Los caminos del mestizaje cultural peruano

[Ciberayllu]

Alfredo Quintanilla Ponce

 

«Salvo en un sentido administrativo y simbólico —es decir; el más precario que cabe— �«lo peruano» no existe. Sólo existen los peruanos, abanico de razas, culturas, lenguas, niveles de vida, usos y costumbres, más distintos que parecidos entre sí, cuyo denominador común se reduce, en la mayoría de los casos, a vivir en un mismo territorio y sometidos a una misma autoridad»
(Mario Vargas Llosa)

«Lo andino es el cimiento y la base de la historia peruana. Eso es indiscutible. Posteriormente vienen a extenderse, a agregarse, las otras influencias que vienen con la Conquista. Pero el cimiento es andino y amazónico, no es criollo. Existe un Perú criollo, pero es uno de los elementos. No debe ser el predominante... (con esos) se crea una sociedad nueva, moderna. Pero si uno tiene miedo y es vergonzoso de su pasado, no puede crear una sociedad moderna. Y eso es lo que yo temo del Perú: que es vergonzoso de su pasado... La sociedad moderna peruana es todavía excluyente. Es criolla a expensas de los otros elementos»
(Eliane Karp)

 

La elección del cholo Alejandro Toledo como presidente del Perú, el apelativo de «Pachacútec» que le han puesto sus seguidores en calles y plazas, y las expresiones de su esposa sobre la importancia de la cultura andina en la sociedad moderna peruana, han provocado un renovado interés (y apasionamiento) por debatir temas como la discriminación racial, la identidad de los peruanos, los derechos indígenas, el mestizaje racial y cultural, las políticas de� promoción de la cultura andina, la integración nacional y la modernidad cultural, etc. Debate que se� hace necesario para enjuiciar las políticas educativa y cultural que se pondrán en práctica. Debate necesario con el escritor peruano más famoso e influyente aliado del nuevo presidente, para aclarar si existe un denominador común entre los peruanos llamado cultura o sólo hay una anomia que destruye lentamente nuestra sociedad.� Debate que haga aflorar las actitudes vergonzantes sobre nuestro pasado y evite que se repita la demagogia indigenista de los gobiernos de Leguía y de Velasco (que no reconoció sus derechos al suelo y subsuelo de los pueblos originarios andinos y amazónicos). Sin pretender abordar todas esas cuestiones, este artículo se referirá al tema de cómo entender el mestizaje, transculturación o sincretismo cultural en el contexto de la globalización y una propuesta para el futuro.

La historia peruana es la del mestizaje racial y cultural

Los últimos 450 años de la historia andina han sido marcados por la Conquista y sus efectos aún pueden observarse. En la cabeza del conquistador español, hijo y nieto de quienes habían expulsado a los moros y judíos de la península ibérica, a cuyos oídos habían llegado las alarmantes noticias de los cismáticos y herejes príncipes alemanes que cuestionaban la autoridad del Papa, bullían� muchos impulsos. Un afán de aventura para lograr el honor y la gloria en el servicio al Rey, es decir el ascenso y el reconocimiento social, cuando buena parte de ellos eran bastardos y con derechos bastante limitados;� el afán de enriquecimiento;� y una mística evangelizadora sectaria y e intolerante.

La cultura española1 del siglo XVI tenía componentes latinos, judeo-cristianos y árabes y al contacto con el archipiélago cultural andino y africano —este último presente en América desde la Conquista— sufre también transformaciones hasta convertirse en criolla. Ella es distinta de la española actual, de la misma manera que la cultura campesina de hoy no es la misma que la quechua-inca. Ya en� 1952, José María Arguedas zanjó con el indigenismo de su maestro Luis E. Valcárcel al escribir :

«es inexacto considerar como peruano únicamente lo indio; es tan erróneo como sostener que lo antiguo permanece intangible... las culturas europea e india han convivido en un mismo territorio en incesante reacción mutua [cuyo resultado es] un producto humano que está desplegando una actividad poderosísima cada vez más importante: el mestizo. Hablamos en términos de cultura; no tenemos en cuenta para nada el concepto de raza» (1989 p. 2)

Como la empresa de conquista era peligrosa, las mujeres españolas estuvieron prohibidas de acompañar las «entradas» hasta que no se consolidara el poder militar íbero. La relación primigenia del conquistador con la india fue, necesario es decirlo sin ambages, una violación. Las alianzas matrimoniales de algunos capitanes con las ñustas imperiales, fueron la excepción que confirma la regla2. El mestizo resultante no estaba en los planes de la Corona española. La prueba está en que una vez consolidado el orden colonial, fueron creadas dos «repúblicas» jurídicas —de españoles e indios— en donde no cupieron ni mestizos ni esclavos de origen africano. La llegada de la mujer española y la instauración de la segregación racial, social y política no puso fin a la dominación sexual de españoles sobre las indígenas y esclavas negras; por el contrario, la brutal disminución de la población indígena la incentivó.

El mestizo (o mezclado) repugnaba a la conciencia de criollos e indios, porque era la negación del ideal castizo (de casta, puro), de cuya pureza supuestamente derivaban todas las virtudes psicofisiológicas del individuo; y en segundo lugar, porque era bastardo, es decir, ilegítimo. Salvo los mestizos producto de las alianzas matrimoniales de origen político o los hijos de hidalgos que fueron reconocidos por sus padres, el 99% de los mestizos bastardos fueron criados en el hogar materno indígena. Aunque María Rostworowski asegura que en el antiguo Perú no existía la noción de bastardía (1993: 11-12), todos los estudiosos coinciden en comprobar que los mestizos bastardos fueron mal vistos en la sociedad indígena colonial.

