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Juan José Arreola:
el poeta en prosa*

Felipe Vázquez

 

El poeta mexicano Juan José Arreola nació en Zapotlán, Jalisco, en 1918; y murió en Guadalajara, Jalisco, en 2001. Su obra es breve, perfecta y de una belleza, al mismo tiempo, irónica y sombría. Publicó los libros: Gunther Stapenhorst (1946), Varia invención (1949), Confabulario (1952), Punta de plata (que después se titulará Bestiario) (1958), La feria (1963), Palindroma (1971), Bestiario (1972), La palabra educación (1973), Y ahora, la mujer... (1975), Inventario (1976), Ramón López Velarde: el poeta, el revolucionario (1988) y Antiguas primicias (1996).

 

a poesía puede encarnar en diversas formas escriturales, puede soportar aleaciones incluso con formas que parecen no resistir la tensión que exige el impulso lírico, pero el verso es quizá la herramienta más compleja y rigurosa para aprehender la poesía. Y cuando digo verso hablo no sólo de una línea de palabras articuladas según cierto ritmo, plasticidad y significado, sino de un constructo, de un organismo verbal que puede ser un edificio o una geografía. Cartesiano o fractal, el poema en verso es siempre una apuesta límite del lenguaje, pues explota al máximo sus posibilidades expresivas. Sin embargo, a partir de la modernidad y, de modo preciso, desde los románticos, el poema en verso dejó de ser canónico; desde entonces se operó en él un proceso de profanación cuya dialéctica, en algunas vanguardias del siglo XX, culminaría en un gesto negativo: el poema no era ya posible sino como destrucción de sí mismo.

La concepción del poema sufrió, pues, una radical metamorfosis: sus márgenes se deslizaron hacia formas proteicas; la arquitectura verbal fue desconstruida en aras de estructuras más dinámicas y aéreas. Ahora el ritmo, la plasticidad y el tono de las cadenas sintácticas exigía una articulación que atentaba contra las leyes de la Lengua y de la Poética, y los poetas no dudaron al minar esas leyes de la institución literaria: revitalizaron el lenguaje por medio de la destrucción. Octavio Paz ha señalado que «la modernidad es una suerte de autodestrucción creadora».1 Esta conciencia del acto creativo dio origen al poema crítico. El poema no fue ya un objeto verbal ajeno a su propia condición de ser, sino un ente que reflexionaba, desde sí, sobre sí mismo. Al criticarse, el poema asumió una conciencia formal, histórica y metapoética cuyo devenir fue llamado, por Octavio Paz, «tradición de la ruptura» (devenir que pervive aún a pesar de los embates acríticos de la posmodernidad artística). El poema, desde entonces, ha sido una forma incierta, siempre por inventar y en busca siempre de su propia definición.

Al desmantelar los paradigmas de la vieja poética, los poetas descubrieron que ciertas maquinarias oblicuas permitían incidir de manera eficaz en los pliegues de la poesía y raptarle esencias desconocidas. Pero no sólo concibieron el poema como una herramienta indirecta que ilumina territorios inéditos, aventuraron nuevos artefactos verbales en los que pudiera encarnar la poesía. Y una de las primeras formas que cuñaron con éxito fue la del poema en prosa. No trasladaron las figuras retóricas de la poesía a la prosa: la eximieron de la servidumbre referencial, hicieron que tomara conciencia de sí y la tensaron como un instrumento de compleja resonancia. Para evitar confusiones posteriores, haré un deslinde entre lo que concibo como poema en prosa y prosa poética. La prosa poética es una escritura edulcorada, manierista y decorativa; recurre al repertorio trópico de la poesía pero, por definición, no es poesía. El poema en prosa, en cambio y como dije más arriba, produce poesía desde la prosa; y aunque a veces echa mano del arsenal trópico, no lo hace con un afán estetizante (siempre falso), sino para pulsar las cuerdas de la poesía. Coincido con Luis Ignacio Helguera —aunque restringe, desde mi perspectiva, el concepto de poema en prosa— cuando afirma que

En cierto sentido, la prosa poética es lo contrario del poema en prosa, pues si la prosa poética es una prosa en la que se recurre a procedimientos poéticos como la imagen, la metáfora, la estructura paralelística, etcétera, en el poema en prosa la poesía no se introduce en la prosa como un ingrediente sino que se expresa en prosa, se vuelve prosa sin dejar de ser poesía.2

El poema en prosa no excluye las figuras retóricas de su discurso, podría decir que no hay poema que no las emplee, pero están vectorizadas de manera diferente respecto del poema en verso y de la prosa poética.

Un verso está dirigido hacia la totalidad poemática, pero es también una estructura autosuficiente. Un verso puede ser incluso un poema, un tropo que funciona como poema. Al intentarse rapto de la poesía, el tropo es, en sí mismo, un medio y un fin. De este modo hay poemas que están integrados por poemas (versos) y poemas que son un tropo.

