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8 julio 2002

El terror y el Estado privatizado:
Una parábola peruana

Deborah Poole y Gerardo Rénique

El 20 de marzo del 2002, nueve meses después de la instalación� del gobierno del recientemente elegido presidente Alejandro Toledo, y dos días antes de la esperada visita a� Lima del presidente estadounidense George Bush, la explosión de dos carros bomba remeció la tranquilidad de un barrio de clase alta a pocas cuadras de la embajada de los Estados Unidos. El atentado, que no fue reivindicado por ningún grupo, provocó la muerte de 9 personas y otras 40 resultaron heridas. De inmediato toda suerte de rumores se propagaron por la ciudad. Algunos especulaban que podría tratarse de las moribundas fuerzas de Sendero Luminoso, el otrora poderoso Partido Comunista que podría haber logrado recuperar� nueva y desconocida fuerza.� Otros se concentraron nerviosamente en la aún real y amenazante presencia de elementos del� Servicio de Inteligencia Nacional que fuera dirigido por el reconocido criminal —y alguna vez aliado privilegiado de los Estados Unidos— Vladimiro Montesinos. Hubo también quienes vieron en las bombas un aviso de rechazo de las FARC y sus narco-aliados peruanos a mayores concesiones del gobierno peruano al «Plan Colombia» de Bush.� Los rumores también estuvieron acompañados del reciclaje de viejos —aunque recientes— hábitos y costumbres.� En cuestión de horas revivió el miedo, y los apesumbrados limeños restringieron sus actividades públicas, incrementaron sus medidas de seguridad y cancelaron fiestas y celebraciones. De esta manera, la ilusión de que el terrorismo pertenecía al pasado se constituyó también en víctima insospechada de los sorpresivos coches-bomba.

Curiosamente, sin embargo, la evidente coincidencia entre estos coches-bomba y la visita del 23 de marzo del presidente George W. Bush —visita en la que esperaba lograr apoyo a su propuesta de ampliar la base latinoamericana para su guerra internacional contra el terrorismo—, no dio lugar a mayores rumores y especulaciones.� Mientras que en el plano más doméstico las supuestas incursiones de las FARC a lo largo de la frontera entre Perú y Colombia,� dieron el pretexto inmediato para el viaje presidencial. Puesta en un más amplio contexto internacional la visita obedecía más bien a los esfuerzos de Bush para aislar a Cuba y consolidar su propia postura política como el autoerigido líder de la cruzada internacional contra el terrorismo y el mal.��

Casi sin excepción todos los sectores de la élite política peruana recibieron la visita presidencial estadounidense con gran optimismo. La llegada de Bush fue interpretada como expresión de sincera preocupación del presidente de los Estados Unidos hacia el Perú y de su deseo de llegar a� acuerdos económicos bilaterales beneficiosos que ayudarían al país —un país que ningún presidente de los Estados Unidos se había molestado en visitar— a recuperarse del terrorismo.

Para garantizar el éxito de la visita el gobierno peruano emitió leyes especiales de emergencia con el expreso propósito que las protestas organizadas en contra de Bush no derivaran en violencia. Era el deseo del gobierno que Bush encontrara un país en el cual la violencia había dado paso al progreso y al crecimiento.� En este contexto de grandes expectativas el mensaje «político» de estas bombas, como el de cualquier otro acto de esta naturaleza,� fue totalmente opacado por la instantánea complacencia que parecieron haber provocado entre muchos peruanos. Como si se pretendiera conjurar los fantasmas de los muertos por venir, los coche-bombas hicieron patente el hecho de que el miedo y la incertidumbre que durante los 80 y 90 habían permeado la vida de los peruanos no eran aún una cosa del pasado.

¿Cómo entender esta reaparición de la memoria del terrorismo en el Perú en el contexto de una guerra internacional contra el terrorismo liderada por Estados Unidos? ¿Cómo abordar los diferentes registros temporales y espaciales del encuentro entre un «terrorismo» altamente localizado —descrito por algunos como la última guerra maoísta— con la nueva «red» terrorista internacional que para muchos ha cambiado la forma en la que debemos pensar el mundo? Según la opinión de muchos, el impacto de los actos terroristas del 11 de setiembre, aunque traumático por su tremenda magnitud, no constituye sin embargo un fenómeno que plantee un nuevo paradigma. Miles de peruanos, colombianos, guatemaltecos, argentinos, por citar algunos ejemplos, reaccionaron ante al desastre con una muda sensación de ironía: «Al fin», pensaron, «los estadounidenses entenderán lo que nosotros también hemos vivido». Desde esta perspectiva, el miedo y la incertidumbre no constituyen un nuevo fenómeno.� Más aún, para muchos latinoamericanos, las medidas antidemocráticas implementadas desde la Casa Blanca después de los ataques de setiembre —la suspensión del Habeas Corpus, los tribunales militares especiales, la represión racializada, el desmedido incremento de la vigilancia, la seguridad interna, los puestos de control militar, las irrestrictas interceptaciones telefónicas,� y la censura— con el pretexto de combatir el terrorismo, son harto conocidas.� Mientras los sectores liberales reaccionaron con alarma ante cambios tan dramáticos en la cultura democrática y el régimen constitucional estadounidense, muchos latinoamericanos reconocieron la semejanza de estas medidas con las que los Estados Unidos promovieron anteriormente en sus propios países. Desde una perspectiva latinoamericana se puede afirmar que los Estados Unidos iniciaron los ensayos de tales medidas otro 11 de setiembre de hace 28 años, con el apoyo que dio la CIA al golpe de estado que acabó con el gobierno democráticamente elegido de Salvador Allende e inauguró la era de la gobernabilidad neoliberal en América Latina. Desde ese momento, las guerras internas en Argentina, América Central, Colombia, y Perú sirvieron como virtuales laboratorios para que los Estados Unidos experimentaran con la idea de la democracia entendida como un permanente estado de excepción. Para muchos de los que han vivido estas historias, los eventos posteriores al 11 de setiembre del 2002 fueron secretamente paladeados como indicaciones de que los Estados Unidos estaban finalmente «probando un poco de su propia medicina».

