Cenizas que aún humean - 3

[Ciberayllu]

Charles F. Walker
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Indios y tribunales: ¿enfriando o atizando las cenizas?

Después de la sublevación de Túpac Amaru, los indios de ayllu emplearon una multitud de estrategias para defender su autonomía política y sus recursos económicos, incluyendo alianzas horizontales y verticales, amenazas de violencia, resistencia pasiva y, sobre todo, procesos judiciales. En centenares de estos últimos, los campesinos indígenas denunciaban los abusos de autoridades locales, cuestionando a menudo el derecho que ellas tenían al cargo. En un período en el cual se recordaba a los indios —y no sólo a ellos— cuáles habían sido los costos físicos, económicos y culturales de una rebelión fracasada, ellos utilizaron el sistema legal para tomar ventaja del temor del Estado a otro levantamiento y del deseo de éste de poner límites a los funcionarios locales. El uso repetido del sistema legal reflejaba la creencia de los indios en que éste funcionaba. Estos procesos constituyeron un arma importante del campesinado, y proporcionaron valioso material para los historiadores. Asimismo, dan luces sobre las relaciones conflictivas entre las autoridades y el campesinado, e ilustran otras tácticas utilizadas por las clases bajas. También muestran cuál fue la relación entre las tramas legales y las rebeliones, y sobre la construcción de la hegemonía, y la disputa en torno a ella, dentro y fuera de las salas de los tribunales.

Al oponerse a la «reconquista» borbónica post-Túpac Amaru a través de procesos judiciales, los campesinos indígenas no sólo impugnaron las reformas, sino que reformularon las relaciones entre las autoridades locales, el Estado y ellos mismos. El concepto de economía moral ha sido usado por diversos autores para revisar las relaciones entre el campesinado y el Estado en el siglo XVIII. Basado en el trabajo de E.P. Thompson y desarrollado en función del campesinado por James Scott, este concepto pone énfasis en las «relaciones, enraizadas en normas no escritas pero comprendidas, de conducta y reciprocidad, (que) otorgan significado cultural a los acuerdos más formales que los pueblos nativos requieren para prestar servicio y tributo al Estado colonial a cambio del acceso a derechos y recursos que se les permite para mantener su forma de vida». Tristán Platt, entre otros, lo denomina el pacto colonial. Es necesario recalcar que este acuerdo o pacto no era la fuerza conservadora que algunos analistas señalan, un freno etéreo a la resistencia indígena que emanaba de un pasado secular, sino que era más bien negociada y reformulada una y otra vez. El significado de «relaciones recíprocas», tomado en cualquier momento de la historia andina, estaba en el debate cotidiano. El concepto de economía moral puede interpretarse con ligereza en una forma tal que torne borrosas las divisiones y los conflictos al interior de la comunidad campesina. El hecho de que grandes segmentos de un ayllu o comunidad pudieran organizarse en oposición a un intruso no implica homogeneidad o incluso consenso de largo plazo: detrás de estos conflictos subyacen una serie de alianzas, que se pueden vislumbrar en muchos de los procesos judiciales que analizaremos más adelante.

Los campesinos indígenas tienen una larga tradición de uso del sistema legal para defender sus recursos y para promover sus intereses. Si bien estudios recientes han mostrado que ya en el siglo XVI los indios usaban este sistema legal, hoy en día el «tinterillo» es una figura ubicua en la sociedad andina. Los indígenas mantienen la reputación de ser pleitistas y, ciertamente, los campesinos atiborran los tribunales de las ciudades andinas, entablando juicios, defendiéndose y respondiendo con litigios. Los rebeldes de Túpac Amaru exigían la creación de una Audiencia en Cusco, «para que los indios tengan más cercanos los recursos». Como lo había aprendido José Gabriel en la década de 1780, Lima era un lugar hostil y costoso para un litigante del sur andino. El Estado colonial cumplió esta demanda en 1787.

