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28 julio 2003

Clark en Vaduz

Miguel Rodríguez Liñán

 

Ese día me llamó Mario Wong para que nos encontráramos con Leopoldo Chariarse, de paso por París. Dos semanas atrás, precisamente, había hablado por teléfono con el poeta, sí, nos vemos allá. Y, lo más curioso, una suerte de austerianismo: antes del mediodía me llamó André Coyné; estaba muy contento con un trabajo-entrevista que le hice el año pasado en Montpellier*, pronto viaja al Perú, me saludas a Leopoldo. La cita es en Saint-Michel, en el Bar-Café Le Rostand, bajo en el Metro Luxembourg, puntual como un suizo, con lentes de sol, hoy es un día magnificente de luz. Pedimos con Mario una chela belga esperando al poeta, quien llega pocos minutos después, apretón de manos y abrazo.

—¿Dónde está Homero? pregunta algo extrañado. Hace días que trato de comunicarme con él pero no responde.

Efectivamente, los nexos, bueno, algunos de los múltiples nexos de Chariarse con París somos Homero Velarde, Wong, y yo, adeptos del bienestar a todo nivel, puesto que también somos filósofos serios al amanecer.

—Se regresa al Perú —le informo—, y anda muy ocupado.

—¿Se regresa al Perú?

—Definitivamente. Vamos a perder a Charlie.

Leopoldo sonríe. Tiene el sombrerito de tela o fieltro de la última vez, su aura es benéfica, sus gestos pausados, serenos, hasta su asombro parece sereno, mientras que yo me estoy volviendo loco con el exceso de luz, con la bulla, y ya quiero otra chela, nervioso y espídico.

—Un capuchino con chantilly.

Siempre le gusta evocar los espíritus de Julio Ramón Ribeyro y de José María Arguedas, de quienes fue amigo; con este último estudió etnología, entre sus múltiples estudios —francés, italiano, piano, laúd, arpa, literatura, religiones antiguas, yoga y meditación—. Se conversa de variados temas, parece que Ribeyro y Arguedas están con nosotros, y también Francisco Paco Bendezú, quien escribió un prólogo, en 1999, a Los Sonetos. Hay mucho ruido en la rue Gay Lussac, muchos carros, mucho estrés, incluso mucha luz, Leopoldo sugiere reposadamente ir a tomar té y comer exquisitas golosinas en chez Dalloyau, maison de gastronomie fondée en 1802, que es una de las más famosas de París, vamos pues. Subimos. Las escaleras están cubiertas de alfombra granate, y un tubo dorado, que ajusta la alfombra en cada ángulo, separa un escalón del siguiente. El molesto ruido exterior se disuelve por completo cuando nos instalamos en el segundo piso, separado de la humanidad, sinónimo de estrés, por amplios ventanales de doble vidrio. Por esos luminosos rectángulos se ve la fuente griega de abajo, donde un duendecillo báquico baila inmóvil, y los chorros de agua surgen de todos sitios como delicados géiseres. Pedimos golosinas refinadísimas que no sabría describir, mientras se habla, ahora, de fonética, de política internacional, de Green Peace y de ecología con Xavier Brault, acaba de llegar, es muy simpático, Mario habla de geopolítica con él, es un amigo de Leopoldo, pero yo permanezco hipnotizado por el duendecillo de la fuente, por los delfines que graciosamente vomitan agua y luz.

