Abominación de dispensables

Víctor Hurtado Oviedo

[Ciberayllu] La política no es una profesión, aunque para gobernar es bueno ser alfabeto.


  Yo nunca estudié periodismo. Soy historiador frustrado, mas no fracasado, lo cual es peor y exige un esfuerzo que me excede. La verdad es que, cuando yo era joven, el estudiar periodismo aún no había ganado el prestigio que el periodismo ya había perdido.

Mal aconsejado por el hambre, en 1970 entré a laborar en un diario de Lima, y así, durante lustros, me ocupé del político del día (de la mañana o de la tarde). Conocí a tantos de ellos, que hoy se ayudan entre sí para ser olvidados. Tomé recíprocos cafés con los que —no sin calumnia— llamaríamos «estadistas», con los líderes de las grandes minorías y con los políticos que estaban en todas las jugadas pero que perdían todos los partidos (me gustan los perdedores porque suelen tener razón).

Pasé años preguntando al ministro qué pensaba de lo que había dicho el senador, y viceversa, y viceversa, y viceversa. Me anochecí como cronista parlamentario y debo, a los discursos de ciertos diputados peruanos, los momentos más alegres de mi vida, como aquel en que uno explicó que la sequía se agravaba por la falta de lluvias —solo comparable al discurso sostenido en favor de los hijos de padres desintegrados—. Cierta vez, un Quintiliano criollo elevó de un puntapié la retórica: «¡Quiero denunciar a los que, de una puñalada por la espalda, hundieron el barco de la unidad!». Nunca he visto cosa igual en preceptivas literarias.

Así pues, día tras día escribí (yo, que detesto escribir) sobre los políticos, sus pompas de jabón y sus obras públicas. Debí de estar loco, pero hay cosas que solo se hacen en estado de gracia o de locura: vaya uno a encontrar las diferencias.

Todo iba con la suave inconsciencia de lo cotidiano, hasta que, cierto día, me despacharon a entrevistar a un parlamentario de elocuencia agreste. Hablaba en letras góticas trazadas con pluma de ganso, y, para ser el hombre más rico del mundo, le habría bastado con vender caro su silencio.

Caballero asaz ovoide, el prócer consistía en una calva con escrúpulos que se lanzaba en curva hacia el pasto marchito de unos pelos, brincaba una oreja y giraba ampliamente y hacia arriba. La curva escalaba luego la otra oreja y completaba el huevo perfectísimo del cráneo. Más abajo, no menos ovoide de tronco, su cintura ecuatorial sabía —mejor que Ortega y Gasset— de la rebelión de las masas. Aquel político asimilaba las críticas. En resumen, el eminente líder parecía un huevo si uno lo miraba de frente, si uno lo miraba de lado, si uno lo miraba de espaldas, si uno lo miraba.

La entrevista languidecía normalmente. Preguntas y respuestas se hamacaban en el péndulo del sueño; mas, en un aciago instante, pregunté al líder algo insólito —no recuerdo qué—. Se abrió un silencio cóncavo y espeso. (Para instantes mágicos como este, Manuel González-Prada ha escrito: «Trató de cosechar ideas donde no se había tomado el trabajo de sembrarlas».) Al fin, el prohombre decidió callarse para que yo le leyera el pensamiento. Fue un error: me gusta leer, pero no tanto. Entonces, el semáforo ovoide de su faz cruzó del ámbar al rojo, se desbocó su respirar cetáceo y estalló en gritos. Dejamos la entrevista para después. Esferoide, malicioso y craso, aquel caballero era, a la vez, mundo, demonio y carne.

Al poco tiempo lo nombraron primer ministro. No lo hizo mal, aunque su único error fue no entregar el poder a la oposición, porque alguien debió encargarse del país mientras él lo gobernaba. Pese a todo, lo recuerdo con aprecio. Siempre hizo lo mejor que pudo (este era su problema); incluso más: dondequiera que estuviese —el Gobierno o el Congreso—, su presencia dejaba un gran vacío. Nunca fue presidente del Perú, pero llegó a primer ministro. No importa que otros lo denigren: los mediocres estamos orgullosos de él.

Con los años, no le guardo rencor; al contrario, aquel diálogo furioso fue el comienzo de una revelación agradecida. Hasta entonces yo había creído que la política era cosa de notables. En mi inocencia ciudadana, habría jurado que la política podía ser una profesión tan normal y permanente como la del médico, el sastre, el profesor o el campesino.

Entonces aprendí a caminar de vuelta. Comencé a ver a los políticos profesionales como lo que son: personas corrientes, buenas y malas, con las miserias de cualquiera. Lo único que los diferencia de la gente como usted es el vicio de mandar. ¡Ah, los políticos profesionales!... Cuando esos colosos chocan, tiemblan los microscopios.

La política profesional es el arte maravilloso de parecer indispensable: algo así como un matrimonio con la eternidad y poniendo a los electores por testigos. Es una alucinación colectiva y uno de los más perfectos —por sutil— enemigos de cualquier democracia. Si por los políticos profesionales fuera, quedaría prohibida la no reelección. Definir a alguien como «político» es cometer una asombrosa errata semántica.

Por lo que vi durante años, para gobernar y hacer leyes no se necesita un talento especial. Un cirujano no es intercambiable con un abogado, pero cualquier persona es intercambiable con un político profesional. Para gobernar bastan dos cosas: ser alfabeto y tener ganas de aprender. Más difícil es pintar como José Tola.

Hoy sé que el mando solo debe ser un momento irrepetible en cualquier biografía, que nadie ha nacido para gobernar y que nadie está obligado a obedecer a los mismos de siempre.

Por cierto, la reelección es una tara de derecha amadísima en la izquierda, donde cualquier demanda antirreeleccionista es objeto de silencio o burla por dirigentes que han celebrado —en sus cargos— bodas de chatarra, latón, bronce, oro, uranio y toda la tabla periódica.

Ahora se habla de «democratizar la izquierda»: lo curioso es que quienes hablan son siempre los mismos. Uno se pregunta cómo puede un líder de izquierda defender a las masas y desconfiar hasta de sus amigos —porque el querer reelegirse es el mayor desprecio que un «político» puede expresar contra sus camaradas—. El antirreeleccionismo absoluto es una actitud anarquista —es decir, profundamente democrática—, pero los líderes de izquierda piensan, como el tirano Franco: «¡No se os puede dejar solos!».

Las elecciones están bien, aunque la democracia perfecta será la que remplace la votación por el sorteo frecuente (como en todo, los griegos eran más sabios). Después de votar muchas veces, no creo que con la rifa seamos peor gobernados. Habría que probar.

¿Vivir para la política? Hay cosas mejores: hablar con los hijos, aprender latín, oír música, probar el vino. Al menos yo, me retiré del periodismo. Ahora soy corrector de imprenta (vivo de los errores ajenos). Sólo vine a decir adiós a mis viejos conocidos: a los famosos, claro, y también a los que alguna vez recibieron la eternidad de una página seis, y de quienes ya nadie se acuerda porque —excepto en el momento de votar, cuando se recupera el olvido— la gente tiene buena memoria. (Ya se sabe que las masas nunca se equivocan, excepto en religión, arte y política.)

A veces me pregunto por todos aquellos personajes. Parece que unos viven para regresar y que otros mueren por quedarse (cuestión de vida o muerte). Nada han aprendido. ¿Elegirlos otra vez? ¿A mérito de qué? Que yo sepa, ninguno canta aún como Cheo Feliciano ni escribe como Toño Cisneros.

© Víctor Hurtado Oviedo, 1997

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