Hemos analizado aproximadamente mil «causas criminales» —expedientes judiciales— cuyas fechas se sitúan entre 1783 y 1823: 575 de la Real Audiencia, 389 de la Intendencia, 218 del Cabildo y 71 de la Intendencia-Provincia. En teoría, la Audiencia debería haber servido como una corte de apelaciones para casos vistos en la Intendencia —que era la principal institución legal— y por el Cabildo, que manejaba transgresiones urbanas no violentas. Sin embargo, muchos casos iban directamente a la Audiencia que, en general, juzgaba los delitos más serios. He hallado casos de cada partido de Cusco, así como de Huamanga, Guayaquil, La Paz y Arequipa. Casi la mitad de los casos juzgados en la Real Audiencia, la Intendencia, y la Intendencia-Provincia eran delitos cometidos al interior de la ciudad de Cusco. Entre las áreas importantes están Quispicanchi, Canas y Canchis, Chumbivilcas y Abancay. No es extraño que siendo zonas económicamente importantes ello implicara dos núcleos de actividades delictivas: los obrajes y las rutas comerciales. Las mayores poblaciones, la mayor actividad económica, la proximidad a los tribunales, y por lo general vínculos más fuertes con las operaciones del Estado explican aquí y en otros lugares el alto porcentaje de delitos en los centros urbanos y económicos. Sin embargo, como lo demuestra el hecho de que los casos involucraran a comunidades monolingües, predominantemente quechuas, en las postrimerías del período colonial el sistema legal, tanto en su componente de desagravio como en el represivo, caló profundamente en la sociedad rural de Cusco.

El presente análisis enfocará aproximadamente el veinte por ciento del total de los casos, aquéllos que están relacionados con la conducta de las autoridades, que el Estado colonial o los miembros de la sociedad local consideraban abusiva e inapropiada. A veces ésta se identificaba en forma específica como fraude tributario y el encarcelamiento injustificado, aunque la mayor parte de las veces se describe como «abusos». Por supuesto, muchos casos de abusos nunca llegaron a los tribunales, pues el temor a los pagos desalentaba a muchas partes interesadas en presentar una denuncia; así, muchos conflictos fueron resueltos (o abandonados) a nivel local. En otras palabras, había muchos más casos de conducta abusiva que aquéllos que los procesos informan y, de la misma manera, los medios que la sociedad civil utilizaba no se limitaban sólo a los procesos judiciales. Estos procesos reflejaban, de esta manera, la «punta del iceberg» de las relaciones locales de poder. Lo que es importante señalar, no obstante, es que estas relaciones no se limitaban a la «prepotencia» (término frecuente en los Andes de ayer y hoy) de las autoridades, las elites económicas y sus seguidores, sino que involucraba más bien un conjunto elaborado de códigos, acciones y tácticas en las cuales participaban todos los grupos sociales.

Es necesario señalar varias limitaciones importantes de los expedientes criminales como fuentes históricas. En primer lugar, a pesar del uso de los tribunales por todos los sectores de la sociedad, una gran cantidad de conducta delictiva no era enfrentada en el sistema legal formal. Las autoridades locales —los caciques, y los alcaldes españoles o indígenas— estaban autorizados a castigar las pequeñas transgresiones sin un proceso formal. Con frecuencia, la conducta violenta, aparentemente arbitraria, que servía para afianzar al poder fue una característica de estos esfuerzos de «obligación legal» y control social. Asimismo, gran parte de conducta delictiva era castigada sin la intervención de autoridades del Estado, sean ellas locales o virreinales, como lo muestran los expedientes judiciales que contienen numerosas referencias a cárceles privadas en haciendas y obrajes. Pero la elite no era la única que tomaba la justicia en sus manos: la población local, incluyendo el campesinado, trataba de una forma muy dura a ladrones y otros transgresores. Aunque algunos delincuentes, como los infames abigeos, eran entregados a las autoridades coloniales, la mayor parte de los delitos que involucraban a gente de la propia comunidad era manejada en forma directa. En tal sentido, los expedientes que se revisan aquí no incluyen todos los delitos al interior de una misma clase.

