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26 julio 2005

América en las utopías políticas de la modernidad*

Edgar Montiel

Si les hablase de aquellas cosas inventadas por Platón en su República,
o de las que hacen los utópicos en la suya, aunque fuesen,
como en realidad son, mejores, podrían no obstante parecerles extrañas
por existir aquí la propiedad privada, al paso que allí todo es común.
Tomas Moro, Utopías (1516)

 

El anhelo inmemorial de Felicidad acumulado desde tiempos antiguos se hizo «realidad» en América, pues ella nació al mundo en pleno Renacimiento como la sede del Paraíso. Por eso se puede decir que por ósmosis la admisibilidad de la Utopía acabó formando parte de una concepción perfeccionadora del mundo, donde América aparece como la «prueba» de una visión (y versión) que el Occidente se formó de ella misma.

Su otredad en cuanto a Cultura y Naturaleza dio a América, a los ojos clásicos del Renacimiento, un aura edénica. Así, lo que era histórico y cultural se volvió para Europa mítico y utópico1. Esta percepción ha dejado una pesada huella, pues más encubre que revela.

El hombre es el único animal que sueña. La Utopía es una permanente creencia colectiva en el perfeccionamiento de la realidad, para hacerla más grata a la condición humana. Condenados a ser libres y felices, hay en el ser humano una incurable condición utópica. Para navegar en las aguas procelosas de la esperanza hay que tener presente que la esperanza es a la Historia lo que la reproducción es a la Naturaleza: principio de vida, de continuidad y no de muerte, pues toda colectividad humana lucha por conservarse. A la esperanza la mueve un ethos de vida, de armonía y trascendencia.

Apoyándose en los cronistas de la Conquista, quienes pusieron las primeras  piedras de un edificio utópico que se eleva a medida que pasa el tiempo, se podría afirmar que América lleva en su nombre una connotación utópica —una partida de nacimiento Ideal—, de modo que hablar de América y Utopía puede resultar al fin de cuentas un pleonasmo. ¿Qué hizo América para recibir de los Otros esa aureola?

I

Vayamos por partes, comenzando por las denominaciones. ¿Por qué razón el continente lleva el nombre de América y no de Columbus o Colombia, como habría sido lógico para honrar a los «descubridores»? ¿Qué hizo Américo Vespuccio para que este continente lleve su nombre? Mientras Colón lo descubrió para Europa, Vespuccio lo describió. La fuerza del logos y la metáfora se ha mostrado siempre más poderosa e influyente que la mera verificación; y esto ha creado una tradición.

Recordemos que en sus breves Cartas de Viaje a la familia Médicis, de la que era servidor, Vespuccio cuenta con toda naturalidad lo que vio en sus incursiones a las ignotas costas de Venezuela, Brasil y Argentina, y allí dice cosas como estas: «los hombres no acostumbran tener capitán alguno, ni andan en orden, pues cada cual es señor de sí mismo. La causa de sus guerras no es la ambición de reinar, ni de extender sus dominios, ni desordenada codicia, sino alguna antigua enemistad de tiempos pasados». Y remata con el aserto: «No tienen rey ni señor, ni obedecen a nadie; viven en entera libertad».

Para la Europa de entonces, regulada severamente por relaciones de servidumbre, donde los demonios del feudalismo no habían desaparecido, estas cartas despertaban de pronto el anhelo de salvación, que hacían rechazar la realidad circundante para buscar esa recóndita felicidad. La esperanza se había objetivado. La ilusión se hizo carne, la Tierra Prometida existía y estaba ubicada en las tierras de América, allí no tienen rey, ni señor, ni obedecen a nadie. Y se pronuncia en el firmamento la frase fulminante, que tendrá un poderoso efecto en el imaginario de Europa: ¡viven en entera libertad!

Nunca tan pocas páginas, sólo 32, causaron tanto revuelo y tanto impacto. Sacarlas de la lectoría secreta de los Médicis para darlas a la luz pública dio lugar a incidentes plenos de significación. No se olvide que el editor Waldseemuller lo incluyó en su Universalis Cosmographia (1507) para satisfacer la curiosidad de sabios, comerciantes y príncipes, quienes no sabían discernir si estas cartas pertenecían al género de la Geografía, la Historia, la Navegación o la pura invención. Estas pocas páginas fueron suficientes para que Vespuccio pasara a la inmortalidad y este continente sea bautizado con su nombre.

