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22 agosto 2004

Adiós muchachos

Miguel Rodríguez Liñán

Nostálgico de París y de los muchachos, medio pensativo y algo tristón, regresé aquí el martes 15 de junio del 2004, para matarme a mí mismo. Mejor dicho para matar a ese tipo. Al que fui y que de pronto seguiré siendo. O volveré a ser, eso nunca se sabe, ya que el vicio suele ser circular y a veces elíptico; antes de pagar en carne propia el boleto de ida sin vuelta que me saqué para siempre del circo. Arriesgué todo, como siempre. El rojo y el negro en esta ruleta prismática que nos dice que somos algo, de pronto alguien, y que, al mismo tiempo, nos desvanece. Algo confuso pensaba en ésto poco antes de encontrarme con los muchachos. Un misterio cuya proveniencia ignoro me transforma en filósofo, aunque sea de pacotilla. Aparece la Gare de Lyon segundos antes del verano y París me traga otra vez, con zapatos y todo, mientras el otro, el necio, ese a quien vengo a matar, dice totalmente presuntuoso en su miseria que sólo un necio se cree sabio, y que solo los infelices hablan de un monstruo platónico forrado de pelos llamado felicidad. Y ahora, muchachos, apenas uno de nuestros yos pone el pie en el andén, alguien les dice que ni la sabiduría ni la felicidad nos conciernen. Ambos substantivos no le llegan al tobillo a ningún animal, es decir, al poeta. Sea de estirpe lírica, épica, moderna, clásica, trágica, cómica o lo que sea, cualquier poeta que se respete debería postular a lo bestial de entrada; luego, si quiere, si siente que es absolutamente necesario, que pase a las fintas;� y después, si la encuentra, que cante con su propia voz. No sé qué me pasa. Ni por qué a ese loco se le ocurre lo que repito porque seguramente ya lo leí. Lo más curioso es que me siento super tranquilo, algo pasó desde que me fui de París, qué será. Alguien cambió de piel, de vereda, de segmento, y todavía se pregunta porqué arriesgué mi trabajo, mi ganapán, para venir a París con cuarenta miserables euros en el bolsillo dispendioso. Eso le dije a Maristella, alma máter y directora general del instituto de lenguas Hispam, donde trabajo actualmente rodeado de mamacitas, que necesitaba cuarenta euros más, imagínate, cómo voy a llegar sin balas, tú sabes que me gusta disparar, y, sobre todo, qué dirán los muchachos, que sigo en las mismas etc. Porque —le había dicho a los muchachos— si me regreso a Marsella es para estar mejor, incluso a nivel del bolsillo, no se preocupen, en menos de tres meses saco la cabeza del agua, recuerdo rumbo al Metro que me llevará a Châtelet. Antes, por supuesto, les había anunciado mi arribo, a las doce y treintaiuno salvo atraso, salvo guerra, salvo cataclismo, ya me imaginaba que vendrían a buscarme con banda, con pitos y flautas, también con waripoleras, pero nadie vino. Llamé a uno de ellos. No estaba. Llamé a otro. Tampoco estaba. Por eso vine a Châtelet, al bar que le llaman La Leffe precisamente (Le C�ur couronné), donde suelen reunirse latinoamericanos, pero a las tres de la tarde no había ninguno, y el calorazo exigía medio litro de cerveza bien helada, me senté y pedí. Rue de la Ferronnerie. Ahora, como no tengo casa, me he convertido en escritor ambulante, toda mi existencia cabe en este maletín de cuero y en este ordenador portátil tan práctico y ligero, marca Sony, valorizado en 1200 euros, que compré cuando era rico; pero ya se acabó la plata puesto que todo se acaba, de modo que caballeros nomás, muchachos, vayan sacándole brillo a sus billeteras, lustrando sus tarjetas de crédito, afilando sus chequeras que vengo sable en mano, yo sé que ustedes entienden. Y después de tanto contemplar mujeres guapas, se me ocurrió llamar a Octavio de Cali, cómo está mi amigo, pero claro que puede venir, qué pregunta, pase cuando quiera. De modo que ya llegué, ya salgo por la boca del Metro Colonel Fabien, veo el gran aposento medio cibernético del Partido Comunista, atravieso distraído esta avenida que se llama Simón Bolívar, llego ya traspirando a las escalinatas que conducen a la rue Philippe Hetch (¿quién habrá sido?), donde esta� pesadumbre se transforma en la sonrisa sincera de Octavio abriendo la puerta, pase mi amigo, bienvenido al planeta ¡Salsa y rumba! ¡Pase mi amigo! ¡Se presenta el gran Sébastien Massaro con su mezcla de estilos danzantes! ¿Cuántas invitaciones quiere para el viernes, en la Coupole? ¿O de pronto prefiere a los Reyes del Vallenato que se presentan en El Diablito Latino?

