o ridículo —como lo hizo Camilo José Cela—, a pesar de que autores como Lara, asumieron con orgullo esa mal llamada cursilería, porque en realidad es una manifestación espontánea y auténtica. A propósito de esto, Lara decía: «Cualquiera que es romántico tiene un fino sentido de lo cursi y no desecharlo es una posición de inteligencia. A las mujeres les gusta que así sea. Vibro con lo que es tenso y si mi emoción no la puedo traducir más que en el barroco lenguaje de lo cursi, de ello no me avergüenzo. Amén.» O tal vez, hay que aceptar que sí, que el amor es cursi y que no importa. Sin embargo, hay que precisar el término. Cursi es «que presume de fino sin serlo» o «ridículo o de mal gusto» y ridículo es aquello «que mueve a risa», «extraño, extravagante». Nadie en su sano juicio podría afirmar que el bolero cumpla con alguna de estas definiciones.

Tampoco es la explotación trivial de un tema, sino que es un sentimiento vital. El romántico es presa fácil del amor no correspondido, del amor tormentoso. Vive, entonces, con reiterado afán por avivar heridas, recrear hechos y revivir el pasado; como ese pasado no vuelve, solo queda entonces la posibilidad de una vida más allá de la muerte. La esperanza total. Como la vida terrena no es suficiente, se necesita otra vida para seguir amándose hasta la eternidad o recuperar ese amor que ha dejado en el desamparo al amante. El amor transciende la vida; pierde su carácter terreno y se lleva a la tumba.

En «Amor en Stendhal» (1926) Ortega dice: «Un amor pleno, que haya nacido en la raíz de la persona, no puede verosímilmente morir. Va inserto por siempre en el alma sensible. ... la persona que amó se sigue sintiendo absolutamente adscrita a la amada. El azar podrá llevarla de aquí para allá en el espacio físico y en el social. No importa: ella seguirá estando junto a quien ama. Este es el síntoma supremo del verdadero amor: estar al lado de lo amado, en un contacto y proximidad más profundos que los espaciales. Es un estar vitalmente en el otro. La palabra más exacta, pero demasiado técnica es ésta: un estar ontológicamente con el amado, fiel al destino de éste, sea el que sea.» El que ama no sólo queda adscrito al otro para siempre, sino que asume su vida con una paciencia y esperanza infinitas —como las del coronel— si de esperar al otro se trata. No en vano está dispuesto a hacerlo hasta la eternidad.

Soy todo tuyo, te quiero hasta el final, mira, «llévame de ser posible / hasta la misma eternidad». aunque dejes de quererme, aunque no me quieras, «a la tumba me llevo como sagrado / el cariño que tanto tú me has negado». Y no olvides que «pasarán más de mil años, muchos más, / yo no sé si tenga amor la eternidad, pero allá, tal como aquí, / en la boca llevarás... sabor a mí». Yo solo «he venido a decirte únicamente / que aunque viva muy lejos jamás te olvidaré». Es la esperanza en la otra vida la que alienta al enamorado a soportar los más punzantes dolores, como son los que produce esa dulce enfermedad o «tormento soberano» que se llama amor.

Y el enamorado lo dice en el bolero. Expresa esperanza, temor o impotencia; pero siempre acude al más allá o al poder supremo. Reafirma todos los valores judeo-cristianos del sufrimiento hoy, con la esperanza de alcanzar la dicha más tarde. Es, por eso, un canto de esperanza. Una esperanza con fatalismo: lo que el destino o Dios quieren que ocurra, sucederá. El enamorado cree y espera que al final, el destino o Dios favorecerá y reivindicará al enamorado. Es una esperanza fundada en lo mucho que se sacrifica el amante por el otro. No me importa lo que me suceda ahora «si volveré a quererte / allá... allá en la eternidad».

Algún día tú volverás, puede ser al final de los siglos, «el penúltimo día del mundo», pero ese día, todo estará preparado, esperándote y «haremos en el cielo una mansión / borraremos nuestras penas, una a una, / tendremos como Dios al corazón / y nuestras almas / que se pierdan en la bruma». Te esperaré toda la vida y «cuando la luz del sol se esté apagando / y te sientas cansada de vagar, / piensa que yo por ti estaré esperando / hasta que tú decidas regresar».

Es tan real la mistificación de la relación amorosa que el Padre Astete pudo ser un gran bolerista y escribir bajo el seudónimo de José Antonio Méndez. Si no, qué otra cosa puede evocarse con la letra de ese maravilloso bolero titulado «La gloria eres tú»: «Dios dice que la gloria / está en el cielo, / que es de los mortales / el consuelo al morir. / Bendito Dios, / porque al tenerte yo en vida / no necesito ir al cielo» si tú «alma mía / amor de mi ilusión / la gloria eres tú».