La prosa poética —de la que abusó tanto la novela del siglo XX y que ha consagrado como poetas a meros escribidores— no intenta la poesía sino el «efecto» poético. El tropo es un fin en sí y, por eso, no tiene más función que la decorativa. Aquí, el tropo mata a la poesía. Es un estilo sin hondura, estereotipado y no es posible diferenciarlo de lo kitsch.

Un verso puede ser autónomo; esto no siempre sucede con cada cláusula de un poema en prosa. Como en el cuento, las cadenas sintácticas (sean trópicas o no) están vectorizadas hacia un efecto total. El poder lírico radica menos en las figuras retóricas que en la desnudez, la transparencia y la tensión del lenguaje. Aunque sea barroco, el poema en prosa debe ser ascético. Y esto no es una contradicción: basta recordar la mística barroca. Por otro lado, a semejanza del poema en verso, los tropos están tensados como las cuerdas de un instrumento, cuerdas en las que el lector pulsa la poesía. Recordemos que la poesía no existe en sí, es una experiencia lectora. El poema no es la poesía, la produce cuando una conciencia lo contempla, y aquí la contemplación connota lo sagrado, la revelación de lo otro. En una entrevista televisada, Octavio Paz decía que, para él, la poesía es ver, a través de las palabras, el otro lado de la realidad. En efecto, el poema es una puerta hacia lo otro, y este ir hacia lo otro y ser otro es la experiencia de la poesía.

La pertinencia de este deslinde se justifica cuando abordamos la obra de Juan José Arreola, cuyas fábulas de transparencia exacta están más cerca de la poesía que de la narración. Y aún: invierto el juicio de algunos críticos y aventuro que dichos textos son poemas en prosa que tienen además una doble virtud: suscriben el repertorio trópico y pueden leerse como cuentos. Si agregamos que el poema en prosa comprende una convergencia genérica, debido a su apertura estructural y a su capacidad hibridatoria, quiero afirmar que los textos de Confabulario, Palindroma y Bestiario son —más allá de la combinatoria formal que hace de ellos textos de frontera— una forma de poemas en prosa. Arreola mismo fue consciente de ello: «Dentro de las limitaciones de la prosa brotó de pronto la poesía. [...] No quiero contar historias. Y el poema en prosa es una solución magnífica. Y cada vez se reduce más el poema en prosa que escribo».3

En su búsqueda por un lenguaje esencial, Arreola hace del lenguaje un instrumento ascético: concentra la expresión, la despoja de florituras vanas y la despliega en una amplitud de registros formales. Las máquinas verbales que fabrica desde esta perspectiva, sin embargo, no son menos sino más complejas. Por ello no es un escritor clásico, como afirma Bertie Acker,4 sino un barroco consciente de serlo: «Yo fui un hombre fatalmente barroco, y en algunos sentidos lo sigo siendo: por eso dije en cierta ocasión a Agustín Yáñez: 'Yo también sacrifico en altares barrocos'. Pero he comprendido y llegado a economías expresivas que considero estimables».5 Arreola es un barroco decantado, pues como veremos más adelante, todos sus recursos escriturales pertenecen a dicha estética, pero con esta singularidad: es una escritura que sabe reírse de su condición barroca, su barroquismo se expresa como un desasimiento. Refiere este proceso en «La lengua de Cervantes», donde manifiesta su concepción mestiza de la escritura y el proceso aleatorio entre la tradición literaria y las formas populares de la lengua. El texto aparece como una moneda acuñada con metales puros e impuros para hacerla más resistente y duradera. El título es revelador, pues Arreola sabía que Cervantes viene del latín y significa hijo de ciervo: un «apellido sin limpieza», como escribe en «Tres días y un cenicero».6 «La lengua de Cervantes» adquiere entonces no sólo un sentido noble, literario y académico, sino un sentido plebeyo, oral y cotidiano:

Tal vez la pinté demasiado Fra Angélico. Tal vez me excedí en el color local de paraíso. Tal vez sin querer le di la pista entre el catálogo de sus virtudes, mientras vaciábamos los tarros de cerveza con pausas de jamón y chorizo. El caso es que mi amigo halló bruscamente la clave, la expresión castiza, dura y roma como un puñal manoseado por generaciones de tahúres y rufianes, y me clavó sin más ¡puta! en el corazón sentimental; escamoteando la palabrota en un rojo revuelo de muleta: la gran carcajada española que hizo estallar su cinturón de cuero ante el empuje monumental de una barriga de Sancho que yo no había advertido jamás.7

Este poema mantiene cierto diálogo con «Las palabras» de Octavio Paz: los identifica no sólo su prosaísmo y su lucha con el lenguaje sino el carácter reflexivo de la escritura: una de las condiciones de la poesía es que la palabra cobre conciencia de sí misma en el poema. Citemos unos versos del poema paciano:

Dales la vuelta,
cógelas del rabo (chillen, putas),
azótalas,
dales azúcar en la boca a las rejegas,
[...]
hazlas, poeta,
haz que se traguen todas sus palabras.8

En su lucha por resignificar el lenguaje y por hacerlo consciente de sí, el poeta busca, en la palabra misma, la palabra antigua y espiritual. El poema revela un proceso iniciático en los misterios de la lengua, no obstante su impureza popular y manierista. «Decir es penitencia de palabras», dice Paz en «Salamandra».9 No hay poesía si el poema no critica su lenguaje ni intenta, como dice Alfonso Reyes, «mentar con las palabras lo que no tiene palabras ya hechas para ser mentado». Esta es la lucha con el Ángel, «es la lucha con lo inefable, en la desolación del espíritu».10 Arreola se mantuvo en esta frontera, aquí se le reveló la imposibilidad de la poesía. Y no pudo retroceder. Entonces el silencio penetró en su escritura como un mar abrasivo e inexorable.