—¡Por favor! ¡Pase!

Estoy seguro que de cierta manera, gracias a eso, a ese gesto y decir, el pobre diablo que vive dentro de mí, y que ahora me viene persiguiendo,� se borró — al menos por un buen rato— ese tío del ratón. Escuché el trino de los gorriones invisibles en los ramajes de la calle Filippo Jetch, muy cerca de los nubarrones que traigo por dentro, ya disolviéndolos. Al día siguiente, en la boca del Metro línea azul salida rumbo al Jardín de Luxemburgo, una hermosa chica de nuestros países me alcanza un volante, hay un gran sorteo, dice, de pronto me gano un coche del año. Sinceramente hubiese querido besarla, o que me bese, mejor dicho que nos besemos y luego ya no tiene sentido el espectro de la felicidad. Pero, siempre, la timidez o lo que sea me paralizan frente a la belleza, con ciertos poemas es igual, con ciertas canciones igual, con ciertos banquetes igual, de modo que, con cierto esfuerzo, le pregunto en qué bello país de América Latina has nacido, mamacita. En El Salvador, dice la diosa, y yo cuelgo jeta, como dicen algunos colombianos, babeo pues,� se llama Miriam Manizales, no entiendo por qué reparte volantes, esta chica podría ser modelo. Por ahora, como ando nostálgico, recuerdo mis primeras andanzas, hace veinte años ya, que por supuesto no son nada, al inicio de los tiempos salseros, cuando sólo existían el New Morning en la rue des Petites Ecuries o La Chapelle des Lombards en la rue de Lappe. Ahora hay tantos locales y discotecas, ahora se baila los martes y los viernes en La Coupole, antiguo templo del tango, los domingos en La Latina de la rue du Temple, en el Babalú y La Pachanga, todas las noches en La Peña Saint Germain; por eso, quien tenga dos cuerpos y mucha plata puede juerguearse de lunes a lunes si quiere.

—¡Adelante, mi amigo!