Yo sé que estoy sufriendo por ti, que tu amor me ha encadenado y soy tu esclavo, pero el día llegará en «que el cielo entre sus zafiros me ha de recoger / y allá arriba no, no seré tu esclavo, ni tu prisionero, / simplemente con mi luz más bella / yo seré la estrella de tu anochecer».

cuando el protozoo subió a los árboles y se convirtió en un mamífero de cuatro patas, inició el camino hacia el más allá. El cuadrúpedo se alza en sus dos extremidades y supera el instinto. En ese instante es consciente de su espíritu y de su superioridad sobre el resto de la creación. El descubrimiento del otro es el amor. El macho descubre a la mujer; a esa mujer que trasplanta al enamorado, lo descuaja de su sitio y lo reubica, lo reacomoda y le produce el cataclismo telúrico más tremendo que ser vivo pueda experimentar.

La magia femenina y el poder del amor

El mágico influjo de la mujer hace que el enamorado la divinice. El ser humano insuflado por el amor crea un nuevo mundo. Es dueño del universo. No en vano es por el amor que se produce el más importante —aunque cotidiano— milagro de la humanidad: la creación de una nueva vida.

En «La elección en amor» (1927) Ortega y Gasset dice: «...la influencia de la mujer es atmosférica y, por lo mismo, ubicua e invisible. No hay manera de prevenirla y evitarla.» En «De Francesca a Beatrice» (1926): «Todo hombre dueño de una sensibilidad bien templada ha experimentado» cerca de alguna mujer «la impresión de hallarse delante de algo extraño y absolutamente superior a él.» En «Amor en Stendahl» (1926): «Enamorarse es, por lo pronto, sentirse encantado por algo... y algo puede encantar si es o parece ser perfecto.»

Ese «algo extraño y absolutamente superior» es una mujer hermosa, eres tú, «porque eres divina / ... / que solo una rosa / caída del cielo / fuera como tú.» Tú, «santa, santa mía, mujer que brilla / en mi existencia. / Santa, sé mi guía». Tengo, en este altar sagrado, «tu retrato con flores / porque aquí tú eres Dios». tú, mi Dios, por favor «regálame esta noche / retrásame la muerte».

Si Dante creía que el amor mueve el sol y las otras estrellas, por qué no puede Agustín Lara decir que había «humo en los ojos al encontrarnos» y que «al abrazarnos el mismo cielo / se estremeció». O Paquito López Vidal decir que me esperes «en el cielo, corazón / si es que te vas primero, / espérame que pronto yo me iré / allí donde tú estés / Para empezar de nuevo / ...que allí entre nubes de algodón / haremos nuestro nido». Esto no es nuevo; en 1771, —en pleno romanticismo— Werther le dice a Carlota: «Desde ese momento eres mía; ¡eres mía, oh, Carlota! Voy delante de ti; voy a reunirme con mi padre que también lo es tuyo, Carlota; me quejaré y me consolará hasta que tú llegues. Entonces volaré a tu encuentro, te cogeré en mis brazos y nos uniremos en presencia del Eterno; nos uniremos en un abrazo que nunca tendrá fin. No sueño ni deliro. Al borde del sepulcro brilla para mí la verdadera luz. ¡Volveremos a vernos!»

No es cierto que te has ido, «estás en mi corazón / aunque estoy lejos de ti, /... / Estás en mi corazón / y en mi amarga soledad». Estás aquí «porque iré contigo / donde quiera que tú vayas / y estarás conmigo / donde quiera que yo esté». Aunque no lo quieras, estoy a tu lado; es que «el alma me abandona por ir / en busca del ser que me hace sufrir». Cuando te conocí, ya existías en mi corazón; porque «sin saber que existías te deseaba, / antes de conocerte, te adiviné. / Llegaste en el momento que te esperaba / no hubo sorpresa alguna, cuando te hallé».