En este artículo reflexionamos acerca de la coincidencia entre estos diferentes registros en la historia y geografía del terrorismo del siglo XX, uno local y «fuera de tiempo», una suerte de anacrónico estertor final de un mundo pre-1989; y el otro global y avanzado, una especie de función de estreno de una batalla mundial entre el «fanatismo» y la «modernidad». Contienda considerada en el actual mundo globalizado como el supuesto sustituto a la lucha entre izquierda y derecha, o entre capital y trabajo. Más concretamente, esta breve reflexión sobre la reciente historia peruana sugiere� que una compresión histórica de los nuevos regímenes de poder y significación introducidos por el «terrorismo» debe de tomar en consideración las formas en las que nuevas formas de poder estatal emergentes en diferentes partes del mundo imitan y adoptan la propia violencia terrorista.� Tomando el caso de «Sendero Luminoso» (Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso), consideramos en primer lugar el funcionamiento de la violencia terrorista. Luego, examinamos brevemente las formas de violencia asumidas por el Estado peruano en su guerra contra �«Sendero Luminoso». Concluimos con algunas reflexiones sobre los aspectos compartidos por estas dos formas de violencia,� y la relación de esta ultima con las modalidades privatizadas de poder estatal.

Violencia como historia

La presencia de la violencia en la historia del Perú es ubicua e inequívoca.� Los regímenes de trabajo agrario y las economías agro-exportadoras a través de las cuales el Perú se integro al mercado mundial se asentaban en la coerción y la violencia. Autoridades locales y terratenientes practicaban su violencia con la mayor impunidad.� Los individuos y organizaciones opuestos a los abusos del Estado con frecuencia recurrían también a� la violencia. Las tomas de tierras, los movimientos armados de izquierda, y las protestas de distinto tipo hicieron y hacen uso de diferentes formas de violencia1.

Sin embargo, el «terrorismo» de los años 80 se distinguió por sus niveles de violencia sin precedentes en contra de la población civil, y por la nueva relación entre la violencia y el poder estatal.� El punto de partida de esta nueva violencia lo dio la destrucción de ánforas electorales conducida por una columna de militantes del PCP-SL en un pequeño poblado andino en mayo de 1980.� Durante los siguientes 12 años, el PCP-SL expandió su teatro de operaciones desde los Andes hasta Lima, la ciudad capital. Las fuerzas armadas respondieron a los asesinatos selectivos contra autoridades locales, castigos ejemplarizadores, destrucción de la infraestructura estatal, y atentados dinamiteros indiscriminados perpetrados por Sendero Luminoso, con� medidas de fuerza similares encuadradas dentro de las estrategias de una clásica guerra contrainsurgente. Sin embargo, la arbitraria y generalizada� utilización de violencia por parte de las fuerzas armadas sobrepasó ampliamente los niveles convencionales en los que ésta era aceptada. Las detenciones arbitrarias, las muertes ocasionales durante protestas sociales, la tortura y el maltrato, el exilio y la deportación con los que el Estado había tradicionalmente enfrentado a la oposición y el movimiento popular dieron paso a modalidades más drásticas de violencia ejemplarizadora dirigida contra la población civil, dirigentes populares y organizaciones de base y de izquierda. En las áreas rurales, «caravanas de la muerte» militares y paramilitares torturaron, violaron sexualmente, y ejecutaron extrajudicialmente a campesinos indígenas;� en las ciudades desaparecieron estudiantes y profesores universitarios;� comunidades campesinas enteras fueron reubicadas en asentamientos estratégicos bajo control militar; miles de personas sufrieron abusos sistemáticos y detenciones arbitrarias por parte de la policía;� se ejecutó, arrestó o «desapareció» a periodistas, abogados, y familiares de supuestos subversivos. A pesar de que observadores internacionales de derechos humanos documentaron ampliamente todos estos abusos, los gobiernos peruanos rechazaron sus reclamos y objeciones con justificaciones de estado argumentando que se trataba de una «guerra justa» contra el terrorismo.�

El PCP-SL también excedió los usuales márgenes de violencia dentro de los que característicamente había operado la izquierda peruana. En las décadas que antecedieron a Sendero, la violencia izquierdista incluyó propaganda armada, sabotaje económico e incluso ocasionales enfrentamientos militares con las fuerzas armadas del Estado. En una dramática derivación de esta tradición de violencia reivindicativa clasista, el PCP-SL dirigió su violencia contra aquellos que se mantenían en el amplio espacio comprendido entre el fundamentalismo Senderista y el incondicional apoyo al estado.� Sendero Luminoso ejecutó líderes de sindicatos de trabajadores, federaciones campesinas, grupos de mujeres, organizaciones vecinales, y federaciones de estudiantes no vinculados con el PCP-SL. Activistas, autoridades elegidas electoralmente, monjas, sacerdotes, trabajadores de ONG y funcionarios de gobiernos locales también fueron blanco de sus ataques. En las ciudades, el PCP-SL imponía sus «paros armados» mediante ataques dinamiteros indiscriminados y disparos contra transeúntes y choferes de taxi y transporte público. En una de sus más sangrientas acciones, el PCP-SL detonó un potente coche-bomba en julio de 1992 que destruyó varios edificios de apartamentos en un barrio residencial de clase media en Lima, y que acabó con la vida de más de 20 personas. Mediante estas acciones el PCP-SL� introdujo una nueva forma de violencia, conocida desde entonces como «terrorismo», que entre otros efectos también transformo el léxico habitual del lenguaje político peruano.