Pero en esto hubo algo de picardía (que también hizo tradición). Como lo muestra Magnaghi con documentos en la mano, para satisfacer a sus ávidos lectores el perspicaz impresor «editó» las 3 cartas a los Médicis como 4 relatos de viaje (de 1497 a 1504), titulando, de su propia inspiración, el tercer relato como Novus Mundus. Con lo que afiebró más las mentes de la época (incluidas la de los inquisidores), pues hacía decir a Vespuccio que existía realmente un nuevo mundo en la ruta de Europa a las Indias, yendo por occidente (el crucero iniciado por Magallanes y concluido por Elcano que comprobó —por la vía de los hechos— la redondez de la tierra, se produjo dos décadas después).

¿Se puede decir entonces que América lleva en su nombre un sino utópico, de invención e innovación? En todo caso, gracias a un inspirado editor —emblemático del modo como Europa miró a América— ésta se volvió el lugar de los sueños ajenos, el territorio de la Arcadia, donde nacía el hombre bueno, no había jerarquías y las mujeres andaban desnudas. Fue una mirada que ha echado raíces, pues es como un retrato original.

Este modo subjetivo que ha tenido el europeo de mirar históricamente a América se ha sedimentado en la memoria, se ha enraizado en la mentalidad de Europa, pero también en la del hombre americano, al punto que, por ejemplo, cree que la otredad americana, es decir su propia realidad, puede caber en categorías exotistas como «realismo maravilloso» o «realismo mágico», propias para la literatura. Se ha levantado un muro de opacidad que vuelve ininteligible la realidad, y hace particularmente difícil la empresa epistemológica de acceder al conocimiento esencial de América.

¿Cuál es la «génesis del discurso utópico»? En puridad, Europa hizo con el Renacimiento un doble descubrimiento: de la antigüedad greco-romana y de América. Gracias a la invención de la imprenta, se difundieron ampliamente los antiguos tratados de Aristóteles y de Platón, la cosmografía de Tolomeo, las historias de Herodoto, salió a flote  todo ese mundo de héroes, navegantes, silvanos, ninfas y náyades. Y volvió a nacer en el imaginario europeo la animalia monstruosa que se contaba en la antigüedad. Y fue con este conocimiento y estas imágenes acopiadas, no hay que olvidarlo, que Europa miró y creyó entender a América, pues era entonces el conocimiento sabio, erudito, que hacía autoritas.

Casi todos los cronistas, desde el Diario de Colón a las relaciones oficiales a la Corona, hablan de América en términos propios del Renacimiento. La antigüedad helénica se consideraba la referencia canónica, el modelo clásico, y todo se medía en referencia a ella. ¿Se trataba de adornos eruditos, arcaísmos o anacronismos? No, era el conocimiento «objetivo» que Europa había acumulado y con esos «conceptos»interpretó e imaginó a América, y por esa vía muchas veces la inventó. Un ejemplo característico es el de Juan de Castellanos, conquistador ilustrado, que prefirió los versos —¡y escribió 144 mil!— para contarnos la historia del primer encuentro:

la reacción de los indígenas:

Salían a mirar nuestros naviós,          
Volvían a los bosques espantados,
Huían en canoas por los ríos,
No saben qué hacerse de turbados:
Entraban y salian de Buhíos
Jamás de extraña gente visitados;
Ningún entendimiento suyo lleva
Poder adivinar cosa tan nueva

La de los peninsulares:

Ansimismo de nuestros castellanos
Decían, viéndolos con tal arreo,
Si son sátiros éstos, ó silvanos,
Y ellas aquellas ninfas de Aristeo:
O son faunos lascivos y lozanos,
O las nereides, hijas de Nereo,
O driades que llaman, ó náyades
De quien trataron las antigüedades.

II

Se recordará que Utopía, escrita por Moro en 1516, se sitúa en la base de la renovación de un pensamiento político que marca a Europa; pero la Utopía no se puede concebir si no aparecen previamente dos libros: Las cartas de Américo Vespuccio —que Moro cita de modo explícito— y Las Décadas de Pedro Mártir de Anglería.