Ese día, llegué muy excitado, medio tembleque y balbuceante, a los inmensos aposentos de la Agence Monde: un magnífico monstruo arquitectónico, circular y masivo, con un millón de puertas, un millón de ventanas, un millón de periodistas, situado frente al Sena y con vista a la Torre Eiffel. Había huelga, y París, en lugar de paralizarse para respaldarla, para apoyarla con la inacción, estaba más alborotada que nunca por los problemas de transporte. Pero me habían dado cita ese miércoles, huelga o no tenía que ir, estaba en juego una posibilidad de trabajo para este inútil en la Agence Monde, ya me veía trabajando en la Agence Monde, tendré un supersueldo, de nuevo seré rico... ¡Taxi! Paró un Mercedez-Benz negro diamante. Me informé sobre la huelga. Pero había esperado casi media hora para detener un taxi, todos estaban ocupados, el transporte y la gente medio enloquecida, los policías de tránsito tergiversando el orden de los semáforos, pitando y pitando, toda la ciudad está como asfixiada, cojitranca, víctima del desorden huelguístico. Hay millones de personas a quienes la huelga no concierne, no les huelga, o tal vez no están de acuerdo con Olga, a mí tampoco me concierne, y que, llueva, truene o relampaguee, van a trabajar. Bajé como Clark Chimbote, ajustándome los lentes rojos, del taxi climatizado. Miré al Diario El Planeta de Metrópolis. En verdad, me sudaban las manos, el corazón me latía fuerte, sólo esperaba ser socorrido por Jaime Olsen o, tal vez, enamorarme ipso facto de una Luisa Lane, quien, después de una cena de salmón y champagne coronada con amor muy correspondido, me redimiría de mis diez mil, doce mil, quince mil euros, ya no sé cuánto, de deudas. Llegué, después de preguntar y dar vueltas, a la dirección indicada: puerta F, sexto piso. Es que el Señor Director había tenido la gentileza de llamarme para el interviú, yo le había escrito una carta más desesperada que la de Neruda, estoy con la soga al cuello, deudas, prestamistas, ujieres, incluso deudas personales con amigos y familiares que se apiadaron de mí, no sé qué hacer, déme una mano. Y el Señor Director me la dio, lo demás no importa, se lo agradezco para siempre. Para colmo de males, Clark Chimbote llegó medio copeteado. No sé por qué Clark se atreve a hacer cosas tan estrambóticas. Debe estar medio chiflado por la kryptonita de su confusión. Su futuro, su pasado y su presente dependen, tal vez, económicamente hablando, de este interviú, pero tan alegre está, ya imaginándose apoltronado en un sillón de cuero giratorio, llamando por teléfono, transmitiendo y de vez en cuando emitiendo ordenes y consignas, que se ha tomado una botella de Côtes du Rhône con el almuerzo... Pero ¡qué luz ese día de la huelga! ¡Qué resplandor! Vi esos versos de Chariarse del poema titulado «Solsticio»:

¿Sientes la primavera?
Te pregunté
Si la sientes
En lo más frío del invierno
Como yo el amor
Divinamente irradiando
En tu desdén

Mientras, saludo a Marta Doig, qué amable, me invita a sentarme, esperando al Director. Observo. Cada periodista en su buró, detrás de su ordenador, escribiendo, comentando, dando cuenta de las catástrofes cotidianas de la humanidad y otros acontecimientos menos abundantes que éstas. Tal es el mundo. El Planeta. Atentados, guerras, terremotos. La Bolsa, la economía, el eterno Don Dinero. Una revolución por aquí, un desfalco por allá, un suicidio importante en Liechtenstein. Y ese borrachín irresponsable de Clark pateando latas en París. El Director es afable, sonriente, una crema de persona, tiene buena energía, el contacto invisible ocurre con naturalidad, a pesar de que Clark transpira. Minutos antes, saludé al poeta Alci Cepeda y al fotógrafo Marino. Los lentes rojos de Clark hablan de su perezosa vida en Marsella, de las plagas actuales que lo afligen, y de su oficio de escritura: está preparando con todos los hierros el borrador de otra novela, pero la vida en Metrópolis es demasiado cara, no sé qué hacer aparte de escribir como un loco. El Director, creo, se muestra satisfecho por mi nerviosa performance, te voy a presentar al director de redacción de América Latina, ven. Por fin me tranquilizo, todo vuelve a nivel, respiro frescamente después de haber repetido como un mantra el poema de Chariarse. El redactor en chef es un periodista argentino atareado a millón —y yo no sé por qué Clark ha llegado al Diario El Planeta como un gallito sobrador, tuteando a raimundo y a todo el mundo, como si fuesen viejos conocidos—, intercambiamos datos, la cita futura, tarjetas, este viernes no, el próximo, lo apunté en mi libreta. Pero tan ocupado estaba el chef que me supe de sobra y me retiré rápido: ya nada tenía Clark que hacer en la Agence Monde. Bajé medio delirante, con la adrenalina bullendo, a la Avenue du Président Kennedy, rumbo a no sé dónde, tal vez a Châtelet, no hay Metro y no vuelvo a pagar dieciocho euros de taxi ni por san putas, mejor los convierto en chelas, no sé cómo regresaré a casa, de todas maneras pronto seré platudo e hipersolvente otra vez, comilonas, mujeres, bebetas, jardines y fiestas. Subí al bus que iba al Hôtel de Ville, la 72, pero como se demoraba mil quinientas horas por la huelga y el tráfico trabado, me bajé en la Place de la Concorde.

