Más allá del relámpago

Lima-Nueva York,
Septiembre 11-Octubre 11, 2001

[Ciberayllu]

José Luis Rénique

 

«Y no quedaron vivos más que la fe y los muertos».
Miguel Ángel Asturias

 

Septiembre 11, 2001: De las sufridas mujeres policías que batallan ahí con el tráfico infernal se dice que tienen los pulmones como trabajador de mina de carbón. Quienes comparan a Lima con Calcuta piensan seguramente en la avenida Abancay. De niño, la recorría con frecuencia de la mano de mi padre. Hoy es conocida por su inseguridad. Con mi laptop en mano le pido al taxista que me deje en la puerta misma de la Biblioteca Nacional, que sigue ahí, desafiando al bullicio, como relicto de una ciudad hasta no hace mucho definida como señorial. A punto de llegar a mi destino, la radio local emite los primeros informes. ¿Un avión en el «World Trade Center»? Imagino algo ligero: una Cessna, como leve arañazo en pecho de gigante; a Blanca Rosa —mi esposa, corresponsal de una cadena de televisión— en camino hacia el lugar, a Inés —mi hija de seis años— ya en el colegio a esta hora. Y la escena desde mi casa, en una colina a la ribera del río Hudson, del lado de Nueva Jersey, frente a a la isla de Manhattan: una de las torres orlada con un penacho humeante. Renuentemente, me impongo, a lo largo de la mañana, de las proporciones de la noticia. Me entero por el celular que mi hermana en Washington ha visto a Blanca Rosa por la TV y que Inés, en efecto, está, a salvo, en su escuela. Vuelvo entonces a mis periódicos viejos. A seguir el rastro de los comunistas peruanos en los confusos años de la invasión a Polonia y el ataque a Pearl Harbor. Recién por la tarde me reincorporo al mundo, para hablar con los míos; para descubrir que, de los papeles amarillentos que consulto, la acción se ha desplazado a las calles de la ciudad en la que he vivido los últimos doce años.

Septiembre 15: De la noche a la mañana, Blanca Rosa se ha convertido en corresponsal de guerra. «Llegamos entre los primeros —me cuenta en uno de sus mensajes—. Vimos que algo caía de los pisos más altos. Pensamos que eran pedazos de metal. Hasta que nos dimos cuenta de que eran personas. El lente de la cámara nos permitía verlos desde muy cerca. Ver sus miradas yendo de un lado hacia el otro, entre las llamas y el vacío. Uno intento hacer un paracaídas con su saco. Ingenuamente pensé que la policía les había puesto algo para amortiguar su caída». Y luego, Armagedón. Lo impensable: el colapso de las torres. «De repente, ahí estaba, escapando de la mole de cemento, metal y sabe Dios qué más, que me perseguía. Y varios segundos pensé que iba a vencerme. En la estampida, perdí contacto con mi camarógrafo. Al principio escuchaba su tos. Pero luego eran centenares tosiendo al mismo tiempo. Parecía un estallido nuclear. Todos tosiendo y cubiertos de polvo, algunos tirados en el suelo, la imagen misma del horror».«¿Sabes papi que mi mamá casi se muere?» es la primera frase que le he escuchado a Inés, por el teléfono, después del atentado. Imagino su confusión, tan sensible como siempre ha sido hacia toda forma de violencia. En junio pasado, mientras visitábamos Grecia, se desató el conflicto étnico en la vecina Macedonia. Las imágenes copaban la televisión. Ella preguntaba por el lugar preciso en que los hechos venían ocurriendo. Hasta pidió ver un mapa para cerciorarse de que «esa guerra» no habría de llegar «hasta donde estamos nosotros». Y ahora ha visto, desde la ventana de su propia casa, el capítulo inicial de la mayor de todas. De lo que muchos comienzan ya a tildar como «guerra cósmica». Las torres del World Trade Center� —observa Jonathan Schell— eran el más masivo objeto� existente en la ciudad de Nueva York y acaso en toda Norteamérica. Si, sin advertencia alguna, pudieron evaporarse en un abrir y cerrar de ojos ¿de qué cosa podemos ahora estar seguros?

