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13 junio 2002

La fiesta del chivo en París

Miguel Rodríguez Liñán

Como el vasito de vino resultaba caro en la Maison de l'Amérique Latine (4 euros) y, sobre todo, exiguo porque muchos de entre nosotros somos gargantasdelata, nos fuimos a la Rotisseria Latina en el 85 de la rue Lamarck, donde por una suma relativamente módica nos ofrecían fuentes de cebiche, empanadas, causa, yuca frita, etc. Y hectolitros de buen Burdeos... Seguía emocionado por el éxito de la presentación, asistieron los poetas Elqui Burgos y Jorge Nájar, dos representantes de la Embajada del Perú, nuestra amiga Yolanda Rigault del CECUPE (Centre culturel Péruvien), Anne Husson subió a dar un vistazo. También asistieron el traductor Julián Garavito y el escritor-editor Efer Arocha, cuyo singular apellido se presta a trasformaciones. Por supuesto bromeo escribiendo esto, pero es que todos tenemos remoquetes, chapas y apelativos diversos, ya sea individualmente o en grupo; por ejemplo, existe un gran grupo de salsa cantada por africanos; se llama Africando, nombre lindo,� hallazgo verbal, una verbalización precisamente, eso tiene un nombre pero no me acuerdo: ¿gerundio?, bueno, algo así; el pendejo de César Escalante, pintor abstracto, conocedor de nuestro culto por Dionisos apodó a la terna con el hermoso gerundio Talibando, es decir, apócope de : «Están libando» ¡Y con ustedes señoras y señores el Grupo Talibando!» Me sentía, en verdad, ebrio de triunfo, de noche femenil y de belleza. Además Alexandra Boullier� —venida directamente de Italia, Maranello, de la Ferrari donde trabaja, más linda que nunca, nos visitaba— y tomaba fotos. Su hermana Marie-Laure y su amiga Caroline Bonizec con Chabuca Cassareto y Sophie Calatayud (con dos amigas muy guapas) ornamentaban el local, aparte de otras féminas cuyos nombre desconozco. ¡Nos vemos todos en la Rotisseria Latina! ¡Y qué vivan las mujeres, carajo! ¡Pero que vivan lejos! Días antes hablé con Julio Quiroz, dueño-gerente de otro restaurante peruano, sito en el 15 rue Croissant, 75002, Metro Sentier, llamado Anaconda... No pudimos coordinar y por tal motivo hicimos el ágape en la Rotisseria, por eso al ver cómo pasaba la cosa Julio se mordió los dedos... Bruscamente tomó la palabra el pintor Alberto Quintanilla y despotricó contra mi ídolo de juventud Mario Vargas Llosa, creo que ya todos estábamos bastante achispados, seguimos comiendo y libando, orgullosos de ser Los Talibando, pero la intervención de mi amigo Alberto fue un bofetón... Me retiro con Alexandra Boullier para cerrar esta noche con broche de oro, llamamos un taxi, llévenos a este hotelucho en Montmartre, por favor, Monsieur... Recuerdo perfectamente el cuerpo de Mario Moreno Cantinflas derrumbándose en el hexágono alto y vidrioso de una cabina telefónica, ¡pum! Es La Bruja. La Bruja en carne y hueso; no sé qué hace en París pero es un artista. César Escalante también lo es, la víspera nos invitó a un cocktail y nos asombró con la plástica abstracción de sus cuadros que se codeaban con la de otro pintor peruano con pinta de mejicano que se pasó la noche cortejando a mi Alexandra Boullier, podríamos apodarlo Juan Charrasqueado. «Que Dios me perdone», le dijo el muy serrucho, «por desear lo que me es prohibido.» Diré dos palabras sobre la pintura de Escalante: me conmocionó esa composición (me disculpo por la cacofonía-falsa-sonancia) —un cuadrado color ladrillo, un rectángulo violeta superpuesto— llamada «La serpiente», cuadro valorizado en diez mil euros... ¡Me saco el sombrero, maestro! ¡La serpiente! «Nos vemos mañana», me dijeron Escalante, Nájar y Burgos, mientras el falso mejicano seguía echándole los perros a mi hembrita... Me puse celoso... para beneficio de ambos porque nos acostamos hermosamente en el hotelucho de Montmartre. Al día siguiente el poeta Róger Santiváñez nos escribió de los Estados Unidos, y José Antonio Mazzotti directamente de Harvard University, y Leopoldo Chariarse de Alemania, donde reside. Diez y treinta de la madrugada. Escamas de resaca barnizadas de contento. Suena el teléfono. Me llama José Alberto Velarde en estado de gracia para almorzar a mediodía, en Belleville. Llego con dos packs de Heineken, por si acaso...