Cuando se utiliza los expedientes judiciales como fuentes históricas, es necesario tomar en cuenta el contexto de la sala del tribunal. En su estudio sobre México colonial, William Taylor señala una serie de «distorsiones inherentes» en los procesos criminales. Los empleados coloniales transcribían, resumían, editaban y, en el caso del Perú, a menudo traducían los testimonios de los procesos. Más importante aún, las estrategias y la terminología empleadas en los tribunales era arreglada y diseñada para adecuarse a las nociones coloniales sobre ley y sociedad. Por tanto, debe interpretarse con cautela las explicaciones de los acusados, en particular sobre sus motivos. En el Perú era enorme la brecha existente entre el discurso y la práctica oficial y colonial por un lado, y la sociedad campesina por el otro. Aunque había traductores del quechua, el tribunal del Cusco representaba un lugar extraño e intimidatorio para los campesinos de las alturas. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que los indígenas tenían una tradición secular de contiendas ante los tribunales, y que muchos de ellos habían participado voluntariamente en demandas. La coerción contra los acusados fue, al parecer, poco frecuente. En los juicios criminales de la Colonia, puede hallarse una cantidad sorprendente y bienvenida de declaraciones abiertas y claras sobre la sociedad local.

En las postrimerías del Cusco colonial, los caciques fueron los principales acusados ante los tribunales en los procesos por abuso de autoridad. En el 44 por ciento (37 de 84) de casos de la Real Audiencia ellos fueron los acusados, mientras los subdelegados constituyeron el 20 por ciento, los recaudadores el 20 por ciento y los alcaldes el once por ciento. En la Intendencia —incluyendo las Intendencias Provinciales— los caciques fueron el 36 por ciento de los casos (22 de 58), los alcaldes el 22 por ciento, los curas, subdelegados y militares doce por ciento cada uno, y los recaudadores el diez por ciento. Lamentablemente no siempre está claro si el cacique acusado era un cacique de sangre o un cacique interino. En once de los 37 casos contra caciques en la Real Audiencia, se hizo mención explícita a su status de interinos. Estos casos incluyen algunos que exhiben los abusos más flagrantes y sistemáticos. Los indios fueron los demandantes en el 72 por ciento de los casos de la Real Audiencia y en el 48 por ciento de los casos de la Intendencia. Sus juicios eran presentados por el «Protector de Indios», pero los demandantes indígenas atestiguaban en cada uno de los casos. Incluso fueron apoyados por otras autoridades, como los curas o caciques litigantes.

La naturaleza de las contiendas

Había dos tipos principales de abusos que se presentaban en los tribunales. El primero era la explotación sistemática: usurpación de tierras, fraude tributario, trabajos forzados, y venta forzada de mercancías, es decir el reparto, que había sido prohibido en 1780. Con frecuencia los alegatos incluían informes sobre violencia desenfrenada y «conducta inmoral», tal como adulterio y poligamia. Si bien por lo general las acusaciones se concentraban en una autoridad particular, por lo general mencionaban la complicidad de otros. La segunda categoría principal fue la violencia o prisión de una autoridad contra un miembro «del común». El hecho de que los golpes o encarcelamiento a menudo precedieran —o «eran provocados», según el acusado— a un enfrentamiento a la mala conducta de la autoridad, muestra que estas dos categorías estaban relacionadas: con frecuencia las prácticas explotadoras estaban apoyadas en la violencia, mientras que las ventajas económicas y el control social coercitivo constituían elementos integrales de poder local.

Puede hallarse casi todas las combinaciones posibles de abusos. De hecho, era raro que se presentara una sola acusación, pues por lo general esas prácticas estaban vinculadas. Por ejemplo, un subdelegado de Quispicanchi fue acusado de obligar a los indios a trabajar para él en un obraje y en su casa sin pago alguno, de obligar a pagar a los indios que están exentos del tributo y de guardar el dinero para sí, y de reemplazar a las autoridades por sus propios amigos y parientes. Se informaba que otro subdelegado trabajaba con un contador y un cacique para vender a los indios mulas, papa seca, maíz y hojas de coca no deseadas o con sobreprecio. Esta empresa le permitía exigir trabajo gratuito y el uso de amplias extensiones de tierras de la comunidad. Un recaudador se ponía violento cuando los indios se resistían a trabajar en su chorrillo, mientras otros enviaban trabajadores a la propiedad de algún amigo prominente. Un alcalde mayor de Vilcabamba usurpó la función de cacique, y exageraba las deudas de sus subordinados con el fin de obligarlos a trabajar en las minas. El alcalde mayor-recaudador-cacique de Ocongate enviaba indios a trabajar en las plantaciones de coca del valle de Paucartambo, vendía mulas, herraduras y otras mercancías a cambio del mejor ganado y a «precios bajísimos», y sacaba a los indios de la lista de tributos a pesar de que les cobraba. Se rumoreaba que su padre había conducido operativos similares «dando que hacer siempre a los tribunales». En 1817 Juan Tomás Moscoso, subdelegado de Quispicanchi, fue denunciado por violencia, peculado, desfalco de tributos, nepotismo, fraude de tierras y agua, y por atacar y reemplazar al alcalde y a los jueces locales. Estos juicios describen claramente la estrecha relación entre los diversos tipos de explotación. Las autoridades utilizaban las ganancias de una de estas actividades para reforzar a la otra. Así, en este período el poder no estaba constituido por el control de un solo recurso económico, como podía ser la tierra, sino más bien por una combinación de ventajas económicas a través de una serie de empresas, y gestiones por monopolizar el poder político.