Durante la Colonia, los principales mecanismos del dominio español: la apropiación privada sobre las tierras y minas, la organización de las mitas, las encomiendas y reducciones, la extirpación de idolatrías, la catequización y castellanización forzosas, provocaron la lenta conversión de las diversas etnias andinas en el campesinado feudal —en el que básicamente prevalecieron las matrices culturales quechua y aymara— como clase subalterna de la república criolla (López 1979: 238 y ss.).

La economía andina estuvo —y aún lo está— basada en la agricultura. Ésta, a diferencia de la europea y de la asiática tuvo que enfrentar a dos enormes obstáculos: la baja productividad de las tierras de altura y la carencia de animales de tracción, factores que obligaron a la intensiva explotación de la mano de obra con un patrón de asentamiento aldeano. Esas necesidades económicas explican también los fuertes lazos de parentesco y la vida colectiva en torno a la reciprocidad. Por esas razones económicas se explica la permanencia de los campesinos en sus aldeas dispersas y el hecho de que esa agricultura no hubiese podido reorganizarse bajo formas capitalistas y fundamentan una sociedad construida sobre el trabajo y el ocio colectivos, en donde el individuo se diluye en el clan o la etnia, como una simple e insignificante pieza del engranaje social.

La Independencia no implicó una revolución política ni menos la revolución cultural que produjeron en Europa la Reforma religiosa y la Ilustración. Ellas crearon una cultura moderna, es decir convirtieron en sentido común los postulados de la Ilustración: la negación de toda trascendencia, un más allá o un destino como explicación de los hechos de la vida cotidiana y, por tanto, la afirmación del protagonismo del individuo en la historia que se encamina a un inacabable progreso; por tanto, la afirmación de la libertad y la igualdad de derechos entre los hombres; por tanto, la confianza en la razón y en la ciencia, la apertura y confianza en lo nuevo y el menosprecio del pasado. Esta es la cultura dominante burguesa en los países industrializados de Occidente.

Derrotada la efímera «revolución» liberal de 1855 que intentaba transplantar los postulados de la Ilustración y convertir a los adultos en ciudadanos; y casi destruido el país con la guerra del Pacífico, durante el primer siglo republicano básicamente se mantuvo el cuadro de estratificación social colonial: «gran burguesía con pruritos nobiliarios, pequeña burguesía más social que económicamente emergente, masa expoliada y segregada» (Sebastián Salazar Bondy: 24) Y dentro de esa masa expoliada, los descendientes de los pueblos originarios que hasta habían perdido su conciencia de tales.

Mestizaje y matrices culturales andina y criolla

Si la dominación sexual trajo como consecuencia el mestizaje racial (aunque hablando stricto sensu, los españoles ya eran mestizos al llegar a América), y la dominación política, económica y cultural limitó el reconocimiento y construcción de la ciudadanía a los descendientes de los conquistadores, hasta bien entrado el Siglo XX; en el caso de la cultura se produjo también un intercambio en el que la cultura criolla dominante ha recibido numerosísimos elementos de las culturas originarias3, habiéndose modificando ellas a su vez por la influencia criolla.

���La transculturación es el encuentro de culturas, y por tanto, el proceso de cambio y transformación en las personas debe entenderse como un proceso dialéctico semejante a como Jean Piaget ha explicado el proceso del conocimiento (1966: 199 y ss.). De manera similar, el individuo perteneciente a una cultura se acomoda al nuevo lenguaje, indumentaria, comidas, práctica económica y al ordenamiento de la vida cotidiana de otra cultura y simultáneamente asimila los nuevos elementos a las matrices cognitivas y valorativas de su cultura de origen, sin abandonar por completo las prácticas simbólicas que la ligan a ella. Transculturación que, por lo demás, viene ocurriendo desde los orígenes de la humanidad y que ha permitido el progreso de las hordas, las tribus, los reinos y los estados-nación en el proceso del dominio de la naturaleza, del conocimiento de sí mismos y de la búsqueda de la felicidad4. En nuestro caso, ella ocurrió desde que se instalaron las primeras familias de los colonizadores. Allí, las siervas provenientes casi todas de la matriz cultural andina, pasaron largas horas con los niños de sus patrones, encargados de su socialización más temprana. Les transmitieron también, en medio de las primeras reglas de higiene y orden, por medio de cuentos y parábolas, su universo mítico y el consiguiente sistema de valoraciones y actitudes que quedaron grabados en el inconsciente. Así, el sistema de servidumbre prolongado hasta nuestros días en el servicio doméstico en los hogares burgueses y pequeño burgueses, permitió también una resistencia cultural sutil y subterránea y la supervivencia del pensamiento mítico andino.

Si bien es cierto que durante la Colonia hubo dominación económica, política y social ejercida sobre los pueblos indígenas y africanos, también —a diferencia de los procesos coloniales inglés, holandés o belga— se dio un masivo proceso de mestizaje; y, lo que es más importante, el dominio colonial no pudo exterminar la práctica simbólica de los indios. De allí que se configuraran dos culturas básicas, intensamente relacionadas e imbricadas, con variantes intermedias muy complejas y ricas a las que contribuyeron los aportes africanos y asiáticos (estos últimos en tempo cultural, resultan unos recién llegados).

