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19 mayo 2002

¿De dónde son los cantantes?

Miguel Rodríguez Liñán

Ceñidos por dos acontecimientos-coincidencias (¿azar, fatum, destino?) para mí extremadamente felices y tal vez significativos, presentamos con éxito la novela chimbotana* este pasado 23 de abril en París. Los menciono porque soy muy supersticioso; por ejemplo: no me vuelvo a poner un calzoncillo de fiasco sexual con mujer nueva; lo quemo y jamás de los jamases compraría otro del mismo color... Una semana después de los acontecimientos no se me borra esta sonrisa-máscara que tengo adherida al rostro. Seguro que hay en ésta algo de vanidad, de fatuidad y autocomplacencia; pero también es algo simple y natural como el celeste oxígeno que respiro mezclado con algunas pelusas de polen. El primero: me informaron amigos de la UNESCO que ésta institución decretó el 23 de abril Día Mundial del Libro hace pocos años, cuando se supo —no sé cómo ni de qué forma— que Cervantes nace o muere en esta fecha, 1547 o 1616. El poeta Julio Heredia, de trato difícil puesto que se empecina en poner la política por encima de la literatura en su conversación, no vino a la presentación porque, precisamente, hacía la misma noche y a la misma hora una lectura-comentario del Quijote en el Instituto Cervantes de París. La segunda coincidencia me fue comunicada la víspera de mi viaje a la Ciudad Luz por la coordinadora general de la Maison de l’Amérique Latine, Anne Husson. La llamé para definir las últimas precisiones del conversatorio-presentación; me dijo de inmediato que Mario Vargas Llosa en carne y hueso presentaba al día siguiente, en el mismo local pero por supuesto en una sala especial con piso de mármol, amplios ventanales con cortinas de terciopelo granate y vista al magnífico jardín, la versión francesa, ediciones Gallimard, de La fiesta del chivo, y que ella no vendría a nuestra presentación, nos vemos al día siguiente. Puse el grito en el cielo para mis adentros, no lo manifesté; y hubo un quid pro quo diplomático pero levemente tenso por esto; porque tanto invitaciones como patrocinio oficial que yo pensé nos estaban destinados («consultaré con la agenda del embajador, estará encantado de patrocinar el evento», me había dicho días antes la encargada cultural Maki Miró Quesada), fueron transferidos por inercia a don Mario superstar. Protesté diciendo que Mario Vargas Llosa, nuestro Flaubert-Balzac, candidato al Premio Nobel, no necesita de nadie ni de nada para lo suyo, en cambio yo sí por ser principiante (me dieron la mano y me fui hasta el codo como siempre, y me importa un bledo que después el poeta Heredia me tratase de sobón-comodín-oportunista), qué pasa carajo, no se vayan a echar p’atrás, es cierto que aprovecho de� una coyuntura del instante, y qué, todo es instante, humo y nada. Después de este berrinche creo que Maki se ablandó —aunque no utilicé ninguna mala palabra en la correspondencia—. Nuestra presentación, me dijo, contaba con el apoyo y aval de la embajada, y que ella tomaría la palabra para recalcarlo antes de comenzar, uf, todo en orden. Después de estos acontecimientos hice algo que sólo hago pocas veces al año: emborracharme solo pensando en el poeta Anacreonte, feliz y aturdido pMiguel Rodríguez: Leyenda Del Padreor lo que cualquier día nos puede deparar; fue algo saludable y celebratorio porque al día siguiente amanecí fresco como una lechuga recién extraída del huerto. Y me gasté una fortuna llamando a Raimundo y todo el mundo, familia, amigos, vecinos, vecinos de los vecinos, en el Perú.