¿Qué diablos me pasa? Hace apenas mes y medio que me largué de París y, apenas se presenta la ocasión, ya estoy de vuelta ignorando las consecuencias que tal acto implica. La verdad, es que quiero ver a los muchachos. Uno de ellos sigue trabajando en la Unesco; otro ha viajado al Perú, tal vez para siempre, como se dice; otro sigue pintando y al parecer hastiado de París, quiere irse a Nueva York; otro sigue dándole a la pluma,como yo, en los intervalos tan preciosos que procuran el nerviosismo de la resaca, también apta para el amor matinal, o de pronto vespertino cuando la siesta, o de pronto nocturno, cuando estamos borrachos otra vez, muchachos, cuando todo nos importa un pito y qué; otro sigue trabajando en informática con aplicados vaivenes que conciernen a nuestra poesía; otro trabaja en la Clínica Veterinaria Eliseo Reclus, análisis, cirugía, radiología, hospitalización y servicio de urgencias para nosotros los animales. Los demás siguen pintando, componiendo, esculpiendo. Entre nosotros los muchachos hay quien es erudito en algo; otros son funcionarios, profesores, periodistas. Lo que me parece realmente bello de tal galaxia es que algunos estamos medio loquitos y qué; paralelamente —como en Las vidas paralelas de Plutarco— uno asume como puede esta cojudez de ser artista, o sea que mira el vacío con ojos de monje o de fauno, sabiendo que esta puta parisina cobra muy caro el� servicio completo, ese que nos redimirá para siempre —o que nos perderá, muchachos, hay que ponerse mosca—. Mientras tanto, este muchacho aficionado a la India y a RaviChandra sigue dictando clases en la Universidad París VIII de Saint Denis, donde tuve en momentos de ánimo la intención de inscribirme como estudiante libre en los cursos de traducción, para salir del marasmo etílico y, tal vez, como en las gloriosas épocas de la Universidad de Provenza, conseguir novia. Una chica joven, muy fresca —le digo a Octavio— porque acabo de darme cuenta que hace cuatro años sólo he tenido por novias a chicas de mi edad, o sea de cuarenta para arriba, ya me olvidé a qué saben las ninfas. Porque, les confieso aquí entre nos, muchachos, que con el desespero de conseguir plata y confiando en mi apariencia de falso joven, empecé hace algún tiempo yendo a La Coupole, donde suelen venir tías, algunas de ellas aún bastante guapas, viejitas lindas como diría Julito, a efectuar levantes y de pronto a bancarte, como dicen los argentinos compatriotas de Julito, pero no resultó. Les recuerdo por si acaso, muchachos, que la entrada en La Coupole cuesta 15 euros, la cerveza ocho, y diez o doce el taxi de regreso, tiren pluma, es que me da tanta pereza esperar el bus nocturno, me siento cansado y algo ridículo, por eso prefiero regresar al studio, tragarme un Stylnox con un vaso de agua y esperar que se acabe el mundo. Al día siguiente, aún abotargado, el tipo ese a quien vengo a matar, acude con pasos de zombi a la tienda del moro, a veces medio tembleque, y se compra un litro de Heineken para el desayuno. Luego les llama, organiza almuerzos, aunque la verdad es para seguir bebiendo, luego caer muerto, narcotizado a las cuatro, cinco, en una siesta de aguas espesas, coloidales. Al despertar, qué curioso, ya es la hora de los aperitivos; o de mil actividades, para eso París es inagotable. Esa vez que conseguí novia en el bailadero La Latina, fue al salir de una siesta. Me baño muy escrupulosamente, como para liberarme de toda la mugre del ser; me perfumo bien para engañar al rival, como dicen los franceses. Trago pastillas de mentol muy fuertes. Y como no sé qué día es hoy, me equivoco de día, es sábado, no domingo, es día de tango, no de salsa. Hablando de tango, hay otro muchacho que trabaja en un banco parisino, es generoso, no es manirroto como yo, no hay que confundir, que debe actualmente estar en Buenos Aires, provecho compadre, voy a mandarle un mail para que me traiga una compilación de tangos, pero de los duros, del Polaco, de Discépolo, de�

—Aquí se presenta el cubano Raúl Paz en el Bataclán y Maritza da cursos de bambuco y pasillo, de joropo y porro, de cumbia y bullerengue, de mapalé y vallenato, ¡mi amigo!

Me alegro al oir esas palabras, y otras igualmente sabrosas comparecen de inmediato, cascabelean, oigo marimbas y redoblantes, platillos y tamboras: bunde, currulao, chandé, pulla, mapalé, abozao, maestranza, bambazu� Saludo a Mercedes, esposa de Octavio y directora general de Salsa rumba magazine, acepto una cerveza� la botella es azul, la etiqueta amarilla y ha sido aromatizada con aguardiente así como esa anticerveza llamada Desperados, cerveza para ingenuos, con aroma dizque de tequila. Ya está. Cesa la transpiración. El trago helado me sabe a néctar. No. Es un néctar. Sucede que ahora lo estoy tomando yo, muchachos, y no ese tipo a quien vengo a matar.

También vine para ver al escritor Maynor Freire, quien ahora ocupa un puesto de importancia en la universidad Federico Villarreal, de paso por París y Poitiers para unas conferencias; y para conocer al Kuraka en carne y hueso, también de paso por las viejas europas, el poeta Carlos Henderson y el Cecupe están organizando una presentación que tendrá lugar el martes 23 de junio en los amplios locales del Instituto de Altos Estudios Latinoamericanos, sito en la rue Saint Guillaume, cerca de Saint Germain, a la que desgraciadamente no podré asistir, ya les diré por qué. Salgo pues de la casa donde se organiza la rumba de París. Cambio en el Metro Jaurès, línea siete y directo hasta Censier-Daubenton, y más precisamente hasta el número 126 de la rue Mouffetard, donde uno de los muchachos cuyos cuadros se exponen o han sido expuestos en Medellín, en Milán, en París y en Miami, me recibe y alberga un par de días.