Si hoy, «quien no tiene de inga, tiene de mandinga» en el plano racial, de la misma manera se puede afirmar que en toda la sociedad peruana —como en la boliviana y la ecuatoriana— coexisten muchos retazos culturales, pretéritos y actuales y no culturas definidas, perfiladas y autónomas (Lumbreras). Estos retazos entremezclados o mestizos no hacen sino expresar la alquimia histórica y social (Vega Centeno 1991) realizada en medio de las confrontaciones de clases y grupos de nuestra sociedad. Alquimia histórica o transculturación que demuestra la vitalidad de la cultura andina, pues

«...ha quedado comprobada en su capacidad de cambio, de asimilación de elementos ajenos. La organización social y económica, la religión, el régimen de la familia, las técnicas de fabricación y construcción de los llamados elementos materiales de la cultura, las artes; todo ha cambiado... pero ha permanecido a través de tantos cambios importantes, distinta de la occidental...» (Arguedas 1987: 2)

Sin embargo, permanece todavía un aspecto «irreconciliablemente diferente» entre los núcleos de la cultura criolla y la cultura india o andina y que viene a ser su fundamento: «el concepto de la propiedad y del trabajo. En la occidental era y es mercantil e individualista; en la peruana antigua, colectivista y religiosa» (ibid. 1987: 25).

¿Cuáles son las características centrales de las matrices culturales criolla y andina? La cultura criolla es la heredera de la cultura colonial y está construida sobre la propiedad privada, el dinero y el individualismo. Vuelve sus ojos hacia la «Arcadia colonial» y hacia la metrópoli extranjera, buscando en el pasado y fuera del país, en sus remedos e imitaciones grotescas, su identidad y destino. Cultura que impulsa al arribismo o desclasamiento de quienes no pertenecen a las clases dominantes; arribismo ferozmente individualista que mezcla la «inescrupulosidad con el cinismo», es decir la «viveza», como características sine qua non para triunfar en la vida (Velarde). «Viveza» que, combinada con la voluptuosidad, tiende a paralizar el descontento de la masa popular que permanece «con sus tibios odios y sus blandos amores que nunca detonan colectivamente sino que se resuelven como locura, suicidio o venganza personal», acaso porque tiene «la certeza de que súbitamente puede abrírsele el camino de la fortuna» (Sebastián Salazar Bondy: 22, 37 y 41). Racionalismo económico, afirmación del individuo, competitividad, ritmo de vida veloz, bien pueden ser los ejes de la cultura de los criollos de hoy.

Frente a ella, pervive y se enriquece la cultura andina que, como muchísimos de los danzantes de los más diversos bailes populares, se cubre con una serie de máscaras para defenderse de la dominación étnica, racial, política y económica. Enmascaramiento que permite disimular y dar tiempo para procesar hacia adentro los mensajes del «otro», los estímulos culturales ajenos. Enmascaramiento que parece sumiso, que engaña al dominador, al extraño, o que puede mostrar resignación, alegría, fiereza, terror o confianza, según convenga. Enmascaramiento que sirve también de señuelo del extraño, para poner a prueba sus intenciones y como tamiz que prueba-aprueba los elementos ajenos que serán asimilados a su propia dinámica para adaptarse a las nuevas exigencias del medio. Enmascaramiento que significa capacidad de aguante y resistencia, pero que es también expresión simbólica de sus clamores, esperanzas y sueños. Pensamiento mítico o mágico, laboriosidad, sumisión, comunitarismo, capacidad de asimilación de elementos extraños, serían los rasgos fundamentales de la cultura de los pueblos originarios andinos y amazónicos.

Expansión capitalista y migración campesina

La expansión del mercado capitalista en el Siglo XX y el dinamismo de los grupos sociales mestizos han acelerado el proceso de transculturación. El país, durante este siglo ha vivido los procesos de expansión de las relaciones salariales de producción; de urbanización bajo la forma principal de olas migratorias de la Sierra hacia la Costa; un incipiente proceso de industrialización; un acelerado proceso de crecimiento demográfico luego del descubrimiento de los antibióticos; el tendido de redes de comunicación que cubren todo el territorio; el crecimiento del aparato estatal y de la escolaridad, que han cambiado completamente su faz. De manera que es anacrónico seguir sosteniendo el diagnóstico dualista de la sociedad peruana que introdujeron los pensadores de la generación del Centenario, pues, simultáneamente, en un variado espacio geográfico se ha construido un mercado y un Estado criollo que ha tratado de homogenizar la pluralidad cultural en una sociedad atrapada y escindida por la trenza dominadora étnica, de clase y de género.

La construcción compulsiva de carreteras iniciada con la Ley de Conscripción Vial del régimen de Leguía, y la aparición de las emisoras de radio, pusieron las ciudades costeñas y sus modelos de vida y de comfort al alcance de la población rural expulsada por la crisis agraria (Quijano 1977: 30); de manera que los mestizos de la Sierra impulsados también por el «mito» de la escuela (Degregori 1986) iniciaron la conquista de las grandes ciudades asentándose precariamente en lo que Arguedas denominó «cinturones de fuego de la renovación, de la resurrección, de la insurgencia del Perú Profundo» (1987b: 23)

La gran ciudad dispersa a los individuos, los hace anónimos, los atomiza hasta casi despersonalizarlos. El migrante de los pequeños pueblos y aldeas, debe realizar un nuevo aprendizaje para discurrir con soltura en el nuevo ambiente que es la gran ciudad: la multitud, la ausencia de flora y fauna, los espacios pequeños y cerrados, el veloz tráfico de vehículos, la automatización de la vida hogareña y laboral, la omnipresencia de los mass media, la infinita variedad de nuevas actividades económicas para buscarse el sustento, la dictadura del rápido paso del tiempo. Muchos se resisten, se aíslan y se angustian, porque no pueden manejar las nuevas situaciones. Pero la mayoría se esfuerza y supera, en períodos variables e indeterminados, esa crisis de adaptación y adquiere nuevos hábitos sociales.