Los cantantes concertamos individualmente nuestra actuación con seriedad y rigor; este contexto anímico cohesionó el grupo musical. Metro Solferino. 217 Boulevard Saint-Germain. Les había rogado a los cantantes que fuesen puntuales; y, puntualmente, transgrediendo nuestros latinoamericanos vicios, nos encontramos allí para tres ajustes en cuanto al orden del conversatorio; quisimos hacer algo iconoclasta: colocar dos botellas de buen Burdeos intercaladas entre los botellones de agua mineral oficiales, pero no nos atrevimos; mejor dicho no me atreví; hice hincapié en lo del protocolo digno de respeto de tan prestigioso local, después nos emborrachamos entre nos. Lo cierto es que me devoraban los nervios, me relamían voluptuosos los malditos, me paralizaban. Una bola de plomo helado me subía por el esófago; y tenía la boca almidonada y pastosa, vamos a tomarnos un par de cervecitas para relajarnos. Para colmo de males los cantantes llegaron vestidos normalmente, tranquilos y risueños; yo estrenaba camisa y corbata italianas con mi traje de luces, esto me causó mayor aprehensión, le dio otra razón de ser a mi timidez. A un cuarto para las siete entramos a los suntuosos aposentos de la Maison de l’Amérique Latine, apúrense, nos dijeron, están atrasados (la función comenzaba a las 18h30 en punto), la encargada cultural de la embajada espera, Yolanda Rigault espera, todos esperan, vayan. Efectivamente en el auditorio había cien ojos monstruosos y, al cabo de un cuarto de hora, doscientos, doscientos veinte ojos, empecé a transpirar de manera comprensible, empieza, compadre, le dije al poeta José Alberto Velarde, y comenzó el show de los cantantes con fuegos artificiales del verbo luego de unas pocas y eficaces palabras del director de orquesta que dijo cómo nos conocimos en noviembre del año pasado, de las diligencias que hicimos para conseguir local, de nuestro común amor a la poesía, el arte culinario y la conversación alturada, antes de presentar a la terna. Sin otra transición, Pepe rápidamente le pasó la batuta al escritor colombiano Julio Olaciregui quien citó, con naturalidad y desenvoltura, un pasaje de Las Bacantes de Eurípides, para comenzar. Recién me tranquilicé. Colgué el traje de luces en la silla confortable y giratoria, hacía calor y los reflectores eran antorchas, y pude cantar con voz firme, no como en Chimbote cuando la emoción me desgajó la voz: «Dos traumatismos importantes se conjugaron y permitieron la redacción de este libro. El primero fue una fractura doble de astrágalo que me infirieron jugando fútbol, mi verdadera pasión de entonces. Este accidente me hizo comprender que el fútbol no era para mí y, al mismo tiempo, me permitió descubrir la literatura. Durante los dos meses que pasé enyesado, de puro aburrimiento, de no saber qué hacer y de casi volverme loco de inacción, empecé a leer mucho y hasta escribí algunos poemas. El segundo fue un accidente automovilístico ocurrido más de veinte años después en la frontera franco-suiza, y se lo debo al amor y a un jabalí... un jabalí que atravesó la estrecha carretera de montaña, mi compañera frenó, el coche resbaló en una placa de hielo, se estrelló contra un árbol. Pasé un año interno en el hospital, y seis meses externo. Al cabo de dos años volví a caminar. Pero, gracias a esta desgracia que me confrontó con la muerte, pude recién dedicarme a la literatura seriamente, a la redacción de esta novela que no en vano trata de la muerte. Dice Jorge Luis Borges que, desde siempre, dos temas se repiten en la literatura de Occidente: las peripecias de Ulises y su retorno a Ítaca y la historia de un dios que fue clavado en una cruz; ambas giran por supuesto en torno a los ejes ineludibles del amor, la muerte y el inexorable transcurrir de la vida abocada al recuerdo y a la memoria. Las correspondencias están lógica e inextricablemente amalgamadas en un tejido de correspondencias y de vasos comunicantes. Muchas veces me he preguntado ¿cómo es posible que veinte años después de lo que relato sigan tercamente asediando mi espíritu las mismas obsesiones, los mismos sueños recurrentes, los mismos fantasmas? La materia obsesiva es pues el nervio gravitante del acto creativo, el meollo del volcán interno, el epicentro neurálgico, el ojo del huracán emocional. Todo escritor o aspirante a serlo puede siempre convocar los fantasmas del pasado para elaborar una sinfonía personal que se cristalizará en forma de poema, de cuento, de novela. Estoy muy feliz de estar esta noche aquí con mis amigos escritores y poetas y con ustedes, cuya presencia es un apoyo y también un honor. Quiero terminar esta primera intervención con una frase del poeta Antonin Artaud: «Je ferai seulement tout ce dont j’ai rêvé dans ma vie, ou alors je ne ferai rien.»