A pesar del escenario opresivo que muestran los procesos judiciales, en el cual los caciques y otros funcionarios se caracterizaban por el uso frecuente del término prepotencia, en los registros el poder local se muestra frágil y de corto plazo. Por un lado, muchos de los que realizaban estas fechorías eran forasteros que supuestamente querían ganar dinero, aliados y status; así, se cambiaban a empresas más lucrativas y no intentaban atrincherarse a nivel local. Por otro lado, las divisiones al interior de los grupos de elite y la resistencia activa del campesinado eran un estorbo para la acumulación de poder económico y político. Incluso con amplias alianzas y numerosas concesiones, un recién llegado enfrentaba a enemigos poderosos. Por ejemplo, desde el principio de su gestión, los curas locales desafiaban a los caciques interinos, y los subdelegados se encontraron con la oposición de antiguos caciques. A pesar del despliegue público de poder, expresado en despachos indiscriminados, los funcionarios temían provocar a los comuneros, pues dependían económicamente de ellos, razón por la que se preocupaban de no provocar protestas a nivel local o en los tribunales. A la luz del disgusto de la Corona frente a las autoridades desobedientes, las autoridades locales sentían temor frente a la posibilidad de rumores o acusaciones sobre mala conducta que pudieron llegar a oídos de los funcionarios de la Intendencia. Por tanto, más allá de la apariencia de omnipotencia local, en este período el poder de los funcionarios continuó siendo frágil.

Estos procesos dan luces sobre las enmarañadas alianzas políticas de la era post-Túpac Amaru luego de la creación de las Intendencias y de la erosión del cargo de cacique. En este período —como en muchos otros de la historia del Perú— tales alianzas políticas no asumían un patrón estándar. Los subdelegados, más débiles que sus predecesores a causa de la proximidad del Intendente y de la abolición del rentable reparto, requerían del apoyo de los poderosos de la localidad. Con frecuencia se aliaban con caciques, ya sea con aquéllos que ellos mismos habían puesto en el cargo, o con antiguos caciques que se mostraban aquiescentes. Sin embargo, también podían alinearse con personajes económicos poderosos, tales como propietarios de hacienda, jefes militares, o incluso curas. En palabras de David Cahill, «En las postrimerías de la Colonia, las maniobras en pos de una posición social en muchas doctrinas —que por lo general involucraban a subdelegados, curas, caciques, y también a militares, alcaldes y hacendados— llegaron a ser una característica muy importante, casi un ritmo, de la vida rural de la región de Cusco». Si bien en los procesos hemos hallado prácticamente todas las combinaciones posibles de colusión entre subdelegados, curas, caciques y autoridades locales, algunos patrones eran más recurrentes. Es interesante observar que estos patrones de colusión también revelan el creciente enfrentamiento, en este período, entre curas y representantes del Estado Borbónico.