Las Cartas de Américo se comienzan a publicar desde 1504 y en 1507 circula una edición completa que hace un geógrafo de la Lorraine, Waldseemuller. Ya señalamos que en esa edición, Vespuccio menciona el Nuevo Mundo. Utiliza esta expresión de modo genérico. De modo que en esos años cuando se hablada de algo paradisíaco se entendía que se estaba hablando de las tierras de Américo, y luego se dijo simplemente, América. El otro texto que va a provocar un impacto enorme, es una especie de primer retrato de América en la mente de Europa. Son las diez Décadas de Pedro Mártir. ¿Quién es este autor? Es un «agregado» italiano a la corte española, un hombre ilustrado que funge de corresponsal sin desplazarse a América. Lo que hace es informarse, hablar con todos los viajeros que regresan del Caribe a España —todavía no ha aparecido la Tierra Firme— con quienes conversa ampliamente, indaga y acumula notas para escribir sus Décadas. Estas comienzan a publicarse por entregas a partir de 1511 y adquieren una gran popularidad en Europa. Es en ellas donde se observan ya las primeras señas del encontronazo entre Europa y América, porque se comienzan a perfilar los primeros elementos de lo que después serían teorías políticas o percepciones del hombre americano. ¿Cuáles son estos elementos?

La «condición natural» del hombre americano, idea que encontrará su mayor desarrollo con Rousseau dos siglos después, es una especie de filosofía naturalista que elogia al «buen salvaje». Hay una aparente antinomia en esta expresión barroca: se habla de un hombre que es bueno porque es salvaje, lo que equivale a decir que lo bueno se encuentra sólo en estado natural. Incluso Pedro Mártir habla de un «filósofo desnudo» refiriéndose a la sabiduría de un taíno, con lo cual quiere advertir sobre la presencia de una inteligencia natural (otra aparente antinomia).

De modo que América aparece así en la imagen de Europa,  percepción que no era del todo falsa. Mártir de Anglería ve la sapiencia americana de este modo: Tienen ellos que la tierra así como el sol y el agua es común y que no debe haber entre ellos mío y tuyo... Nótese que no deber haber entre ellos mío y tuyo, o sea, la propiedad. Semillas de todos los males, es el mío y el tuyo, pues se contentan con tan poco que en aquel vasto territorio más sobran campos que no le falta a nadie nada.

En Mártir aparece de modo recurrente esta idea, que fue una revelación para Europa, que los europeos cuando llegaron a América no tenían que sembrar nada, sólo tenían que estirar la mano y tomar los frutos de la tierra, cosa que era impensable en Europa donde había que sembrar, había que respetar las estaciones. Allí la primavera era permanente, dice: ... sobran campos que no le falta nada a nadie, territorios suficientes, para ellos es la Edad de oro, no cierran sus heredades, ni con fosos, se las tienen ahí, no hay candados, no hay puertas. ni con palos, ni con paredes, ni con setos, viven en huertos abiertos, sin leyes, sin libros, sin jueces, de su natural; veneran al que es recto, tienen por malo y perverso al que se complace en hacer injuria a cualquiera, sin embargo cultivan el maíz, la yuca y los ajos. Visión que luego se repite con los descubrimientos del mundo mesoamericano y del mundo andino.

Pero existe un libro muy poco conocido que aparece un poco mas tarde, en 1534, en una editora de Lyon, en la misma casa editorial donde Rabelais publica sus obras. Pantagruel, el personaje de Rabelais, viaja en un estilo y un género que constituye la primera forma de la novela moderna, que combina la realidad y la fantasía. En su ruta viaja hacia «el oriente», sin embargo, según la descripción, es hacia Occidente donde va, y se puede advertir que las cosas que dice Pantagruel son del Caribe y provienen de las Décadas de  Pedro Mártir de Anglería: las sirenas, los manatíes, las pepitas de oro, los pájaros que se reproducen en el aire...

En esta misma casa editorial, la Notre Dame de Comfort, se publica un libro pequeño, que circulará mucho y marcará la mente de sus lectores: Nouvelles certaines des isles du Pérou, de autor anónimo. Resulta sorprendente, porque cuenta la prisión de Atahualpa por Pizarro, ocurrida en Cajamarca en noviembre de 1532, y menos de dos años después ya circula como novedad por Europa (pude obtener una copia del ejemplar único existente en el British Museum). Lo que se cuenta allí hace tangible toda la historia referida al ahorcamiento de Atahualpa y al posterior transporte del oro y de la plata incaica —que pasa por Cartagena de Indias y Santo Domingo— hacia España.