En este sentido, la reacción inicial del gobierno en contra de la lucha armada del PCP-SL fue específicamente retórica. La primera medida consistió en definir el terrorismo como una forma especial de crimen sujeto a la jurisdicción militar. Cualquier acto considerado como «apología o apoyo» al terrorismo debería de ser� procesado como terrorismo. Más tarde otras medidas privaron legalmente a los acusados de terrorismo de las garantías del debido proceso; e implantaron los juicios sumarios en tribunales militares sin rostro cuya� reglamentación hacía prescindible toda forma de evidencia punible para condenar al acusado. Paradójicamente, entre los blancos más frecuentes de las leyes antiterroristas se encontraban precisamente aquellos mismos individuos a los que el PCP-SL� tenía en su mira. Líderes de base y funcionarios electos pertenecientes a la coalición Izquierda Unida (en aquel momento la segunda fuerza electoral más importante del país) fueron acusados de simpatizantes o terroristas. La legislación antiterrorista también suministró la justificación para estigmatizar� a� «cholos» e «indios» de piel oscura considerados por el Estado como aliados «naturales» de Sendero Luminoso.

Durante la siguiente década, la «guerra popular» del PCP-SL abrió aún más esta caja de Pandora de violencia racializada y conflicto político. En las ciudades, la guerra obligó a sus pobladores a ajustar sus vidas cotidianas a las frecuentes explosiones de bombas, a los apagones y a las batidas policiales. En los Andes, la lucha armada del PCP-SL� marco un nuevo momento en la historia de la población indígena.� Atrapados� entre el fuego cruzado de «terroristas» y «antiterroristas», los campesinos apropiadamente denominaron a estos tiempos como manchay tiempo o «tiempo de miedo»2.� A pesar de que el miedo y la violencia han estado siempre presentes en su historia y su memoria, el miedo generado durante este tiempo fue de muchas maneras único. Por un lado, éste resultó más extremo y, por otro, más arbitrario y por lo tanto más polarizante. Esta última característica es a su vez exacerbada por el rol central y la cualidad metafísica asignadas a� la violencia en el discurso e historicismo del PCP-SL.

Fundado a principios de los 70, el PCP-SL tuvo sus orígenes en una de las divisiones que se produjeron dentro los partidos comunistas como secuela del cisma entre los seguidores de Moscú y los de Pekín. El PCP-SL se estableció como una organización de cuadros militarizados que rechazaban la política electoral y cualquier forma de lucha legal como «cretinismo parlamentario» y «pacifismo». Fenómenos que, según Abimael Guzmán —ideólogo y fundador del partido— tenían sus orígenes en el «revisionismo», considerado la característica dominante en la izquierda peruana. Si bien el maoísmo se caracterizo por su preocupación con la pureza ideológica,� Guzmán llevó dicho discurso a� sus extremos. Para él, el partido constituía un cuerpo que debería mantenerse puro y limpio del «cáncer» y la «inmundicia» del revisionismo o de cualquier otra influencia que cuestionara la inevitabilidad de la lucha armada. Sus metáforas de enfermedad y purificación transmitían una concepción del mundo cuya simplicidad resultó extremadamente atractiva para los seguidores —predominantemente jóvenes y provincianos— de la lucha armada de Sendero Luminoso. En tanto concepción del mundo que dividía tajantemente toda la existencia entre el bien y el� mal absolutos, Sendero suministraba respuestas simples a los problemas del Perú y sobre todo los de su juventud� enfrentada a un oscuro futuro. Para Guzmán y sus seguidores, la lucha armada era un mecanismo para el logro de la pureza absoluta, la perfección y la verdad. Como tal, la violencia constituía el mecanismo purificador que facilitaba la participación en la batalla cósmica entre el bien y el mal.� Batalla olímpica� que abarcaba todos los niveles de la existencia, desde el universo hasta el alma individual. «El problema —aseguraba Guzmán— es la presencia de dos banderas� en el alma, una negra y otra roja. Somos [la] izquierda, hagamos un holocausto con la bandera negra; fácil es que cada uno lo haga; de lo contrario, los demás pasaremos a hacerlo.»3

En la medida en que Guzmán mantenía que la oposición entre los polos opuestos rojo y negro dentro de cada ser era irreconciliable, el polo «negro» o impuro debería de ser totalmente aniquilado sin dejar rastro alguno. Era la misión del PCP-SL, y de su liderazgo, ejecutar esta tarea de extirpar la impureza a través de un proceso que en su retórica Guzmán equiparaba a las acciones de «barrer» o «quemar». En consecuencia, bajo la conducción de su partido revolucionario, el pueblo debería erradicar todo vestigio físico de los «revisionistas», de tal manera que el «cáncer» no se reprodujera a sí mismo. El pueblo en armas —señalo Guzmán— «desflecará las carnes reaccionarias, las convertirá en hilachas y esas negras piltrafas las hundirá en el fango, lo que quede lo incendiará y sus cenizas las esparcirá a los vientos de la tierra para que no quede sino el siniestro recuerdo de lo que nunca ha de volver porque no puede ni debe volver.»4

Guzmán derivó esta visión en blanco y negro de la lucha política de su idiosincrásica comprensión del concepto maoísta y marxista de la contradicción. De acuerdo a Marx, la contradicción se manifiesta a través de la lucha entre clases contrarias en la sociedad. En la sociedad capitalista, las contradicciones principales son aquellas entre el trabajo y el capital, y entre el dinero y la forma mercancía. La característica fundamental de estas contradicciones es que estas son dialécticas porque ambos términos de la contradicción presuponen al otro. Como tales, las contradicciones sociales implican una forma de oposición inclusiva que debe ser resuelta a través de la acción y la lucha concreta de los seres humanos. Es la intervención y lucha humana la que para Marx es el motor de la historia. Toda la subsecuente tradición marxista sigue la interpretación de Marx de la contradicción en tanto lucha y unidad de contrarios.

