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El tiempo fijo

Manuel Estrada

 
   
  La tendría allí, tendida, ansiosa como nunca lo estuvo antes, aun antes de conocerme y el ruido del tráfico no perturbara; aunque, para ser claro, en estos menesteres no perturba para nada: en cambio, exalta la vorágine de hormonas liberadas en cada movimiento en que iría descubriéndola y mostrándola a la luz que, tímida, se atreva a translucir las cortinas de pesado tul. La tomaría nuevamente —pidiéndole previo permiso, como corresponde a quien se precie de respetar el no de las niñas—, de manera firme y segura, conduciendo con manos expertas a esta mujer que se siente mujer entre mis brazos, enamorada, rendida de amor, palpitante el pecho, rubor en las mejillas, pero, sobre todo, con ese mirar entreabierto de sus ojos color mieldeabejas, hacia ese lugar recóndito que sólo yo conozco, y le mostraría el verdor de los campos, el murmurar de las aguas bajando la cordillera, las arenas del desierto eterno, el redoble interminable de las olas del mar, las cumbres nevadas retratadas contra el azul límpido del cielo, los huesos sagrados de mis muertos y mi corazón latiendo por ella.

Le diría las palabras de amor que usaron los antiguos —las mismas palabras en mil idiomas distintos—, repitiéndole sílaba a sílaba, letra a letra, signo a signo, cada sonido emitido, cada gesto articulado desde el fondo de los tiempos, mientras miro el fulgor mieldeabejas penetrándome en la misma mirada. Ella, firme y serena, escucharía el «te amo», tantas veces repetido; tomaría mis manos; besaría las palmas, suavemente, sonriendo, feliz...

Tanto voy pensando en ella, como queriendo comunicarme y alejarme de este encierro gris y húmedo que entristece el espíritu, y siempre repitiéndome lo mismo mientras camino recorriendo —entre el humo de los carros y los ómnibus— las veredas de mi Lima, de México-DF, de Amsterdam o de Madrid, en los paseos imaginarios, surrealistas, que me llevan fuera de mí.

Supongo que siempre fue así, aun desde chico, a la vuelta del colegio, caminando las siete cuadras desde la avenida Arequipa hasta la casa de Lince, bamboleando el maletín con libros y cuadernos, mientras iba hablando a solas, a mí mismo, que me acompañaba haciendo exactamente lo mismo que yo, oyendo el rumor de las aguas del río Huatica, canalizado por debajo de la vereda que sirve para ir regando con aguas sucias los parques y jardines de San Isidro. Claro que aún no conocía el amor de las mujeres, pero creo que después, ya crecido y universitario de San Marcos, seguía haciendo lo mismo desde que bajaba del colectivo que me dejaba allí en la cuadra 26.

Lince está en el medio de Lima; es distrito de gente de clase media, de medio pelo. De allí hacia el centro, los Barrios Altos, las barriadas —que un general rebautizó eufemísticamente como «pueblos jóvenes»— del Cono Norte. Hacia el sur, San Isidro, Miraflores, los barrios pitucos.

Debe ser la casualidad la que me hace mencionar el medio. El medio ha marcado mi vida: ser mitad y mitad; una dicotomía que supo ser cruel en algunos momentos. No me quejo. Así soy, así fui creciendo, madurando, y lo puedo entender: el ser mestizo, por ejemplo. No eres ni blanco ni cholo. Los cholos te miran como blanco, y los blancos como cholo: no formas parte de nada. Lo mismo ocurre con tu posición social: no eres ni rico ni pobre. En el Perú es fácil saber de qué posición eres: si eres cholo, seguramente eres pobre —sí, con el destino marcado para siempre—; pero dentro de los cholos hay cholos y cholos: los que acaban de bajar de los cerros y los costeños. Los serranos están jodidos; la mayoría habla mal el castellano y sólo encuentra lugar en las barriadas de Lima, Trujillo o Arequipa, y vive en chozas de latas y cartones. Los costeños tienen mejores posibilidades. Dentro de los serranos hay cholos que son más cholos que otros, pero hay otros cholos peores que los cholos más cholos: los indios —estos son los más maltratados—. El Perú es un país de cholos, pero todos cholean a todos.