—¡Adelante, Miguelón! —exclama— ¡Adelante!

Pasa rápido como siempre la bestia del tiempo y, apúrate, ya se nos hizo tarde, hay que estar a la seis y media en la Maison de l’Amérique latine, se presenta Maynor, un amigo de mi padre, digo. Ya estamos de nuevo en el Metro; y hablando y hablando nos equivocamos, salimos a contramano hacia Pont-Marie en lugar de bajar en Jussieu rumbo a Sèvres-Babylone, y de allí directo hacia la Rue du Bac, si quieres vamos caminando, dice, pero tanto hablamos que seguimos perdidos, llegamos atrasadísimos a la Casa de América Latina, ya empezó la conferencia. Creo que todos los muchachos, con la excepción de Fernando y del Gato Frisch, estaban presentes. O de pronto me lo estoy imaginando. También estaban las chicas de La Molina, Ada madrina y Marisa, compañeras de universidad del Kuraka, molinero también. Maynor lee su ponencia sobre Cien años de cuento en el Perú. Después, vamos con los muchachos al bar de la esquina, Maynor pasa de refilón, tiene otro compromiso, de modo que hace hambre y por qué no vamos al Orestias� problemas. Uno de los muchachos anda en líos de faldas y los alimentos no perdonan esa falta de respeto, cena interferida, pues. Saliendo del Orestias me acuerdo que esta noche se presenta en La Peña Saint Germain la cantante y� amiga Yomira John, de Panamá, eso le digo a los muchachos sobrevivientes, vamos a un concierto de boleros. Al llegar veo al gran Alanious Monk, también conocido como Alain el Galán, pianista y don juan, con rones secos en ambas manos, se ríe al verme, también él viene de Marsella, me ofrece uno al final de los boleros, ahora sí, dice, ahora empieza el baile. Hay mujeres muy lindas en este local que rinde el culto a la noche. Los ojos e incluso las manos vuelan. A uno de los muchachos le da el santo, como dicen los cubanos, y muestra desaforado sus artes de bailador� Otro muchacho pasa un mal rato en el Hôtel Dieu; y al fin nos dispersamos en la noche rumbo a la pesadilla o al milagro, ese� que algunos, tal vez, esperamos. Al día siguiente, miércoles de paz total. En el Jardín de Luxemburgo se acrecienta dicha sensación mientras abundan las mujeres por doquier. La rubia madura y solitaria que llama a un probable gil con el celular. Las adolescentes parlanchinas, vestidas ligeras con polo negro ajustado de licra, cabellos de miel al viento y sayonaras. Ese bluyín color metal que ciñe el talle desnudo, liso y perfecto; el polo de licra blanca como los zapatos ¡Zapatos! ¡Qué palabra tan fea! Han de ser chinelas, botines o chapines los que albergan felices el peso de la diosa lamiendo sus pies, apenas ajustándolos. De pronto, mirando al Palacio de Luxemburgo, percibo una de las tantas manifestaciones de la iridiscencia encarnada en una cabellera leonina, rubial. Qué bello es el Jardín de Luxemburgo. Aquí está uno de los brillantes aspectos de aquel pesado, el yo. Todo visito. Camino hasta la Fuente Medicis; luego media vuelta hasta el Jardín del Caballero La Salle; luego, siempre pensativo, camino hasta el Jardín de Marco Polo el Viajero, donde dos chicas españolas que van, como yo, rumbo al Sacré C�ur, me piden que les tome fotos, claro que sí, encantado, pónganse ambas un poquito a la izquierda. Mujeres, mujeres, irrevocablemente mujeres. Recuerdo a la que abordé anoche en el bulevar Saint Germain, cuando íbamos exaltados con los muchachos� al Orestias. Hoy, regresando del Sacré C�ur, donde logré besar a una de las españolas, veo boquiabierto a una chica de pantalón rosado y polo negro sin mangas, ajustadísimo, que se balancea rumbo a la Place de La Sorbonne, casi flotando en el verano. Hay un concierto de música clásica con cinco violines y dos violonchelos, cuyas notas gráciles parecen escurrirse rumbo al cielo entre las hojas brillantes de los almendros. Y la chica que trabaja en la librería se llama Francine, tiene una etiqueta con su nombre en la parte superior del ventrículo izquierdo� Flashes de anoche, en La Peña Saint Germain donde, después de los boleros, oficia de disc-jockey El Cuco de la salsa: la cubana santiagueña Anelí, la argentina Lorena, Yomira de blanco, el local sigue repleto y Alain El Tumbador opera discretamente, y discretamente procede al levante de una fotógrafa. Alain es un marsellés de cepa y su familia de origen italiano; yo ya soy perro viejo en estas lides, por eso me fascina su arte, parece que conoce de memoria El Arte de amar ovidiano. La semana pasada, por ejemplo, en un bar de Marsella, cerca de la Plaza Jean Jaurès. Hay una chica llamada Charlotte, camarera, recién