No podemos soslayar que, aunque era un estilo desagradable para él, cedió muchas veces a la tentación de la prosa poética («Tal vez la pinté demasiado Fra Angélico»), pero incluso en este caso lo hizo con hondura, rigor y nobleza verbal. Baste citar un ensayo y una crónica biográfica para constatar que, incluso en textos «no literarios», lograba pulsar la poesía. En «Gunther Stapenhorst», uno de sus ensayos tempranos —no recogido hasta hoy en ningún otro libro—, habla así del ingeniero alemán dedicado a escenógrafo: «Pero su mayor triunfo consistió en el escenario giratorio de Ingeborg, concebido a manera de una estrecha torre de Babel, especie de laberinto chino tallado en una asta de unicornio, donde la protagonista se extraviaba para siempre, en la espiral de una obsesión».11 Citemos ahora una cláusula de «De memoria y olvido», el prólogo que aparece al frente del Confabulario y de sus diversas antologías. Cuando habla de Zapotlán, su pueblo natal, Arreola recurre a la metonimia, a la prosopopeya y al símil: «Es un valle redondo de maíz, un circo de montañas sin más adorno que su buen temperamento, un cielo azul y una laguna que viene y se va como un delgado sueño».12 La obra de Arreola abunda en este tipo de definiciones; pero cuando él refirió su «pasión artesanal por el lenguaje»,13 algunos críticos la tradujeron como «bisutería verbal», como literatura de fantasía, y enarbolaron los adjetivos «esteticista», «amanerado» y «formalista» como ofensas y juicios condenatorios. En realidad, él prescinde del lenguaje de utilería pues la escritura fofa es incapaz de albergar la fuerza espiritual que anima y hace del texto un organismo vivo.

Aclaremos que, por principio, las figuras son herramientas que cifran y tensan el lenguaje; al mismo tiempo, lo abren: revelan su poder semántico, sensorial y rítmico. Este proceso de extrañamiento en el cuerpo de la lengua —o de desvío de la norma, como dice Jean Cohen— es quizá más poderoso cuando se emplea de manera sobria y ambigua. El creador intenta lo absoluto cuando logra tejer los límites del lenguaje. Este es el caso de Arreola: aunque barroco y forjador de impurezas verbales y formales, tensa su lenguaje hasta el límite de la pureza; construye textos de frontera que, valga la paradoja, intentan el infinito. El autor de Prosodia aspira al «lenguaje absoluto, el lenguaje puro que da un rendimiento mayor que el lenguaje frondoso, porque es fértil, porque es puro tronco y lleva en sí el designio de las ramas. Ese lenguaje es de una desnudez potente, la desnudez poderosa del árbol sin hojas».14 Palabras que, curiosamente, coinciden con ciertas afirmaciones de Pound: «la poesía del siglo XX [...] será más dura y más sana, estará 'más cerca del hueso' [...] Será lo más parecida posible al granito, su fuerza residirá en su verdad, en su poder de interpretación (desde luego, la fuerza poética siempre está ahí)».15 La prosa de Arreola es tronco, hueso, granito, en el sentido de esencial, pues, por otro lado, su escritura tiene la gracia de un velo de seda acariciado por la brisa. Como un arquero, tensa el lenguaje, lo dispara más allá de sí y, aunque el blanco es incierto, da en él de manera fulminante y certera. Arreola violenta las palabras para que revelen significados ocultos. Busca la belleza, pero no lo hace para estilizar gratuitamente la escritura sino para imprimir en ella su espíritu, su cosmovisión agónica: «La frase bella brota de una instancia espiritual inconsciente, y por ella aparece poblada. Tal ocurre, por ejemplo, en la poesía: no sabemos cómo anida en cada estructura armoniosa una entidad mágica y metafísica, y es que esa estructura ha nacido como una tentativa formal del espíritu».16 Arreola concibe su escritura como poesía. Incluso en el hecho simple de considerarse el último juglar, muestra que no podía pensarse sino como poeta. Y si consideramos que una preocupación constante en su obra es el destino de los hombres, podemos decir que dicha obra es una forma de poesía épica, un cantar de gesta que es, al mismo tiempo, una tragedia moderna cuya historia refiere ese desastre llamado hombre.