El padre Bartolomé de las Casas, que se encontraba en Santo Domingo, da fe de los barcos  que pasan llenos del tesoro con el cual Atahualpa había pagado su rescate, que nunca se produjo. No aparecen las medidas exactas del cargamento, pero lo que importa destacar es la relación detallada del cargamento  y las circunstancias de la ejecución de Atahualpa. Desde entonces se popularizó en Francia y Europa, la expresión «C’est le Pérou» cuando se habla de algo valioso. Y el interés se explica en el hecho de que con ese tesoro España pagó una deuda a Francia. ¿De dónde proviene esta crónica? Tal vez fue escrita por el secretario de Pizarro o por el cronista militar Pedro Sancho; tal vez haya sido «editada» de la crónica de Francisco de Xerés, que ya circulaba manuscrita. Según Raúl Porras Barrenechea, eminente historiador peruano, esta crónica se elaboró a partir de cartas privadas enviadas por agentes administrativos desde Panamá a Italia, informando sobre «el cargamento de oro».

Este texto deja su huella en la percepción de Rabelais, cuando descubre unos personajes isleños que se interesan más en tener flores o plumas que oro y plata. Esta percepción da origen la teoría del relativismo cultural, porque el oro y la plata en América no eran considerados metales «preciosos».     Para los amerindios lo preciado estaba identificado  con lo delicado: las plumas, el algodón y las flores. El objetivo precioso, aplicado al metal, es un agregado del siglo XVI, propio al mercantilismo europeo. Este texto influye igualmente en Michel de Montaigne, quien será tres décadas después con sus Ensayos, el gran promotor del relativismo cultural.

Estos y otros libros dejaron abonado el terreno para que a fines del siglo XVI, venga el Inca Garcilaso y  deslumbre a su lectoría contando la organización del Imperio Inca.

III

Garcilaso nace en Cusco en 1539, de la unión de un capitán español ilustrado y una princesa inca, Isabel Chimpu Ocllo. El capitán Garcilaso de la Vega entra al Cusco en el año 1536, antes había estado en el Caribe, en Cuba y Panamá, luego siguió a Pedro de Alvarado cuando éste se marchó a la conquista del Péru.

Hay que tener presente que la Conquista del Perú fue una de las más anunciadas en Europa, conocida por las Capitulaciones de 1528, que suscribieron la Corona y Pizarro. Los círculos más informados ya lo sabían, por eso se preparó con acuerdos, con compra de barcos, arcabuces, con lo mejor de la utilería y armamentos de ese momento. Incluso se liberaron impuestos para incentivar la migración y el transporte de armas. Pedro de Alvarado fue uno de los que se quiso sumar (ya estaba Pizarro en Perú). Con él iba el capitán Garcilaso de la Vega.

El niño que nace en 1539 se cría en Perú, al lado de su familia materna, y se educa con los mejores preceptores de la ciudad. A los 21 años viaja a Madrid para reclamar tierras. La gestión no resulta en las cortes de Madrid y se dedica al estudio. Aprende latín, francés, italiano; se enrola en las fuerzas de Felipe II; participa en las campañas de Italia; traduce y se convierte en el primer traductor americano. Traduce «del latín al indio» la obra de uno de los más grandes poetas del Renacimiento, Léon Hebreo, autor de los Diálogos de Amor. Llama la atención esta iniciativa, porque Garcilaso era quechuahablante, había aprendido español, luego latín, pero de pronto se convierte en traductor. En un  hecho sintomático, una vocación ecuménica que denota al mestizo americano que aprende idiomas, que recibe y asimila influencias de un lado y otro. De las varias versiones que circulaban en Europa, esta traducción de los Diálogos de Amor sería la más apreciada y popular. Pocos advertían entonces que fue hecha por el Inca Garcilaso.

Los Diálogos de Amor comenzaron a popularizar a Garcilaso en Europa, pero él seguía recibiendo, en Montilla, Andalucía,  información de los llamados peruleros, aquellos que habían combatido en las campañas del Perú, en las guerras civiles, los conquistadores vencedores o vencidos que regresaban a España, que como informantes beneficiaron al imaginario del Inca. Así conoce a Gonzalo Silvestre, quien había participado en la campaña del Perú, del Caribe y en la conquista de La Florida. Escribe entonces una obra que será célebre: La Florida, más conocida como La Florida del Inca, que es la versión que recoge de Gonzalo Silvestre y Hernando de Soto sobre la conquista de ese territorio.

La Florida resulta una novedad por su estilo, casi cinematográfico, y el verismo con que se cuenta, que constituye otra versión de la historia del Caribe, la escrita desde el punto de vista de un mestizo americano. Se historia el período comprendido entre 1530 y 1560. Se habla de los preparativos que se hacían en la isla; del viaje de Hernando de Soto de Santiago a La Habana; de la salida, del reclutamiento. Se refiere a la crianza de caballos, menester en el que Cuba adquirió gran desarrollo para abastecer de estos animales las expediciones de conquista del resto de la región. Y, en fin, se cuenta en una prosa sabrosa las peripecias que ocurren en el «descubrimiento» de la península de la Florida. De este modo, el Inca Garcilaso se vuelve el primer historiador de América del Norte.