En un artículo publicado en Progress in Psychotherapy en 1959, el Dr. Baltazar Caravedo señalaba que por aquel entonces Lima había sufrido los efectos de una masiva y rápida migración de población campesina atraída por las mayores posibilidades de trabajo y educación que brindaba. Que esa población migrante tuvo problemas de adaptación psicológica, habiendo registrado en su práctica profesional, una alta incidencia de ansiedad y de síntomas depresivos (30% de la población total), suspicacia, agresividad, sentimientos variados de inadecuación en las relaciones interpersonales y conductas antisociales. Sin embargo, Caravedo no encontró una desorganización masiva de la familia, pues tan sólo registró un 10% de familias incompletas. Comprobó una incidencia menor de ansiedad, de depresión y de agresividad entre los miembros de las familias nucleares (Pomalima)5.

Es, sin embargo, la transformación paulatina de la religión popular campesina en urbana—y sus manifestaciones en cofradías y hermandades; procesiones y fiestas patronales que, contrariamente a una mirada superficial, no están en extinción— la más clara prueba de la vigencia de la matriz cultural andina en el conjunto del país. El antropólogo jesuita Marzal ha mostrado en concreto cómo se cumple el postulado de Durkheim acerca de la función de la religión como vínculo social y ordenador del caos existencial individual,6 entre los migrantes que llegaron a El Agustino, uno de los distritos pobres de Lima. Sin embargo, advierte que, por el carácter eminentemente cultural de la religión (centrada en el mito y en el ritual, antes que en la teología y en la espiritualidad) de la población campesina, la migración y las nuevas condiciones de vida en la urbe, en ocasiones se produce «la ruptura con gran parte de la propia religión, lo que en muchos casos conduce a una verdadera anomia» (1988: 40), es decir, al «achoramiento», término peruano que describe proceso cultural de transformación de una persona que asume el lenguaje lumpen y las conductas del «choro» o ladrón de poca monta. Otra alternativa es que el migrante se afilie a las iglesias «protestantes» (curiosamente con cuatro veces mayor frecuencia en El Agustino que en el promedio de Lima Metropolitana) (ibid: 19-20 y 276), tal vez como un camino más seguro en la búsqueda de la personalización y de la ciudadanía y de ruptura con la tradición de dominación de la que también forma parte el catolicismo colonial.

En el período 1940-80, dos o tres generaciones de migrantes, en sucesivas olas, en un proceso lento, conflictivo y sacrificado, lograron de varias maneras alcanzar la meta de superar la miseria de la aldea serrana, contando con la colaboración de «plataformas de llegada» en las ciudades constituidas por «padrinos», parientes y paisanos. Así, lograron insertarse en un mercado capitalista en expansión acelerada, adquirieron vivienda, supieron incorporarse o incorporar a sus descendientes en el aparato educativo y pudieron abrirse paso en la institucionalidad urbana o crearon la propia7 como la asociación de vecinos, el club de paisanos de un mismo pueblo o la hermandad o cofradía religiosa.

El tránsito cultural no es un lecho de rosas

Desgraciadamente, la crisis económica, la guerra interna y el narcotráfico (así como las reformas fujimoristas en los años 90) han impedido que desde 1980, aproximadamente, los migrantes se inserten con éxito en la dinámica urbana. Ese fracaso y sus efectos sobre la sociedad criolla, se expresan en el fenómeno cultural conocido como el «achoramiento», anómico y destructivo, exaltación de la «viveza» y del abuso, que no ataca sólo a los descendientes de los migrantes sino a los excluidos de la sociedad criolla que se moderniza.

El cambio central ocurrido en la sociedad peruana en el siglo XX ha sido su transformación de rural en urbana, con todo lo que ello implica: la agricultura y la ganadería dejaron de ser las ocupaciones de la mayoría para ser reemplazadas por el comercio y los servicios; las familias dejaron de pertenecer a comunidades o aldeas donde todos se conocían, trabajaban y celebraban juntos y eran dirigidos por códigos de conducta colectiva interiorizados, para asentarse en urbes que dispersan a las� familias, donde el individualismo y la competitividad marcan la conducta; donde la vida familiar y la individual están influidas por las reglas de consumo impuestas por los medios de comunicación de masas; donde el respeto por el pasado y la tradición ha sido relativizado. Como dice Portocarrero «... la gente comienza a pensarse a sí misma cada vez menos como miembros de una colectividad y cada vez más como� individuos independientes» (2001 p. 562). Estos cambios, ocurridos en dos o tres generaciones, trajeron como consecuencia que todas las instituciones tradicionales, desde la moral, la religión, los gustos, hasta la familia monogámica, el sistema de representación política, el sistema educativo y aún las reglas de tránsito vehicular, entraran en crisis. La confusión y el escepticismo campean entre los peruanos, agravados por la presencia de la corriente del achoramiento anómico que provoca como reacción una revitalización del conservadurismo y tradicionalismo.����

Si el color de su piel, su indumentaria o su lengua, revelaban que el recién llegado era indio o campesino, ha debido pasar por la dolorosa experiencia de ser «ninguneado», expresión máxima de la hostilidad criolla, que significa ser ignorado, despreciado, extranjerizado por los habitantes de la urbe blancos, mestizos o negros, que expresaban el autoritarismo y el racismo de nuestra sociedad.8 La superación de esta humillación exigió, en muchísimos casos, la represión conciente de la lengua, la indumentaria, las costumbres y hasta las creencias del pasado, en lo que Degregori ha calificado, no sin cierto dramatismo, como «efectos etnocidas brutales» (1986: 52)