Antes que prosa, Arreola practicó el soneto, la décima, el verso de arte menor y el verso libre; escribió versos incluso cuando había ya renunciado a la literatura; y los reunió en el libro Antiguas primicias.17 Al hablar de un soneto publicado en la revista Pan (noviembre de 1945), Antonio Alatorre comenta que «hay algo en él que sigue vivo y aleteando».18 Es cierto, en los poemas de Antiguas primicias hay oficio, gracia verbal y a veces logran atrapar la poesía; pero el soneto y la décima son formas muertas en sus manos: estructuras y tópicos que, por su falta de singularidad, pueden ser parte de la literatura anónima. No logra insuflar vida a las formas tradicionales, se asfixia en las estructuras cerradas y fijas; él sólo se siente libre cuando desconstruye los esquemas literarios y propone formas dinámicas, «inacabadas», abiertas; sus textos felices —diría Borges— son los que transgreden el canon, los que fusionan géneros diversos. En él, la décima y el soneto son arquitecturas huecas y arcaicas. Quizá sin saberlo, da razón a quienes argumentan que dichas formas hoy no funcionan, pues no responden a la visión crítica de la modernidad. Y fiel a su sensibilidad y a su rigor autocrítico, Arreola mismo argumenta que los poemas de Antiguas primicias son objetables. En efecto, su verdadera poesía no está en los versos, que incluso pueden verse como ejemplos de poemas sin poesía, sino en la prosa. Así lo han visto diversos críticos a lo largo de cuarenta y cinco años.

Julio Cortázar fue quizás el primero en advertir que la prosa de Arreola estaba escrita desde la poesía y no dudó en llamarlo poeta. En una carta fechada el 20 de septiembre de 1954, Cortázar compara a Arreola con un flechador de extraordinaria puntería. Al hablar de Varia invención y el Confabulario, le dice en la misiva: «la casi totalidad de los cuentos de ambos libros dan de lleno en el blanco. Se lo siente desde la primera línea. No se puede decir cómo, es una cuestión de tensión, de comunicación. [...] Es fulminante y fatal».19 Es curioso: dieciocho años después, Octavio Paz compara a Arreola con Saladino, el héroe musulmán de la tercera Cruzada, y coincide con el autor de Final de juego: «Saladino llama a un esclavo, le ordena que suspenda en el aire un hilo de seda, desenvaina el alfanje y lo corta en dos de un solo tajo. Si la prosa de Arreola recuerda, por su soltura y flexibilidad, al hilo de seda oscilando en el aire, por su concisión precisa y su velocidad evoca al acero del alfanje».20 Tensa, precisa, rápida, fulminante y fatal son las palabras que definen la prosa arreoliana. Pero volvamos a la carta de Julio Cortázar. Al explicarse en qué radica la apuesta de este arquero sintáctico de extraña precisión, le dice: «detrás de todo esto está ese hecho sencillo (y por eso tan explicable) de que usted es poeta, de que usted no puede ver las cosas más que con los ojos del poeta».21 Cortázar, en realidad, se identifica con Arreola: «Mientras escribo un cuento, estoy sometido a un juego de tensiones que en nada se diferencian de las que me atrapan cuando escribo poemas».22 Tanto para el argentino como para el mexicano, poesía y cuento participan de una misma tensión e intención, no hay una diferencia real entre ambos géneros excepto la técnica. A los dos escritores, sin embargo, la poesía verdadera les fue dada en la prosa.

En 1961, Antonio Alatorre mostraba que algunos textos de Arreola eran de «factura poemática» y, refiriéndose a los «Apuntes de un rencoroso», escribe que «son un poema por la intensidad del sentimiento o intuición que los ha hecho nacer, intensidad que ha buscado su vertiente expresiva en una serie deslumbrante de metáforas», y a continuación cita varias imágenes para demostrar sus aseveraciones.23 Líneas arriba, Alatorre había advertido que no podemos disociar esa espléndida orfebrería verbal de la vitalidad agónica y la experiencia interior de quien la ha escrito, pues de otro modo nos conduciría a falsear la vida y la escritura: «Quien separa el lenguaje de la vivencia que lo anima y que es su razón de ser, disloca la obra, la destruye. Esa maestría y ese esplendor lingüístico no son exquisiteces 'formales', piruetas en el vacío, sino la sustancia misma de un sentir y de una actitud vital».24 Esta advertencia hoy parece obvia, no lo era en ese tiempo, pues algunos críticos acusaron a Arreola de formalista, europeizante, frívolo y aun de escritor falso; otros incluso, en nombre de la ideología, lo condenaron al basurero de la historia. Alatorre sustrae la obra de Arreola de tres argumentos que por entonces se debatían: el nacionalismo, el compromiso del escritor y la distinción de fondo y forma en una obra de arte. A ellas, por cierto, responde desde su lucidez horizóntica. Su compromiso no es con una ideología ni con un Estado sino «con el hombre, con el drama del hombre».25 Y al segundo «problema» da una solución dialéctica: «Toda belleza es formal».26 La forma es contenido y viceversa, así lo expresa en una entrevista: «Haz de cuenta que una copa, en vez de ser un vaso bellísimo por fuera, lo sintieras por dentro [...] ves el cáliz y no necesitas asomarte, porque al verlo supones su interior y la percepción de lo que está adentro es lo que te da el sentimiento de lo verdaderamente poético».27 Si partimos de que en la literatura moderna no hay más revolución que la formal, diremos que Arreola fue uno de los escritores más subversivos.28