El enamorado aumenta su sensibilidad; la mantiene a flor de alma. Su percepción es más aguda, al punto de percibir comportamientos —deseables o no— en el otro. En ese estado de alma es fácil llegar a lo sobrenatural. Puede «ver» y «hablar» a distancia con el amante y sentir el calor de su compañía. O por el contrario, percibir en silencio la distancia afectiva antes de que los ojos y los oídos del cuerpo la confirmen. Ortega dice en «Facciones del amor» (1926): «No se puede ir al Dios que se ama con las piernas del cuerpo, y, no obstante, amarle es estar yendo hacia Él. En el amar abandonamos la quietud y asiento dentro de nosotros y emigramos virtualmente hacia el objeto. Y ese constante estar emigrando es estar amando.» También dice que «el amor es una fluencia, un chorro de materia anímica, un fluido que mana con continuidad como de una fuente.» No es metáfora: el amante está con la amada en la distancia. A su lado, juega con sus cabellos con ternura, besa sus labios húmedos y ardientes con pasión, cuida su sueño con celo, contempla el espectáculo de su desnudez con ardor, descubre hasta el olor de su alma, en fin, se traslada en el tiempo y el espacio a su corazón y es una compañía vital. Y ella lo siente y lo vive así. Como Werther, «... es en vano que extienda los brazos hacia ella; en vano que la busque... en mi lecho, cuando un sueño feliz ... me hace creer que estoy ... a su lado, estrechando su mano, y llenándosela de besos. ¡Ah!, cuando todavía embriagado por el sueño busco esa mano y me despierto, un torrente de lágrimas brota de mi corazón oprimido, y lloro sin consuelo...»

Cuando los recursos terrenales no son suficientes y el poder de convicción y de seducción parece fallarle, entonces el enamorado objeto de Dios y el destino, trastoca los papeles y lo utiliza para lograr sus propósitos, lo involucra en su drama afectivo. Aquí la sublimación y sacralización del sentimiento alcanzó su límite, pues manipula a Dios para lograr sus propósitos.

La relación del hombre con la divinidad

El amor no correspondido desata odios —como para decir, «yo no podré olvidarte con ese olvido fiero, que tantas veces es odio. El odio es amor triste...»— pero también sentimientos de profunda caridad, con la esperanza de obtener algún día la justicia divina. Así como la otra vida es el último sitio para el amor, Dios y su justicia son el último recurso que tiene el enamorado para reivindicarse; para recuperar todo el esfuerzo que ha dedicado a la relación amorosa. Siempre espera obtener de Dios el premio para él, o el justo castigo para el otro. A tal punto se «apropia» de la divinidad que según Don Ramón de Zubiría, se le trata con tal confianza, que hay una delegación, inconsulta, de los castigos y los testimonios a favor del enamorado.

Tu falta es terrible y me has hecho mucho daño, pero, «levántate no pidas más perdón, / ... no sé perdonar, que te perdone Dios.» Y para que sepas, te quiero tanto, que «te quiero mucho más en vez de odiarte / y tu castigo se lo dejo a Dios». Me engañaste y «poniendo a la Virgen / y a Dios por testigos / me hiciste creerte / todas tus mentiras... «

Tú no crees en mi cariño, nunca lo hiciste. «Mujer, / si puedes tú con Dios hablar, pregúntale si yo alguna vez / te he dejado de querer.» Si no, «mira que sufro, mira como lloro, / mira que solamente Dios, / sabe lo que sufro yo...». Pero no, indiferente e implacable, «te me vas, / sabe Dios si es mentira / sabe Dios si otra vez volverás.» En fin, no puedo retenerte, «adiós amor, adiós... / nunca más ya te veré / doy por testigo a Dios / que te adoré

Pero el ser humano no acepta la dependencia. Siempre busca la libertad, aunque solo sea para caer de nuevo en los brazos de Eros. Y si al invocar a Dios no consigue su propósito, se rebela contra Él. Está lleno de contradicciones y así como hay sometimiento y entrega total al destino y a la divinidad, también se rebela ante ellos. Siempre se quiere liberar de cualquier cadena que lo sujete y se alza contra la divinidad o el destino; no puede renunciar a su libre albedrío. Vallejo, por ejemplo, sugiere que las desgracias del hombre provienen de Dios («golpes como del odio de Dios»); negar las cualidades tradicionales de Dios y hacerlo sujeto de odio, es un acto de rebeldía.

Mi amor por ti es muy grande y estoy dispuesto a todo; «yo no sé si este amor es pecado / si tiene castigo... / Si es faltar a las leyes honradas / del hombre o de Dios, /... Es más fuerte que yo, / que mi vida, mi credo y mi sino / es más fuerte que el miedo a la muerte / y el temor de Dios.» Te quiero tanto que nada importa, «que si es pecado amarte, yo seguiré pecando / por qué lo he de negar». No hay nada que pueda detenerme, yo te amo y aunque sé que «somos un sueño imposible / que busca la noche / para olvidarse del mundo / de Dios y de todo,.... por más que se oponga el destino / serás para mí...para mí...»