llegada del Brasil; como me ofrece un par de copas y se muestra muy coqueta, yo creo que está conmigo. Aparece Alain acompañado por una chica guapa, no le presta atención a mi Charlotte, la ignora más bien, y la otra muerde el anzuelo ipso facto, se acerca al Tumbador, Alain por aquí, Alain por allá, ¡Ay, Alain! Yo caballero me retiro nomás, dicha técnica suele ser infalible� Ahora, sin que nadie lo note, se va con la fotógrafa, chapeau mon vieux; pero hoy miércoles, al salir del Luxemburgo, camino por el bulevar Saint Michel rumbo a Châtelet y sigo mirando a las mujeres: la de minifalda y zapatitos negros puntiagudos, están de moda, parecen chapines de bruja. En la rue des Ecoles hay una vendedora rubia oxígeno, rubia platino, una mamacita, en la boutique Pimkie� Y luego de vagabundear por el Barrio Latino derivo hacia el Metro Cité. Sin darme cuenta ya estoy yendo hacia mi antiguo domicilio. En el Metro Réaumur-Sébastopol sube una lectora de Tolstoi y le cedo el asiento. Lee un libro que no he leído y tal vez nunca leeré, tengo demasiados en lista de espera, se titula La sonata de Kreutzer. Bajo en la estación Barbès-Rochechouart y, qué raro, los hechiceros hindúes y africanos tampoco vienen a recibirme. Paso delante de la casa del tipo a quien vengo a matar; luego me distraigo mirando al vendedor de shish kebabs, luego la pastelería marroquí, luego la peluquería antillana; al frente, veo el snack del tailandés que hace comidas por encargo� y la panadería� ¡Allí está el maldito! Deben ser apenas las siete de la mañana, y como todo a esa hora está cerrado, el atorrante compra sus dosis de Heineken en ese local� ¡Se me escapó! Ahora son las doce y el miserable, furtivo y tembleque, penetra en la tienda de mi amigo Lakdar. Luego saludo al amigo Tahar del pressing donde ese que no tiene un euro hace que laven y planchen sus camisitas de petimetre, para después quejarse porque no tiene plata. Para el trago sí tiene, claro que sí, siempre; por eso, con mucha razón, uno de los muchachos, visiblemente harto del pedigüeño, le dijo para qué te doy si de todas maneras te la vas a chupar; y desde entonces no le volvió a darme un puto mango, sólo buen vino y alimentos, ya no compres ese vinacho infecto, carajo, y come. Veo con rabia el horrible cajero automático, ese monstruo de plástico y metal escupidor de billetes, que una vez se tragó mi golden card, pero para siempre, ni siquiera tuve tiempo para hacerle una fotocopia en colores; también veo la carnicería donde nunca compré un bistec, la floristería Adonis, el bar de la esquina ahora atendido por chinos. Entro en la peluquería de siempre, una chica me lava la cabeza, siento cosquillas agradables, miro al techo de metal. Entra una mujer muy bella, no la describiré, debe tener cuarenta años, la veo por el espejo mientras André cambia la hoja de la navaja y yo recuerdo al Flaco Enrique, el peluquero de la infancia en Chimbote, quien afilaba su navaja haciéndola chasquear sobre una cinta de cuero ¡Ris! ¡Ris! ¡Ris! ¿Y la gordita linda, seguramente proclive al amor sin trámites —imagino esto por su manera de mirar— que subió en la estación Etienne Marcel? Pues ya desapareció para siempre. Al salir de la peluquería con diez años menos, miro con atención a los habitués del Bar Hollywood, donde el horrible borrachín, a veces, viene a tomar sus Leffes a las cinco de la mañana, esperando que abran la panadería. No está. Sigo caminando hasta el restaurante A Tavola, en la esquina de l’Avenue Trudaine con la rue Gérando, cuyo dueño es Claudio, frente a la Place d’Anvers. Y luego de dar una vuelta en las inmediaciones del Sacré C�ur —rue Steinkerque, rue d’Orse, rue Seveste— regreso sigiloso al Bar Hollywood. Allí está el maldito. Debe medir un metro sesenta y cinco, su atuendo es descuidado, viste buzo y zapatillas, la casaca color mostaza medio cochinita, tiene unos lentes rojos idénticos a los míos, mira al vacío, y finge escribir en un block. El sujeto debe pesar unos ochenta kilos mal llevados. No le doy tiempo para nada y le planto tremenda puñalada en la espalda —la carne cede suave, crujen huesos y cartílagos, es como plantarle un cuchillo a un pollo decapitado y pelado— casi a la altura de la nuca, el chorro de sangre llega hasta el techo, grita la camarera portuguesa. Los demás permanecen inmóviles, indiferentes más bien; por eso, al saberme impune, le doy un patadón en el flanco izquierdo, siento dos, tres costillas romperse, me río satisfecho con el sentimiento el deber cumplido, y salgo hacia la rue de Rochechouart.