La Florida adquiere una notable popularidad en su momento. Aparece una primera edición en 1604. A partir de ahí, se inician las traducciones al francés, al italiano, al inglés, al alemán y al holandés. En los siglos XVII y XVIII se puede contabilizar una veintena de ediciones, algo absolutamente inédito para un autor americano.

A finales del siglo XVI Garcilaso comienza a escribir los Comentarios Reales, su obra más afamada, que tiene dos partes: la conocida como Comentarios Reales, que es la historia de los Incas; y la segunda , más conocida como La historia general del Perú, que trata de la Conquista, las guerras civiles y de cómo los españoles ocuparon al antiguo Perú, concluyendo con la derrota del último foco de resistencia Inca, encabezado por Túpac Amaru, 1576, 44 años después de la captura de Atahualpa.

¿Por qué escribe Garcilaso esta historia? ¿Qué lo lleva a convertirse en historiador? ¿Tenía alguna necesidad compulsiva de contar su versión de los hechos? Existe una razón ética y una razón política a tomar en cuenta. Garcilaso se informa que hacia 1560 el Virrey Toledo —una suerte de tecnócrata enviado al Perú por la Corona para instaurar el nuevo orden colonial— condena a muerte al último Inca, Tupac Amaru, que era primo de Garcilaso por lado de su madre Isabel Chimpu Ocllo. El Inca resistente había sido derrotado cuando reinada en un territorio amplio, que había logrado preservar, ubicado en la zona de Vilcabamba, al sur del Cusco. El Padre Las Casas, consultado en Madrid, aconsejó que se reconociera este territorio como un Estado autónomo dentro del inmenso Virreinato del Perú. Sin embargo, Toledo utilizó una justificación política para argumentar que los herederos de los Incas —hablamos de 44 años después de la conquista— no tenían derecho a la propiedad ni a la libertad individual, hecho que era grave porque justamente lo que todavía estaba planteándose con los Incas sobrevivientes era el derecho de restitución.

Comienza entonces un debate jurídico-moral mediante el cual, en suma, se debía demostrar que los Incas eran «opresores» y los españoles «liberadores». Se necesitaba una justificación histórica y Toledo encontrará dos historiadores que le van a hacer el trabajo: uno es Diego Fernández, «el Palestino», y el otro un historiador de moda en Europa, Francisco de Gómara.

De allí nace para Garcilaso la necesidad de hacer sus propios «comentarios de la realidad». Estima que se necesita explicar a España, América y Europa que no se trataba de reinos de bárbaros, sino de gentiles; que no se trataba de pueblos carentes de desarrollo, sino de pueblos que tenían una civilización. A Garcilaso no le quedaba otra opción que recurrir a la cultura y la historia para vencer a la política de la espada y el arcabuz, y así preservar al hombre y a la cultura autóctonos. Entonces decide escribir los Comentarios Reales, reales no por lo de monárquicos sino por lo de veraces, para rectificar a los historiadores a sueldo que habían comenzado ya a profesar en Europa la versión de una América caníbal, sacrificial, idólatra, déspota y opresiva.

Acicateado por una inquietud ética y política Garcilaso asume entonces el nombre de Inca Garcilaso de la Vega, recuperando así un título de la tradición materna y un nombre de lustre literario perteneciente a su ancestro paterno.

Además del texto del Palestino hay uno que en Europa se traduce mucho, que adquiere notable popularidad e influencia: La Historia general de las Indias Occidentales, de Gómara, que contribuye a crear una mala imagen. Al principio, ya lo señalamos, circuló la idea de una América edénica, liberal, libre de pecado, y después, al instaurarse las estructuras coloniales, apareció la imagen de que sus habitantes no eran buenos sino salvajes, que eran antropófagos, sodomitas y violentos, que había que ir contra ellos con la fuerza. La ofensiva era fuerte; para enfrentarla, el Inca Garcilaso escribe los Comentarios Reales y Bernal Díaz del Castillo La Verdadera Historia de la Conquista de México. Lo de «real» y «verdadero» era para confrontarse con la historia «general» de Gómara.