Ese día, cuando salí apabullado de la interviú con el chef, llegó Durazno. Estaba deambulando como un zombie por el boulevard de Sébastopol, rumbo a no sé dónde, tal vez a Beaubourg, quisiera tirarme al suelo frente al monstruo de Beaubourg, admirar sus tuberías y alambiques para recordar simplemente la primera frase del Tratactus logico-philosophicus: El mundo es todo lo que ocurre. Y lo demás a la mierda, pienso. Compré pues una Heineken de medio litro y me tiré al piso frente a Beaubourg, maletín y chaqueta por los suelos como viles objetos, cuando ocurrió eso: vi un mono acostado en el prado, un mono bien empilchado e increíblemente parecido a Clark Chimbote, pero repleto de silencio y mezozoico por la tarde. El silencio interno parecía llegar —seguramente llegaba— de la Edad de los Metales, de cualquier sitio, de cualquier siglo, como un sentimiento salvaje de la mejor tarde. Increíble, esto. Hay muchos turistas, caricaturistas y dibujantes, mientras Clark estudia, serio, tres posibilidades: 1) zambullirse, como un vulgar suicida, en la zanja del Metro (esa gente que se suicida espera premeditadamente el Metro a la entrada de la estación y ¡pum! se tiran contra el monstruo cargado todavía de velocidad ¡pum!, que los proyecta a veinte metros ¡Plaf!... luego vendrán policías y ambulancias a recoger la papilla con maletín y todo) 2) pedir la nacionalidad francesa, de modo que pueda sin remordimientos convertirse en clochard, pero no en cualquier clochard, Messieurs'dames, en un clochard de la Comunidad Europea 3) llamar a Pepe Velarde o a Charlie para tomarnos unas chelas. O a Hernán. Pero no tengo el teléfono de Hernán y Charlie anda muy ocupado con su mudanza; en eso, como por telepatía, llama Velarde. No sé cómo ni por qué, pero ya varias son las veces que Pepe y yo nos comunicamos por telepatía. Son las cinco, las seis de la era del mesozoico por la tarde, le digo que lo espero, ven rápido, compadre, en el Cavalier Bleu, esquina de la rue Saint Martin con la rue Rambuteau. Y, de pronto, un ramalazo de felicidad, puesto que esta noche llega Durazno directamente de Milán (¿o de Lyon?), en todo caso llega, ya está confirmado, para salvar con su duraznesca y tangible presencia a ese miserable de Clark, se quedará seis días en París, con toda seguridad la traigo a mi covacha mesozoica de la rue du Faubourg Poissonnière... Atelier Brancusi, Museo Nacional de Arte Moderno, dice la pared de enfrente. Y sol a patadas. Y bufones-saltimbanquis modernos. 24 grados centígrados en el bosque. Hay exposición de Nicolas de Stäel. Pasa un avión a chorro y Clark Chimbote se levanta pensativo rumbo al Cavalier Bleu. Kandinsky. Kandisky otra vez. Entre sus varias enfermedades mentales —delirios de grandeza, egolatría, esquizofrenia, erotomanía y misoginia, amén de su dipsomanía irreparable... debido a sus orígenes, podría considerarse que Clark es, por decirlo así, etilómano de nacimiento, y que su primer trago se lo echó sin duda en el paraíso amniótico: in utero— Clark padece también de paranoia, por eso Kandinsky lo persigue. Der Blaue Reiter. Trato de leer, pero a los pocos segundos veo el libro de Wittgenstein con asco, parece una tarántula lógica supurante de racionalidad. Me siento muy confuso. En eso, gracias a Dios, llega Pepe. Le cuento los avatares de Clark en la Agence Monde. Ignoro por qué Clark estaba totalmente convencido de que le darían el puesto en bandeja, pase Mister Clark, instálese ¿cuántas secretarias necesita? Tres. ¿Y por qué tres, Mister? Dos es número par. El mundo es redondo e impar, por eso necesito tres. Recibí la diplomática negativa del chef como un uppercut con su respectivo gancho al hígado, le digo a Pepe, pero ya encontraré otra cosa. Siempre es un gustazo hablar con Pepe. Hablamos horas y horas, como comadres de callejón, siempre tocándole los pies a esa belleza interplanetaria llamada poesía, pero sin halagarla, poniéndola en su sitio, quédese usted quieta allí, mi amor, nosotros somos los transmisores-intérpretes. Me fui a las nueve, nueve y media, necesitaba descansar un rato, Durazno me había dado cita en el bar restorán discoteca La Pachanga, en Montparnasse.