El jueves me invita a almorzar uno de los muchachos mayores. La cita es en la Place de Clichy, luego decidimos adónde ir, dice. Chismoso irredento, le narro en detalle las hazañas de otro muchacho mayor anoche en la discoteca, y nos reimos mucho festejándolo. Me paternaliza y aconseja. Y, recuerdo diciéndoselo, ayer tuve una iluminación. Los cuarenta euros me los tiré la misma noche de mi llegada; en el bar de la esquina de la rue du Bac, nadie me pagó las chelas, seguramente pensaban los muchachos que venía con plata; en el Orestias, pagué mi parte riéndome, fingiendo tener mucha plata, no se preocupen, muchachos; pero en la discoteca se me acabaron las balas y empecé a repartir sablazos a diestra y siniestra. Y ahora, ¿qué hago? Saliendo del Luxemburgo sobrevino la iluminación. Llamé a otro muchacho mayor quien ocupa un alto cargo en la Unesco, y me dio cita hoy, le digo al poeta mientras caminamos por la rue Caulaincourt que corta el Cementerio de Montmartre, por la rue Damrémont hacia la rue Lamarck a un restaurante peruano llamado El Pulpo, cuyas especialidades son el pescado y los mariscos al estilo Chorrillos, a las cinco me dio cita, o sea que tenemos tiempo de sobra, digo.

—Aquí fue el festín cuando la presentación de mi novela, pienso, y de pronto me doy cuenta que él quiere, quizás, mil años después, que festejemos aquel mi debut como escritor entre nos, de modo que amenizamos los pescados fritos y las jaleas degustando un Tacama blanco nacional helado.

Luego hablamos bastante, de todo, algo de literatura, de la flamante Revista Peruana de Literatura dirigida por Ricardo Vírhuez, y le cuento lo de mi escape a París. Teóricamente, digo, mi contrato comenzaba el 15 de junio, o sea ayer, pero como la chef es mi amiga hizo una pequeña modificación para darme una mano, empecé el primero.

—¿Y ya estás de vacaciones?

—No, para nada, sólo pedí permiso.

—¿Y te lo dieron así de fácil?

—No, qué va, no me lo dieron; por eso me escapé. Pero ya firmé contrato por seis meses, no pueden botarme.