En 1966, los antólogos de Poesía en movimiento (Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis) afirmaban que algunos cuentos de Arreola eran, a decir de Paz, «verdaderos poemas en prosa», y menciona sus cualidades: «Fantasía, humor y el elemento poético por excelencia, el elemento explosivo: lo inesperado. [...] La corriente que transmiten esas transparentes paradojas es de alto voltaje».29 En otro ensayo, el mismo Paz afirma que «Arreola es un poeta doblado de un moralista y por eso también es un humorista».30 Y no se equivoca. Incluso textos de trama narrativa perfecta como «El guardagujas» y «El prodigioso miligramo» concentran una poderosa carga lírica; ello se debe a la belleza del estilo, al recurso de la alegoría, a la resonancia polisémica de la textura y al desasosiego metafísico que generan. Y más: son poemas cuyo recurso escritural se basa en la narración.

Ese mismo año, Javier Martínez Palacio afirma en un ensayo sobre Arreola que «lo poético alimenta en grandes dosis su lenguaje: ello sirve para multiplicar los niveles de significación de sus cuentos». Y líneas adelante precisa: «Prosista maestro, de la poesía toma las imágenes, si se quiere, el mecanismo que las produce y encadena, y se atiene para situarlas en la frase, a la estructura íntima y peculiar de la prosa».31 La palabra clave es el mecanismo que genera y engarza las imágenes. Martínez Palacio sugiere que Arreola no utiliza el arsenal retórico, pone en movimiento la maquinaria verbal que produce poesía. Esto explica, en parte, que los cuentos puedan leerse como poemas en prosa.

Luis Ignacio Helguera, por su parte, considera a Juan José Arreola una piedra de toque en su Antología del poema en prosa en México (1993). Al hablar del capítulo «Prosodia», un conjunto de prosas breves incluido en el Confabulario de 1952 y luego en Bestiario, Helguera afirma que «la voluntad de estilo y de trabajo con el lenguaje se intensifican hasta el poema». Y cuando Arreola define los textos breves de «Prosodia» como «prosa poética y poesía prosaica», Helguera lo ataja: «Ni prosa poética ni poesía prosaica: verdaderos poemas en prosa».32 Como los antologadores de Poesía en movimiento, Helguera no duda: Arreola es poeta.

En el ensayo «La poesía y el prestidigitador», Marco Antonio Campos afirma de tajo que la obra de Arreola «es la Poesía», y argumenta:

empezó escribiendo poesía, pero como en los casos de Joyce, Lowry o Cortázar [...] la poesía se halla más en su prosa que en sus poemas en verso. [...] Como todo verdadero poeta, Arreola buscó que cada línea de su obra no se pareciera a ninguna otra y que cada pieza expresara más por sus silencios y sugerencias que por lo dicho en ella.33

Campos radicaliza lo que han dicho otros críticos: «la obra [de Arreola] es el Poema», pero agrega algo esencial: la escritura expresa «más por sus silencios y sugerencias que por lo dicho en ella»: la sustracción (o elisión) y la reticencia son dos de los recursos más poderosos de la poesía; dicha estrategia escritural incluso hermana a Juan José Arreola con Rulfo: dos escritores que han hecho resonar el silencio en la palabra.

Raúl Bañuelos, finalmente, sugiere que «en la prosa de Arreola, la poesía, marginal, excéntrica, es el eje donde giran la imaginación y la maestría de su escritura».34 No es necesario insistir en este argumento. Los poetas citados saben que Arreola pertenece a la mejor tradición de la poesía mexicana del siglo XX.35

Ahora bien, ¿desde dónde habla el poeta al escribir un poema? ¿Qué es lo que hace que un poema sea poema? ¿Cómo analizar lo que podríamos denominar poesía? La poesía es una experiencia lectora, pero ¿qué condiciones debe reunir un texto y cuáles el lector para que se produzca la poesía? Desde la antigüedad, los poetas y filósofos han indagado la esencia de la poesía, pero sólo en el siglo XX han emplazado rigurosos sistemas críticos para dilucidar qué es la poesía o qué es lo que hace que un texto sea un poema. Tal vez sólo nos fue dado sentir la poesía, pero la discusión continúa. No es mi intención citar los arduos estudios al respecto —desde los formalistas hasta los semiológicos— ni haré esquemas ni transcribiré fórmulas cuasi-matemáticas para «demostrar» que hay poesía en un texto de Arreola. No quiero diseccionar un poema y luego, como muchos académicos, enarbolar los cascarones verbales como si fueran la poesía. Ni quiero demostrar aquí las tautologías que definen la esencia de la poesía: «cada poema genera su propio código, cuyo único mensaje es el poema»,36 o ésta que vale sólo para la modernidad: «La poesía es el tema del poema».37 Imposible no reconocer que los aportes de Jakobson, Hjelmslev, Tinianov, Mukarovsky o Jean Cohen han sido centrales y reveladores en el estudio de la poesía. Pero, como anoté en la introducción de este libro, concibo la crítica como una vía revelatoria: una lectiofanía. Coincido con Antonio Alatorre cuando afirma que las metodologías de la nueva academia constriñen «a sus adeptos a decir, en lenguaje cada vez más refinadamente técnico, cosas cada vez más inútiles, más ajenas a la lectura, la comprensión y el goce de las obras literarias, obligándolos a erigir torres de viento, a convertir lo llano en escarpado y lo ameno en tedioso».38 Lector que disfrutaba las palabras como quien saborea una fruta del trópico, Arreola hubiera aplaudido esta postura, pues le disgustaban los análisis gramaticales.39 Por mi parte, demostrar que los textos de Arreola son poemas en prosa me parece una redundancia, una ociosidad académica; sin embargo, quiero mostrar que lo son desde la experiencia que transmiten: saber la poesía significa sentirla, paladearla. Esto encierra una paradoja.