Veo al pintor Madueño —actualmente retirado de la pintura— vestido como para ir al Festival de Cannes (terno gris plateado y corbata marrón claro del mismo color que los zapatos, camisa y medias cremas), al pintor Franklin Guillén pelilargo salido directamente de una película del oeste, feliz por estar con nosotros a esas horas de la madrugada (una de la mañana, de la tarde o de la noche, eso no importa), en todo caso para mí era la madrugada, seguía de pie como un zombi, y con ganas de seguirla. «¿Seco de cabrito a la norteña, con loche y yuca?» Me hubiese gustado prepararlo... Tuve que irme pretextando una cita —falsa por supuesto—. Lo cierto es que necesitaba dormir para llegar fresco a la Maison de l'Amérique Latine. La víspera, Madueño me regaló un extraordinario maletín transparente, el maletín del Hombre Invisible, qué buena gente, tanto él como Eduardo Chachi Agreda Dibós asistieron a nuestro show disfrazados de ministros con impresionantes ternos, sacos y corbatas de primerísima calidad «¡Qué lindo maletín!» «¿Te gusta? ¡Te lo regalo!»... Me escapo ahora, hago un esfuerzo sobrehumano para poner provisoriamente término a nuestras celebraciones. Regreso a dormir al hotelito de Montmartre que todavía huele a la Boullier, que debió regresar a Italia muy temprano, sino la deja el avión: Chanel N° 3, su perfume fetiche, el mío es Kenzo porque huele a perfumadas algas, a océano. Pongo el despertador. Preparo el traje de luces. A último momento cambio de opinión: ya harto de estar encorsetado la víspera, decido ir en bluyín, pero con saco y corbata: Sporting Cristal pero con corvina, como diría el poeta Velarde.� Despierto sobresaltado; es tarde, no hay más remedio que tomar un taxi para llegar a tiempo a la presentación de La fête au Bouc, última obra maestra de don Mario... llego minutos antes, llamo a Hugo Figueroa que ya debe estar adentro, estoy con Frisch Haedo que dice: «Ahí viene, entremos con él.» Estuve a punto de abordarlo pero no me atreví, don Mario tenía un nimbo encima de la corona; caminando confortablemente en su armadura de gris platinado —y mangas de camisa inglesa almidonadas con gemelos rectangulares en los ojales, gemelos de piedra brillante negra, idéntica al brillo de los zapatos— como la cabellera, escoltado por dos o tres mayordomos-senescales, el escritor entró como un rey a los aposentos de la Maison de l'Amérique Latine, muy amable con todos sus amigos o conocidos, Claude Couffon por ejemplo, que parecía el más admirativo de todos, y nosotros detrás unidos al grupo de ujieres, bufones y palafreneros. ¡Abran puertas! Subimos. Me siento con mi compadre Hugo Figueroa y su compañera, al lado de mi amigo Frisch Haedo más conocido en el mundo del hampa como el Gato Frisch Lang. Jacqueline Dumont, hija de mi amigo Jacques, llega después... Todo bien, diálogo y presentación a cargo de Claude Fell, eminente hispanista, y un joven venezolano que trabaja en Gallimard, creo. Don Mario desmenuza divertida y brillantemente (para variar) algunas anécdotas sobre el dictador Trujillo. La plana mayor de la Embajada del Perú, encabezada por Javier Pérez de Cuéllar, está frente a él en un rectángulo de privilegio... Veo aterrorizado a Marcel Madueño que entra en la sala en estado supremo y con ganas de joder... Minutos después irrumpe Franklin Guillén como un aluvión (1949, Carhuaz, Perú, Primer Premio y Medalla de Oro otorgados por la Escuela Superior de Bellas Artes, que fue, entre otras