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11 setiembre 2002

«Somos víctimas de una historia implacable y sin fin»

Diálogo con Alfredo Pita

Miguel Rodríguez Liñán

 

Hace varios meses el trabajo de investigación que me ocupa gira alrededor de artistas y escritores peruanos. Esta vez, luego de leer El cazador ausente, quise entrevistar al escritor Alfredo Pita (Celendín, Perú, 1948). Su novela obtuvo hace un par de años el Premio Internacional de Novela Las Dos Orillas, otorgado en España, y fue traducida simultáneamente a los idiomas francés, italiano, portugués y griego; luego apareció en Barcelona, con el sello de Seix-Barral. Tras la salida de su libro en francés, Pita fue invitado por Bernard Pivot —el célebre oficiante de Apostrophes— a su famoso programa televisivo, uno de los mejores y de más prestigio en el mundo literario, honor que entre los escritores peruanos sólo ha merecido Mario Vargas Llosa. Indiscutiblemente, París sigue, seguirá siendo órgano principal (tal vez el corazón) del cuerpo mundial de la literatura. Le Monde y otros periódicos de primera, en diferentes países europeos, también se ocuparon de nuestro compatriota. En El País, de Madrid, el crítico Miguel García Posada, uno de los más respetados y solventes de la prensa española actual, escribió que El cazador ausente era «la amplificación de dos mitos: en primer lugar, y sobre todo, el mito de Ulises, el mito del viajero que regresa a su tierra nativa; en segundo término, el mito edípico, esto es, la investigación de la verdad a� cualquier precio». Sé que en el Perú, misteriosamente, el libro de Alfredo Pita no ha trascendido como debería. ¿Por qué? Es una de las interrogantes de la entrevista que sigue. La respuesta habla de alguien que sabe lo que está haciendo. (MRL)

Hace poco me dijiste que no solías asistir más a reuniones literarias. No estuviste en la convocada por el CECUPE (Centre culturel péruvien) el 24 de junio en la Société Française des Poètes. Sin embargo, te vi en el recital del Trois Mailletz, donde participaron Leopoldo Chariarse, Américo Ferrari, Carlos Henderson, entre otros. Dinos algo al respecto.

Alfredo Pita: —Seamos precisos: no rechazo las citas literarias sino algunas más bien sociales, que poco tienen que ver con la cultura y la creación artística, y mucho con el cóctel fácil. Además, lo sabes, la oferta cultural de París es amplia y es difícil estar en todo, más aún si se trabaja y no se tiene más la libertad del estudiante o del joven escritor que empieza su vuelo. Y la prueba de que pese a todo voy a algunas reuniones, es que estuve entre el público en el acto que evocas, el homenaje a Westphalen, organizado también por el CECUPE, donde leyeron algunos de mis amigos generacionales y ustedes, los nuevos.

Supongo que tu trabajo en Radio Francia Internacional es absorbente y requiere una disponibilidad a cien por ciento. ¿Es el empleo que tenía Vargas Llosa en sus años parisinos?

Yo no trabajo en Radio Francia sino en la Agencia France Presse, donde, efectivamente, a comienzos de los años 60, trabajó Mario Vargas Llosa, antes de pasar a la ORTF. Y no sólo él. En la AFP también estuvo, durante trece años, Julio Ramón Ribeyro. Y, si no me equivoco, en esa época, también Luis Loayza y Alfredo Torero, entre otros. Veinte años después de su paso por la AFP, a comienzo de los 80, Mario Vargas Llosa, generosamente, le escribió a quien por entonces era jefe del servicio español para anunciarle mi candidatura y para recomendarla. En su carta evocaba «aquella larga mesa como de convento de frailes» en la que trabajaban los periodistas de su tiempo. Este ambiente también lo conoció Julio Ramón.

Más de cuatro décadas han pasado desde el año 60. ¿En qué condiciones trabajan hoy los periodistas de la AFP?

En efecto, todo ha cambiado. Creo que antes el trabajo era más amable, pese a todo. Ahora trabajamos duro y en medio de una jungla de computadoras que hacen hervir el aire mientras damos cuentas del acontecer humano del instante, hecho en general de violencia, guerras, masacres, enfermedad, desfalcos, codicia y hambruna, desgraciadamente.

¿Escribes también para otros periódicos? ¿Cuál es tu relación actual con el periodismo en el Perú?