La contradicción entre la añoranza del pueblo de origen y la negación del pasado de las carencias y la miseria, parece ser más fuerte en el tercio de migrantes que se desvinculó de toda relación grupal (tipo asociación de provincianos) como postula Montoya (1987: 23-24), de tal manera que se transmite a los hijos y éstos desarrollan «una relación ambivalente con respecto al mundo andino de sus padres» (Sulmont: 99); o, lo que es peor, «hace imposible la transmisión de elementos culturales a los hijos crecidos o nacidos (en la ciudad), lo cual es un nuevo elemento de proletarización cultural», que es la manera como Lauer (1989: 78) denomina al proceso de pérdida de la identidad cultural de origen. Proletarización que será la base del «achoramiento».

Antes de que la tendencia del achoramiento se hiciera tan visible, en 1966,� Augusto Salazar Bondy trazó un diagnóstico cultural de nuestra sociedad y dijo que al pluralismo se le deben agregar las características de «hibridismo y desintegración... mistificación de los valores, inautenticidad y sentido imitativo de las actitudes, superficialidad de las ideas y la improvisación de los propósitos»; en suma, los peruanos son alienados, pues «...carece(n) de la substancia histórica de la cual depende su plenitud y prosperidad como pueblo» (1974: 20 y 26). No deja de ser curioso que ideas muy similares permanezcan —30 años después— en la mente de Vargas Llosa9 —como atestigua el epígrafe de este artículo—, aunque sin plantearse la salida radical que planteaba ASB, quien señalaba que estando la causa fundamental en el subdesarrollo, el remedio debía estar en la superación de la dominación capitalista a nivel internacional y nacional. Pesimistas de hoy como la filósofa Velarde llegan a decir que la cultura de la exaltación del abuso que es el achoramiento anómico progresa por la ausencia de un acto fundador de la nación y que, inclusive, se han perdido últimamente dos oportunidades para ello, en las coyunturas de la derrota del senderismo y del descubrimiento de la corrupción fujimorista.

Pero no sólo existen el acriollamiento que niega el pasado cultural andino o el «achoramiento» que niega tanto el pasado como a la cultura criolla, como alternativas de tránsito cultural. Desde la perspectiva de Arguedas, quien reconocía en su propia experiencia un tránsito y una transformación cultural desde su matriz quechua hasta llegar a asimilar los elementos de la cultura criolla sin que eso lo hubiese desfigurado como persona10, puede haber un tránsito reintegrador con el pasado. Él destaca que la cultura criolla ha ejercido su primacía sobre la cultura indígena, pero que «se ha iniciado la integración de ambas por la insurgencia y el desarrollo de las virtualidades antes constreñidas de la triunfalmente perviviente cultural tradicional indígena» integración que, sin embargo, no es ni mistificadora ni inauténtica y que tampoco debe ser concebida como «una ineludible y hasta inevitable y necesaria aculturación, sino como un proceso en el cual ha de ser posible la conservación o intervención triunfante de algunos de los rasgos característicos... de la viviente (tradición) hispano-quechua» (1987: 25 y 27).

Ratificando los hallazgos arguedianos, Portocarrero dice que en esta cultura popular mestiza o chola, cuyo último producto exitoso es la cumbia o technocumbia peruana, el origen campesino andino se manifiesta en que «...la laboriosidad se articula con el individualismo y el deseo de progreso... el espíritu capitalista encuentra cabezas de playa en la mentalidad andina»; pervive en ella «lo maravilloso»; y otorga importancia central « al parentesco» (Portocarrero et al. 1993: 16-22). Y esto ocurre porque la cultura andina es potencialmente moderna, según Urbano, por su capacidad de comprensión de lenguajes o símbolos ajenos a su experiencia, (1991). Más aún, Golte dice que «... la cultura andina parece más apta para reorganizarse en términos capitalistas, mientras la cultura criolla muestra influencias fuertes de su origen burocrático-rentista, que hacen más difícil que las personas adopten formas de organización capitalistas» (2001: 512)

Si en 1964 Aníbal Quijano había encontrado tres procesos culturales particulares que caracterizó como: a) «modernización» de la sociedad global; b)«aculturación» de una parte de la población indígena y chola y, c) «cholificación» de la otra parte (1980: 69-70), como un concepto similar al de la «reintegración» arguediana; hoy, a comienzos del siglo XXI, podemos agregar que la corriente aculturadora se ha convertido en el� «achoramiento» anómico que reniega del pasado indígena y no se adhiere a la cultura criolla y frente al cual se levanta una tendencia de retorno al pasado cultural11. Estas tendencias están en lucha permanente —de ahí la sensación de confusión y crisis generalizada—, con una hegemonía de la cultura criolla en tránsito de modernizarse, hecho que sólo ocurrirá (es decir, el llegar a ser plenamente moderna), según Sebastián Salazar Bondy, si se desenmascara el embuste de la Arcadia colonial. Pareciera que esa hegemonía criolla puede ser cuestionada exitosamente por la tendencia del mestizaje cultural reintegrador que sí podría lograr una nación� donde todas las sangres de sus componentes pudieran aportar sus riquezas, sin que condicionamientos económicos o políticos lo impidan.