Septiembre 17: Comparado con Nueva York, Lima —me dice un taxista—, se ha convertido en «la ciudad más segura del mundo». Nostradamus domina ahora la oferta cultural ambulante en los cruces de las avenidas, en la prensa chicha y en los «talk shows». Inés, por el teléfono, no hace otra cosa que hablar de «la guerra de Manhattan». Siento, en un almuerzo de amigos, que, descontando el horror, todos creen que Estados Unidos ha recibido, finalmente, de su propia medicina. Y en las horas solas y vacías la guerra merodea mi imaginación. La guerra, en mi recuerdo más lejano, es el relato de mi abuela de la «toma de Lima» por las montoneras de Piérola en 1895. La guerra es esa noche infantil en que desperté pensando que alguien movía la mesa del comedor y era, en realidad, ruido de metralla, pues una unidad militar se había amotinado a poca distancia de mi casa: los soldados agazapados tras un tanque avanzando por la alameda en la madrugada limeña, y mi padre jalándome contra si de la ventana que había ganado yo subrepticiamente. La guerra es también ese cuadro llamado «El Repase», enorme e injuriante, de un soldado chileno «repasando» con la bayoneta a los peruanos caídos en la defensa de Lima. Los libros y las historias le dieron a la guerra después, en mi memoria, una aureola romántica. Supe de un Cid Campeador que ganaba batallas después de muerto y, en el Napoleón de Emil Ludwig, aprendí que podían éstas pensarse y concebirse como partidas de ajedrez. La vida me puso luego cerca de algunas de ellas: las historias de sufrimiento extremo que en el Quiché guatemalteco nos contaron los indígenas de las «comunidades en resistencia» en 1991 o las memorias de ese ex-guerrillero, lleno de vida pero sin brazos, que en el río Torola, en Morazán, enseñaba a los niños a tirarse clavados en los primeros días de la paz salvadoreña. O mis recorridos por el altiplano sur andino del Perú cuando las columnas de Sendero campeaban en las alturas,� repartiendo amenazas, incendiando empresas agrarias, predicando incesantemente su milenaria «guerra popular». Y ese recorrido alucinante, por cierto, por la martirizada Sarajevo a poco de su liberación. Una pasión extraña, atrayente y repulsiva a la vez; un objeto de estudio, una amenaza indescifrable, un contacto con los límites del comportamiento humano. Y ahora, de improviso, como diría mi hija, «la guerra ha llegado hasta la casa».

Septiembre 27: Viaje tenso pero sin novedad. Me rehusé a mirar la ciudad desde el aire como lo hago siempre. Llegada a casa rayando el alba. El abrazo largo de amanecida. Ahora, a vivir juntos la incertidumbre. Inés dormita. Nuestro vecino Bob —me cuenta Blanca Rosa— no ha sido visto desde el día 11. La tragedia tiene ahora un rostro y un nombre. Abro cauteloso la persiana para dejar entrar el día, y con él la realidad lacerante de este tiempo. Imagino al buen Bob paseando a su perro por la calle de enfrente; ancho de espaldas, jovial como infante, recogiendo las cacas de su mascota sin asomo de incomodidad.

Septiembre 28: Sentados a la ribera del Hudson, exactamente al frente del «World Trade Center», Inés propone cerrar los ojos «para ver si al abrirlos las torres esta ahí todavía y todo esto ha sido solamente una pesadilla». Las huellas de la explosión, las grúas, la montaña de escombros se dejan ver a la distancia por lo diáfano del día. Zarpan del Battery Park barcazas cargadas de tragedia. Pegados a las rejas del malecón unos dibujos infantiles recuerdan a los niños de una escuela destruida. Ofrendas florales y velas a medio derretir completan la escena doliente. El grifero sikh nos atiende camino a casa. Cuando niña, a Inés solía llamarle la atención su turbante de color naranja. Inquiere ahora si «ese señor es también del país de los terroristas». Sus preguntas son frescas aunque también viejas: nacidas del desastre recentísimo; habitadas, asimismo, por rumores antiguos de odios y de guerras. «¿Qué le ha hecho Estados Unidos a esas personas para que nos odien tanto?» Urgida por los hechos, ha emprendido por su cuenta la búsqueda de las grandes verdades. A veces —me dice luego— «siento que Dios existe pero otras veces siento también que no existe». Para ella, a sus 6 años, como para mí, a los 48, el 11 de septiembre es una divisoria vital.

Septiembre 29: A casi tres semanas del fatídico 11, los vaticinios más apocalípticos afortunadamente no se han cumplido. El Afganistán, según ellos, ya habría sido sepultado por la misilería norteamericana dando inicio así a la guerra mundial número tres: un «choque de civilizaciones» de proporciones inconmensurables. Las declaraciones —torpes y matonescas— de Bush, a inicios de la crisis, avalaban sin duda esas predicciones: el mundo rehén de los deseos de venganza de una nación arrogante y poderosa. Éste no es el Lejano Oeste, comentó un periódico británico cuando Bush dijo que capturaría vivo o muerto a Osama ben Laden. Fue en su discurso ante el Congreso en que pude advertir la posibilidad de un cambio. La voluntad de incluir a diversas audiencias, una cierta conciencia de la inutilidad de los métodos de siempre, la voluntad de definir el conflicto en términos diferentes, atendiendo, sobre todo, a la dimensión política y de inteligencia. Para un viejo amigo de Lima, por el contrario, aquel discurso había sido una declaración fascista. Fascismo con rostro musulmán es como Chistopher Hitchens —de la izquierdista The Nation— ha denominado a la Al Qaeda de Ben Laden. El propio Fidel Castro ha insistido en la urgencia de erradicar el terrorismo. Un peligroso fenómeno, ha dicho, indefendible desde el punto de vista ético. Ha rechazado, sin embargo, el esquema de lucha propuesto por Bush. Ante  el  Congreso de Estados Unidos —dice Fidel— �el presidente norteamericano ha diseñado la idea de una dictadura  militar  mundial; la lucha contra el terrorismo bajo «un solo jefe, un solo juez y una sola ley». Aquí, en los EEUU, el apoyo a Bush alcanza sus niveles más altos. En esta hora excepcional, los norteamericanos actúan como siguiendo un guión antiguo. Mientras en el resto del mundo la suspicacia va desplazando al pasmo.

