Mis hermanos

Víctor Hurtado Oviedo

[Ciberayllu] Algunos partieron hacia una fiesta de fama o de justicia,
pero nunca llegaron.


 

Cuanto más va tomando
con el libro porfía,
tanto irá ganado
buen saber toda vía
[vida].
Sem Tob (España, siglo XIII).

Para optimista, mi papá. Él es un viejo maestro de escuela, quien, a pesar de mi experiencia, sigue creyendo que el que estudia triunfa. Mi padre me aconsejaba que leyera porque en los libros estaba todo; y, conforme uno crece y va pareciéndose a su padre, descubre que aquello es verdad: en los libros habitan lo real y lo imaginario; la historia de lo que fue y la de lo que iba a ser (pero esto es entrar en política); la verdad y las mentiras —la mayor de las cuales es el engaño necesario y portentoso de la literatura—.

Leer un libro es desprender palabras del silencio. Uno hace sus lecturas y es hecho por ellas: si uno fechase los libros que compra, con ellos podría recordar la historia de su vida. Toda biblioteca es una autobiografía.

Un día terminó uno siendo como otros que crecieron consumidos por el alimento del leer. Nadie les detuvo la descomedida pasión por saber más, y la lectura se les volvió una forma del amor, «enfermedad que crece si es curada» —escribió el lector Quevedo—.

Pronto, la voracidad por leer se torna un perro fiel que ataca a su dueño, y la parte más desgarrada del traje es el bolsillo. El hambre que se alimentó de las propinas comienza a devorar los sueldos, pero hay un instante fastuoso en que la cortesía del destino nos pone ante una reventa de libros. Entonces, uno entra en ese ámbito de polvo y sombras y no lo abandona jamás.

Se revenden libros porque las bibliotecas —como los árboles— deben ser podadas para que mejoren. Está la tienda pulquérrima, de atento neón, que alinea los libros usados en estantes listos para una revista militar en el palacio de Buckingham. Es demasiado limpia para mí. Las mías son las que Paco Umbral llama «viejas tiendas galdosianas»: maniguas de tierra y caos; pisos de tablones tristes (perdieron la cera como perdemos la infancia); estanterías perplejas de su verticalidad y que, igual que el Partenón, ignoran las líneas rectas; todo, palpado por una luz sombría, de oro viejo, que hace redoblar el tiempo que sestea en los libros.

Están los libros, claro: libros verticales; libros de cansancio diagonal; libros horizontales como puentes de otros libros como puentes; volúmenes pequeños que asaltan vacíos en un delirio barroco de dominar todo espacio; libros en doble fila, en triple fila, en un colosal derrumbe de pirámide maya; libros en cajas de cartón, abiertas cual fosas comunes en las que hijos zafios han enterrado la biblioteca muerta del padre o de la madre incomprendidos.

Hay libros nuevos, árboles de bonsái que aún no han abierto sus hojas. Reluce el éxito de moda, el volumen gordo, hamburguesado y fácil que tantos ingieren con el placer borrego de las comidas rápidas (hay pecados que incorporan el castigo). Los leen gentes de envidiable ingenuidad: las que creen que la justicia está en las leyes; la belleza, en el cuerpo, y la elegancia, en la ropa (está en la conversación).

En democracia postrera, conviven el libro en rústica —Sancho de las letras de edición tan pobre que ni es dueña de sus actos— con el volumen suntuoso que conoció mejores tiempos y que aún se alza como un duque que perdió al póquer su vajilla de plata. Pervive también el libro hecho para el tacto antes de la traición del offset, impreso en papel amarillo y tibio: la clase de papel cremoso sobre el cual grullas de plomo dejaron mínimas huellas de letras.

De todos, los conmovedores son los ejemplares leídos con pasión o brusquedad. Son los desgarrados, los intensos, los de sangre coagulada en tinta; los libros de una aspereza pálida y sin jugo; los reducidos a fibras secas por la relectura avariciosa. Esta es la legión de los quebrados; pero entre ellos hay también triunfantes pues, a veces, una lectura violenta es la batalla que un libro gana sobre un lector agradecido.

Alzo la mano; tomo un viejo libro de Álvaro Cunqueiro (cualquier libro de Álvaro Cunqueiro) y leo: «La tórtola espera que un rayo de sol la toque antes de decidirse a resucitar el mundo con su canto». Una sentencia admirable puede justificar un libro, como el martirio salva al pecador. Aquello es arte; pero ¿y los autores olvidados, quienes publicaron libros que los vencidos por la vida leen como espejos? (Yo amo a los fracasados porque hay que amar al prójimo como a uno mismo, y viceversa.)

Este es el tema clásico del ubi sunt? ¿Dónde están los que trajeron al mundo tantos libros inútiles, que naufragaron en reventas, asilos confusos donde mueren su larga muerte de olvido las obras que nadie quiso? ¿Dónde están los que ansiaron huir del anonimato que ya se había acostumbrado a ellos?

Ellos son el provinciano que imprimió versos gracias a tres adelantos de sueldo; el contador público de cuentos; el novelista menos desconocido por su seudónimo que por su nombre; el autor de la obra vacua que, con injusta simetría, juzgamos medio tonta; el humorista agudo cuando canta; el filósofo de plomo en prosa, quien, cuando era espontáneo, estornudaba, y al que le sobró siempre el tiempo de los otros; el poeta excedente del Parnaso; el ensayista grafómano, hormiga japonesa que nunca aprendió a combatir la disciplina con la haraganería; el moralista mal pensado como el sicoanálisis, y el escritor que prueba que «el estilo es el hombre» y la falta de estilo también.

Aún faltan algunos, los inéditos: el perfeccionista que se cansó de corregir sin haber escrito; el que pulió su estilo hasta que desapareció; el que empezó a redactar su novela del peor modo (demasiadas veces); el trabajador fatigable de un solo verso, y el que no obtuvo adelantos de sueldo gracias a la falta de sueldo (pero el dinero no hace la felicidad de quien no lo tiene). Abrumados por la redundancia, forman la hermandad secreta de los desconocidos.

Unos tuvieron talento, y otros, no; pero todos fueron de esas personas tan optimistas que dan ganas de explicarles bien las cosas. Fuera de forma, corrieron tras la fama, mas el fracaso los alcanzó después de perseguirlos un instante. A cada uno podría repetírsele un dístico de Borges: «La meta es el olvido: tú has llegado antes».

Quise recordarlos en esta sombra de papel y en un domingo. Partieron hacia una fiesta, pero se extraviaron: ¿dónde? Son como los que apostaron a la ingenuidad de la justicia (malos son los juegos de azar) y perdieron: todos son mis colegas, mis hermanos.

© Víctor Hurtado Oviedo, 1997

970301