Por lo general, los litigios contra funcionarios eran parte de una lucha —larga y entre bastidores— por el poder político local. A menudo las disputas por el cacicazgo, que databan de siglos, jugaron un importante rol. La purga post-Túpac Amaru, la ambigüedad en relación al cargo, y el vacío político resultante, atizaron estas luchas. El documento de 1806 que hemos señalado anteriormente incluía una relación de 39 solicitudes por el cargo de cacique, la mayor parte de ellas provenientes de ex-caciques. El mismo documento también contabiliza 93 quejas de indios contra «caciques y otros», la mayoría de las cuales estaba dirigida contra caciques. Las luchas por los cacicazgos a menudo eran parte de conflictos más amplios. Por ejemplo, en las frecuentes batallas entre un subdelegado y un cura, a menudo cada contendiente promovía una nominación diferente por el cargo de cacique local. Por lo general, el subdelegado defendía su propuesta para ser cacique interino, acusando al otro de haber apoyado a Túpac Amaru y de haber estado involucrado en la posterior agitación del populacho. El cura u otros defensores del cacique de sangre lanzarían arengas al recién llegado acusándolo de quebrar la tradición y poner en peligro la estabilidad local, insinuando la posibilidad de una revuelta.

Los indios tendían a acusar a los caciques interinos más que a los caciques de sangre. Los recién llegados tenían débiles vínculos con la comunidad y, de esta manera, tenían menos limitaciones a su conducta. Mientras un abusivo cacique de sangre y su familia enfrentaban la presión de amigos y conocidos, un recién llegado estaba más interesado en la relación con sus superiores que en los reclamos locales. Sin embargo, no se debería ser romántico con la conducta de los caciques de sangre, pues numerosos casos revelan su mala conducta. Ante los ojos de los indios, la herencia del cargo no confería automáticamente legitimidad. Incluso, la supervivencia política de cada cacique dependía del mantenimiento de relaciones recíprocas con la sociedad indígena. Si los indios de un cacique se resistían a cumplir las exigencias del Estado en relación a tributo o trabajo, él tenía que compensar la diferencia. Su capacidad de castigar a los transgresores era limitada, y él y los miembros de su familia enfrentaban las consecuencias diarias de la pérdida de respeto y confianza de la población local.

El forastero recientemente nombrado, por su lado, estaba más interesado en asegurar una ganancia rápida. Aunque las buenas relaciones con los indios de la localidad facilitaban su trabajo, por lo general tenía una mayor prioridad la obtención del capital necesario para mantener los vínculos con los miembros de la elite política y económica, pues muchos de ellos aspiraban a cargos más altos. En relación a los caciques interinos, sus orígenes eran diversos, aunque algunos eran verdaderos forasteros, en tanto que otros eran de la localidad, a menudo mestizos, que utilizaban el cargo para fortalecer su posición socioeconómica; no obstante, estaban menos interesados que los caciques de sangre en la manutención de las normas de reciprocidad y la conducta aceptable. No se requiere mucha imaginación para darse cuenta, por ejemplo, de que el cacique de Pucará, provincia de Lampa, que no hablaba quechua y tenía que recurrir a un traductor, tenía un margen muy pequeño para la negociación con los indios monolingües.

Aunque la imprecisión en el uso del término cacique impide cualquier comparación cuantitativa entre las quejas contra los caciques de sangre contra los forasteros (a menudo la diferencia no se señalaba y un apellido español no es un criterio confiable), los caciques interinos eran objeto de las quejas más detalladas y su legitimidad estaba cuestionada a causa de su origen. En muchos procesos se hacía menciones explícitas sobre la ilegitimidad de estos forasteros. Por ejemplo, en 1802, demandantes de Tiquillaca, Puno, describían con gran detalle los abusos de la cacica, afirmando que «se ha hecho esta moninada Cacica estranguera del Pueblo; no permite que ninguna Persona tenga Pulperia, ni género de bendimia, solo ella hade ser la expendedora de los [co]mestibles en subidos precios». El uso de la conjugación reflexiva se ha hecho, y el quid de la oración indican que «extranjero» no era una categoría objetiva y absoluta referida al lugar de nacimiento o al tiempo de residencia, sino más bien un status que dependía —por lo menos en parte— de la conducta y las actitudes. De esta manera, algunos caciques interinos y otros forasteros se daban cuenta de que la promoción de buenas relaciones con pobladores locales era por su propio interés, con el fin de ganar su confianza e incluso su apoyo. Tal vez los acusados citados líneas arriba solían cultivar buenas relaciones con algunos elementos de la población local y no con otros.