Gómara era un historiador solventado por Cortés, por eso era con él sumamente exegético. No podía tomar distancia de su «objeto de estudio». Su visión de los hechos estaba muy condicionada por esa circunstancia. Se explica entonces que se publicaran estas otras dos historias con el fin de demostrar que no era como decía  Gómara. En medio de este debate aparecen, pues, los Comentarios Reales, y nuevamente, como ocurrió con La Florida, se produce un rosario de traducciones. En la Biblioteca Nacional de París, una de las bibliografías americanas más completas, el Catálogo razonado sobre América y las Filipinas, elaborado en 1867, enumera una veintena de traducciones al francés, inglés, alemán, italiano, holandés, y hay incluso una edición en latín. La influencia de Garcilaso es, otra vez, excepcional, especialmente en una lectoría ávida de reforma, de modernización, de nuevos modelos.

¿Qué dice Garcilaso para impactar  de ese modo? Lo que cuenta es la organización social decimal de la sociedad inca. Habla de las comunidades agrarias, de cómo se domesticó la papa, cómo se hacían las aleaciones de metales; habla de las construcciones ciclópeas, del tendido de rutas y puentes. Pero lo que más impacta en el imaginario político de Europa es lo que se refiere a la organización colectivista de la sociedad. La organización decimal (un jefe cada diez, cien o mil familias), la repartición de la tierra, la tierra como propiedad colectiva, la repartición de los excedentes —que ahora llamamos redistribución—, el control de la natalidad, todas esas cosas dan la medida, en Europa, de que existen otras maneras de concebir la relación del hombre con la política, del hombre con la naturaleza, del hombre con el poder. Es decir, Garcilaso de pronto encarna la alteridad, lo diferente. Y es esta otredad que propiciará la influencia de su obra en los pensadores europeos.

IV

Las ediciones, las traducciones, se repiten circulando ampliamente. Hay una en francés de 1744, publicada en dos pequeños volúmenes, que es la edición que leen Voltaire, Diderot, d’Alembert, el Barón de Holbach y toda esa generación, y que viene anotada con pies de páginas firmados con Godin, Feuillée, Pifón, Frezier, Margrave, Gage, La Condamine, es decir, los filósofos viajeros del siglo XVIII. Las anotaciones son del tipo: «Aquí Garcilaso no tiene la razón por tal cosa»; o, hablando de aleaciones sobre el oro y la plata, «tiene razón porque hasta ahora se hace así». O confirmaciones: «Sí, efectivamente, la quinina sirve para bajar la fiebre».

El rey de Francia había mandado hacer un estudio sobre la quinina, que pronto se convirtió en un medicamento estratégico porque servía para bajar la fiebre más porfiada: durante las guerras servía para curar a los heridos. Ocurrió lo mismo con otra serie de productos que reporta Garcilaso, que el lector europeo incorporó en su dieta. Por ejemplo, los poderes vitalizantes del chocolate. Se crea toda un aura sobre los poderes energéticos del cacao. Se decía que la reina de Versalles daba a sus comensales mucho cacao, chocolate. Luego se mezcló con leche, se elaboraron las barritas de chocolate, se mixturó con el maní, las nueces, etc.

El otro producto mítico fue el aguacate, la prodigiosa palta, una fruta existente en toda América. Se comenzó a decir que era afrodisíaco y se puso rápidamente de moda. Un desayuno con aguacates era carísimo. De ahí que a los americanos que tenían amigos en Europa, siempre les pidiesen que, cuando viajasen, trajeran aguacate, guayabas, y especialmente chocolates. El Abate Raynal, por ejemplo, le pedía a Pablo de Olavide o a Francisco de Miranda que trajeran esas encomiendas. Todas esas cosas de las cuales hablaba el Inca, resultaban de interés en la vida cotidiana de los europeos.

Se puede mencionar algunos ejemplos, como la huella que dejaron en el libro de Campanela, La Ciudad del Sol, publicado en 1623. Para entonces ya se había publicado los Comentarios Reales, La Historia General de América y La Florida. Campanela no los leía en traducciones sino en español. Su erudición lo llevó a escribir un ensayo sobre la monarquía española. La Ciudad del Sol tiene analogías con la trama urbana del Cusco, aunque no lo menciona explícitamente. Se refiere al imperio del trabajo, a la organización social. Muestra su admiración por la filosofía del trabajo, que era la fuerza motriz del imperio de los Incas, según lo mostraba Garcilaso.