El amor está lleno de temores y certezas, regocijo y dolor, de caricias y de golpes. Es su naturaleza vital —donde se juegan todas las cartas— la que permite superar todas las dificultades y pasar triunfante sobre los escollos que se encuentran en el camino de la vida. Dentro de estas contradicciones, el amor, que es alegría y vida, produce, por sustracción, grandes penas y dolores. Tristeza sin fondo, como hubiera dicho Vallejo.

La tristeza es un acercamiento a lo sobrenatural

La tristeza es un estado de alma que obliga a la introspección; a mirarse a sí mismo y eso es elevarse a lo misterioso, a lo mágico y sobrenatural. Es el sacramento de la confesión con uno mismo. Es el momento de la verdad, como la muerte. A principios de siglo, Ortega escribía: «El amor es a veces triste, triste como la muerte, tormento soberano y mortal. Es más: el verdadero amor se percibe a sí mismo y, por así decirlo, se mide y calcula a sí propio en el dolor y sufrimiento de que es capaz. La mujer enamorada prefiere las angustias que el hombre amado le origina a la indolora indiferencia. En las cartas de Mariana Alcoforado, la monja portuguesa, se leen frases como éstas, dirigidas a su infiel seductor: «Veo muy bien cuál sería el remedio para todas mis penas. Me vería libre de ellas al instante si dejara de amarte; Pero ¡ay de mí! ¡qué remedio!... No. Prefiero sufrir aún más, antes que olvidarte. ¿Depende eso de mí? ¡Si no puedo reprocharme el haber dejado de amarte un solo instante! Aun así, eres más digno de compasión que yo; más vale padecer cuanto padezco, que gozar de los lánguidos placeres que te proporcionan tus amantes de Francia.» La primera carta termina: «Adiós: no puedo más. ¡Adiós! Ámame siempre. Y haz padecer aún más a tu pobre Mariana.» Y dos siglos más tarde, la señorita de Lespinasse: «Os amo como hay que amar: con desesperación.» El gran poeta del amor, Don Pedro Salinas, dice: «No quiero que te vayas, / dolor, última forma / de amar. Me estoy sintiendo / vivir cuando me dueles / Si tú no me quedaras, / dolor, irrefutable, / yo me lo creería; / pero me quedas tú. / Y mientras yo te sienta, / tú me serás, dolor, / la prueba de otra vida / en que no me dolías. / La gran prueba, a lo lejos, / de que existió, que existe, / de que me quiso, sí, / de que aún la estoy queriendo.»

Esto es solo la descripción desgarradora del dolor que sienten los amantes separados. Es un dolor punzante que quema el espíritu. Ese dolor permanente, aun en la alegría y el jolgorio, es el de la soledad en la muchedumbre. Es un llanto interior y profundo, que inunda los más recónditos resquicios de la vida, con una lluvia fría. Llueve en el alma y siempre; el sol nunca aparece. Solo se vive de la esperanza de ser feliz.

Una mirada al bolero desde el diván

Este no es un tratado de psicoanálisis. Ni más faltaba. Para eso hay expertos. Sólo se trata de llamar la atención sobre algunas coincidencias, tanto textuales, como situacionales, para corroborar la idea de que el bolero y los poemas de amor verbalizan o ayudan a verbalizar conflictos y así exorcizan esas penas que se llevan en el alma; en lo más profundo del alma. Además, como ya se dijo en otro ensayo, el bolero no hace más que cantar un sentimiento universal: el amor. Tan universal, que las palabras son las mismas; llámese Goethe o Agustín Lara, Salinas o Dante, Pablo Neruda o un amante europeo —abandonado, sí, abandonado— en el diván del psicoanalista.

Vivo sufriendo la mayor de las penas por ti; sé que «este amor salvaje / me causará la muerte / pero me importa poco / si volveré a quererte allá... allá en la eternidad». Tengo la esperanza de que vuelvas y «aunque tú me has dejado en el abandono, / aunque tú has muerto todas las ilusiones, / en vez de maldecirte con justo encono, / en mis sueños te colmo, / en mis sueños te colmo de bendiciones». Estoy desesperado por «besarte de nuevo» por «decirte mi cielo / cómo le haces falta / a mi corazón». Desesperado, por «no tenerte a mi lado» por «no sentir tus caricias / y el goce divino / que me da tu amor». La vida sigue su curso febril y yo, «aquí en pleno derroche / de luna y de mar / sufro, sufro, / que me importa el canto del mar, / si estoy solo con mi penar, / tan lejos, lejos de ti». Pero, no, no puedo destruirme, «calla tristeza, / calla tristeza / que no sabes que no ha de tornar / la que nunca quisiera olvidar».