Hay expectativas de que el enfoque arguediano —al que adhiere Eliane Karp— prevalezca en las políticas que se ejecuten con el nuevo gobierno en los campos de la educación y la cultura. Pero ellas no serán suficientes puesto que, como Mariátegui ya había advertido, si el problema del indio era el de su sustento económico, aún el combate del racismo o el respeto y promoción de las culturas de los pueblos indígenas o vigilancia ciudadana democrática de los grandes medios de comunicación de masas, sólo serán eficaces al largo plazo si son sustentadas —entre otras medidas— en el reconocimiento del derecho de los campesinos pobres quechuas, aymaras y amazónicos a las aguas, las tierras y las riquezas del subsuelo que heredaron de sus antepasados. Si los gobernantes no defienden a nuestro agricultor serrano, por ejemplo, estaremos siendo testigos de la lenta desaparición de las cualidades de la cocina peruana sustentada en lo que aquél produce.�

La historia demuestra que ni el mercado ni los títulos legales por sí solos trajeron la democracia económica y política a este planeta. En los dos últimos siglos eso fue posible por la mediación de las revoluciones sociales. Hoy cuando el proceso de globalización financiera y económica avanza incontenible, sustentado en el derrumbe del socialismo real y en los nuevos saltos de la ciencia y la tecnología y pareciera que la época de las revoluciones sociales ha caducado, hay quienes apuestan a ella para dejar el presente de la pobreza y las desigualdades sociales. Pero pasan por alto la dinámica imperialista que preside este proceso y que hará desaparecer pueblos y naciones enteras. Mi apuesta es distinta.

Carnavalizar la vida para la reconciliación nacional12

Luego de la derrota militar del proyecto senderista (extraño entrevero de marxismo, despotismo oriental y neoindigenismo antioccidental) algunos entusiastas del modelo económico modernizador ejecutado por el régimen fujimorista profetizan que se abre un siglo de oro con el desmontaje del aparato estatal y la privatización de sus funciones, la liberalización de la economía, la nueva reforma educativa y la llegada de la Tercera Ola junto al American way of life.

¿Será verdad? ¿Será cierto que el trabajo comunal y la autogestión, la búsqueda de metas sociales en el crecimiento económico, la socialización de los medios de producción y el autogobierno de los pueblos, la conquista de la dicha y la alegría, del amor y la libertad, son cosas del pasado y representan el atraso? ¿Será verdad que el modelo propuesto es el que nos conviene y el único que habrá de universalizarse? Modelo que, por lo demás, es criticado por los mismos intelectuales y políticos del Primer Mundo, preocupados porque el bienestar no alcanza a todos sus habitantes, mientras el consumismo es acompañado de neurosis, violencia juvenil, creciente consumo de drogas y pánico al sida.

Un enjuiciamiento sereno sobre los pronósticos de Fukuyama hace pensar que la dupla mercado capitalista-democracia liberal puede no ser la culminación de la historia y que luego de que en las próximas décadas el avance del integrismo musulmán, el hambre en Asia y África, el fascismo en Rusia, la xenofobia y el sida en Europa y Estados Unidos convulsionen al mundo, nuevas utopías pueden ser imaginadas desde los márgenes de la opulencia, desde la sensibilidad y generosidad que alimentan la carencia y la necesidad de las multitudes miserables.

Por supuesto que tampoco se trata de confundir la alternativa con el «socialismo real», esa «mezcla de convento y cuartel» que algunos de nuestras tierras alabaron en el régimen del «padrecito Stalin», sin mendigos ni prostitución, es cierto, pero con masas uniformadas, lecturas regimentadas, líderes de reelección permanente, censura «revolucionaria», arte propagandístico y espionaje familiar. Desquiciamiento que llegara a extremos genocidas no sólo con Pol Pot.

¿Cómo enfrentar entonces los conflictivos dilemas culturales que se nos presentan en medio de la lucha por la pacificación, la democracia y el bienestar que ansiamos?

Si se pudiese prefigurar una ruta alternativa y propia por la que debieran transcurrir las culturas del Perú, esa debiera ser la «carnavalización» de la vida nacional. Y uso el subjuntivo porque a las ciegas leyes económicas se puede oponer la voluntad colectiva de un pueblo y una nación. Y esa voluntad se forja en el diálogo y el debate de políticos y educadores, comunicadores, religiosos y promotores del desarrollo que combinen sueños y esfuerzos para imaginar un Perú distinto al Perú que nos duele y nos enciende por dentro.

Los carnavales de la Edad Media europea fueron en realidad la prolongación de las fiestas paganas de la primavera, cuando se iniciaba el ciclo agrícola, y significaron un tiempo de renovación, optimismo colectivo arrasador, pero a la vez, un tiempo de permisividad, un paréntesis suavizador de la dictadura ideológica eclesial en que los pueblos, en medio de la fiesta y la alegría, recordaban a los antiguos dioses, blasfemaban contra el Dios inquisidor y se burlaban de la Iglesia y de los poderosos.

Los carnavales eran fiestas de liberación en las que todo lo reprimido reventaba por los aires con los fuegos artificiales; fiestas en que se daba libre paso al goce sensual, a la burla de las normas y de las jerarquías sociales; en que desaparecían —temporalmente al menos— las barreras que separaban a los hombres de las mujeres, a los jóvenes de los ancianos, al clero de los laicos, a los señores de los siervos, y en que todo exceso era permitido y celebrado, pues se vivía un simbólico y temporal mundo al revés que llegaba al éxtasis con el rito de la coronación y descoronamiento del Rey Momo.