Septiembre 30: Mi primera incursión a Manhattan en dos meses y medio. La ciudad, festiva e indolente, que dejé a mediados de agosto es, a fines de septiembre, una urbe embanderada; capturada como nunca por un vibrante sentimiento patriótico. Hay por todas partes recordatorios fúnebres. El dolor es uno sólo no así las demandas que suscita. Queremos justicia pero no venganza dicen los manifestantes en Union Square. «Today we mourn, tomorrow we'll kick asses» (Hoy lloramos, mañana patearemos traseros») reza el lema inscrito en letras blancas en una camioneta embanderada. Es un patriotismo de «melting pot». Se cuentan por cientos los actos hostiles contra personas de origen árabe. Un taxista oculta su nombre en la licencia desplegada en su tablero: se llama Osama y teme ser objeto de alguna agresión. La prensa de ayer conjetura si la muerte de un tendero árabe, en California, es un crimen de odio o un delito común. Me consuelo pensando que ese tipo de cosas no ocurren aquí, en Nueva York. Unos 35,000 árabes responden al llamado de las autoridades solicitando intérpretes y traductores; es nuestro deber de buenos americanos, ha declarado un dirigente de la asociación árabe-americana. Del presidente al alcalde local, las autoridades han insistido en que la cuestión no es contra el Islam sino contra el terrorismo. El propio Bush se ha animado a declarar que el Islam «es una religión de paz» y a descalificar como blasfemos a sus practicantes armados. Audacias que sólo el vértigo del momento puede permitir. De la derecha cristiana, por otro lado, también a los gays, a los radicales, a los pacifistas, a los abortistas, y hasta a los migrantes, se les ha endilgado una cuota de culpa por la tragedia del 11. Según la prensa local, en barrios pobres de Broolkyn, jóvenes negros y latinos ven a la policía amigablemente por primera vez: su comportamiento en la tragedia les ha elevado a la estatura de héroes. La esposa del vicepresidente Cheney, por su parte, ha dicho que, antes que multiculturalismo, los chicos deberían recibir lecciones de patriotismo. De Nueva York ya varios salieron a refutarla. En la TV, la célebre Susan Sontag recordaba que todas las guerras, en este país, habían sido ardorosamente debatidas y que ésta no podía ser la excepción. Pero ya ha habido al menos un caso de un redactor despedido por criticar al presidente. No se puede descartar la tentación jingoísta. Los almacenes Walmart informan que han batido sus récords de venta de parafernalia patriótica. Banderas más que brujas se espera que predominen en el Halloween que viene. Los mexicanos que vendían flores en un cruce cercano a casa, venden ahora banderas y escarapelas y en «Cosmos» —un conocido almacén de Union City— �hay una oferta especial para latinoamericanos: gratis «una bandera de tu país» por la compra de una «bandera americana». Y más allá de las anécdotas un hecho macizo: de unas 80 nacionalidades procedían las cerca de 5,000 personas pulverizadas en las torres, de unos 300 a 400 desaparecidos acaso jamás se tenga registro, eran indocumentados. Las autoridades alientan a sus familiares a empadronarse. Nadie —dicen— los denunciará a migraciones. Tomó seis años construir las torres, y más de tres décadas convertirlas en espacio del mundo, en esa especie de colmena, multicolor y multilingüística que yo conocí; el universo resumido en dos columnas espectaculares y sin gracia, convertidas hoy en el símbolo máximo de esta Norteamérica herida. especie de colmena, multicolor y multilingüística; el universo resumido en dos columnas espectaculares y sin gracia, convertidas hoy en el símbolo máximo de esta Norteamérica herida.