Inspirado en parte por sus estudios de la obra de Kant, Guzmán rechazó el principio marxista básico de la unidad de contrarios. En cambio construyó su teoría de la contradicción en paralelo con el concepto kantiano de las oposiciones reales y exclusivas, que sólo son resueltas mediante la intervención de una fuerza suprahumana (lo divino). Para Guzmán, en contraste con la dialéctica marxista en que éstos son vistos como dos aspectos de una única y misma fuerza solucionable mediante intervención humana,� esto implicó que los dos polos de la contradicción permanecían en esencia diferentes y separados uno del otro.� En este sentido, Guzmán concluyó que la única y necesaria resolución de la contradicción existente entre estos polos irreconciliables (debido a su exclusión), solo se lograría mediante la eliminación de uno de los polos. Es esta conclusión la que guió su concepción de lucha armada como mecanismo universal de limpieza —la fuerza suprahumana— que liberaría a la sociedad y al partido de todos los restos del polo del mal, del «revisionismo» y la «reacción». Este inevitable proceso conduciría a una sociedad purgada de toda forma de antagonismo, contradicción y diferencia — a la que Guzmán denominó como «la sociedad de la gran armonía».

En tanto resultado inevitable de la lucha entre las fuerzas del bien y del mal, según Guzmán, la lucha armada del PCP-SL constituía una acción del destino. Tomando como base filosófica la teoría kantiana de la necesidad causal, Guzmán consideraba al partido y su lucha armada como una consecuencia necesaria de todos los eventos pasados conducentes hasta este preciso momento. Para Guzmán, la tarea suprema del partido era condensar la fuerza de la violencia en la historia peruana en la «guerra popular» que pondría fin a «la� crisis general del capitalismo burocrático». En su concepción,� la tercera etapa de la historia peruana. El capitalismo burocrático, escribió Guzmán, «nació enfermo, corrupto, atado al feudalismo y sujeto al imperialismo». Su destrucción era por lo tanto inevitable y un objetivo de una lucha armada que se desarrollaría —con la ayuda del partido de Guzmán— en tres fases predeterminadas. La primera comprendía el desarrollo de la guerra de guerrillas y el establecimiento de bases de apoyo entre el campesinado. Según Guzmán, esta etapa inicial se habría desarrollado exitosamente durante los primeros once años de lucha armada.� La segunda etapa involucraba el despliegue de grandes unidades militares, la confrontación frontal con las fuerzas enemigas y el establecimiento del «equilibrio estratégico» entre Sendero y las fuerzas armadas. El derribamiento de torres de energía eléctrica, la ejecución de líderes populares en los barrios marginales de la capital, y la intensificación de acciones de propaganda armada en Lima durante mayo de 1991 fueron planeadas� para marcar el inicio de la fase final de la «guerra popular». Esta tercera etapa —de «contraofensiva estratégica»— culminaría� con una insurrección urbana generalizada, el retiro del enemigo, la victoria final, y el establecimiento de la «Nueva Democracia».

La atracción de esta singular visión de la historia-como-lucha-armada radicó precisamente en su combinación de inevitabilidad cósmica y acción armada. Mediante su participación� en la lucha armada los cuadros del PCP-SL se sentían participantes del desarrollo cósmico de la historia mundial. Esta percepción metafísica hacia irrelevante toda reflexión histórica o análisis causal. Así, para Guzmán y sus seguidores, no había necesidad de mirar hacia atrás en la historia para buscar las razones que pudieran proporcionar una justificación moral para la violencia. Por el contrario, la moralidad, así como la historia,� simplemente estaban fuera de la discusión.� En las instrucciones a sus seguidores, Guzmán insistía en que «Lo hecho, hecho está; ¿Cómo rehacer la historia? ... ¿para qué mirar atrás?;� hecho es hecho, no puede ser replanteado. ¿Vamos a revocar el tiempo escrito, el hecho estampado en materia? ... ¿Cómo los granos podrían detener a las ruedas del molino? Serían hechos polvo.»5� Como en otras ideologías fundamentalistas (religiosas, nacionalistas, fascistas), la vida y la acción de los individuos son irrelevantes ante al arrollador curso de la historia. «Uno no vale nada, las masas lo son todo. Si vamos a ser algo será como parte de las masas». Así, privado de toda intervención humana, moralidad o voluntad, el movimiento histórico hacia la lucha armada fue gráficamente ilustrado en la ardiente retórica de Guzmán como «tormenta», «hoguera»o «terremoto» —es decir, como fuerzas naturales ante las cuales el individuo no tiene capacidad de resistencia—.

De esta manera, en la consideración y entendimiento senderistas, la violencia constituía la fuerza irresistible que hacía avanzar la historia. En las instrucciones a sus seguidores, Guzmán los conminaba a asumir la violencia como un hecho natural y universal que debería ser elevado como principio guía para la acción política, la praxis revolucionaria y la reorganización de la «nueva sociedad». «Nos reafirmamos en la violencia revolucionaria como ley universal para tomar el poder y en que es medular para sustituir una clase por otra», proclamó Guzmán. «Al comunismo sólo iremos con la violencia revolucionaria y mientras haya un lugar en la tierra en que exista explotación la acabaremos con la violencia revolucionaria». Por esta razón, continuó Guzmán, «los comunistas tenemos que potenciarnos ideológica, política y orgánicamente para asumirla [a la violencia] como corresponde».6

¿El fin de la violencia?