—C'est une ambiance ouatée —dice Leopoldo en francés, con agrado manifiesto—. Como el interior de los cruceros de A. O. Barnabooth.

Wong y yo pedimos un finísimo vino Chablis, diez euros el vaso, para catalizar las golosinas, Leopoldo toma un té especial de no sé dónde, propuso té para todos, pero le dije bromeando que Mario no era inglés, y yo tampoco. Luego, se habla de la importancia de la voz. Del timbre, la respiración, del diafragma. Leopoldo explica y nosotros somos todo oídos. El aire pasa por el filtro de los pulmones, filtro color pulmón, y con la ayuda de la vibración de la lengua, se transforma en un morfema, en una palabra. Y significa algo. Esto es un milagro gracias al oído, a la percepción auditiva que lo absorbe y pasa por otros filtros muy sensitivos. Luego, la entonación (recitó unos versos suyos como cantando), y de nuevo la fonética, del griego phônetikos, que, precisamente es importante porque estudia la acústica, la fisiología del aparato fonador. Mientras tanto, Brault vuelve al tema de la ecología y la globalización. Digo que, hace poco, he escrito algo referente al tema, de modo que me invita a un coloquio sobre los OGM (Organismos Genéticamente Modificados) en los sectores de la agricultura y alimentación. Se trata de un asunto diabólico de trastoque y modificación de los genes. El gobierno de los Estados Unidos, por supuesto, con sus multinacionales, es el protagonista principal del monstruoso asunto: es algo peor que los caprichos eugenísticos de Hitler. Y Stalin les queda chico, como todo. Esos científicos de ficción insertan o combinan códigos genéticos distintos en un organismo vivo cualquiera, planta, animal, por qué no seres humanos, para crear monstruos genéticos, fuertes y resistentes, que puedan ser vendidos a trillón por las multinacionales. El tema me interesa. Verduras, hortalizas, frutas e incluso animales comestibles son inventados para regocijo del Gran Consumo Universal.

—Deberías escribir una serie de artículos sobre eso —me instiga Leopoldo.

Pero de pronto, loco distraído, recordando la conversación anterior, pienso en lo difícil que resulta para un hispanohablante la pronunciación correcta de la lengua francesa. El castellano tiene cinco vocales. La nasalidad no existe. El francés, catorce por lo menos, verbigracia: vocales orales de un solo timbre, semivocales que también pueden considerarse semiconsonantes, las famosas vocales nasales, vocales orales de doble timbre... No sé por qué pienso en esto mirando al duendecillo fáunico de la fuente: será porque estamos hablando en francés, por el sonido. Nos despedimos. Leopoldo paga la cuentita. Pronto serán las siete. Salimos con Mario por el boulevard Saint-Michel, hasta Beaubourg, donde hemos concertado cita para el aperitivo con amigos franceses. Después, iremos al restaurante peruano Pachamanca. En París hay un millón de restaurantes, pero nosotros queremos ir al Pachamanca, impasse Berthaud, rumbo a un lomo saltado, en lugar de meternos, por ejemplo, al Clos du Vert Bois, rumbo a unas Coquilles Saint-Jacques aux légumes sauce citron, con su respectivo vinacho blanco de Cassis helado. Pero hoy es lunes. El Pachamanca está cerrado. De modo que fuimos a un buen chifa.