Octubre 2: A tres semanas de su día D la guerra sigue aún sin definirse. Los ultimátum han ido y regresado. La maquinaria de guerra norteamericana ha desplegado sus fuerzas. Los europeos se han sumado de lleno al esfuerzo guerrero. Los británicos en particular. Blair se ha impuesto al anti-americanismo tradicional de su partido. «No hay compromiso posible, encuentro mental o punto de comprensión —les ha dicho— con quienes practican de esta manera el terror. Derrotarlos o ser derrotados es nuestra única� opción.» Se perfilan los contornos de una gran coalición contra el terror. El aislamiento talibán permite abrigar esperanzas, en una campaña efectiva, contra un enemigo acorralado. Hay espacio todavía para la política y la diplomacia. Washington se pone al día con sus pagos a las Naciones Unidas, pero el Secretario General parece condenado a un papel menor. Moscú y Beijing apoyan a a Washington esta vez. Se reordenan alineamientos de décadas. Surge, contra las posiciones más duras de los halcones de la derecha, un cierto consenso de tono moderado: tendrá que ser una guerra de nuevo tipo. Quien conozca algo del mundo árabe —escribe Nicholas Lemann en The New Yorker— �sabe que un golpe mal planeado que provoque víctimas civiles inocentes sin afectar a los verdaderos culpables —como los ataques previos contra Osama ben Laden en 1998—, sólo conseguirá hacer empeorar las cosas. Será —sostiene el secretario de defensa Rumsfeld— una larga guerra en la sombra. Y analistas como George Friedman se preguntan si la desmoralizada inteligencia norteamericana y el sentido liberal de esta ciudadanía podrán acomodarse a una contienda de tales características. Jamás se ha podido imponer aquí, por ejemplo, un sistema único de identidad. Un periodista pregunta al Ministro de Justicia en la TV si se justifica la tortura cuando se trata de salvar a miles de vidas. Las lindezas de una sociedad abierta se convierten de súbito en una limitación. Con el correr de los días se relaja visiblemente el celo de la vigilancia. El Daily� News anuncia que reporteros suyos han pasado los controles en los aeropuertos Newark, Dulles y Logan —de donde partieron los fatídicos vuelos del 11 de septiembre— con cuchillas similares a las que portaban los secuestradores. Disidentes y radicales advierten en todos los tonos de las letales consecuencias de reincidir en el viejo estilo. Pequeños grupos han salido a gritar contra la guerra en el centro mismo de Times Square. ¿Surgirá de nuevo un movimiento como aquel de los días de Vietnam? Comporta tal posibilidad dilemas de muy complicada resolución. ¿Podría ser Osama el equivalente del «tío» Ho? ¿Es admisible, más aún, encontrar una equivalencia moral entre una política exterior que se repudia por imperialista y la agresión del terrorismo fundamentalista? ¿Es acaso posible practicar una «guerra justa»? Que con toda su barbarie, el ataque a las torres no ha llegado a tener los efectos del bombardeo de 1998 a una planta farmacéutica del Sudán ha comentado el linguísta Noam Chomski la gran figura de la izquierda norteamericana. ¿Pero no cree usted que en este momento, la izquierda debe hablar contra el terrorismo, decir que grupos como Al Qaeda son reaccionarios y fascistas? inquiere alguien al célebre Chomski en un chat de la NBC. Para Andrew Sullivan, de otro lado, mientras el gran hinterland de la nación —ese que votó por Bush en noviembre pasado— está claramente listo para la guerra, en sus enclaves de las dos costas, la decadente izquierda, se prepara más bien para ser la «quinta columna» de esta historia. Ni «nueva guerra» ni nada —opina por la Internet un peruano de larga residencia en los EEUU— �«la doctrina que guíe sus acciones será la misma empleada en Guatemala, El Salvador o Perú, donde se decía que ´si para acabar con un terrorista hay que matar 100 indios, lo haremos’. Los estadounidenses —concluye— se han metido en camisa de once varas».

Octubre 3: En el umbral de la guerra, mirando al mundo desde su epicentro, más que cualquier certeza, las preguntas son las que definen mi ánimo. Un compatriota verbaliza, por el teléfono, la más dramática de todas: ¿no será mejor no estar aquí para cuando comience el ataque al Afganistán? Tras ella, el cuestionario fluye incontinente: ¿y que forma tomará el ataque? ¿y cuál será la réplica de Al Qaeda? ¿llegará a ser éste, como dicen, un conflicto civilizatorio?; y si es así, ¿adónde deberían estar nuestras lealtades? ¿son Bush, Blair o Putin los representantes legítimos de una causa universal que se superpone, en este caso, con la defensa de algo que se puede llamar «occidente»? ¿hay algo digno de ser defendido en esta sociedad multiétnica que Nueva York representa frente al atavismo milenarista de Al Qaeda? ¿será la batalla que ahora comienza una acción de policía global contra una red de delincuentes terroristas o algo mayor, una segunda guerra fría más sangrienta y prolongada o una tercera guerra mundial con reverberaciones de guerras médicas y epopeyas tamerlánicas? ¿es la amenaza terrorista un mero pretexto para una reiterada guerra imperialista? Y qué de los problemas de fondo: del mundo miserable que la «globalización» ha engendrado; del sufrimiento interminable de los palestinos y del postergado desarrollo de vastas sociedades árabes ricas en petróleo y desprovistas de lo mínimo. Arabia Saudita, Pakistán y Afganistán reposan «sobre la placa tectónica políticamente más peligrosa del mundo» recuerda Robert Fisk ¿podrá Washington propiciar estabilidad y algo de democracia en esa región? ¿habrá después de la «victoria» algo más que «ajustes estructurales» y monetarismo?«El verdadero enfrentamiento —advierte un manifiesto en la revista Utopía Socialista— se da entre la civilización de los pueblos y la incivilización del sistema de los Estados, del capital y de los ejércitos más o menos oficiales». La sociedad civil es la verdadera alternativa para construir una solidaridad y una fraternidad universales «que desarme a los terroristas, de todas las clases, que derrote la guerra, que desactive el horror de la barbarie». Una ventana al mundo, la Internet permite tomar el pulso del primer gran conflicto global.