En setiembre de 1992 el paciente trabajo de seguimiento de una unidad especial de la Policía Nacional dirigida por el General Antonio Ketín Vidal, fue finalmente recompensado con la captura de Abimael Guzmán.� Al irrumpir sorpresivamente el operativo policial dentro de su casa de seguridad en un barrio de clase media en Lima, el temido «Cuarta Espada del Marxismo» esperaba calmadamente. Confrontando a sus captores, se dice que le dijo a Vidal: «Algunas veces se gana, otras veces se pierde. Esta vez ha sido mi turno perder».

La noticia de la captura de Guzmán fue bulliciosamente celebrada pública y privadamente por la población peruana.� Para la mayoría, parecía evidente que la violencia finalmente llegaba a su fin y que la vida en ciudades y� pueblos retornaría a la normalidad. El entonces presidente Alberto Fujimori rápidamente reivindicó el operativo policial de inteligencia —que había empezado años antes de su elección en 1990— como una victoria de sus nuevas políticas de línea dura para combatir al terrorismo. Políticas que comprendían el incremento de poderes del Ejecutivo, la militarización, y la centralización de los servicios de inteligencia bajo el control de su secuaz Vladimiro Montesinos. La captura de Guzmán —sugirió Fujimori— no hubiera sido posible sin las nuevas modalidades de autoridad legislativa y judicial que el se había delegado a sí mismo algunos meses antes en su denominado� autogolpe, del 5 de abril de 1992, acción mediante la que, con el apoyo de las fuerzas armadas, Fujimori cerró el congreso, desbandó el poder judicial, y� delegó poderes ilimitados a su propio ejecutivo.

Durante el lapso de tiempo entre el autogolpe y la captura de Guzmán, Fujimori reorganizó el poder judicial despidiendo a jueces y magistrados no alineados con su organización política; también desmanteló los gobiernos regionales establecidos en el anterior gobierno; y convocó a elecciones para una asamblea constituyente (en la que sus partidarios obtuvieron la mayoría) encargada de la redacción de una nueva constitución. A través de estas medidas, Fujimori buscó reafirmar la soberanía del estado peruano, según acertadamente lo describe Shmitt, como el «monopolio para decidir»7. En lo que podría considerarse como modelo paradigmático del estado de excepción, Fujimori se instaló a sí mismo como un soberano cuyos poderes legislativo y ejecutivo se encontraban al mismo tiempo fuera y por encima de la ley.� En el proceso, se hizo claro —para todos aquellos que quisieran ver— que los precarios cimientos de su autoridad descansaban en las formas de fuerza extralegal y secreto que se habían convertido en norma durante la guerra contrainsurgente.

Sin embargo, cabe preguntarse cuánto de esta realidad deseaban ver realmente los peruanos. En busca de una respuesta debe considerarse en primer lugar que el contexto retórico a través del cual� Fujimori intentó legitimar el estado de excepción total fue el de la guerra contra el «terrorismo». Si durante los largos años en que la guerra afectó mayormente a los campesinos indígenas y a la población de provincias alejadas, la población urbana no percibió como necesarias las medidas extremas contra el terrorismo, otra fue su actitud una vez que la guerra alcanzó el centro de poder y afectó a las clases medias más blancas de la Lima urbana.

La confianza depositada en la persona y la presidencia de Fujimori por parte de la mayoría del electorado peruano que manifestó su apoyo al autogolpe, constituyó una clara expresión del grado de ceguera al que el temor al terrorismo había llevado a la mayoría de la población, lo que a la vez le impidió percibir el inminente peligro del nuevo tipo de estado implantado por Fujimori y sus seguidores.� Así como los sucesos del 11 de setiembre del 2001 constituyeron una bendición para la presidencia norteamericana en prematura caída en las encuestas de opinión publica, la oportuna captura de Guzmán del 12 de setiembre de 1992, convalidó las cínicas pretensiones de Fujimori de� actuar en favor del interés nacional. Con Guzmán tras las rejas y con un alto grado de optimismo público a su favor, Fujimori fue endosado con un virtual cheque en blanco para continuar reformulando las reglas de la gobernabilidad democrática. Actuando en consecuencia Fujimori transformó dramáticamente el pacto social a través del cual el estado peruano había conservado históricamente su tradicional monopolio de la violencia.

Una clave para entender esta nueva relación entre violencia y estado, la constituyó la frecuente invocación, por parte de Fujimori, de la corrupción� como justificación de su autogolpe.� Insidiosa —y real— enemiga de la nación peruana que afectaba a todos sus ciudadanos, la corrupción se hacía� visible en las cortes de justicia y en las oficinas gubernamentales. En sus discursos Fujimori responsabilizaba a esta corrupción de la� imposibilidad que los peruanos obtuvieran justicia, que el gobierno pudiera luchar efectivamente contra el terrorismo, y —lo más importante— que los inversionistas extranjeros encontraran la eficiencia necesaria para restaurar la agotada economía peruana, devastada por la guerra. Al igual que el terrorismo, la corrupción era una enfermedad que descomponía a la nación desde dentro. A semejanza del terrorismo, ésta también era invisible e insidiosa; corroía la fábrica moral de la sociedad e impedía el asentamiento de la democracia.� Para combatirla, se hacia imperativo disolver los poderes judicial y legislativo, limpiarlos de corrupción, y hacerlos más transparentes a través de su absorción dentro del control centralizado del poder ejecutivo de Fujimori.