Durazno llegó con ganas de fiesta, para un encuentro con ex-condiscípulas de la Universidad de Provenza, diez años después, las chicas de veinte ahora tienen treinta, el 90% casadas y con hijos. Vino con mi amigo Jacques Prybylski, conocido en el mundo salsero como Jack El Oso. Pero ese viernes de mi debacle, andaba yo medio alicaído, con la depre, sólo consolado por la presencia de Durazno, y quería emborracharme con el cantinero para luego matarnos a balazos —lo que nos evitaría pagar a los Mariachis—:

Y borracho y cantinero
Seguían pidiendo y pidiendo
Mariachis y cancioneros
Los estaban divirtiendooo

Pese a todo, con dinero o sin dinero, hago siempre lo que quiero y mi palabra es la ley, no tengo trono ni reina, ni nadie que me convenga, pero sigo siendo el reeeyyy. Sólo tenía diez putos euros en el bolsillo, la entrada ocho, el vestiario dos: quedé pelado, qué vergüenza. Felizmente andaba por allí de juerga Chachi Dibós con un grupo de amigos, le dije que estaba esperando a Durazno, perdón, a Chancho Blanco, Chancho Rosado, y me invitaron una chela de medio litro en la barra. En eso llegó Chancho Blanco esplendente como una diosa. El primer besito formal en la mejilla fue cálido pero vagamente amistoso; y la pista, buena pista, de parquet, de La Pachanga, estaba full, hirviente de mujeres, chanchos de todo color, blanco, rosado, amarillo, pardo, ébano, zangoloteándose con primos africanos que merodeaban como chacales en pos de los chanchos. Bailamos hasta el amanecer, no sé cómo hice porque Clark anda medio cojo, medio tuerto, casi no ve con el ojo izquierdo, Fátima era la disc-jockey, después de la desgracia, la gracia, y el mundo una lotería-porquería, pero no importa, aquí estamos con salsa y merengue, la profunda miseria de Clark, pronto, será transfigurada en gloria. Salimos al amanecer. En el coche de Prybylski convencí a Durazno para que se viniera a mi covacha. Como se mostraba medio reticente le dije:

—No, no, no te tocaré para nada, sólo dormiremos juntos, como amigos— chanchos, tú chancho blanco, yo chancho pardo.

Pero lo mejor, al margen de los chanchos, ocurrió al día siguiente, cuando nos reunimos en el Sacré Cœur con las chicas y los chicos compañeros de promoción de Durazno. Prybylski y Bernard eran los únicos varones de ese grupo tan simpático y dinámico. No sé por qué yo estaba convencido de que la reunión era en la parte de abajo, al terminar la rue Steinkerke. Y como nos encontramos con Francine en la esquina del Boulevard Rochechouart con ese otro boulevard que conduce al Mercado de Château Rouge, me vine caminando con las dos mamis, ufano y plumescente cual pavo, sacando pechito, ya fantaseando. El incontro era arriba. Chris debía llamar, no se sabía muy bien si era arriba o abajo, en fin, Durazno y Francine subieron parlachineando como loras, vengo de Madrid, yo de Lyon, ¿y ya no trabajas en la Ferrari?, no, ya no, te cuento después. Vi lentamente escalar por las escaleras a esas mujeres tan guapas de nuevo pensativo (Clark tiene el vicio de la pensadera), y fui a comprar una Heineken antes de subir al funicular... Un día más, un día menos, de todas maneras las relaciones causales del horrible Wittgenstein me importan un carajo; y si de pensar se trata, sólo quisiera convertir esos gusanos mentales en imágenes y metáforas. Por eso me parece maravilloso estar de nuevo con Durazno y sus amigas, ya llega Chris, Séverine, Eve, Nathy, Réjiane y Bernard ya están allí, el Sacré Cœur se ve lindo atrás, como telón de fondo. Prybylski llega atrasado pero llega, complètement essoufflé, muy contento, todas y todos estamos contentos, hay contentura en el aire mientras fotos por aquí, fotos por allá, flash flash flash, Daniel viene directamente de Aix-en-Provence, de la Bouilladisse, es el marido de Chris, es marino mercante, lo conozco de hace cuchucientos años, de Aix, me parece increíble verlo ahora, aquí, en París. Antes de ir por las callejuelas de Montmartre-Place du Tertre, rue Norvins, rue d'Orchamp hasta la placita Goudeau a un bar medio punk para el aperitivo- miro la basílica del Sacré Cœur: un dinosaurio mesopotámico medio arabesco, teñido de rosa naranja montmartre por el atardecer discreto. En el bar, chelas para todos, ¿qué han hecho durante estos diez años?, todas y todos hablan, de nuevo un ramalazo de felicidad, que la Agence Monde se vaya a la mierda, yo estoy aquí con Chancho Blanco. Séverine se retira estratégicamente para preparar el terreno de la fiesta que seguirá, festeja sus treinta años con salmón y champagne Heidsedeck. Eve tiene un hijo. Francine trabaja en Madrid para una multimillonaria itinerante: la Signora di Piaggio. Francine administra y organiza los asuntos de la Signora mientras ésta cena con príncipes en Liechtenstein. O con Silvio Berlusconi en Roma. Y, aunque no le gusta París, Francine parece contenta de estar en Francia, luego del aburrimiento jet-set en Madrid Pero... ¿por qué no Clark en Liechtenstein, con Durazno y con Francine, amparados por los trillones de la Signora di Piaggio, quien por lo demás todavía debe estar buena? Clark con ambas de la mano, o sujetándolas por los armónicos talles, como un gallito, rumbo al castillo de los príncipes en Vaduz. Frac o smoking. O con un insolente liqui-liqui —como García Márquez— que conserva en un baúl hermético para cuando le den el Premio Nobel que ineluctablemente recibirá. Pero estamos en Liechtenstein. El chofer de la limosina es francés, tiene bigotes color zanahoria en forma de manubrio, guantes blancos, chaqueta blanca, kepi blanco de chofer, se llama Antoine. Mónaco, Liechtenstein y Andorra son los principados que Clark prefiere. Sus zapatos, comprados en una boutique del boulevard Saint Germain, no son de charol pero brillan más que el charol. Clark también tiene mucha simpatía por Antibes, Saint-Tropez e Ibiza, pero sólo los week-ends y para las orgías (casi me sale la rima).