La verdad es que sólo había firmado un papel, pero no el contrato con el Instituto, o sea que sí, que podían botarme, la chef se había puesto furiosa, casi pierdo el tren, hasta pensé en llevarle un regalito a mi regreso, presentarle mis� sentidas excusas, más vale pedir perdón que pedir permiso� Y nos despedimos hasta la próxima, quién sabe cuándo. Es buen amigo el poeta, pienso. Ya en el Metro —de la Place de Clichy directo hasta Duroc para el cambio— sigo mirando discreto a las mujeres. La otra, las otras, parecen madre e hija, o sea que recuerdo el merengue cantado, creo, por Cuco Valoy, bueno, si no es Cuco Valoy,� mañana le pregunto a Octavio. Dice nuestro merengue:� Qué buena qu’está la hija / Qué buena qu’está la mama (bis y tris). Una rubia cromo claro cenizo (la mama), la otra exhibe una cabellera color grosella negra medio rojizo profundo (la hija). Ambas con risas y aires de verano. Suben músicos probablemente rumanos munidos de saxo, clarinete, pandereta y caja rítmica en la estación Saint Lazare, y me parece que la mama debe utilizar esos soutien gorge generous y de pronto string. Saliendo —siempre pensativo, no sé qué me pasa— veo la Torre acribillada de luz y apuro el paso. La Unesco abre sus fauces que no han querido tragarme con justísima razón, puesto que soy el Gran Inútil. El amigo me pasa la fabulosa suma de cincuenta euros, de modo que soy rico de nuevo, llamo a uno de los muchachos, nos damos cita en el Metro République, antes de ir a una cena organizada por otro muchacho que vive en la rue Eugène Sue, donde nos reuniremos con los otros muchachos y terminaremos la soirée como húsares bayoneteados en la batalla de Waterloo. Al día siguiente, otro muchacho poeta me da cita, de nuevo, en la Place de Clichy. Muchachos queridos, si en otra vida nos damos cita, que sea en la Place de Clichy, por favor. Es que me gusta tanto, eso le digo al muchacho veterinario, el primer poeta veterinario colombiano de nuestras épocas. Nos tomamos una chela y luego vamos a buscar al jíbaro. Este nos recibe porro en mano, fumamos y miramos distraídos un partido de la Copa Europea. Le había dicho que esta noche tenemos entrada libre y trago libre en La Coupole, invita Octavio. Además, nos esperan para cenar, apurémonos. Al final nos torcimos en Clignancourt y sólo fuimos al espacio intersideral de nuestras mentes, el material del jíbaro estaba buenísimo.

El sábado otro muchacho prepara un buen almuerzo en familia, soy el único invitado, es que vengo de Marsella para verlos, festéjenme carajo. Las libaciones son moderadas y todo resulta como armónico en el Patio de la Gracia de Dios de Belleville. Me cuido. Regresaré a Clignancourt, haré una siesta; luego, bañado y maquillado, iré fresco como las lechugas� a la cena que, en honor al Kuraka, organiza Ada madrina. En eso llega otro muchacho —el pintor colombiano— y se destapa una botella tentadora de pisco, tomo un par de copetes y soy fuga. Es que ya estoy prevenido. En ningún caso he de llegar borracho, jamás, pienso, ebrio sí, borracho nunca. Llego puntual como un suizo a las ocho y media en punto, cronómetro en mano. La recepción ha sido preparada con rigor y elegancia. El sol vespertino da golpecitos en las ventanas, allá por la rue Lecourbe, entre Lourmel y Convention. El servicio es de primera: manteles muy blancos, cubiertos muy brillantes, copas adecuadas para cada néctar —champagne y vino de Burdeos—, pasabocas y canapés de lujo, pan, queso, frutas y postres. De pronto me doy cuenta, recién, que de nuevo estoy en París plus fauché que le blé, como dicen los franceses, pero tomando champagne brut millésimé, y me cago de risa interiormente. Eso sí, muchachos, cuando tomen champagne, sólo acepten el brut millésimé, nada de demi-sec, sólo brut millésimé, y miren la luz que peina suave los techos de París porque ya no hay tiempo para sufrir, que sufran los vallejianos y después que se mueran sufriendo. Nosotros nos moriremos con una sonrisa estilo luna de cuarto menguante instalada en el rostro. Esa sonrisa heroica de los que han sorbido hasta los tuétanos el acíbar y el almíbar de esta vida pasajera. Y que la han transformado en un cocktail degustado en un jardín, rodeado de las malditas mujeres que nos reconcilian con la vida. Algo por el estilo me dijo el Kuraka cantando y riendo, rodeado de familia, amigos y mujeres, que soy misógino. Muy equivocado estás, querido Kuraka, puesto que yo soy todo lo contrario de un misógino. Y mi diosa es la Venus Anadiomena, esa que fue descubierta el Año de Gracia de 1345 en Siena, que fue recibida con gran alborozo popular y colocada, entre fiestas, sobre la Fuente Gaia, en la Plaza del Campo, cerca del espléndido Palacio Público; poco tiempo después, los eternos retrógrados dijeron que dicha imagen era demoníaca y decidieron destruirla. En cuanto a mis poetas preferidos, son: Cátulo, Marcial, Propercio, Terencio, Ovidio y todos los que se les parezcan, los demás pueden morirse. Bueno, aclarado este asunto, sigamos con la cena que transcurre muy linda, han venido chicas de Londres, de Copenhague, son molineras, y bailan. Sinceramente, yo le hubiera vendido mi alma al Diablo una vez más para quedarme con ustedes, pero me dejaba el último Metro, tuve que apurarme, ya era medianoche, hora en que me salen los colmillos.