La clave para esta cruzada simultánea contra el terrorismo y la corrupción, descansaba en el fortalecimiento de las pretensiones soberanas del Estado al monopolio del secreto y del conocimiento. La guerra contra el terrorismo y la corrupción requeriría de un sistema de inteligencia centralizado bajo el control del recién creado Servicio de Inteligencia Nacional (SIN). Encabezado por Vladimiro Montesinos,� ex colaborador de la CIA y abogado vinculado al narcotráfico, el SIN absorbió las antiguas unidades de inteligencia de la Policía y las diferentes instituciones armadas que hasta ese momento se desempeñaban autónomamente. Desde su control del SIN, Montesinos estableció una cadena de tabloides sensacionalistas para atacar a la oposición. Mediante acuerdos de negocios espurios y chantaje llego a controlar casi todas las redes de televisión y la línea editorial de varios diarios importantes. A través de un equipo de especialistas dirigidos por el siquiatra —y asesino convicto— Alfredo Luza, Montesinos estableció dentro del SIN un departamento de operaciones psicológicas. Denominados por la prensa como «operativos psico-sociales», estas acciones buscaban sembrar y circular rumores y crear pánico moral mediante tácticas como la fabricación de historias acerca de milagrosas imágenes sagradas, o de la presencia en poblaciones marginales del temido personaje mítico del «sacaojos.» Mediante el chantaje a través de videos y grabaciones —muchas veces fraguados—� se coaccionó a personalidades de la oposición, celebridades públicas, líderes populares, hombres de negocios e incluso altos oficiales de las fuerzas armadas, a que apoyaran al gobierno.� Ciudadanos más humildes y desconocidos también estuvieron sujetos de la mirada inquisidora del Estado a través de miles de cámaras de vigilancia instaladas en las plazas de Lima así como en aquellas calles tradicionalmente utilizadas como escenarios para protestas, marchas o asambleas públicas. Cientos de informantes del SIN fueron infiltrados en colegios y universidades, ministerios, el poder judicial, oficinas públicas e incluso entre los militares. Esta renovada vigilancia y su aparato de seguimiento vinieron a ser, en esencia, lo que Sendero siempre había reclamado ser: Los «mil� ojos y mil oídos» que le permitían saber lo que cada persona hacía,� decía y pensaba.

Lo que claramente deja entrever esta historia del SIN es el poder mimético del secreto y el poder absoluto: las piedras angulares del imaginario y la retórica terroristas.� Es el mismo principio que también parece alimentar el intimidante llamado de Bush a colocarse «con nosotros o contra nosotros» en su cruzada contra el terrorismo.� Además de compartir con los fundamentalistas su lenguaje polarizante, el estado anti-terrorista también se apropia de la visión ahistórica a la cual los terroristas recurren frecuentemente para justificar su accionar histórico.� Montesinos, por ejemplo, escribió su propia historia del SIN en un lenguaje resonante con la visión metafísica de Guzmán sobre la «lucha armada» de Sendero Luminoso. En esta historia, Montesinos describe un «periodo de incubación» comprendido entre 1972 y 1980.� Durante este momento inicial que se desarrolló durante las dictaduras militares de Velasco Alvarado y� Morales Bermúdez, las operaciones de inteligencia se encontraban dispersas entre diferentes secciones de las fuerzas armadas, la policía nacional y la policía de investigaciones. La fase siguiente, a la que denominó como «periodo de iniciación y consolidación», transcurrió entre abril de 1980 y julio de 1985.� Aquí, Montesinos reescribió la historia para ubicar el inicio de la centralización del SIN un mes antes de la iniciación de la lucha armada del PCP-SL en mayo de 1980. Su próximo periodo, «la expansión gradual», corresponde al momento comprendido entre el ingreso de las fuerzas armadas a las acciones contra-insurgentes y las elecciones de 1985.� El cuarto periodo de «crecimiento explosivo» corresponde con el momento de mayor intensidad del conflicto.� Durante el quinto periodo, Montesinos —replicando casi textualmente la fase final de la guerra popular de Guzmán de imposición de «Una Nueva Democracia»—� considera central el «nuevo papel del Estado» inaugurado con la elección de Fujimori y que culmina con el autogolpe de abril de 1992. Finalmente, Montesinos describe un� «periodo final de involución y derrota irreversible de la subversión».8�� Lo más resaltante de esta narrativa histórica es, sin lugar a dudas, el grado con el que el lenguaje de Montesinos sobre el movimiento y la causalidad históricos, imita al de Guzmán. Mientras que éste consideraba a la violencia como el aspecto central de la historia, para Montesinos el SIN constituía el nervio central del nuevo estado y, como tal, la fuerza orgánica que hacía avanzar la historia. Al canonizar el secreto como el factor clave para la consolidación de la soberanía del Estado, Montesinos transformó� la violencia del Estado en invisible e inevitable.

Paradójicamente, el recentramiento del Estado alrededor del secreto y sus poderes excepcionales necesarios para combatir enemigos «invisibles»,� hizo también más visible y universal la relación entre el estado y la violencia.� Como lo reconocen los historiadores y teóricos del Estado, la soberanía estatal siempre ha estado fundada sobre la violencia. Verdad que, sin embargo, los defensores de la democracia liberal han sabido mantener como un secreto bien guardado. El mismo Kant� señaló muy claramente que los orígenes de la justicia y la ley descansaban en lo que denominó como «coerción recíproca». Sin embargo, al mismo tiempo, también advirtió acerca del inherente peligro que entrañaba� cualquier indagación respecto a este problema del origen. «El origen de la autoridad suprema —apuntó Kant— no está abierto al escrutinio por parte de las personas sujetas a ésta... Sea que, como hecho histórico, un contrato real [...] haya precedido originalmente a la sumisión a la autoridad, o sea que la autoridad haya precedido ese contrato y que la ley hubiera sido establecida después, o aun suponiendo que haya seguido este orden —estas son preguntas fútiles que en caso de ser formuladas constituyen una peligrosa amenaza al estado.»9