Es escasa. Caretas, de vez en cuando, me abre sus páginas para que exprese mi opinión sobre cuestiones concretas, si no en el Perú no tengo otro espacio. Y esto se debe a que, por un lado, yo no puedo hacer periodismo informativo por mi cuenta pues tengo un contrato firmado con la AFP. Por otro, en nuestro país, sobre todo en los últimos años, durante la noche del fujimorato, no se desarrolló una prensa capaz de asumir puntos de vista que en ciertas circunstancias pueden parecer discrepantes con el «buen juicio» o con los reflejos timoratos de ciertas «mayorías silenciosas».

La noche del Chino es bella imagen; pero ¿a qué puntos de vista te refieres?

Por ejemplo, al empeño que pusimos algunos, muy pocos, para denunciar asuntos como la amnistía de los militares asesinos. O al pedido de que, en el caso de los sentenciados por terrorismo, se revisase en forma ecuánime las condenas injustas o desproporcionadas impuestas, en muchos casos a inocentes, por los ilegales «tribunales sin rostro». O al reclamo de que se evitara la masacre en el caso de la toma de rehenes en la residencia diplomática japonesa. Temas todos estos que, es cierto, no eran populares, pero que algunos creíamos que debían plantearse para suscitar en el país un debate político y moral, para ayudar a que avance la verdad y la justicia. Temas que nos merecieron todo tipo de ataques y que hoy se debaten, y que espero contribuyan a mejorar nuestra marcha hacia una verdadera democracia.

¿Y cuál es tu relación, física y síquica, emotiva o racional con el Perú?

Cómo expresar eso. El Perú es mi país y lo quiero entrañablemente, pese a lo que a veces puedo decir sobre los abismos de injusticia y de horror que esconden los pliegues de su historia, sus instituciones, las sui generis relaciones entre peruanos...

Allí hay un problema al que aludes siempre, incluso en tu libro. ¿Cuál es?

El problema es que los peruanos somos víctimas de una historia implacable y sin fin, de un mal heredado del tipo de sociedad que por mucho tiempo estuvo vigente en el país y que aún hoy nos impone sus secuelas. Esa sociedad de castas, ese «apartheid» que nunca dijo su nombre, se ha infiltrado en el cerebro de la gente. Los efectos han sido y son devastadores. Nuestra historia nos ha hecho a todos víctimas de una psicopatología colectiva y marca nuestro comportamiento incluso frente a nosotros mismos. Esto se expresa de mil modos y será difícil de erradicar. ¿Cómo someter a todo un pueblo a una psicoterapia de masas? Algo habrá que hacer, sin embargo. Tendríamos que recurrir a todos los psicoanalistas del mundo, incluso a los argentinos... (risas).

¿No estás exagerando? Además, psicoterapia y psicoanálisis son lujos de sociedades tecnológicamente desarrolladas, creo. Sigamos hablando del Perú.

Tómame a la letra, pero no tanto. En cuanto a lujos, mira, cuando un peruano de la Amazonía va donde un maestro para hacerse una «limpieza», con ayahuasca o sin ella, está intentando poner en orden su mundo interior, para de ese modo ponerse en armonía con el mundo exterior. Eso es psicoterapia. Con mi alusión a otras terapias «desarrolladas» ironizaba, claro está, pero es obvio que necesitamos ayuda. En este sentido creo que si la Comisión de la Verdad hiciera su trabajo como se debe sería un gran paso adelante. Es una oportunidad que no debemos desaprovechar de ningún modo.

¡Así que la culpa es de la Historia!

Somos hijos de la Historia. Fíjate, un importante vector de la relación entre los peruanos es la agresión. Esto no es casual. La gran mayoría de peruanos procede de clases y castas oprimidas, agredidas. Irrespeto, violencia verbal, chismes, calumnias, chistes asesinos, todo esto son válvulas de escape de un volcán que no logramos vomitar, evacuar, para «limpiarnos», para ponernos en armonía con nosotros mismos y con el mundo. Esto es un reflejo de la miseria material, económica, que finalmente es moral, en que por siglos se debate el grueso de la población. Nuestra sociedad es desde el pasado una sociedad enferma y nosotros somos el producto.

¿Todos...?

Todos: nuestras «élites» económicas y políticas, tan mediocres y antinacionales; nuestros mestizos que se creen blancos; nuestros supuestos blancos que se creen nobles, olvidándose que hasta anteayer sus ancestros sólo eran emigrantes calatos; nuestros cholos y zambos que recién están aprendiendo a despreciar a quienes los despreciaban, después de haberse despreciado a sí mismos por siglos, convencidos por los de arriba de que eran inferiores. Y en medio de todo esto nuestra juventud desorientada, sin libros, condicionada por la televisión norteamericana como único agente de cultura...