Octubre 6: «Si preguntan, les van decir que son cosas de grandes. Pero ustedes tienen que insistir en su derecho a saber. Y si les dicen que no estamos en peligro no les crean por que sí lo estamos. Pidan, entonces, que les expliquen bien qué es lo que tienen que hacer para sentirse más seguros». Así de pedagógica Linda Elerbee se dirige a su audiencia infantil por la TV. Inés me interroga, una vez más con la mirada. Del otro lado del Hudson, el «Empire State» nos mira iluminado con los colores norteamericanos. Hacia la derecha,� a la distancia, el hueco negro del «World Trade Center», epicentro quemante de la historia de estos días excepcionales. «Todos nos vamos a acordar siempre del 11 de septiembre menos unas personas» comenta Inés, incitando mi curiosidad. «¿Quiénes?» replico. «Los terroristas —responde— porque tienen la cabeza ocupada, pensando adónde y en que momento van a hacer cosas peores.»

Octubre 7: El día, soleado pero no caluroso, es perfecto para visitar el bello Jardín Botánico del Bronx. La noticia del bombardeo altera por completo los planes. Parte Blanca Rosa de inmediato a ocupar su puesto de combate. Armada de lápices de colores, Inés corre al escritorio de donde vuelve con una bandera de barras y estrellas que insiste en colocar en la ventana. Mi suegra sueña tan sólo con volver a Lima a la brevedad posible. Manhattan, curiosamente, luce más normal que nunca. Cruzamos el túnel hasta la calle 42. Los turistas han comenzado a volver. El Parque Central sereno y bello como en sus mejores días: las novias japonesas retratándose en el Great Lawn, los niños trepados sobre la cabeza broncínea de Alicia, la del país de las maravillas. En el Museo Metropolitano la multitud de siempre. Un viento frío recorre la ciudad al caer la tarde a la par con la llegada a estas costas del mensaje de nuestro némesis de turno: «América, la pecadora, ha recibido su castigo, juro por dios que no volverán a sentirse seguros hasta que nosotros nos sintamos seguros en Palestina». «La batalla será decisiva y será una guerra entre el Islam y los infieles" complementa su socio Suleiman Abu Gehiz. Ellos, como Bush, dicen tener a dios de su lado. Desde Lima, juega al Spengler andino un viejo compañero de facultad: América y sus aliados se han visto forzados a iniciar una escalada bélica que recuerda a las luchas de la antigua Roma contra los bárbaros germánicos. También era difícil imaginar que el Coliseo Romano llegaría a ser una ruina. Ha terminado el «sueño americano». Y en ese conflictivo marco —continúa— «bien metidos en la periferia», como los pueblos germanos, nosotros —los peruanos— a la larga podremos beneficiarnos de los enfrentamientos entre Oriente y Occidente. Porque en circunstancias como éstas el hecho de estar en el otro extremo del mundo puede significar la diferencia entre sobrevivir o desaparecer». El Perú, suspendido en el aire, ni Oriente ni Occidente, simplemente el Perú; como en los mitos, escenario de un posible nuevo comienzo. ¿Spengler andino o Nostradamus criollo? La distancia permite� reflexionar en términos de años o décadas. No hay tiempo aquí para preciosismos historicistas. Hoy como ayer, la guerra encabrita las pasiones y agita la imaginación; y con ello, del crepúsculo del fenecido siglo de la modernidad resurge el rumor —sensual, atávico, peligroso— ��de las nunca obliteradas sensibilidades milenarias.