Precisamente, una de las inmediatas consecuencias del terrorismo es hacer visible este bien guardado secreto, así como al mismo tiempo obligar al estado a reacomodar sus relaciones con la violencia.� Al mismo tiempo este reacomodo altera radicalmente la forma en que se ve o percibe la violencia.� Así por ejemplo, en el mundo de Bush después del 11 de setiembre, ya no es posible ocultar que el poder de los Estados Unidos se asienta y depende de sus recursos militares. Tampoco es necesario para el Estado seguir ocultando este hecho. Del mismo modo, en el Perú de Fujimori, la violencia estatal que se expresaba mediante arrestos arbitrarios, desapariciones, justicia sumaria, interceptación telefónica y vigilancia ilegal, e incluso chantaje, se convirtió en aspecto reconocido y —para muchos—aceptable del nuevo estado.� En la medida en que el terrorismo se mantuvo en los márgenes, los «excesos» estatales se justificaban fácilmente como armas necesarias en la lucha cósmica entre el «bien y el mal». Cuando el terrorismo pareció entrar en declive, los abusos y violencia estatales se desconocían por completo o se atribuían al «terrorismo». Esta conveniente invocación al enemigo se convirtió en un fenómeno rutinario al que recurrió el estado para mantener o ampliar sus poderes excepcionales. Así, luego de la captura de Guzmán, Fujimori permitió un breve momento de optimismo. Sin embargo, muy rápidamente llamó a los peruanos a no bajar la guardia. El «terrorismo» —alertó al público— no había sido totalmente derrotado por lo que se hacía necesario mantener cerca de la mitad del� territorio nacional en estado de emergencia.� Efectivamente, gran parte de la población peruana se mantuvo bajo control militar y con sus garantías civiles restringidas durante un largo tiempo después que se hubieran registrado las ultimas acciones armadas.

La televisión y los diarios controlados por el estado invocaban persistentemente el� inminente retorno de los terroristas.� Luego de la captura de Guzmán, y a pesar de la dramática reducción de la violencia terrorista, la televisión controlada por el estado informaba insistentemente acerca de los oscuros movimientos del rebelde comandante del PCP-SL «Feliciano», cuya columna estaba supuestamente atrincherada en las faldas orientales de los andes. En julio de 1999, «Feliciano» fue finalmente capturado, justo a tiempo para el pronunciamiento del discurso anual a la nación del 28 de julio. Después de reivindicar el arresto, Fujimori invocó inmediatamente la amenaza de una segunda columna de renegados bajo el liderazgo de Artemio —otro líder senderista que Fujimori anunció sería capturado en febrero del 2000, esta vez justo a tiempo antes de la segunda vuelta electoral—.� La dramática presentación de «Feliciano» en la televisión nacional formó parte del cotidiano bombardeo de imágenes de los medios de comunicación a través de los cuales Fujimori y Montesinos buscaban mantener vivo al «terrorismo» como amenaza nacional.� Los programas televisivos mostraban imágenes grabadas por cámaras de vigilancia en las que se veía a supuestos «terroristas» desplazándose entre el público en mercados y calles. El mensaje transmitido era bastante claro: los ubicuos «terroristas» invisibles al� ojo del ciudadano común, estaban siendo continuamente rastreados por los «miles de ojos» del Estado.

Hasta casi los últimos momentos de su amargo final, en su afán de legitimar su régimen, Fujimori continuó invocando la fantasmal presencia de Sendero Luminoso.� Faltando unos pocos días para la elección —en la que el opositor Alejandro Toledo se vislumbraba como el favorito—� patrullas armadas recorrieron las zonas que habían sido escenarios de la guerra alertando a los campesinos que no habían visto un senderista en años, sobre supuestas columnas Senderistas recientemente vistas, «no muy lejos detrás de aquel cerro cercano». Para asegurar la protección del ejercito, se advirtió a los campesinos que seria importante que emitieran su voto por el partido gobernante de Fujimori.��

Conclusiones

Luego de un dramático periodo de creciente movilización popular contra el fraude electoral con el que Fujimori intentó apoderarse de la presidencia por un inconstitucional tercer mandato consecutivo, Fujimori y Montesinos escaparon del país a finales del 200010. Cabe destacar que los sucesos que aceleraron su caída fueron producto de la misma arrogancia que les permitió mantenerse en el poder desde 1990. La manipulación de las elecciones de abril del 2000 en contra de Alejandro Toledo, hizo palmariamente visible hasta qué grado Fujimori se consideraba a sí mismo por encima de la ley. A su vez, la caída de Montesinos se produjo pocos días después que se mostraran videos filtrados a la televisión, en los que se le ve pagando a representantes elegidos de la oposición para que se cambien a favor del partido gobernante. Ambos incidentes fueron fatales porque precisamente hicieron visibles las fisuras sobre los cuales el estado neoliberal erigió su precaria legitimidad. La abiertamente fraudulenta y arrogante manipulación electoral de Fujimori, y� los videos de un sonriente Montesinos entregando gruesos fajos de billetes, a través de las cuales se hizo visible el estado, representaron la casi imperceptible línea demarcatoria entre las formas de privatización y ganancia integrales al proyecto neoliberal del Estado, y las formas privatizadas de poder y ganancia ilícita blanco de masivas campañas anticorrupción. La extrema ansiedad que genera la corrupción en los estados liberales obedece precisamente a la necesidad de estar constantemente distinguiéndola de los acuerdos a puerta cerrada y las oscuras maquinaciones a través de los cuales se privatizan «legítimamente»� los recursos del estado. En este contexto, no es una coincidencia que durante la década de los 80 la corrupción se haya convertido en un concepto político clave.� Durante esta década organizaciones supra-nacionales (no elegidas) se arrogaron la tarea de supervigilar el interés publico mediante la venta de servicios y recursos. Servicios y recursos hasta ese momento administrados por las propias naciones independientes� que supuestamente se encargaban de defender el interés público de sus respectivas comunidades nacionales.