En mi época de sanmarquino ultra, que fueron los primeros años, no pasé de Lince hacia el sur. Conscientemente rechazaba lo pituco, los barrios ricos, y me proletarizaba con los compañeros del partido que vivían en Breña, Barrios Altos, Lurigancho... Así aprendí que había cholos más cholos que yo, que me miraban como a pituco, y, si bien todos éramos compañeros y la revolución estaba al alcance de la mano, siempre regresaba a la casa donde encontraba un plato de comida caliente y mi cuarto, mis libros y el póster del Che Guevara con un verso de Javier Heraud, que veía al cerrar la puerta de mis dominios: «Simplemente sucede que no tengo miedo de morir entre pájaros y árboles». El Che ya estaba muerto, Heraud también; ambos entre pájaros y árboles, y la revolución no llegó.

Confieso que estuve enamorado hasta el tuétano de una compañera de clases: mi primer amor de verdad, con la fogosidad de los 18 años, que terminó cuando ella consolaba —íntimamente, digamos— a un chiquillo chileno que huía con su familia de la jauría de Pinochet, luego del asesinato de Allende, allá por 1973.

Nunca volví a ser el mismo: qué duro resultó comprender que el mundo afectivo no era el que nos habían pintado los jesuitas y el amoroso cuidado de mis padres, cuánto se podía sufrir por un amor a pesar del apoyo de mis amigos; pero aprendí. Lo que no pude aprender jamás fue el amar con reservas: cuando me enamoro, me enamoro hasta los calcetines, con zapatos y todo. He tenido amores; no me puedo quejar, y de todos ellos siempre queda un sabor dulce —los recuerdos gratos predominan—. Es inevitable la dialéctica en el amor: al mismo tiempo que adquieres felicidad, adquieres también sufrimiento. No es posible lo uno sin lo otro: tarde o temprano terminas sufriendo cuando te falta la compañera.

La vida me fue llevando por diferentes rumbos. Conocí mucha gente. Hice nuevos amigos: a los anteriores los fui dejando un poco de lado hasta hace poco, cuando, en mi último viaje a Lima, los reencontré —no a todos, pero creo que los he recuperado—. Ahora sé que ellos están allí; siempre han estado allí, cerca de ti. Es muy grato saberlo, sobre todo cuando estás a miles de kilómetros. Me cambié de país un par de veces, y debe ser por eso que ahora detesto las mudanzas, el montar casas para luego rematar todo y comenzar de nuevo con un par de maletas en la mano. Supongo que me habrá dado un poco de mundo, que le dicen, el ver otras culturas, convivir con otro tipo de gente, aprender otras lenguas; pero creo que no es de mucho mérito. Son cosas que te dan los años: mirar desde otro punto de vista. Aprendes a ver del otro lado de las cosas, simplemente.

Lo que no puedo recrear es la casa. Es irreproducible, pequeña, al final de un pasaje, cálidamente llena de tantos recuerdos tan reales como el amor de mis viejos. Ahora está repoblada con los gritos infantiles de sus nietos, a quienes se les clasifica en buenos o malos si tienen o no buen apetito, siguiendo el bien fundamentado criterio de la abuela. Ella basa su amor en la comida; por ello, si alguno no come bien, no la está queriendo, y, como no se puede dejar de querer a la abuela, allí va la cuchara de sopa como avión hacia la boca del nieto díscolo. Mi mamá, con más arrugas, sigue siendo la misma; ella es quien maneja la familia mientras el viejo, ya jubilado, lee El Comercio de todos los días y la lleva a las compras o donde las tías viejas que todavía quedan. Pero no es la casa en sí: son ellos, mis viejos y mis hermanas, los que la hacen así.

La tengo a ella, a esta mujer ideal que me acompaña en todas las cuadras que camino. Antes lo hacía fumando, como si el humo del tabaco se llevara, entre sus volutas, las penas y las lágrimas silentes de cuando estás solo y encuentras que no te gustas, que mientes y no eres honesto. Ya no fumo, procuro no mentir y trato de ser honesto conmigo mismo. Es difícil, lo sé: son palabras, pero ella es mi refugio. ¿Cómo podría definirla? No lo sé. A veces recurro a canciones que poca gente conoce, que me ayudan en este caminar.

Volví a recorrer las siete cuadras hasta la casa, ya sin libros ni cuadernos, la ciudad cambiada. Muchas casas han sido demolidas para dar paso a enormes edificios de departamentos, mucha gente y muchos carros, pero siguen siendo las mismas cuadras, y continúo hablando conmigo mismo como antes, y no importa ya si son mis siete cuadras limeñas, mexicanas o madrileñas las que me sacan de este encierro en el espíritu.

   

 
© Manuel Estrada, 1998, m.estrada@PSYCH.KUN.NL
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