¿Es ésa tu desoladora visión de lo peruano?

En verdad es una visión desoladora, sobre todo cuando se piensa en los jóvenes, pero, ¿con qué coartada moral uno podría pensar en forma diferente...? Sobre todo frente a los últimos sucesos de este zafarrancho heredado del pasado. En los últimos años, mientras el pueblo peruano capeaba la crisis como podía, con heroica tenacidad, nuestras supuestas «élites», como siempre, abonaban sus bolsillos, robaban en todas formas, vaciaban lar arcas nacionales que son de todos. Todos han delinquido, presidentes, ministros, todos. Hemos asombrado al mundo con nuestros banqueros, empresarios, dueños de canales de televisión y de diarios, arrodillados ante Montesinos, rogando, orando, contando ávidamente el billete de la corrupción. Ésa es la gente respetable que tenemos y que siguen, con otros nombres y apellidos, a cargo del timón del barco.

Esa presunta animosidad algunos la llamarían odio, pero debe ser amor... Pienso en Emile Zola fustigando al gobierno francés cuando el caso Dreyffus, por ejemplo...

En el caso del Perú tenemos a Gonzáles Prada, cuya actitud moral y crítica frente a los males de nuestra sociedad debería ser enseñada desde el colegio. Pero no me comparo con él ni con nadie. Mi visión de las cosas es la de mi generación, que aspiró a la justicia social, a la equidad. Yo amo a mi país y a su gente pero desprecio profundamente las taras que nos han impuesto.

¿Y es diferente tu relación con tu ciudad natal, Celendín?

Ah, bueno, es otra cosa y se explica. Celendín es para mí el marco de la infancia, los límites del paraíso y de una felicidad diáfana, natural, gozosa y sin fin, que duró sólo unos cuantos años, hasta que terminé la primaria y los mayores decidieron que había llegado el tiempo del viaje y me enviaron a Lima, a estudiar en el Colegio Guadalupe. Celendín sigue siendo para mí esa arcadia en la que cada mes de agosto sigo elevando mis cometas en la colina de San Isidro, mientras a mis pies se adormece la ciudad armoniosa, con sus muros blancos y sus tejados colorados, por donde se escapa el humo de los fogones donde se preparaba, a las cuatro de la tarde, el chocolate que todos, pobres y ricos, tomábamos a esa hora. Celendín también tenía sus taras, pero no tuve mucho tiempo para darme cuenta. Estaba muy ocupado jugando al trompo o contemplando horizontes y nubes lejanas, pensando dónde se incendiaba el atardecer cuando se ponía tan rojo sobre las montañas azules.

Baudelaire, creo, ha escrito que la patria es la infancia... Y ahora estás en París. ¿Cómo llegaste? ¿Hace cuántos años que vives en Francia?

Vine con la intención de trabajar aquí, y con mi familia, a fines de 1983, luego de experiencias duras, y hasta escalofriantes, por las que pasamos tantos peruanos en ese tiempo. En mi caso, tras haber trabajado en El Diario de Marka y haber estado en Ayacucho, como enviado especial, poco después de la masacre de Uchuraccay... Pero ya antes había vivido en París en dos temporadas: el segundo semestre de 1973 y entre julio de 1975 y septiembre de 1977, cuando vine becado a estudiar periodismo. Estos dos períodos fueron mi prehistoria parisina, el tiempo de la bohemia y del aprendizaje. El otro, más reciente, ha sido, y es, más bien, el de la responsabilidad y el esfuerzo por escribir robándole tiempo y energía a la tarea alimenticia.

Cuenta algo de esa tu prehistoria parisina. Los primeros avatares, la amistad con otros poetas o escritores peruanos llegados por la misma época, o ya instalados en París, como los hermanos Patrick y José Rosas.

En 1968, en el Café de Letras de San Marcos, en los bares del centro de Lima, los poetas «niños» que éramos entonces (los jóvenes eran Calvo, Cisneros, Hinostroza, etc.) ya anunciábamos de distintos modos que queríamos comernos el mundo. Algunos hablábamos de que queríamos viajar, otros callaban. Al final casi todos partimos. De mi grupo de San Marcos fui el pionero en París. Cuando llegué, en 1973, aquí sólo encontré a dos peruanos de mi generación, el poeta José Carlos Rodríguez y el narrador José Manuel Gutiérrez, más conocido como «Krufú»...