cosas, becario del gobierno francés, cuyos cuadros han sido expuestos en Barcelona, Friburgo, Londres, Amsterdam, Praga, Roma), como un monstruo apocalíptico, como un coche-bomba, desgreñado y telúrico, un horrorizado rumor desaprobatorio estremece la sala, Frisch Haedo y yo nos miramos inquietos, Franklin permanece de pie, desafiante, delante de la terna, don Mario incólume, ya debe tener costumbre. Termina la presentación-análisis, siguen las preguntas e intervención del público, Madueño exige micro, hace una vaga pregunta de corte político, y luego le imputa no haber escrito nada sobre la sierra del Perú, lo que tiene ni pies ni cabeza porque todos sabemos de Lituma en los Andes e incluso de Historia de Mayta, don Mario se lo recuerda, Franklin quiere intervenir, lo tutea fuerte pero no le dan el micro. Interviene el poeta Julio Heredia con otra pregunta (con verbos, sujetos, complementos de objeto indirectos), en buen francés, pero también de índole política. La respuesta es larga como la pregunta, y satisfactoria. De nuevo quiere Franklin tomar la palabra, se la niegan, y se va furioso de la sala diciendo: «¡Si no me dejan hablar me voy!» Y sale empujando gente no sin antes tratarlo de ¡burgués! Don Mario sale magistralmente del trance diciendo que en América Latina uno no se aburre nunca, lo que causa risa, parecía una venganza cáustica de nosotros los bienvestidos, en verdad fue un toque de ironía genial, Franklin sale con su carruaje de dinamita. Vi en ese momento dos polos enigmáticos del arte, el polo norte y el polo sur: Don Mario de Cambridge, el refinadísimo artista sobrio y genial, y Franklin el Indio Telúrico, duende de barro y de tierra, irreparablemente borracho e insoportable, especialista en papelones y desplantes (de pronto lo vi como una suerte de Van Gogh criollo capaz de cortarse las orejas en un arrebato de cólera) es decir, el alfa y el omega, el ying y el yang... con perspectivas redentoras,� se mezclan moléculas de esos monstruos —los nombres importan poco— y todos seríamos felices en el nirvana del Reino del Perú. Abraxás. Eso es. Abraxás. Su nombre es a menudo citado con fórmulas mágicas griegas; muchos lo veneran como una especie de diablo-hechicero, como los que existen aún en los pueblos salvajes. Abraxás. Podemos considerarlo como una divinidad cuya tarea consiste de manera simbólica en aliar el elemento divino y el elemento demoníaco. Hablo, al referirme a lo último, de Franklin Guillén pero también de Alberto Quintanilla, dos monstruos sísmicos, aún estremecido por su fogoso discurso de la víspera, un poco más y grita ¡Muerte a Vargas Llosa! Las fuerzas terrenales contra las fuerzas celestiales... Aturdido por tales elucubraciones, la intervención-perorata del gran escritor francés Guy Scarpetta, que tiene una gran teoría sobre la supuesta esquizofrenia de don Mario —tremendos sujetos, tremendos predicados, puntos y comas y guiones, subordinadas y otras galanuras de la bella lengua francesa— me pareció innecesariamente brillante... Marcel Madueño, otro extraterrestre, pide el micro para decir más... cojudeces. Mientras tanto un señor dominicano probablemente trujillista le pide explicaciones a don Mario... Por fin me armo de valor y pido la palabra, mientras pensaba: por muy absurdo que parezca debido a mis gustos de lujo, ecos de los delirios de grandeza, es absurdo, porque me gusta ir a Milán, a Barcelona para cambiar de aire cuando el bolsillo lo permite, porque me