Julio Olaciregui habló en su análisis de los padres griegos ( «Un hombre sin vicios es la encarnación misma de la imperfección», pensé), del numen, del daimon, del demonio. El concepto griego del daimon-demonio no fue similar ni paralelo al judeocristiano. Entre helenos, demonio equivalía a genio inspirador de los actos del hombre, especie de ángel de la guarda que acompañaba al individuo. Plutarco lo presenta como amigo del hombre, al que llama la atención sobre sus deberes y aparta de los peligros... Sentí que la cultura es algo irrevocablemente hermoso, algo fresco y espontáneo cuando se muestra de manera natural como una dentadura limpia del sarro de la pedantería, qué bello es saber que Sófocles escribió la tragedia de un rey, Esquilo Los siete contra Tebas, y Eurípides, precisamente, Las bacantes, de donde proviene la cita. Muchas gracias, Julio. Aunque sólo mencionaste a Eurípides, yo pensé de inmediato en la inmortal trilogía. El día anterior, dijiste, habías conversado con Alfredo Pita sobre mi libro. El autor de El cazador ausente detectó pasajes de inspiración faulkneriana. Es cierto y lo admito a mucha honra; tengo una gran deuda con ese gran maestro como tantas y tantas más, la lista es demasiado larga, estoy endeudado para toda la vida... Regresó la batuta al director de orquesta que habló de la diversidad de temas, del norte chico, de la gastronomía peruana como leit-motiv, e intercaló preguntas capciosas en su comentario, me acuerdo de esa que me desconcertó: la madre es una presencia borrosa, secundaria —por no decir inexistente—. En efecto, admití, pero no la fuerza femenina («la preservadora del orden y de la especie»), la abuela encarna este principio. Además, la experiencia traumatizante proviene de mi relación con el padre, no con la madre; de serlo hubiese escrito una Leyenda de la Madre... Y ahora, damas y caballeros, le cedemos el micro al cantante ¡Hugo Figueroa! Mi compadre Huguito es un gran conocedor de literatura, un amante casi perverso de los libros, un lector omnívoro de buenos autores. Hizo un comentario generoso como él («...el narrador nos introduce en su realidad-ficción para explicarnos y explicarse, enriqueciendo así nuestra capacidad de pensamiento, de sueño, de comprensión y compasión... Con un lenguaje laboriosa y meticulosamente reconstituido, a través de recuerdos y auténticos asideros biográficos, el padre nos llega con su hedonismo, su neurosis, sus excesos, su desesperanza y la melancolía de su atormentada vida... los personajes cobran vida dejándonos una melancólica sensación de que los placeres, los deseos, las alegrías se nos escapan y que la única manera de retenerlos es viviéndolas en el instante. Se trata pues de una alegoría trágica, temblorosa y profundamente tierna que nos habla del arte de vivir con la muerte de fondo. El libro está escrito con pasión, transparencia y sencillez poética») y se abstuvo de formular preguntas. Muchas gracias, Hugo. «Háblanos sobre Puerto Perdido», me dijo el director de orquesta. Puerto Perdido es Chimbote, que considero mi ciudad natal a pesar de no haber nacido allí. No sé por qué le cambié de nombre. Seguro queriendo imitar a otros escritores. La ciudad es un personaje; al decir esto reconozco haberme inspirado en el gran maestro Lawrence Durrell y su Cuarteto de Alejandría. No sé cuánto le debo a Durrell. Un millón de euros, mínimo. Chimbote es personaje, espacio novelesco y telón de fondo. Y el universo en que transcurre la novela es profundamente provinciano —como ya lo dijo el profesor Soumérou— el norte chico de la costa peruana, con Chimbote como epicentro... Y ahora, damas y caballeros, venido directamente de Chiquinquirá, tierra de poetas así como Chincha es tierra de campeones, el cantante colombiano ¡Jorge Torres Medina! La voz de barítono, registro intermedio entre la de tenor y la de bajo, resonó en el auditorio respetuoso. Jorge leyó un fragmento donde se describe, con pesadillas de murciélagos, vísceras, excrementos irreales y torrentes de alcohol, los sufrimientos del personaje. Se refirió con agudeza al aspecto precario (no dije que la precariedad y la sordidez me fascinan como temas literarios, pero lo pensé). Bien visto, Jorge; efectivamente hay en ese pasaje un background de telarañas, ratas, orina, vómitos y mierda. Quise mostrar la basura emocional, el lastre mental y los monstruos del inconsciente: la degradación física y psíquica a que induce el alcoholismo; te cuento que he tenido que experimentarlo con mi propio cuerpo para poder escribir sobre eso; porque he puesto mucho de mí mismo en el personaje. «El personaje sufre como un cristo por la miseria del mundo... ¿hay alguna referencia crística? ¿lo has hecho a propósito? El velatorio dura tres días, como la pasión de Cristo.» «No, no lo hice a propósito. Tal vez de manera inconsciente.» Jorge volvió a cantar un pasaje en que el padre le transmite al hijo los