¿Compañeros de estudios del lado de allá?

Ninguno era de San Marcos, pero tenían inquietudes similares a las mías, así que nos hicimos amigos. En aquel segundo semestre de 1973 aprendí la lengua, leí mucho, vi mucho cine y vagué mucho. Tuve, además suerte, por unos meses me encargaron el cuidado de un departamento en la isla Saint-Louis, en el centro de París, con una biblioteca, una discoteca, una cava y una alacena fabulosas, lo que aproveché al máximo.

¿Conociste a escritores famosos o ya consagrados?

Una tarde de agosto de 1973, en Odeón, salí del Metro y vi que al frente, en un cine, estaba haciendo cola un hombre alto, barbado, con abrigo pese al calor. Me dije que lo conocía. Era Julio Cortázar. En el cine pasaban «Bilitis», una película llena de nínfulas apenas veladas. No sé si Julio entró a ver ése u otro de los filmes que allí daban, en todo caso, tuve que controlarme parea no acercarme y decirle ¡Maestro!, como García Márquez le gritó una vez, de vereda a vereda, a Hemingway, en los años 50. A Cortázar lo conocería después. En 1974, en Lima, gracias a la gestión de mi querida amiga Anne Marie Davee, agregada de prensa francesa en la época, Julio me concedió generosamente una larga entrevista en la que hablamos de su polémica con José María Arguedas. La conversación se dio torno a dos «catedrales» de pisco sour, en el bar donde se inventó el brebaje, el hotel Maury. A la misma invité al crítico Alat... En otra ocasión, en el mismo cine de Odeón, me encontré haciendo cola con Alfredo Bryce Echenique y su esposa Maggie. Ambos muy jóvenes y muy amables, como siempre, pese a que apenas nos conocíamos. Luego, en 1975, nos haríamos amigos con Alfredo, a quien incluso, más tarde, en noviembre de 1977, llevé, a su pedido, hasta Celendín. Quería ver la tierra de su ama, de su Mama Rosa. Viajamos en un ómnibus de Tepsa. En las noches de mi tierra mi tocayo aprendió lo cerca que los peruanos andaban de la Vía Láctea.

¿Y los poetas peruanos de entonces?

En 1975, cuando volví a París, me encontré con que Elqui Burgos, que dos años antes había partido para México con una beca para escritores, al terminar ésta había decidido establecerse en Francia. Al poco tiempo llegaron Patrick y José Rosas, ambos muy buenos amigos míos, como Elqui, desde la época en San Marcos, del «Palermo» y otros bares. Más tarde llegarían Oscar Málaga, Carlos y Carmen Henderson, y Jorge Nájar. A fines de 1976 estuvieron de paso Tulio Mora, Enrique Verástegui y su mujer, la poeta Carmen Ollé, quienes volverían.

Toda una pléyade de la poesía peruana... Sigue contando.

Así es. En la Navidad de 1976, las buhardillas de 33 Avenue Georges Mandel, donde el grueso de esa selecta concurrencia se había instalado —acogido por Elqui y su compañera Mélida, la «Bienquerida», por los Henderson, por Rodríguez y «Krufú», y por quien te habla-, albergaban a la más nutrida concentración de escritores peruanos en agraz que nunca se había reunido en el extranjero. A los que habría que sumar otros que vivían en París, en otros lados, pero que nos visitaban, como Balo Sánchez León o Héctor Loayza, o en Londres, como Rafo Drinot. Sin olvidar a quienes vivían en nuestra misma elegante barriada pero que no se dedicaba a las letras, aunque las protegían con lentejas y vino, como el abogado José Ríos, el pintor José Tang o los hermanos Juan y Leo Yucra. O a los que vendrían después, como el narrador Eduardo González Viaña, quien llegó luego de que me fui, en 1977, y se instaló en el que había sido mi cuarto. Según se dice, fue en 33 Avenue Georges Mandel que Eduardo cayó de rodillas una noche, ante la visión de una mujer divina que le ordenó escribir un libro sobre Sarita Colonia. Nadie sabe con certeza si en realidad vio a Sarita o a una española, a la que él llamaba «la Virgen», y que era su vecina... (risas).

La génesis de los libros... Y tú te fuiste pero regresaste. ¿Qué pasó mientras tanto con el grupo de amigos?