Si la poesía es una experiencia lectora, dicha experiencia roza lo inefable y, por tanto, no podemos comunicarla. La crítica no puede sino lanzar líneas tangenciales hacia el espacio poético, propicia la revelación pero no la otorga, sugiere cómo abordar el objeto lírico pero no en qué radica la poesía. Y a veces sólo puede declarar su impotencia para develar el misterio que encarna el poema. De hecho, la poesía es indemostrable, sabemos que está ahí pero, más allá del análisis trópico en sus diversos planos, cómo saberla, cómo ser habitados por ella. Saber la poesía no implica sólo una educación sino un destino. Alfonso Reyes refiere que ni la erudición ni los métodos más finos de análisis lírico son suficientes para acceder al misterio de la poesía: «La gracia es la gracia —escribe en La experiencia literaria—. Toda la emotividad en bruto y todos los grados universitarios del mundo son impotentes para hacer sentir, al que no nació para sentirlo [sic], la belleza de este verso sencillo: El dulce lamentar de dos pastores».40 La gracia no se aprende, nos es dada. A Juan José Arreola le fue dada la gracia no sólo de leer sino de crear poesía en todos los estratos de su escritura. Leamos un fragmento de La feria, un texto que debería saborearse en voz alta:

Si camino paso a paso hasta el recuerdo más hondo, caigo en la húmeda barranca de Toistona, bordeada de helechos y de musgo entrañable. Allí hay una flor blanca. La perfumada estrellita de San Juan que prendió con su alfiler de aroma el primer recuerdo de mi vida terrestre: una tarde de infancia en que salí por vez primera a conocer el campo. Campo de Zapotlán, mojado por la lluvia de junio, llanura lineal de surcos innumerables. Tierra de pan humilde y de trabajo sencillo, tierra de hombres que giran en la ronda anual de las estaciones, que repasan su vida como un libro de horas y que orientan sus designios en las fases cambiantes de la luna. Zapotlán, tierra extendida y redonda, limitada por el suave declive de los montes, que sube por laderas y barrancos a perderse donde empieza el apogeo de los pinos. Tierra donde hay una laguna soñada que se disipa en la aurora. Una laguna infantil como un recuerdo que aparece y se pierde, llevándose sus juncos y sus verdes riberas...41

Este fragmento de novela es, dice David Huerta, «uno de los poemas en prosa más bellos que he leído».42 Arreola mismo afirma que «corresponde al principio de un poema, y no en prosa sino en versos libres».43 Fue quizás un acierto ponerlo en prosa, pues la armonía del texto genera sus pausas, sus cortes invisibles, su andadura conversacional. La hibridez escritural de la novela acepta la engarzadura de poemas; pero he citado el poema porque quiero señalar una cosa: Arreola es poeta pese a sí mismo. La poesía brota de las formas musicales, armoniosas y plásticas de su narrativa. En esos textos de frontera en que tensa y desconstruye las formas, hay un misterio poético que de pronto se revela. Él concibe la literatura como una forma ambigua de alta tensión, es decir, «como una emisión eléctrica: un rayo que adoptara una forma fija pero llena de resplandores infinitos».44 La forma literaria como una fuente inagotable de lecturas o de interpretaciones requiere el soplo del espíritu, de otro modo no es posible la poesía. Y aún: la poesía sólo puede suceder si «ha nacido como una tentativa formal del espíritu».45 Veamos, finalmente, el fragmento de un texto —que participa, a la vez, de la entrevista periodística, del cuento y del poema en prosa— cuya sencillez contrasta con la intensidad:

—En uno de sus poemas más bellos [el poeta] se concibe a sí mismo como una rémora pequeñita adherida al cuerpo de la gran ballena nocturna, la esposa dormida que lo conduce en el sueño. Esa enorme ballena femenina es más o menos el mundo, del cual el poeta sólo puede cantar un fragmento, un trozo de la dulce piel que lo sustenta.

—Me temo que sus palabras desconcierten a nuestros lectores. Y el señor director, usted sabe...