Siempre, incluso en otras vidas, me han gustado los amaneceres color lavanda de Clignancourt, fresco como las lechugas otra vez, sigo sin entender qué me pasa. Además, hoy es domingo y siento que, ya eliminado aquel mequetrefe, no sólo tengo la llave del apartamento —otro más, desde que no tengo casa soy millonario en casas y apartamentos, sólo me faltan residencias y palacios— sino también de otras moradas� ¿cuáles? Preguntárselo no tiene sentido, puesto que tengo la llave. Qué hermoso poemario ese de Rafael Alberti que se titula Sobre ángeles y moradas. Bajo la arboleda. Mis únicos maestros españoles son el poeta y Azorín, nadie más. Sobre clásicos y modernos, La ruta de Don Quijote. Aroma de guisos, naranjos, pueblos y aceitunas en la recia España, pienso llegando al mercado de Château Rouge. También recuerdo a mi amigo Ernesto Muro de Logroño. ¿Por qué pienso esta manaña tan sentidamente en España, maldita sea? Seguro porque soy un sudaca errabundo entre París y Marsella, disculpe la enormidad, maestro Azorín� ¡Ah! ¡Me olvidaba del viernes a las dos de la tarde cuando almorzamos con Maynor y dos muchachos, cerca del Metro Maison Blanche! Hoy, después de mirar medio maravillado las frutas, los pescados y las legumbres del Castillo Rojo, derivo al almuerzo de mi despedida en casa de mi amigo Rolo, ese muchacho que vive en la rue Eugène Sue. Estamos presentes el dueño de casa, el poeta colombiano y yo, los demás están malheridos, curándose aún las heridas de la batalla de Waterloo. Y ahora sí, muchachos, me regreso a Marsella. Y so riesgo de pasar por necio les digo: olvídense de la incorrección en el estilo, de las normas y etc. Uno que otro muchacho ha criticado con toda razón algunos aspectos pedantescos, y en consecuencia exasperantes de mi estilo. Está bien; pero no sólo de razón se alimenta el poeta, ustedes debieran saberlo mejor que yo porque son mis mayores. Recordemos, aquí entre nos, que donde termina la gramática empieza el arte, como decía Pedro Henríquez Ureña. Adiós muchachos. Me voy p'al pueblo, como dice la canción. A la rumba, el rumbón y la candela. Me voy p’al guateque con descarga, guajeo, guaracha y rumbeando. Al bembé y a la bomba para bailar un boogaloo. A jaranear, guisar, salsearse y botarse con montunos y merengues en la pachanga. Para que afinquen, muchachos. Para que gozen repicando el merecumbé.. Para que vacilemos con melao y sabrosura cocinando, montuneando el tumbaíto. Para apretujar a estas mamis tan lindas con perico ripiao, guagancó y timba. Para tirar un� pie. Para tirar paso. Para castigar la baldosa y olvidarnos de la horrible literatura seria. No les digo adiós, muchachos, para nada. Solamente ¡Hasta pronto! Estamos hablando de ontología, por si acaso. Y cuando quieran, pues vénganse a Marsella. Amén.

Marsella, 17 de julio del 2004

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© 2004, Miguel Rodríguez Liñán
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Para citar este documento:
Rodríguez Liñán, Miguel: «Adiós muchachos», en Ciberayllu [en línea]


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