consejos de Ovidio para seducir a la mujeres —o para ser seducidos por éstas—, y pícaramente aludió al machismo, a la misoginia, al derecho de pernada medieval que le permite al dueño de casa e incluso a los hijos tener comercio carnal con una empleada doméstica. Me defendí diciendo que el machismo es una realidad cotidiana en el Perú y en América Latina. Y que eso de la misoginia era un elemento añadido a propósito para darle mayor fuerza al personaje. «También quería mencionar el aspecto de frustración. Los poetas excluidos de la ciudad, marginales, aniquilados por ésta. El personaje dice (voz de barítono): «Para ser poeta se requiere huevos de verdad. Es una apuesta a ciegas. Es un asunto de vida o muerte, como todo. Los poetas son elementos de desorden que, con vida y obra, cuestionan y ponen en peligro los valores en que se funda la sociedad. Somos locos que estamos fuera de la ciudad, de la polis. Por eso Platón nos excluyó, en La República. Por eso y nada más...» Ésta es la opinión de tu padre ¿también es la tuya?» «¡Pero claro! ¡Lo que dice mi padre lo escribí yo!» El director de orquesta retomó la batuta en un tris y volvió a recalcar que muchos temas podían desarrollarse; habló también de la Bohemia Trujillana integrada por José Eulogio Garrido, Antenor Orrego, César Vallejo, Juan Espejo Asturrizaga, Carlos Manuel Cox y Haya de la Torre —grupo que disolvió sus ideales poéticos en aras de los políticos... Y ahora sin más tardar le pasamos el micro al cantante ¡Homero Alcalde! Charlie empuñó el micro con la naturalidad y firmeza de los avezados en esas lides, y cantó: El Tao, el poema de Gilgamesh, Paul Auster y otras referencias tal vez excesivas. El paralelo entre la muerte del padre y el inicio de la carrera literaria del hijo. Herman Hesse y el cuento del poeta chino. La memoria como puente poético entre la vida y la muerte. El alcohol y el sexo. La frustración y los delirios de grandeza. El epígrafe de Allen Ginsberg como puerta de entrada y salida del libro... Gracias al oportuno canto de Charlie los fluidos de adrenalina se cristalizaron, un orden definitivo imperó y nos convertimos en cantantes-futbolistas para los últimos toques. Horas antes, en su departamento de la rue du Faubourg Poissonière, Homero-Charlie se puso un talismán de Tiahuanaco, invocó a un chamán amigo suyo, y me contó que cierta vez, en un viaje de ayahuasca, vomitó un brontosaurio traslúcido de talla humana —estaba en una sucia terraza limeña con otro poeta, ambos tuvieron que hacer fuerza mental común para ayudar al pobre brontosaurio a disolverse—, te lo juro, y que otra vez el cuerpo astral de otro chamán amigo suyo viajó a la luna, rascó una roca blanca y helada, regresó al planeta Tierra con un puñado de aquélla, y todos se alegraron porque era real —como la flor amarilla que Samuel Taylor Coleridge (1772-1834) trae del Paraíso visitado en sueños—. Muchas gracias por tus buenas ondas, Charlie. El poeta director de orquesta recibió la batuta, hizo un comentario veloz, y me la pasó para unas palabras finales. Canté: «El tema es la muerte de mi padre. El tema es el recuerdo, que pretende ser elegíaco, sobre su vida y obra. El tema es el inexorable fluir del tiempo en el que se inscriben la magnificencia y la precariedad del ser. El tema es el arte de la escritura circunscrito en la memoria creativa, que es verdadera y falsa a la vez, pero verdadera en última instancia desde el punto de vista artístico. El tema es la muerte física de un ser querido y el nacimiento de la obra literaria. El tema es el arte novelesco visto como un gran organismo cambiante donde la molécula que determina este cambio es el narrador, quien acude a técnicas cinematográficas para dar un perfil dinámico a la ficción. En este mi primer libro, he tratado de suscitar emoción estética, de suscitar goce anímico e incluso visceral: por eso se habla tanto de comida y de embriaguez. Lo que me interesa como autor es tocar la cuerda sensible en determinados lectores: en lectores que perciban el esfuerzo de escritura, el estilo, al margen de la historia narrada. Y si ambas gustan, mejor. Antonio Salinas, un escritor de mi ciudad vivía modestamente en un cuartucho de la rue Manuel, aquí en París. Ha fallecido y quiero dedicarle estas palabras como homenaje póstumo, por lo que sus cartas me enseñaron de este «raro oficio» de escribir —como diría el poeta Fernando Cueto, chimbotano también—. Quiero también dedicar esta presentación-conversatorio, de manera cariñosa, emotiva e inducido por los duendes de la amistad, a mi editor Jaime Guzmán Aranda, que tuvo el coraje y la osadía de publicar mi novela. Por él me encuentro de Chimbote en París departiendo estas palabras con ustedes. Muchas gracias.»

Los cantantes son:

* Miguel Rodríguez Liñán: Leyenda del Padre, Río Santa Editores, Chimbote, 2001.



© 2002, Miguel Rodríguez Liñán
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