—En tal caso, dé usted un giro tranquilizador a mis ideas. Diga sencillamente que a todos, a usted y a mí, a los lectores del periódico y al señor director, nos ha tragado la ballena. Que vivimos en sus entrañas, que nos digiere lentamente y que poco a poco nos va arrojando hacia la nada...46

El significado ballena, sin perder su sentido real y mítico, se desplaza hacia lo absoluto; la ballena adquiere primero la forma del eterno femenino, luego el de una madre universal y finalmente el de la muerte. Como la de Melville,47 es una ballena metafísica: es el Ser que nos da el ser y el no-ser. Estamos ante una escritura cifrada, su temperatura poética la transforma en un mecanismo proteico. Hay además un juego escritural de espejos: el poeta Arreola escribe un poema en cuyo discurso un escritor habla, a su vez, de un poeta cuya poesía revela, en forma de ballena, el ser y la nada. Y un extremo metapoético: el yo lírico no sólo tiene conciencia de sí, sabe que desembocará en la nada, la revelación poética incluye su propia muerte. Este juego radical define la escritura arreoliana y, de algún modo, explica el silencio de su autor. (Sucedió lo mismo con Muerte sin fin de Gorostiza.) La poesía de Arreola, al tener conciencia formal de sí misma, toca los límites de su acabamiento. No hay poeta que no hable desde su propia muerte, pero quizá muy pocos sobreviven a la revelación de la muerte de la poesía.

No exagero al sugerir que Arreola es uno de los últimos artistas que heredaron, con humor y lucidez, la tradición hermética. (Recordemos que el hermetismo, según Octavio Paz, fue la religión secreta de los artistas modernos.) Desde esta perspectiva, es un iniciado. Un iniciado a quien, no obstante poseer el don de la pedagogía, le fue vedado revelar el misterio de sus propias obras. Ciertos textos suyos son comprensibles a la luz de las diversas disciplinas herméticas, pero en ellas no radica su lectura definitiva. Al darle continuidad a una tradición, Arreola descifra en ella su yo agónico y, al cifrarla de nuevo, le imprime una tensa ambigüedad, oculta las huellas originales en los sedimentos de la escritura.

Disponer un entramado de signos verbales cuya estructura obedece a una ambigüedad de alta tensión, significa que en el texto se opera un desmarcaje del horizonte de lo racional, y aún: dicho texto se desplaza hacia un espacio donde rige un principio de incertidumbre. Hay una diáspora del sentido. De ahí que los textos arreolianos resistan lecturas antitéticas. No hay lector que no sucumba a esa imprecisión mortífera.

* * *

Notas

* Este ensayo forma parte del libro inédito Juan José Arreola: la tragedia de lo imposible.

1. Cf. «Los hijos del limo», en La casa de la presencia. Poesía e historia. Obras completas, t. 1. México, Círculo de Lectores-Fondo de Cultura Económica, 1994, p. 335.

2. Luis Ignacio Helguera, Antología del poema en prosa en México. México, Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 15.

3. Marco Antonio Campos [entrevistador], «Juan José Arreola: un mundo de magia y luz», en Sábado, núm. 468, suplemento de Uno Más Uno. México, octubre 27, 1986, p. 3. En esta entrevista, Arreola dice también a Campos: «Me da gusto que usted crea que mi obra es el poema».

4. «Es un escritor clásico por temperamento y por decisión propia. Este clasicismo es evidente en su fino sentido de la proporción, en la actitud estoica, su uso de la sátira y la alegoría y su insistencia en los valores humanistas». Cf. Bertie Acker, El cuento mexicano contemporáneo: Rulfo, Arreola y Fuentes. Temas y cosmovisión. Madrid, Editorial Playor, 1984, p. 59.

5. Emmanuel Carballo, «Juan José Arreola» en Protagonistas de la literatura mexicana. México, Ediciones del Ermitaño-Secretaría de Educación Pública, 1986 (Lecturas Mexicanas, Segunda Serie, 48), p. 471.

6. Palindroma, en Obras de Juan José Arreola. México, Joaquín Mortiz, 1971, p. 22.

7. Bestiario, en Obras de Juan José Arreola. México, Joaquín Mortiz, 1972, p. 69.

8. Obra poética I (1935-1970). Obras completas, t. 11. México, Círculo de Lectores-Fondo de Cultura Económica, 1997, pp. 66-67.

9. Ibid., p. 339.

10. «Apolo o de la literatura», en La experiencia literaria. Tres puntos de exegética literaria. Páginas adicionales. Obras completas, XIV. México, Fondo de Cultura Económica, 1962, p. 86.

11. Gunther Stapenhorst [con viñetas de Isidoro de Ocampo]. México, Costa-Amic, 1946 (Colección Lunes, 28), p. 9.

12. Confabulario, en Obras de Juan José Arreola. México, Joaquín Mortiz, 1971, p. 7.

13. Ibid., p. 8.

14. Emmanuel Carballo, op. cit., p. 471.

15. Ezra Pound, El arte de la poesía, trad. José Vázquez Amaral. México, Joaquín Mortiz, 1970, p. 20.

16. Emmanuel Carballo, op. cit., p. 446.

17. Antiguas primicias, con un proemio de Artemio González García y presentación del autor. Guadalajara, Secretaría de Cultura de Jalisco, 1996 (Hojas Literarias, Serie Poesía, 16). En sus breves páginas, el libro abarca 51 años de escritura versual, de 1935 a 1986.