Octubre 8: He visto la faz absurda de la guerra en el rostro de una jovencita de la Guardia Nacional a la entrada del puente que separa a Manhattan del barrio de Queens. Esa marcialidad sobreimpuesta, el eco todavía fresco del tobogán y la papilla, empaquetado en camuflaje y herramientas de matar. Un detalle apenas. Lo suficiente para erizarme, para removerme memorias. Para recordar, por ejemplo, las miradas de aquellos cascos azules jordanos resguardando la devastada Vukovar al pie del Danubio serbo-croata: sus ojos desconcertados en medio de la destrucción. Cuarenta mil efectivos de la Guardia Nacional, dicen, se han desplazado por la ciudad. Me he sentido aliviado viendo jugar a Inés con su amigo Martín a los carritos y los muñecos. Así han pasado el feriado. Ni en la Casa Blanca la celebración de «Columbus Day» ha sido interrumpida. La guerra, igual, lo contamina todo. Señalando a los aviones que despegan, desde la cubierta de un portaviones en el Golfo Pérsico, un reportero los describe como los armamentos modernos en lucha contra una organización medieval. Al vientre de un caza-bombardero entra un obús con una frase escalofriante: por los bomberos y los policías de Nueva York. La cobertura local no captura la excepcionalidad del momento. ¿Censura o control? No lo creo. Doblegamiento, en todo caso, al espíritu de guerra patriótica prevaleciente. Y en la prensa escrita, se habla por todas partes del inminente� «choque de civilizaciones». La lanzó un politicólogo hace algunos años. Como una hipótesis apenas sobre la forma que tomarían los conflictos en el mundo de la post-guerra fría. Más que la ideología o la economía, —dijo— será la cultura la fuente del conflicto del futuro. Y construía, a partir de ahí, varias posibles identidades civilizadoras. Occidente e Islam las más compactas. A sabiendas o no, Samuel Huntington contribuía así al guión de esta película de guerra. Pretendía, dijeron sus críticos, encerrar la fluidez de la vida en identidades fijas y suprahistóricas. Así lo recuerda Edward Said —el distinguido académico palestino-americano— en el último número de The Nation. Al calor del conflicto, no obstante, de poco sirve la crítica sistemática. Es la hora, por el contrario, de las fórmulas simples que una audiencia largamente entrenada en la trivialidad desea y consume con avidez. Asistidos por Huntington nos hemos metido en una cárcel conceptual. Vamos a la guerra, supuestamente, empujados por las fuerzas de la larga duración. El 11 de septiembre, recuerda un columnista, fue la fecha� en que el cerco musulmán a la cristiana Viena fue derrotado en 1683 por una fuerza encabezada por el monarca polaco Jan Sobieski apoyado por una amplia coalición europea. Los Habsburgo, a partir de ahí, revertirían las conquistas que, de la caída de Constantinopla (1453) en adelante, habían hecho del Imperio Otomano uno de los más vastos de la edad moderna. Hungría, Serbia, los Balcanes cayeron bajo dominio europeo, en tanto que los rusos, por el este, cruzaban el Bósforo para llegar hasta el Egeo. En su discurso recién transmitido, más aún, el líder de Al Qaeda ha llamado a sus seguidores a evitar una nueva Andalucía. Habla, por cierto, de la derrota árabe en la reconquista ibérica, de la caída de Granada que en 1492 marcó el inicio del gran ciclo de esplendor europeo. Ilo tempore descendiendo, como una maldición, sobre este inadvertido presente. Un jet militar vuela bajo sobre Manhattan acrecentando mi sensación de encierro. Escapo por la autopista virtual. ¿Que autoridad moral puede tener —pregunta un amigo desde Lima— un orden internacional que en el 2000 se gastó 780 mil millones de dólares en armamento cuando con sólo 6 se podría haber dado educación básica a todo el Tercer Mundo y con 13 más solucionado todas sus necesidades básicas de� alimentación, salud, vivienda?