No hay duda de que esa sensibilidad carnavalesca, como destaca el crítico suizo Lienhard en su estudio sobre la última novela de Arguedas, está presente también en el alma andina —para no hablar de la afroperuana— como la otra cara de la moneda del mutismo y pesimismo sobre los que posiblemente pusieron demasiado énfasis los estudiosos. Basta fijarse en la frondosa y variada florescencia de las fiestas populares que se dan a lo largo del territorio durante todos los meses del año —felizmente— y no sólo en la temporada del Carnaval.

Y esto tiene lejanos antecedentes en nuestra historia. Por ejemplo, Emma Mannarelli, en su libro Pecados Públicos, cuenta que 154 fiestas al año —entre religiosas y «cívicas»— se celebraban en Lima en tiempos de la Colonia. ¿Acaso el Taki Onccoy —esa «enfermedad del baile» ocurrida en 1565— no debiera ser leído como una reacción carnavalesca indígena, como una protesta simbólica que ponía el mundo al revés, ante la durísima implantación de la dictadura político-religiosa colonial? ¿Y no cabría preguntarse lo mismo sobre la historia del etnocidio cultural de los esclavos africanos en estas tierras?

¿Se está proponiendo la juerga en reemplazo del trabajo?, desconfiarán algunos lectores y descalificarán esta propuesta como insensata. A ellos, basta recordarles las espeluznantes cifras del desempleo y subempleo, es decir, el empleo temporal, para decirles que esta propuesta significa el aprovechamiento del ocio para que no siga siendo un holgar infecundo. Juerga colectiva —que no significa sólo borrachera— para los que no tienen empleo. Juerga significa también expresión artística, aprendizaje, creatividad, relaciones gratuitas con el otro, a fin de cuentas, antes que encierro, depresión y alimento de los impulsos tanáticos.

Se trataría, entonces, de recuperar, promover, difundir y alimentar esa sensibilidad carnavalesca para vivir cotidiana y permanentemente «ese espacio de la utopía» —la frase es de Lienhard— que significaron y significan las fiestas populares tradicionales. Carnaval frente a la opresión que se organiza para las masas trabajadoras y «excedentes» de la mesa del rico Epulón; carnaval que enfrente la disciplina férrea de la productividad como exclusiva medida del trabajo humano; carnaval, frente a la consigna del «ora, calla y labora» de los príncipes y dominadores del nuevo siglo. Desarrollar desde la praxis carnavalesca una crítica práctica de la riqueza, la fama y el poder como metas en la vida, sin negar la raigambre religiosa de nuestras matrices culturales. Cultura carnavalesca que no reprime los deseos sino que los expresa, los saca afuera, moldea el discurso y la praxis según los sueños vividos, inclusive cuando no sea posible —aún— realizarlos. Donde se respeta el derecho a discrepar, a ser diferente y, por tanto, en el ejercicio de la diferencia, aprender y enseñar a tolerarla.

Carnaval que, tal vez, sea el único antídoto que detenga y disuelva la ofensiva mundial del neoliberalismo y de su industria cultural que hoy arrastra a la charca del posmodernismo, inclusive a quienes hasta ayer fueron connotados mílites del socialismo. Sensibilidad y praxis carnavalescas que no significan el olvido de las contradicciones sociales ni una falsa conciliación entre las clases sociales. Cultura carnavalesca que tampoco debe ser confundida con el «achoramiento», protesta infecunda, disgregadora y sin sentido, que muchos intelectuales burgueses tratan de presentar como el nuevo rostro popular del país. Espíritu carnavalesco presente en los chichódromos y discotecas y en los que hay que impedir que el «achoramiento» prevalezca.

Carnaval que democratice, que iguale y que libere a los de abajo y a los de arriba, que rompa con los candados —como quiere Max Hernández— que nos encierran por dentro a los peruanos: el racismo, el machismo, el padrinazgo, y nos haga dar un salto a la civilización, es decir, erradicando de nuestros espíritus la Ley del Talión. Pues, como dicen Arguedas y los personajes de sus novelas, así como el sufrimiento y el cariño, también el perdón limpia el alma, la limpieza consuela y, en última instancia, libera personal y colectivamente (Gutiérrez: 255-66). Carnavalizar la vida nacional para pacificar, carnavalizarla para reconciliar a los peruanos.


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Notas

1 La cultura es el conjunto de conductas y de creencias y actitudes que las sustentan, que distinguen a una colectividad humana. Es la creación colectiva de significados o patrones de juicio que indican a los individuos qué es lo verdadero y cuál lo falso, lo bueno y lo malo, lo útil y lo pernicioso, lo permitido y lo prohibido, lo propio y lo extraño, lo bello y lo feo. Estos constituyen el «núcleo duro» de una cultura y es recibido por un individuo desde la infancia en el proceso de socialización que recibe en el hogar, el templo, las fiestas, la calle, la escuela, mediante la lengua, los juegos, los ritos, los castigos y los premios, las canciones y representaciones, las narraciones y chistes.

2 El Inca Garcilaso de la Vega es caso infrecuente y no debiera ser presentado como el mestizo paradigmático, imagen del hombre nuevo que el idílico encuentro de dos mundos produjera. Más frecuente debe haber sido el caso del mestizo Guamán Poma. Ver el mejor estudio producido hasta el momento sobre el Inca Gracilaso en Delgado Díaz Del Olmo, César. Puede verse también el libro de Max Hernández.