Parece que el enamorado enloquecido de amor, insistiera en un ritual masoquista, pero no; él busca primero la felicidad, no la tranquilidad, que son diferentes. Porque dice con Machado, que hay que huir del «amor pacato, / sin peligro, ... ni aventura, / que espera del amor prenda segura». Y otro poeta español, enamorado, Pedro Salinas, escribió, con el corazón abierto: «Pero para querer hay que embarcarse en todos los proyectos que pasan, sin preguntarles nada», y siempre dispuesto a equivocarse como ser humano que es.

La ruptura amorosa es catastrófica, «cuando un amor se va, qué desesperación». Perder al ser amado es un duelo profundo por uno mismo y por el otro. El alma está de luto. Pero esta pérdida es peor que la muerte, pues es la muerte en vida. Es saberse muerto en el otro y seguir con vida. Y cuando de la muerte se trata, no hay ser humano que no acuda a Dios, o se lo invente. La ruptura de amor es algo muy serio; más serio que la muerte. Tu partida me hace doler el alma. «¡Ay! tú no sabes, lo difícil / que se me hace vivir sin ti...»

La tristeza de amor es una muerte metafórica, pero con esperanza. De que el amado vuelva; de que todo retorne al estado inicial, feliz. El bolero no es el rasgar melancólico y nostálgico del tiple que acompaña el bambuco del campesino de las cordilleras. Es una tristeza caribe, tropical, con cadencia y ritmo de palmeras, a diferencia de esa tristeza implacable —tristeza triste— de los Andes, como la de José Asunción Silva. La del bolero es muy diferente a ésta —de los Andes— que, como dice Andrés Holguín, «refleja un vuelo de las alas hacia la muerte... Todo se halla en proceso agónico... Porque esa descomposición lenta, fatal, no tiene para Silva esperanza alguna. Es la muerte universal, definitiva». En el bolero, como canto de amor, hay una tristeza jubilosa. Cuando hay amor, por su propia naturaleza, solo puede haber alegría y esperanza. La tristeza de amor no es de destrucción y aniquilamiento; es como un dolor de no ser más, de estar incompleto, de encontrarse en soledad; es la expresión de la necesidad de tener compañía, pues el estado natural del ser humano es estar acompañado; de vivir en pareja. Es la tristeza de no poder construir la vida los dos, de no poder compartir la belleza de ambos y del mundo que los rodea. Es el dolor de tener que ir «hasta el fin de a uno» y no de a dos.

Nada hay más serio y terrible que una pena de amor; lo que sucede es que la sociedad actual ha desvalorizado los sentimientos y por ende sus manifestaciones. Es una sociedad que prefiere aceptar o tolerar las manifestaciones de agresión, que las de afecto o de amor. Una sociedad que ha trastocado su escala de valores, donde el logro de la riqueza justifica arrasar con lo que sea, así se trate de una amistad, unos principios o un amor. Una sociedad que considera ridículo un beso o una caricia en público; una sociedad que prefiere las máscaras de muchas relaciones de conveniencia, a la autenticidad de una relación plena de amor, porque, recordando a Edgar Morin, «...en las sociedades burocratizadas y aburguesadas, es adulto quien se conforma con vivir menos para no tener que morir tanto. Empero, el secreto de la juventud es éste: vida quiere decir arriesgarse a la muerte; y furia de vivir quiere decir vivir la dificultad.» (Edgar Morin: Les Stars, citado por Caruso). Una sociedad que ha institucionalizado la prostitución, femenina y masculina, al transar el mantenimiento de unas relaciones de pareja hueras y vacías, por defender un patrimonio, unos intereses individuales o una posición social. A veces, por simple falta de coraje, de valor. Una sociedad, en fin, que violenta al individuo y le coarta su libertad de ser, de amar y de ser feliz.

El individuo debe romper ese yugo y liberarse de esas cadenas que le impiden realizarse. El ser humano tiene como única obligación vital, ineludible y perentoria la de buscar y encontrar la felicidad. Tiene que ser feliz. Una sociedad es sana si sus individuos son felices. Y esta vida es la única que se tiene para serlo. Aquí y ahora. Después no hay una segunda oportunidad. Y para ello, lo único importante es el amor; todo lo demás es accesorio. El amor transciende el espacio y el tiempo y no tiene límites. Esos —los límites— los inventa el mismo hombre, cuando se niega la felicidad, con pretextos ciertos o imaginados.

Y sí, hay que arriesgarse; el amor exige coraje y mucho valor.

 

Continúa...


© 2000, Ignacio Vélez Pareja, ivelezp@007mundo.com
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