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19 marzo 2003

Poetas en la guillotina

Miguel Rodríguez Liñán

 

La palabra data de 1790 y proviene de un señor llamado Guillotin, quien, durante la época del Terror en Francia, prescribió el uso del instrumento para cercenar las cabezas de los revoltosos. Buscando etimologías veo que la palabra italiana es deliciosa: ghigliottìna... El día 23 de diciembre del 2002, con cierto atraso debido a nuestras costumbres que desafían a Cronos, dimos un hermoso recital en ese local denominado La Guillotine, 24 rue Robespierre, Métro Robespierre, en las afueras de París, en Montreuil. Debido a esta lejana ubicación algunos invitados desistieron, puesto que se trataba de un viaje a la China: desde el centro —Garedu Nord, Richelieu Drouot o Strasbourg Saint-Denis— se necesita invertir una suma fabulosa para llegar hasta la boca del MétroRobespierre en Mairie de Montreuil: entre 30 y 45 minutos cronometrados, sinónimo de la vida entera, sinónimo de todos esos miles de euros que partirán discretamente hacia la eternidad. Ya confirmada la fecha, el poeta José Alberto Velarde me encomendó la muy agradable misión de difundir la noticia urbi et orbi, vía Internet. «Cholo», me dijo, «nuestros nombres vuelan por los aires, César Escalante ha dibujado una torre eiffel como una guillotina, y una copa de vino». Tan feliz estaba yo, que de ser menos tímido hubiese bajado al boulevard de la Blancarde, aquí en Marsella, con un megáfono para gritar la noticia a voz en cuello; este orgullo que me acosaba poco tenía que ver con el otro, satánico, de la exaltación del ego: era una simple felicidad poética. Le mandé una invitación a Leopoldo Chariarse diciéndole que nos reuniríamos esta vez para homenajear al poeta RógerSantiváñez, era nuestro cariño, nuestra manera de hacerlo gracias a las diligencias de Pepe Velarde. Charlie (poeta Homero Alcalde) modificó mi sobria invitación de pocas palabras con mucho sentido del humor (que, por cierto, es lo único que cuenta), e hizo otra, en la que incluía a la poeta Patricia Matuk, porque Róger se lo pidió, según entiendo. Patricia no vino y nosotros llegamos atrasadísimos a La Guillotine, nos perdimos, en lugar de ir por la rue Robespierre que estaba allí al ladito, nos internamos por la rue de Paris, Charlie y un joven guitarrista cantautor, que participaría esa noche, caminaban muy rápido... Fue preciso tomar de nuevo el Métro para llegar al local. Velarde nos esperaba en la esquina, y Mario Wong parecía exasperado, dónde está Pepe, nos preguntó, ya son más de las ocho. Penetramos en La Guillotine. El pasadizo, lóbrego y muy amplio, con un simple bombillo de luz aceitosa que permitía, apenas, vislumbrar el cartel rústico de La Guillotine, lo sentí súbitamente propicio como todo el recinto, y absolutamente digno del acontecimiento. Es un callejón ciego con perspectivas de laberinto. El portón es de madera muy vieja. Huele a petróleo, a madera, a materiales olvidados, a tuberías, a humedad, a hojalata, a cañerías, a vino caliente. También huele a brea, a bagazo imaginario, y a smog parisino. «Este sitio me fascina», le dije después a Róger Santiváñez, «no sé por qué». «Es la versión parisina del Averno ¡Es el Averno en París!» exclamó Róger. El largo hangar que precede la sala del recitatorio huele a vino caliente y canela. No sé por qué, imagino también talleres y tuberías semejantes a este bello desorden en cada uno de nos: la guillotina y el laberinto por dentro, con minotauros, teseos y víctimas que no lo son. Cada uno de nosotros, creo, recordaremos muy bien, mientras ese Viejo Antropófago y Filicida lo permita, esa noche en La Guillotine. Todo era perfectamente rústico, polvoroso y descuidado a propósito, ya que locales de tal estilo están de moda. Y el frío y la humedad son reyes y reinas; porque a pesar de que se conoce por estas fechas el invierno más indulgente de París, hay que ponerse