Cuando volví, seis años después, todo ese «bello mundo» se había dispersado, muchos habían vuelto al Perú, y cada uno ya se dedicaba a combinar el duro oficio de vivir con el no menos duro de intentar escribir.

¿Cuándo conociste a Julio Ramón Ribeyro? ¿Fueron amigos? ¿Era amiguero o no? ¿Hablaba mucho o era parco? ¿Qué es lo que más recuerdas de su temperamento?

Desde que volví a París hice una buena amistad con Julio Ramón. Durante años, hasta que volvió a Lima a comienzos de los 90, cada viernes nos reuníamos para almorzar, junto con amigos como la poeta Ina Salazar, Fernando Carvallo, el finado Carlos Rodríguez Larraín, Marco Carreón, Carlos Ortega y Jorge Bruce. Julio era tímido pero esto no le impedía ser un gran conversador con sus amigos, e incluso un polemista acerbo cuando tratábamos de literatura o política.

¿Qué trabajo literario preparas en estos momentos? El cazador ausente me parece un libro muy bueno. Me llama la atención la poesía que infiltra el tejido narrativo. Es como la sangre en el organismo de una novela. Imagino que se trata de una catarsis. Me acuerdo de un tren, de un muchacho loco que corre a su encuentro...

El tren, a la altura de La Cantuta, en Chosica, el poeta que quiere suicidarse... Te puede parecer extraño pero el personaje que evocas tiene que ver con Chimbote, como tú. Está inspirado en el poeta Juan Ojeda, que fue amigo de todos nosotros y que, más de una vez, en medio de nuestras libaciones, nos hizo pasar sustos como el que cuento. Eran tiempos de poesía, de sed de absoluto, llenos de fulgor y esperanza, pero también autodestructivos... En cuanto a mi trabajo, sigo corrigiendo una novela que hablará del Perú en el momento en que el país iba a precipitarse en la década sangrienta.

¿Por qué tu libro parece haber pasado desapercibido en el Perú? Hay como un silencio extraño en torno a él.

Ah, no sé. Pregúntale a Van Gogh... O a los cuervos que él pintaba... (risas). Aunque, ya fuera de bromas, cuando salió algunos críticos se ocuparon con buen ojo de él. Pienso en Ricardo González Vigil, en Cesáreo Martínez, un buen poeta y un gran amigo, prematuramente ido. No, mi librillo no estuvo del todo abandonado... ¿Sabes? Los libros tienen vida propia, a la larga no les afecta el silencio o lo que se diga de ellos.

Me parece que has incursionado, o incursionas, en la poesía propiamente dicha, al margen de tu labor narrativa. ¿Empezaste escribiendo poemas o directamente la narrativa?

Si bien he hecho el recorrido de muchos narradores que empezaron escribiendo poesía, nunca he dejado de pensar que ésta es la médula misma de la literatura. Empecé escribiendo poemas y sigo haciéndolo, pero a escondidas, como al principio. Y sigo pensando, como decía Drummond de Andrade, que la poesía es cosa seria.

Grosso modo, reséñame tus simpatías o antipatías políticas. Hace unos meses leí una carta abierta en la que denunciabas los desmanes del ex dictador Fujimori.

Bueno, lo de Fujimori es ahora historia, una lección que comienza a documentarse, a conocerse, y que quien sabe, una vez más, no aprenderemos. Porque así somos. No sé si alguna vez él vuelva al poder; pero al margen de ello, sería bueno que sepamos que no inventó nada. El sistema estaba allí esperándolo, a él y a Montesinos, que no hicieron sino potencializarlo, modernizarlo. El problema es el abismo cultural y moral en que nos ha hundido nuestra historia, te lo repito. La falta de cultura cívica, el latrocinio y el aprovechamiento son males endémicos que atraviesan nuestra sociedad del pasado al presente, amenazando el futuro. Y los vivos y aprovechadores están en todos los campos políticos, entre los conservadores y entre los reformistas, e incluso entre los radicales de izquierda recientemente convertidos al liberalismo. Son los peores.

Si me permites, quisiera hacerte una pregunta personal: ¿qué te pareció mi primer trabajo, Leyenda del Padre?

A pregunta audaz, respuesta audaz, ¿no? Digamos que tu novela está llena de promesas, que espero cumplas en el futuro. Contándonos la leyenda del hijo, por ejemplo...

Paris, julio 2002



© 2002, Miguel Rodríguez Liñán
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