Hay dos personajes que suscitan el interés de los escritores de esa época: la figura de Pachacutek —sonaba raro el exotismo del nombre—, ese Pachacutek, decían, que era «el reformador del mundo», como lo nombraba Garcilaso; y el Inca Yupanqui, que se había distinguido por organizar la natalidad. Se preguntaban: ¿Cómo se puede organizar eso? Era entonces una cosa impensable. Ahora todo el mundo lo hace, pero para el siglo XVI ésa era una practica desconocida. Por cierto, este interés por la natalidad, por la regulación social, se encuentra casí en todos los textos del género utópico.

Estas opiniones dejaron sus marcas en otro gran pensador, Francis Bacon. ¿Cómo funciona esta influencia en el autor de La Nueva Atlántida publicada en 1627? ¿Qué es la Nueva Atlántida? El Océano Pacífico es la Nueva Atlántida. Es interesante ver en Bacon todo lo que significa la revolución epistemológica con la aparición de América. Conocer una nueva geografía significa conocer otra humanidad, nuevas plantas, nuevos animales, nuevos fenómenos; había que repensar el mundo. Bacon se ejercita en repensar la física, la mecánica, advierte que las teorías de Aristóteles no se ajustaban a la nueva realidad. Esto mismo le pasa a otro gran escritor y botánico, Boemus, que publica, después de veinte años de trabajo, la recopilación completa de las plantas existentes en el mundo. Pero cuando comenzaron a aparecer los libros de América con plantas nuevas, tuvo que rehacer su tarea. Murió en el intento.

Otro lector importante es Morelly, el primer ecologista, fundador del llamado socialismo utópico: fue líder intelectual de pensadores, al que después se adhirieron Fourier y Proudhon. Morelly publica en 1755 El Código de la Naturaleza. Lee los dos volúmenes de 1744 en francés y asimila las ideas del Inca Garcilaso. Su propósito era sobre el Estado, la sociedad y el medio ambiente: hacer un primer tratado, una tesis sobre cómo el hombre debe relacionarse con la naturaleza, cómo el hombre debe ayudarla a reproducirse y no luchar contra ella.

Otro autor en cuyos escritos se advierte la presencia del Inca es Louis Mercier, que publica en Londres en 1772 un libro llamado El Año 2440, de ciencia ficción. Lo que dice en 2440 es lo que Garcilaso cuenta de la organización colectivista de América, o sea que el pasado de América servía de referente para la utopía que se proponía alcanzar.

Montesquieu, por su parte, en su tratado sobre El espíritu de las leyes, se sirve del Inca para referirse al derecho de gentes y argumentar su tesis sobre el desarrollo desigual: no todos los pueblos tienen un desarrollo lineal, progresivo, cada pueblo tiene su estilo y ritmo de desarrollo. Diderot, igualmente, lee al Inca para escribir con el Abate Raynal el tomo III de la Historia Filosófica y Moral de las Indias. En esos años escribe también una biografía del peruano Pablo de Olavide para La Enciclopedia.

¿Quien era Pablo de Olavide? Era un escritor peruano que había sido expulsado de Perú hacia 1760. En España despliega sus dotes de administrador, pero lo vuelven a expulsar años después por causa de su liberalismo ilustrado y se refugia en Francia. Amigo de Diderot, Voltaire (con quien mantuvo correspondencia), Marmontel, Raynal, Olavide era uno de los grandes lectores del Inca Garcilaso. Cada vez que le preguntaban sobre Perú: «lean al Inca Garcilaso», decía.

Entre sus lectores hay que destacar a Voltaire. Es un caso muy simbólico, porque Voltaire lee al Inca, lee La Araucana, de Alonso de Ercilla, incluso lo cita en sus obras. Su información americana es muy grande, y él, que frecuentaba los salones de la damas distinguidas de Francia, les hace leer Los Comentarios. Tuve la oportunidad de estar en la biblioteca de Voltaire, en el pueblito de Ferney, que está en la frontera entre Francia y Suiza. Al lado está Ginebra (Voltaire vivía al lado de Ginebra por razones prácticas: si lo perseguían pasaba al Estado de Ginebra, que era un Estado independiente y laico, y luego regresaba). En su biblioteca pude leer sus anotaciones, en las que mencionaba a quienes daba a leer cada libro, y luego uno comprueba cómo aparecen estos libros en las obras de los visitantes recibidos por Voltaire. Entre ellos, la ilustre Madame de Grafigny.