casaca y chalina. Yo sigo mirando embelesado las banquetas, el piso de cemento sin revoque, las estanterías repletas de cachivaches que nunca más nadie utilizará, de cachivaches idénticos a nosotros, es decir pertenecientes al olvido. Digo esto porque mucho me flagelo por asuntos de egotismo, que son muy feos pero muy humanos. Por eso quisiera ponerme al servicio inteligente de los demás en el terreno de la poesía; de pronto soy una suerte de perro pavloviano de la poesía, y eso me basta para releer tranquilamente los poemas de RógerSantiváñez que se han transfigurado en vasos de agua fresca... Esta noche nuestra, aquí en La Guillotine, hasta los amables ratones, que no veo pero que seguramente existen, y el aceite y el material caduco y los objetos caducos han escuchado nuestros poemas lustrosos de lirismo... Estoy algo nervioso a pesar de que ya empiezo a tener costumbre de hablar en público, manoteo mis papeles, miro las cajas de metal, los carretes de hilo sin hilo, el techo frágil de madera prensada en láminas y el embudo viejo que podría ser mi gorro de loco esta noche. Homero, fresco y relajado, está junto a Pedro, el joven guitarrista compositor cantante. Anouk observa. Jorge el colombiano trae vino caliente en vasos que queman los dedos; Mario está mezclado con el selecto público donde resaltan las aureolas de los poetas Jorge Nájar y Elqui Burgos; no hay más de cuarenta o cincuenta personas pero con eso basta y sobra, porque me parece que todos o casi todos se interesan en poesía y literatura. Róger y su esposa Kathy ocupan sitio en primera fila. Pepe es el maestro de ceremonias, tiene chaqueta negra de cuero y está inspirado, porque la inspiración, que quiere decir hálito revelatorio y místico, existe. Por natural respeto al público francés todo se dice en ambas lenguas; y este parece ser el problema para mí, puesto que habré de recitar en el idioma de Baudelaire, por eso me sudan las manos... el actor comediante Manuel Moreno, llamado cariñosamente La Bruja, observa también. No recuerdo exactamente el orden excepto que Homero fue el primer invitado a recitar sus versos inéditos; luego siguieron Anouk y Mario, luego yo, luego intermezzo musical; antes de Róger, que recitaría como plato de fondo, recitó Pepe. A todo ésto me había acodado en un viejo banco de carpintería con mi vaso de vino caliente, aún nervioso pero imaginando cepillos, formones y serruchos del espíritu: para cepillar, debastar y cortar esta vanidad tan absurda que no es indispensable sino contraria a los momentos de felicidad. Berbiquíes, limas, lijas cotidianas necesitamos para convertir en trompo bonito y sedita la porquería dramática del ego. Homero recitó sin aspavientos, ya es ducho en tales faenas, mientras que yo constataba que los poetas viven en los extramuros del mundo, del orden, de la ley. Pensaba también en la poesía escrita «en los márgenes de la estética complaciente», en los poemas escritos en muros de las tabernas y en los baños públicos de Roma, en la poesía griega erótica y en los poemas sarcásticos y arrabaleros de Cátulo donde se incluía el menú. «Son un arrastre de risa, pero líricamente impecables», según palabras de la poeta Carmen Ollé. Sin ruptura y desquicio, la poesía que aspira a serlo es fantasmática: hay que situarse, líricamente hablando, en los extramuros del mundo, sin que esto implique el apartarse por completo de la sociedad que, aunque gruña y truene, nos necesita para que les recordemos que la belleza de la locura lírica es, será siempre vigente: un pie en el cielo del orden y otro en el infierno creativo del desorden. Narciso y Goldmundo. El caos y el intelecto en La Guillotine, esta noche que para mí significa eternidad, mientras que leen Jorge, Mario, Anouk, Roger, Homero, Pepe y un tipo que se llama como yo. Todos recitamos bien y tuvo lugar ese lindo misterio que es la comunión con el público: magia de la poesía. El dueño del local fue