De esta manera, el estado neoliberal enfrenta una misión imposible: actuar transparentemente mientras que al mismo tiempo subasta funciones y servicios a favor de los dominios inherentemente oscuros del interés privado.� Fue en este contexto que Fujimori y Montesinos reafirmaron al secreto como la base necesaria y tradicional del poder estatal en el Perú.� Secreto justificado como parte consustancial al estado de excepción que afirmaban era imprescindible para combatir exitosamente al terrorismo. Lo más notable es la forma en que este recurso de poderes excepcionales que acompañó a la creencia en una «guerra justa» se asentó en la asimilación por parte del estado de las tácticas de su propio enemigo.� Para combatir al terrorismo se hizo� necesario asumir o imitar las formas excepcionales e invisibles de poder a las que el terrorismo recurre de forma bastante efectiva.� Sin embargo, es importante establecer una distinción entre el terrorismo de Estado y el de los actores no estatales: mientras los terroristas,� que no tienen pretensión de legitimidad o legalidad sobre el poder, pueden celebrar y mitificar su violencia abiertamente, el estado liberal debe negar que sus leyes (y en consecuencia sus formas de legitimidad) estén fundadas en la violencia.

Esta paradoja —central a todos los estados liberales— tomó una forma particularmente dramática —o exagerada— en un contexto histórico como el del Perú, con un� gobierno obligado a luchar simultáneamente en contra de una real y temible forma de «terrorismo»,� así como a recortar sus propios poderes institucionales y reguladores para cumplir con las demandas de las políticas neoliberales de reestructuración económica y privatización.� Más que ningún otro líder latinoamericano Fujimori suscribió a pie juntillas los dictados neoliberales. Sus reformas del estado y de la economía las llevó a cabo echando mano a los� poderes excepcionales que ganó en la guerra contra el terrorismo.� Estas mismas circunstancias le facilitaron la privatización de los servicios sociales y de las funciones reguladoras del Estado sin cumplir ninguno de los «usuales» criterios de transparencia y responsabilidad.

Volviendo a nuestras preguntas iniciales, una manera de pensar sobre los distintos registros que parecen distinguir la experiencia de terrorismo del Perú de las circunstancias que ahora enfrenta la «guerra contra el terrorismo» liderada por los Estados Unidos, sería� preguntándose qué es lo que ocurre con regímenes económicos y políticos particulares cuando las poblaciones y los estados aceptan poderes excepcionales como medios para combatir la violencia excepcional que constituye el terrorismo. Lo que sugiere el caso del Perú es que no sólo debemos preocuparnos por la horrorosa e inevitable pérdida de vidas humanas que acompañan a las acciones de estados militarmente poderosos en su acción contra el terrorismo, sino también del impacto de la creciente demanda de secreto por parte del estado sobre la esfera de los intereses económicos,� la privatización de los servicios públicos y los recursos nacionales, y la regulación de la privacidad y de los derechos humanos. Hasta ahora, la experiencia estadounidense de la guerra contra el terrorismo es bastante indicativa de que la experiencia peruana más que una excepción constituye una regla. Si� después del 11 de setiembre los Estados Unidos están probando un poco de su propia medicina, esperemos que esa medicina no traiga consigo el amargo gusto que los acuerdos secretos y las privatizaciones de Fujimori dejaron en la vida de los peruanos quienes ahora deben vivir con miedo e incertidumbre de una economía sin futuro, una sociedad de dos clases: los extremadamente ricos y los extremadamente pobres, y un estado al que no le queda nada para vender.


Notas

1 Para formas «tradicionales» de violencia en el Perú ver Deborah Poole, ed. Unruly Order. Violence, Power, and Cultural Identity in the High Provinces of Southern Peru� (Boulder: Westview Press, 1994)

2 Para una detallada historia de esta guerra ver Deborah Poole y Gerardo Rénique. Peru Time of Fear (London: Latin America Bureau, 1992) . Ver también, Carlos Iván Degregori. Ayacucho 1969-1979. El surgimiento de Sendero Luminoso (Lima:IEP, 1990) y Steve Stern (ed.) Shining and Other Paths. War and Society in Peru, 1980-1995. (Durham: Duke University Press, 1998

3 Abimael Guzmán, «Por la Nueva Bandera», en Guerra Popular en el Peru. El Pensamiento Gonzalo, Luis Arce Borja (ed.)� (Brussels: 1989), �139-160.

4«Somos los iniciadores» (Discurso de clausura Primera Escuela Militar, PCP-SL, 19 de abril de 1980) en Guerra Popular, 165.

5«Somos los iniciadores», en Guerra Popular, 142-3.

6 Abimael Guzmán, «Bases de Discusión» en Guerra Popular, 310.

7 Political Theology, 18 citado en Giorgio Agamben, Homo Sacer. Sovereign Power and Bare Life. (Stanford: Stanford University Press, 1998), 16.

8 Vladimiro Montesinos, «El Sistema de Inteligencia Nacional y la Subversión.»

9 Immanuel Kant, The Metaphysical Elements of Justice. (Indianapolis: Bobbs-Merrill), 84. (traduccion de los autores)

10 Ver Deborah Poole & Gerardo Rénique, «Popular Movements, the Legacy of the Left, and the Fall of Fujimori» in Socialism and Democracy 14. 2 (2000):53-74.

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© 2002, Deborah Poole, Gerardo Rénique
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