18. Cf. «Presentación» [de la edición facsimilar de la revista Pan], en Eos, 1943. Pan, 1945-1946. México, Fondo de Cultura Económica, 1985 (Revistas Mexicanas Literarias Modernas), p. 220.

19. Carta reproducida en Orso Arreola, El último juglar. Memorias de Juan José Arreola. México, Diana-Fonca, 1998, p. 291.

20. Cf. «Corazón de León y Saladino: Jaime Sabines y Juan José Arreola», en Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano. Obras completas, t. 4. México, Círculo de Lectores-Fondo de Cultura Económica, 1994, p. 297.

21. Carta citada, en Orso Arreola, El último juglar, p. 291.

22. Ibidem.

23. Antonio Alatorre, «Presentación», en cuaderno adjunto al disco Juan José Arreola. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1961 (Voz Viva), p. 3.

24. Ibid., p. 2.

25. Emmanuel Carballo, op. cit., p. 481.

26. «Cláusulas», en Bestiario, p. 81.

27. Máximo Simpson [entrevistador], «Juan José Arreola: Sólo sirve la página viva, la que se queda parada en la mesa», en Crisis, año 2, núm. 18. Buenos Aires, octubre, 1974, p. 45.

28. Ya en 1955, un crítico anónimo, tal vez Carballo, respondía irónicamente a las acusaciones de que algunos escritores mexicanos (Gorostiza, Paz y Arreola) no estaban comprometidos con su pueblo ni con el realismo socialista, y concluye con clarividencia y desafío: «estos escritores se evaden a su circunstancia, y en cincuenta años enseñarán el cobre». Cf. «La imaginación», en Revista Mexicana de Literatura, núm. 2. México, noviembre-diciembre, 1955, p. 190.

29. Cf. «Poesía en movimiento», en Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano. Obras completas, t. 4, p. 127.

30. Cf. «Corazón de León y Saladino: Jaime Sabines y Juan José Arreola», ibid., p. 297.

31. Javier Martínez Palacio, «La maestría de Juan José Arreola», en Ínsula. Revista Bibliográfica de Ciencias y Letras, año XXI, núm. 240. Madrid, noviembre, 1966, p. 13.

32. Cf. «IX. Juan José Arreola y los prosistas poetas», en op. cit., p. 51.

33. «La poesía y el prestidigitador (Arreola en sus 80 años)», en La Jornada Semanal, núm. 185, suplemento de La Jornada. México, septiembre 20, 1998, pp. 10-11.

34. RaúlBañuelos, «La poesía en la prosa de Juan José Arreola», en Luvina. Literatura y Arte, núm. 14. México, Universidad de Guadalajara, diciembre, 1998, p. 57. Las cursivas son mías.

35. Excepto el español Javier Martínez Palacio, aclaro, para lectores no mexicanos, que Paz, Chumacero, Pacheco, Aridjis, Helguera, Campos y Bañuelos son poetas, unos de gran importancia como Paz y otros con una obra en proceso. Cuando joven, Antonio Alatorre escribió poemas, uno incluso dedicado a Arreola (véase «Al unísono», en la revista Pan, núm. 2, julio, 1945). Cortázar, por su parte, escribió varios libros de poesía.

36. Samuel R. Levin, Estructuras lingüísticas en la poesía, trad. Julio Rodríguez-Puértolas y Carmen C. de Rodríguez-Puértolas. Madrid, Ediciones Cátedra, 1983, p. 63.

37. WallaceStevens, El hombre con la guitarra azul y otros poemas, trad. Miguel Ángel Flores. México, Editorial Aldus, 1993, p. 117.

38. Véase «Lingüística y literatura», en Vuelta, núms. 133-134. México, diciembre de 1987-enero de 1988, p. 26.

39. «La gramática sólo sirve para crear profesores de gramática. Tenemos una lengua que no necesita de la gramática. El castellano tiene mucho de palabras compactas y palpables». Véase Mauricio Flores, «Genealogía y mítica del lenguaje. Entrevista a Juan José Arreola», en El Nacional. México, julio 6, 1992.

40. «Aristarco o anatomía de la crítica», en op. cit., p. 113.

41. La feria, en Obras de Juan José Arreola. México, Joaquín Mortiz, 1971, pp. 57-58.

42. «Doce viñetas para Arreola», en Tierra Adentro, núm. 93. México, agosto-septiembre, 1998, p. 59.

43. Máximo Simpson, op. cit., p. 44.

44. Emmanuel Carballo, op. cit., p. 447.

45. Ibid., p. 446.

46. «Interview», en Bestiario, p. 104.

47. Desde esta óptica, es significativo el epígrafe de Melville al capítulo «Cantos de mal dolor» en el Bestiario.



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Para citar este documento:
Vázquez, Felipe: «Juan José Arreola: el poeta en prosa», en Ciberayllu [en línea], 10 de diciembre del 2001.


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