generoso y nos convidó para otra reunión en ese bello antro inmenso de París. Santiváñez, el poeta homenajeado, leyó muy bien sus poemas de juventud, de treintena y los actuales que son apacibles pero muy finos, meticulosos, y otros influenciados por la música rock. Ya en la sala de vino caliente con canela, yo seguía viendo los estuches, las brochas, los frascos, las tuercas, los clavos y los retazos de cartón en las estanterías polvorosas que fueron estremecidas por nuestros versos de locos. Porque hay que estar benéficamente loco de remate para distorsionar a tal punto el idioma, para otorgarle el brillo y la sazón que lo exaltarán. Todos vomitamos piedras cristalinas y estalactitas huérfanas de sentido semántico —dioses, mística, laberintos del yo, violencia y otras mitologías de otros mundos incluyendo las galaxias, el sol y los frutos— que fueron escuchadas con atención. Yendo al baño por segunda vez me encontré con Charles Baudelaire recién llegado de Bélgica; el hombre no es alto pero sí levemente robusto, no sé cómo describirlo. Dijo de inmediato que la angustia deparada por lo desconocido es el puente hacia el éxtasis; y enseguida desapareció. De regreso al hangar oloroso a vino caliente y canela, me sentí muy contento de ver a Roger conversando amenamente con Elqui y con Jorge. De manera inspirada y estratégica, Charlie organizó el almuerzo del viernes 28 de diciembre e hizo las respectivas invitaciones. Decidimos ir a cenar a un chifa de Belleville, ya era un poco tarde pero algunos querían tomar sopa caliente —wantán, saigonesa, de pato— para combatir el frío ligero, pero frío al final de cuentas. Luego, festejamos la buena faena hasta que la luz del tenue sol parisiense nos sorprendió en un bistró cerca del metro République (sobrevivíamos Jorge Torres, Velarde, Jorge Tafur y un amigo guatemalteco del poeta colombiano).� De vuelta a casa (cambio de línea en Strasbourg-St. Denis y luego directamente a mi futuro domicilio, metro Barbès-Rochechouart). No sé por qué, siempre, me asaltan en el metro flashes diversos, algunos filosóficos, viendo esos rostros graves que dificilmente imagino riéndose, agilizando esas máscaras rígidas con el elástico de la risa. Todos hemos nacido en Arcadia, recuerdo que dice Schopenhauer, y hemos venido a este mundo exigiendo felicidad y placer... hasta que nos damos cuenta que... la masa anónima, medio soñolienta, apurada y totalmente huérfana de risa, de la que a veces formo parte, no se fija, no se maravilla delante el anuncio, señoras y señores, en el teatro musical Le Coq d'Or, de una obra de Rimski-Korsakov cuya dirección musical, puesta en escena, coreografía, decorado y vestimenta... han sido concebidos por japoneses —Kent Nagano, Enosuke III, Isao Takashima—; los bailarines, por supuesto, son rusos. En el Centro Georges Pompidou hay semanas muy especiales consagradas a ese dios del intelecto que fue Roland Barthes. Y la gente pasa y pasa y pasa, sin que estos milagros parezcan interesarle. O tal vez ya están acostumbrados. Normalidad e indiferencia. Ignoro por qué esto me entristece; por eso me alegró tanto que Charlie me haya sugerido, aunque sea en broma, ir al gran espéctaculo de Marcel Marceau, pantomimas estilo bip (no sé qué quiere decir) en el Théâtre Antoine, mirando el afiche con atención, parándose delante de él y escrutándolo, como lo hice yo con el de Rimski-Korsakov, no caminando a diez por hora y con el rabillo del ojo, como la mayoría. Pero ya llego a casa y, en el puente, antes de que el metro se detenga en la estación Stalingrad (aunque tal vez en la Chapelle, maldita sea, otra vez se me pasó la mano con el trago), contemplo maravillado las cúpulas medio bizantinas, medio rosadas, medio violáceas, del Sacré-C�ur al amanecer.

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Marsella, 7 de enero del 2003


© 2003, Miguel Rodríguez Liñán
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