� «Qué maravilloso sería —continúa— que entraran los chicos buenos a las montañas y tomaran a Ben Laden y lo llevaran a casa, para ponerle su traje naranja y encerrarlo en una cárcel aséptica con TV y tres comidas nutrimentalmente balanceadas al día». En Latinoamérica, la prensa más crítica bulle entre la desconfianza y la denuncia. «El terror de ben Laden, personaje creado y entrenado por la CIA, es hoy opacado por los bombardeos de sus creadores contra un país pobre e indefenso» escribe Adolfo Gilly en La Jornada de México. Pareciera cancelarse el beneficio de la duda que «el coloso del norte» ha gozado desde el 11 de septiembre. Una sola palabra sintetiza ahora —para estos críticos— el sentido último de la agresión al Afganistán: petróleo. ¿Sabía usted —inquiere Luis Hernández Navarro en La Jornada— que antes de entrar a la Casa Blanca, Condoleezza Rice —consejera nacional de Seguridad y una de los más prominentes halcones del gobierno estadounidense— integró el directorio de la poderosa empresa petrolera Chevron? Proceso de México explora esa ruta con detalle mayor. Sus análisis rebotan de un confín a otro de la región. Se animan antiguos reflejos, reviven viejos fantasmas. Tensa sus fuerzas nuestro viejo anti-americanismo. Y nosotros, ¿dónde ubicarnos? No tan suspicaces pero igualmente ansiosos, algunos críticos españoles discuten la precariedad de la coyuntura abierta por el bombardeo ¿cuanto tiempo más podrá «occidente» retener el respaldo de Pakistán? ¿tendrá Washington la visión suficiente para comprender los alcances de su novísima «coalición contra el terror»? Solo una coordinación de largo plazo —sostiene el líder socialista Felipe González— podrá restablecer el sentido de «seguridad» que la globalización del terror nos ha hurtado. Para cuyo logro es perentorio evitar «la tentación de las respuestas que den satisfacción inmediática a un estado de opinión naturalmente irritado y deseoso de acción rápida». Al oeste del Afganistán, mientras tanto, la danza inmóvil palestino-judía sigue tan lozana como siempre, prisionera de su propia y empecinada dinámica. A través de un colega recibo de esas latitudes un testimonio excepcional. Gadi Algazi, es un historiador de la Universidad de Tel Aviv, experto en historia medieval, activista del movimiento Ta’ayush-Convivencia Árabe-Judía. Por varios años, su organización ha estado colaborando con comunidades palestinas de la región de Yatta, al sur de la banda occidental. El último 29 de septiembre, Algazi y su grupo han impedido, con su presencia, que una brigada de tanquetas y palas mecánicas expulse de su tierra a pobladores palestinos. Los historiadores del grupo conocen bien los antecedentes de la zona. Saben de sobra que la expulsión es ilegal. Los jóvenes soldados también. Y todos saben, asimismo, que cuando los de Ta’yush se marchen la expulsión será consumada. La expulsión será para ellos —reflexiona Algazi— como el «ellos quieren echarnos al mar» que nos repitieron nuestros maestros en la escuela, o como el «ellos nos echaron al desierto» que leí más tarde en las memorias de los refugiados palestinos de 1948. La historia se ha volteado en ese paraje del mundo al parecer irreversiblemente. Y Algazi no puede ocultar su pena de estar del lado agresor. A miles de kilómetros, en diversos puntos del orbe, muchos pagaremos el precio de aquel impasse nefasto.� En Miami, mientras tanto, un segundo caso de contagio de ántrax pone al país con los pelos de punta. Se agotan las máscaras anti-gases aunque los especialistas adviertan, una y otra vez, que de nada servirían frente a un ataque químico. Y dentro de la burbuja sentimental e informativa que desde el 11 nos cobija aquí quién sabe si acaso lo más efectivo sea implorar a la inteligencia de las bombas más que a la inteligencia de los líderes. ¿Habrá alguna manera de encontrar el hilo conductor que una nuestras críticas y nuestros desvelos, convirtiéndoles en programa, en el horizonte más amplio de una ideología redentora? Viene a mi memoria Eric Hobsbawn once años atrás en la Universidad de Columbia. Socialismo o barbarie es el dilema del mundo moderno recordaba él que Rosa Luxemburgo había dicho a comienzos del XX. Fracasó el socialismo y triunfó la barbarie —concluía Hobsbawn— �pero una barbarie con tecnología. A las 4 de la tarde, Gaby —la niña de al lado, nacida un mes antes que Inés— comienza su práctica de piano. Lleva varios días intentando tocar «God save the Queen». Me trae memorias de mis profesores escoceses del Colegio San Andrés de Lima: la veneración con que compartían sus recuerdos de la guerra, el documental aquel mostrando a Churchill demandando «blood, sweat, and tears» del pueblo inglés. Historias de caballeros andantes, en mi memoria, frente a la guerra sucia de hoy. En el piso de abajo, Inés abriga sus «barbies» con la misma frazadita con que la trajimos a esta casa hace seis años. «I'm a survivor, I'm gonna make it, keep on surviving» (Soy una sobreviviente, voy a lograrlo, sigue sobreviviendo) —el hit de Destiny's Child— �canta mientras juega, felizmente ajena a la angustia globalizada que, infelizmente, embarga a su padre en el piso de arriba.