3 Aunque mucho se habla de la cultura negra en el Perú, la verdad es que ella no existe sino como añoranza del pasado y búsqueda de una identidad a la que contribuyó su principal promotor, don Nicomedes Santa Cruz y sus hermanos. En verdad, durante la Colonia —a diferencia de lo sucedido en las Antillas, Brasil o el sur de los EEUU— ocurrió una hecatombe cultural con los esclavos traídos de Africa. Tal vez porque llegaron pocos en comparación con las otras regiones, lo cierto es que sus lenguas, religiones, músicas, comidas e instituciones sociales desaparecieron. Y aunque algunos investigadores han encontrado palabras de origen africano entre los peruanismos, ellas no tiñeron al castellano. El único elemento cultural que es posible reconocer como no criollo y no indio es el uso de la percusión y ciertos géneros en nuestra música. En la comida criolla peruana, no hay ningún plato de origen africano, aunque se crea que lo son los anticuchos. Bueno es decirlo: los anticuchos son de origen hindú y fueron llevados a España por los árabes. Todo lo anterior, no implica, por supuesto,� desconocer los enormes aportes del trabajo y la vida de los afroperuanos a la construcción de la cultura peruana.

4 «Como dice justamente Vasantkumar: «el proceso de globalización no es tan simple como que las culturas indígenas se modernizan, sino también que la modernidad se indigeniza», porque la aculturación sincrética «es tan antigua como el primer encuentro cultural entre dos pueblos de diferentes culturas»� y ocurre «porque los seres humanos no aceptan automáticamente los nuevos elementos; ellos seleccionan, modifican y recombinan items en el contexto del contacto cultural». El sincretismo se puede definir como «un proceso de mezcla de lo compatible y de fijamiento de lo incompatible» (Vasantkumar N.J.C., Syncretism and Globalization, Paper for Theory, Culture and Society 10th Conference, 1992), citado por Canevacci, Massimo, pp. 15 y 17

5 Treinta y cuatro años después del artículo de Caravedo, el último Censo Nacional (1993) encontró que el 16% de los hogares no cuentan con la presencia de ninguno de los dos cónyuges, mientras que en el 20.8% había sólo uno. Contra lo que se podría esperar, en los hogares con necesidades básicas satisfechas los hogares completos representan el 61.2% mientras que en los hogares pobres, están presentes ambos padres en el� 71% del total.

6 Escribe Octavio Paz, el Nobel de Literatura: «Por la fe católica los indios, en situación de orfandad, rotos los lazos con sus antiguas culturas, muertos sus dioses tanto como sus ciudades, encuentran un lugar en el mundo... Se olvida con frecuencia que pertenecer a la fe católica significaba encontrar un sitio en el Cosmos» (1993: 112) Aunque ya sabemos que esa aceptación del catolicismo no fue total, sino sincrética, es decir, mestiza o parcial, manteniendo no sólo ritos, sino mitos y dioses del pasado transfigurados en las imágenes de santos y vírgenes. Ver Bosi, Alfredo, para el caso brasileño.

7 «... ( Los migrantes iniciaron) la construcción de una ciudad productiva, diferente de la criolla que, por un lado, visiblemente tenía visos de sociedad capitalista, pero por otro lado tenía un sinnúmero de formas de interacción fuertemente impregnadas por el pasado cultural campesino, quechua y aimara... Significó, por ejemplo, el ahondamiento de una organización parental, ... basarse en lealtades, ... hacer ingresar procesos de aprendizaje campesinos a las formas de educación demasiado librescas en la ciudad, ... seguir elaborando música a partir de la propia tradición, ... reelaborar el ciclo festivo aldeano de acuerdo a necesidades urbanas, y... la perpetuación de éticas ajenas a la tradición cultural criolla: de trabajo, de cumplimiento, de planificación y aprovechamiento del tiempo» (Golte 2001: 523-24)

8 «Es evidente que los sectores populares han internalizado valoraciones que devalúan sus rasgos físicos y hábitos culturales. La dominación política y cultural se reproduce en el mundo interno como baja autoestima, arribismo y resentimiento. Lo cholo es sinónimo de lo feo y poco inteligente; y lo criollo, aunque sea más valorado, es asimilado a lo improvisado y mediocre. El racismo justifica la prepotencia y el abuso, la negación de derechos. Presiona hacia la vergüenza y el arribismo, impide articular identificaciones, plasmar una identidad. La resistencia tiene que ver con el reconocimiento y valoración de lo propio, con recrear la tradición. La dominación engendra resistencia» (Portocarrero et al. 1993: 21-22).

9 Por otro lado, pareciera que el criterio de los indigenistas etnocéntricos coincide con Augusto Salazar, pues lo híbrido aparece en su discurso como negativo, la mistificación como inautenticidad. La autenticidad de los peruanos de hoy dependería de una substancia histórica original (seguramente tahuantinsuyana) que se ha perdido en los avatares de la Colonia y la República con la implantación de la dominación criolla.

10 Salvando distancias, parecida resulta la experiencia de A.Toledo, aunque su pueblo y su familia no pertenecieran a la cultura quechua propiamente dicha. Toledo reivindica con más énfasis, antes que su origen cultural, su exitoso tránsito desde la pobreza y marginación de las familias campesinas que migraron a una gran ciudad, hasta su llegada a las universidades del centro de la dominación mundial para enseñar en ellas.

11 Quintanilla, Alfredo «A través del túnel. Crisis y cambios en la conciencia social popular urbana». IDL-PUCP-UNSCH. 1997, Lima, pp. 34-42.

12 Este texto fue escrito en 1996 como parte final del ensayo «A través del túnel. Crisis y cambios en la conciencia social popular urbana». Lo reproduzco aquí porque creo que sigue manteniendo su vigencia.


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