El caso de Francisco Martínez refleja las tensiones que rodean el cargo de cacique. Se vio en dificultades antes de asumir oficialmente el cargo, pues se decía que en 1785, siendo sargento de la milicia, había exigido, «como si fuera cacique», a Narciso Santos Mamani, el ex-cacique de Maranganí, Sicuani, cinco reales de una deuda de tributo. Mamani se negó a pagar, gritando que «si mi monarca supiera estos atropellamientos hechos en los indios, ninguno se atrevería de hacerlos». Martínez y sus matones golpearon a Mamani. El proceso se desarrolló alrededor del supuesto apoyo de Mamani a Túpac Amaru en la reciente rebelión, y a su naturaleza intemperante y subversiva. En 1793 Martínez se vio envuelto en otra serie de juicios que cuestionaban su conducta y que, finalmente, le costaron el cargo.

Ventura Aymitumi acusó a Martínez —quien desde 1789 era cacique interino del ayllu Quehuar en Sicuani y que había sido ascendido a capitán de milicia— de recoger tributos a indios que estaban exentos, de obligar a indios a trabajar en su propiedad con poca o ninguna paga y alimentación mínima, de recolectar animales, y de haber tomado preso a Aymitumi cuando éste protestó. Aymitumi, quien descendía de una línea de caciques nobles, en diversos procesos describió cómo Martínez obligaba a los indios a trabajar en su «opulenta hacienda», dándoles apenas un poquito de coca y trigo sancochado mientras él lograba grandes ganancias vendiendo sus productos en el Alto Perú. Aymitumi afirmaba que Martínez y sus hombres no sólo lo hostilizaron sino que atormentaron a su familia extensa. El Subdelegado de Canas y Canchis, don Juan Bautista Altoaguirre, defendió a Martínez, reprochando a Aymitumi por su espíritu ocioso, ebrio y subversivo: «ocupado con el osio, inquieta y perturba la tranquilidad de los demás naturales, seduciéndolos a que conspiren contra los vecinos honrados en sesiones de borracheras... semejantes a los que cometía en el pasado rebelión en que fue un traidor».

En 1795 Martínez había arrestado a Aymitumi y otros indios, acusándolos de negarse a pagar los tributos, y de que había atacado su hacienda «como en los tiempos de la rebelión», incendiando los cultivos y asesinando a su caporal. La acusación, una vez más, se centraba en el supuesto apoyo de Aymitumi a Túpac Amaru. Con la ayuda de un traductor, Aymitumi alegó que este proceso era una venganza por su juicio contra Martínez. Argumentaba que había sido obligado a luchar del lado de los rebeldes porque su padre era un cacique y que al final, luego de la muerte de Túpac Amaru, él había participado en las campañas contra los rebeldes en el Alto Perú. Una vez más Aymitumi condenó a Martínez por obligar a los indios a trabajar en su hacienda y por tomar sus animales. Varios indios como Pascual Fernández, un labrador, apoyaron sus acusaciones. Aymitumi buscaba reconquistar el cargo de cacique de sangre, para lo que recogió el apoyo de los indios de los ayllus. Así, en 1795 y nuevamente en 1798, Aymitumi llevó a Martínez a los tribunales por su conducta vengativa, que incluía la «redistribución» de su tierra.

En el juicio de 1798, Martínez fue obligado a pagar los costos del juicio y se le advirtió que no perjudicara a Aymitumi. Se quejaba de que estaba enfermo, arruinado, impedido de regresar a su casa, que había sido saqueada por los ladrones. Luego de varios juicios que involucraron a Aymitumi y Martínez, este último fue removido del cacicazgo de Quehuar. De hecho, la persistencia de los indios rindió sus frutos; sin embargo, Aymitumi había pasado más de tres años en Cusco llevando adelante estos diferentes procesos, y gran parte de ese tiempo estuvo en la cárcel, y nunca recuperó el cargo de cacique. Finalmente, Martínez no pudo utilizar su cargo de cacique para hacerse rico y ascender en la burocracia colonial. Como en muchos casos, al parecer las dos partes terminaron perdiendo.

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© Charles F. Walker, 1999, cfwalker@ucdavis.edu
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185/000218