encantan París y la Côte d'Azur —Antibes, Juan-les-Pins, Plage d'Ez—, me siento identificado a la llamada de manera demagógica y tal vez peyorativa «gente del pueblo». Al mismo tiempo me siento tan feliz de dirigirle la palabra a don Mario, tan emocionado estoy que de nuevo me tiembla la voz y me flaquean las piernas; además, goterones de pesado sudor surgen, no era yo, era el muchacho de antaño que soñaba con ser escritor y venir a París, bruscamente me doy cuenta que estoy con don Mario aquí mismo, que es la ocasión requerida para acercarme y hablarle, me siento tan intimidado que no atino a nada, otra vez la maldita bola de plomo helado en el esófago, el horrible sudor pegajoso en las manos. Mi amigo Frisch Haedo notó medio divertido el estado catatónico del que era víctima, la fascinación muda de mi parálisis... Me llevó del brazo casi arrastrándome —apenas atiné a coger el maletín del Hombre Invisible con la mano derecha —, abrió paso entre la mucha gente que solicitaba autógrafos y dedicatorias, que lo asediaban, abran paso señores, abran paso, este es el escritor que presentó su novela ayer, abran paso, y de un empujón me puso frente a Mario Vargas Llosa. Con un hilo risible de voz le dije: «Don Mario» «Mucho gusto —dijo él—. ¿Usted también es escritor, verdad?» Hilo de voz prácticamente inaudible y afirmativo... De puro milagro logré articular o balbucear que quería regalarle un libro, volvió a sonreír el semidiós encorsetado en terno Pierre Cardin valorizado en dos mil euros mínimo, se lo entregué, no le hice dedicatoria porque no me atreví... de pronto veo a Franklin Guillén en un pueblo de tierra, durmiendo sobre lecho de paja, en un arrabal de adobe por cuya ventana se ve la estatua de Francisco Bolognesi tamaño de la estatua de la Libertad que indica la frontera con Chile... ¿Estamos en un pueblo de la sierra de Tacna? Vamos a un mercado de la prehistoria donde se venden extraños animales lanudos mezcla de varios auquénidos. Bebemos ayahuasca del árbol-madre... Sólo veo piedras y tierra, tierra y piedras, agua, yerbas, animales sobrenaturales y seres pacíficos en mi delirio... De vuelta al gran salón de la Maison de l'Amérique Latine me encuentro cara a cara con el gran escritor Jorge Semprún, ministro pasado o actual de España, algo quise decirle pero no pude, traté de sonreír... Una vez más oportunamente vino Frisch a socorrerme, hice una venia a Javier Pérez de Cuéllar y esposa, no me atreví a darle la mano pegajosa, saludé de paso al escritor francés Guy Scarpetta, logré salir de la sala. Totalmente aturdido me senté junto a Mario Wong, quien me presentó a un señor angélico, que me saludó como si nos conociéramos de toda la vida: el poeta Rubén Barreiro, embajador de Paraguay en París. «Regálale un libro», me instó Wong. Sin pensarlo, feliz, saqué el penúltimo ejemplar que sonreía en el maletín del Hombre Invisible. Ya estaba tranquilo, interiormente todo había vuelto al orden, de modo que le hice dedicatoria y hablé con ese gran señor. Salimos. Vimos a Franklin Guillén como tambaleándose en otro planeta, mirando al trozo de Huascarán que se cayó como un pedacito de raspadilla y sepultó Yungay y Ranrahirca, como un coche-bomba en reposo, fue necesario evitarlo. Y nos fuimos a tomar unas chelas en el bar de la esquina, frente a la boca con tufo de neón del Metro Solferino.

Marsella, 25 de mayo 2002



© 2002, Miguel Rodríguez Liñán
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