—Clark...

—What happens, darling?

—Tu corbata michi está torcida, dice Durazno.

—¡Jum!

Francine la endereza, mientras que Clark Chimbote descubre que Liechtenstein y Wittgenstein riman.

—Está usted totalmente debatiéndose en la incertidumbre —le había dicho Clark al chef—, because I'm the best. —La bestia. La bestia entre las bestias.

Y luego, saliendo de la Agence Monde después del educado shot argentino del chef, Clark se metió en una cabina telefónica a mil por hora, se arrancó la ropa civil, quería mostrar el superpiyama de licra rojiazul de Super Clark, con el ajustado calzoncillo rojo por fuera, liberar la capa, y quiso volver volando al sexto piso de la Agence Monde, ¡zás!, se abrió saco y camisa, pero en lugar de la gran Ese de Super Clark, aparecieron dos letras en el heptágono del pecho: SB: Super Borrachín. Y no pudo alzar vuelo.

Estamos en el bar semi-punk de Montmartre, donde Bernard se ha convertido en perfumista profesional —aunque ignora la existencia del sublime Jean-Baptiste Grenouille y El perfume, de Patrick Sünskind, que es la más espléndida sátira escrita inspirada en los franceses—, es un tipo encantador, guapo, espero haya amado a tres chicas del grupo por lo menos. Séverine trabaja en diseño, en la disco y en Sony. Eve en el cine. Chris es la más risueña de todas. Siempre ríe. Y está buenísima. Nathy trabaja en Air-France, Réjiane es coordinadora de comunicación, creo que trabaja en La Guadalupe. Caroline, en Ayuda Humanitaria pro-América Latina; conoce Cuba, México, Perú. Francine con la Signora di Piaggio. Durazno ha trabajado en la Ferrari, motivo por el cual mis carnets son amarillos Ferrari... pero ahora Durazno habla de un proyecto de hotelería en Lyon. Prybylski es asistente jurídico, amén de salsómano. Qué linda esa reunión, esa fiesta en casa de Séverine amenizada con los chistes y desplantes del germánico Christopher (Clark hubiese querido llamarse Christopher Lee para morderlas a todas). Regresamos en taxi con Durazno y Francine. Stop. Tengo una botella de vino blanco en el frigo... Tal vez...

París, 9 de junio del 2003

* * *

* Véase la crónica de esta entrevista en Ciberayllu: «Visitando Montpellier. Encuentro con André Coyné», enero, 2003.


© 2003, Miguel Rodríguez Liñán
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Para citar este documento:
Rodríguez Liñán, Miguel: «Clark en Vaduz», en Ciberayllu [en línea]


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