Ella, que tenía un salón, sabía que tan apasionante era la filosofía como los filósofos. Leía mucho y escribió una novela Les lettres d’une péruvienne. Cuenta una historia de amor en la que una princesa Inca le manda unos quipus a su amado. Se cuentan, así, cada uno su historia, una historia de galanterías que se escuda en el pretexto americano para filtrar una filosofía liberal.

Otra autora que tiene mucha influencia de Voltaire, y a quien él hace leer los Comentarios, es Madame Olimpe de Gouges, quien publica La Colombiada, una obra de teatro sobre Colón. Luego pone en escena una obra de teatro sobre los negros con una posición sumamente progresista para el momento. De este modo Voltaire va dando a conocer las ideas del Inca Garcilaso. En ambos casos, las autoras mencionan al Inca al pie de página, reconociendo su influencia.

Otra obra, especie de novela filosófica o histórica, es la de Marmontel, Los Incas o la destrucción del Imperio del Perú. En ella Marmontel toma sus fuentes de dos autores: el Padre Bartolomé de Las Casas y el Inca Garcilaso. Narra una historia sobre el cacique azteca Orozimbo, que viene huyendo de México después de la Conquista, y llega a Cajamarca para contarle a Atahualpa la caída del imperio Azteca, y pedirle ayuda de urgencia. Junto a sus emisarios le cuenta cómo mataron a sus mujeres y quemaron la ciudad de Tenochtitlán. Cuando se refiere a los arcabuces y a las escopetas habla de esos cilindros de metal que escupen fuego y abren brechas en los pechos de los hombres. Dicen que Atahualpa lloró de rabia esa noche. La obra de Marmontel es una novela de sesgo histórico, pues hay elementos que él reconstruye. Se la ha clasificado como novela moderna. Tuvo mucho éxito, mereció numerosas ediciones hasta hoy.

Quisiera cerrar este panorama con algunos comentarios sobre cómo Garcilaso influye en los debates de la Revolución Francesa. En el 22 Floreal, que es el año 8 de la Revolución, el Abate Gregorio realiza un homenaje a Bartolomé de las Casas, y allí se evoca, al Inca Garcilaso. Así se introduce al Inca en el debate de la Revolución. ¿Qué tenía que hacer el Inca en la Revolución Francesa? El asunto era muy sencillo: había una corriente que era partidaria de la colectivización de la tierra, o sea era la posición mas vanguardista, y tomó como modelo el colectivismo agrario expuesto por el Inca Garcilaso, la misma que invocó Moro en 1516. La otra posición, burguesa moderna, defendía la propiedad privada, hablaba de la productividad, de «cada uno para lo suyo». Uno de los grupos que más se aferró a los planteos del Inca aludió al derecho de todos a la propiedad de la tierra, la madre común, es decir, retomó la idea de la madre tierra, la pachamama.

La Academia de Lyon convocó en plena revolución a un concurso. Lo ganó el Abate Genty. El certamen tenía el título significativo de La Contribuciónde América a la felicidad del género humano. Es muy importante ver en este continuum que va de Tomas Moro y Mártir de Anglería hasta la Revolución Francesa, pasando por el Inca Garcilaso, cómo América encarna libertad, felicidad, tierra edénica. Una imagen desde fuera que cautivó a Europa. Pero tampoco esta imagen está totalmente desfasada de su objeto de origen. En su historia y tradición, América expresa una alteridad política y cultural: un campo de la innovación y la experimentación social y política, plenamente vigente hoy en día.

* * *


Notas

La versión original de este trabajo apareció en Cuadernos Hispanoamericanos nº 658, AECI, Madrid, abril del 2005.

1 La literatura sobre América y la Utopía es ya abundante. Mencionaré aquí solo tres grupos de trabajos que cuentan con notoria solvencia histórica. La tetralogía del escritor e historiador madrileño Ciro Bayo: La Colombiada, Los Marañones, Los Césares de la Patagonia, y Los Caballeros de El Dorado. En un enfoque de rigor documental, la trilogía del historiador español Juan Gil, publicada con el nombre general de Mitos y utopías del Descubrimiento (1989). Para un enfoque americanista, se recomienda la trilogía del ensayista uruguayo Fernando Aínsa: Los Buscadores de la utopía (1977), Necesidad de la utopía (1990), y De la Edad de Oro a El Dorado (1992). La aclaración de este «error de óptica» de Europa la hace Juan Gil en el primer volumen de su citada trilogía.


© 2005, Edgar Montiel
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Para citar este documento:
Montiel, Edgar: «América en las utopías políticas de la modernidad», en Ciberayllu [en línea]


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