Octubre 11: Como en una peregrinación he venido hasta el downtown de Manhattan al mes exacto del colapso de las torres. El mundo hierve de anti-americanismo cuando aquí sigue sin abatirse el aroma de la muerte. Frente al televisor, Inés preguntaba por la mañana «por qué queman tantas banderas norteamericanas si aquí nosotros no quemamos la de ellos». El terror es el lenguaje de la época. A los talibanes les echan las bombas más mortíferas, «para desmoralizarlos», comenta la CNN. Ya nadie recuerda que se usa uranio en su fabricación. Y el espectáculo de las torres pulverizadas me enseña visualmente el poder que estas tienen ahora como símbolo: del dolor para algunos, de la posibilidad de desafiar al imperio, para otros. Ayer centro de transacciones infinitas de cobertura universal, hoy altar ambiguo y fuente, para ambos bandos, de energía pasional. La sangre —dicen— también riega la insurrección y, en este caso, la defensa imperial. Las fotos de las víctimas testimonian el grado de la desprevención. Están por todas partes, en postes y paredes, en las vitrinas de tiendas tomadas aún por el polvo blanco en que terminó transmutándose el vecino World Trade Center. Instantáneas tomadas en fiestas, picnics o graduaciones ilustran ahora los pequeños e imposibles pósters con que sus familiares solicitan información sobre su paradero: «Richard Beye, 28 años, laboraba en el piso 108, llamó a casa a las 9:17. Fue visto por última vez ayudando a evacuar la torre norte. Tiene una cicatriz bajo la tetilla izquierda y un lunar en la mejilla derecha. Cualquier información será bienvenida». 81% de las víctimas según el USA Today eran hombres jóvenes como Richard. 39 años la edad promedio. El Alcalde Giuliani estima en 10,000 el número de niños que en esta tragedia han perdido al menos a uno de sus padres. Son doce las viudas que han quedado� embarazadas. Varios jóvenes asiáticos venden escarapelas y fotos de las torres que la gente compra como estampitas de santo católico. Más del 60% de los neoyorquinos opinan que deben levantarlas de las cenizas. Los especialistas saben que eso sería una gran temeridad. Un grupo reza, en círculo, tomados de la mano. Su llanto profuso los revela como deudos. En Kabul, un clérigo islámico implora a dios que sobre el pueblo norteamericano descienda el mismo sufrimiento que hacen descender sobre ellos los Tomahawk y los Patriot. Richard Falk en la revista The Nation se pregunta si es posible hacer una guerra justa. El renovado interés por el concepto de bellum justus, o guerra justa, y su efectividad, son síntomas del resurgimiento del concepto de imperio escribe, por su parte, Michael Hardt. Sobre qué hacer con el Afganistán post-talibán reflexiona el historiador Paul Johnson desde las páginas del Wall Street Journal. Revivir el sistema de «mandatos» de la Liga de las Naciones —dice— sería la alternativa mejor. Y cita a Siria e Iraq entre las dos guerras mundiales como buenos ejemplos de una forma «respetable» de colonialismo aplicable a mediano plazo.Frente al «choque de las civilizaciones» de Huntington, Francis Fukuyama se inclina por una posición optimista con respecto al avance de la frontera de la modernidad. Cita para tal efecto el caso chino que abarca, recuerda, a un quinto de la humanidad. La pregunta es —sostiene el conocido autor de El Fin de la Histroria— por qué el Islam sigue siendo el único sistema cultural que produce regularmente gente como ben Laden. Por que si son ellos algo más que una banda de marginales lunáticos, pues entonces tiene razón Huntington y estamos ante un conflicto de largo aliento y altísima peligrosidad, en virtud sobretodo del poderío tecnológico disponible. La condena del terrorismo a nombre de Alá por la Conferencia Islámica en Egipto cae en este contexto como un verdadero alivio. Guerra justa o lo que fuere, Andrew Sullivan cree que es mejor reconocer sin ambages que es esta, sin duda alguna, una guerra de carácter religioso. Que más que al Islam contra cristianos y judíos, confronta al fundamentalismo contra toda otra fe capaz de convivir en paz con la libertad y la modernidad. No es entonces la supuesta verdad de una u otra religión lo que está en juego sino cuál de ellas es capaz de no sucumbir al reto que Jesús supo enfrentar en el desierto: vencer la tentación de imponer la propia fe a través de la fuerza. Y, por eso —concluye Sullivan—, por el hecho de basarse en una tradición de tan larga data, el enemigo de hoy es más formidable que el comunismo y que los propios nazis. Reto mayor para la generación de los baby-boomers que han educado a sus hijos en el multiculturalismo; críticos, muchos ellos, de una política exterior que les avergüenza. En las últimas décadas, la culpa ha sido el leitmotiv de muchos norteamericanos. Poco entienden de esto los old timers de la generación de Pearl Harbor y Normandía y menos aún los de los años de la gran depresión que reaparecen en estos días por la TV recordando a los jóvenes lo que es tener carencias en America the beautiful. Desde mi infancia —escribe en The Nation Richard Falk— jamás he apoyado una guerra en la que los Estados Unidos ha estado involucrado. Pero la guerra en Afganistán contra el terrorismo apocalíptico califica a mi criterio como la primera� verdaderamente justa desde la Segunda Guerra Mundial. «Nosotros los americanos —escribe Chalmers Johnson— �estamos convencidos de que nuestro papel en el mundo es simplemente virtuoso y que nuestras acciones son casi invariablemente por el bien de otros tanto como por el nuestro. Y aún cuando nuestras acciones lleven al desastre, suponemos siempre que sus motivos son honorables. Pero la evidencia acumulada en los años que siguen a la post-guerra fría muestra que, para efectuar su política exterior, los Estados Unidos han dejado de apoyarse en la diplomacia, la ayuda económica, la ley internacional o las instituciones multilaterales para recurrir preferentemente a la fuerza militar y� a la manipulación financiera». América es un imperio mantenido a costos muy altos para muchísima gente de aquí y de todo el mundo. Inmensos costos —decididos en secreto por una elite atornillada a Washington— que deberían ser compartidos por una población poco consciente de las implicancias para su vida de la hegemonía global norteamericana. Viejo miembro del establishment washingtoniano, Johnson sabe bien de lo que está hablando. Publicado el año pasado su libro Blowback ha suscitado algunos comentarios airados. Desde el 11 de septiembre, curiosamente, sus ventas se han multiplicado. La «burbuja» de los 90, ciertamente, ahijó dosis grandísimas de indolencia y una forma repudiable del pragmatismo rayana en la inmoralidad. Una burbuja que los Mohamed Atta punzaron inclementes un mes atrás hurtándoles con ello la vida a americanos, a los Bob Vicario del mundo, buenos e inadvertidos como el pan. ¿Podrá Bush —este tejano de estilo llano y pensamiento simple bajo cuyo mandato más gente fue ejecutada en su estado que en ningún otro de los EEUU a lo largo del último siglo— �ser el líder de una guerra de tan delicada definición? Las tres cuartas del mundo lo han descalificado ya al momento de escribir estas líneas. Aquí, sin embargo, su estilo simplísimo pareciera haber tocado una fibra íntima en el alma colectiva: un cambio apreciado frente a la conmovedora insinceridad de su popular antecesor. Acabo de verlo llorando por la TV por enésima vez desde el 11 de septiembre. Por esta TV omnipresente que anuncia en este mismo momento el primer caso de ántrax en la llamada «capital del mundo». Alivio mi desconsuelo leyendo la respuesta que desde la costa del golfo de México me envía Alberto a una carta mía de algunos días atrás:�

El presente y sus ruinas,
el laberinto antiguo del odio y la guerra
no los sueñas,
como no sueñas el rumor herido que atraviesa el Hudson,
Como no sueñas este día claro en que miramos las barcas
zarpar de Battery Park,
envueltos en esa pregunta inmensa,
inmensamente tuya a tus seis años, mi amor,
en la que juntos hemos presentido
la señal de un paraíso concluido.

Y encuentro en sus líneas, en el hecho mismo de su existencia, el dato solidario para seguir atisbando la vida que relumbra, humana e inextinguible, más allá del relámpago.


Comentario privado al autor: © Jose Luis Rénique, 2001, JRENIQUE@aol.com
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