México: Mirada de turista

[Ciberayllu]

José Luis Rénique

 

Tienes suerte de no haber sido asaltado» me dice Gene, el amable bibliotecario de la universidad en que trabajo, al enterarse de mi recién concluido viaje vacacional por México. Es una percepción generalizada. En años recientes la imagen de un México inseguro y hostil con el visitante ha terminado por imponerse a aquella otra de paisajes paradisíacos, gente hospitalaria y distintiva riqueza cultural. Terrible noticia para un país que tiene en el turismo una fuente de ingreso de primera importancia; lamentable situación para quienes como nosotros —mi esposa, mi hija de cuatro años y yo, peruanos, residentes en los Estados Unidos— sentimos por ese país afecto y admiración. ¿Es la violencia mexicana que tanto intimida a norteamericanos como Gene un fenómeno efectivamente fuera de control al punto de hacer francamente insensato considerar la posibilidad de hacer turismo familiar en el vecino país del sur? Tras dos semanas de paseo por diversas ciudades mexicanas, la sensación que nos queda es la de una experiencia ampliamente satisfactoria aunque por momentos sencillamente perturbadora.

Usar los taxis «verdes» del DF —nos han repetido hasta el cansancio— conlleva un alto riesgo de ser víctima de un asalto. Para nosotros, sin embargo, son la opción más conveniente. Conscientes de su mala fama, los propios choferes de los numerosos taxis «verdes» que abordamos durante nuestros días en la capital, nos ofrecen consejos sobre cómo prevenir dificultades. Los verdaderos responsables, nos manifiestan, son los policías corruptos y aquellos «políticos» más preocupados por sus propios intereses que por la seguridad de los ciudadanos.

Camino al llamado «centro histórico» pasamos por el restaurante en que un par de semanas atrás fue asesinado un conocido animador de la televisión local. Nuestro ocasional taxista reconstruye para nosotros la ruta de fuga de los autores. Ocurrió al mediodía en un lugar muy concurrido. Como otros crímenes de los últimos años, predice nuestro conductor, quedará para siempre en el misterio. «La gente tiene aquí mucho miedo —asevera—; no importa lo que uno vea, lo mejor es siempre quedarse callado: nunca se sabe lo que pueda pasar.»

A ese vacío de autoridad responsabilizan también por la situación de su país quienes laboran en el sector turístico. Un sombrío avisito en la habitación de un hotel de Puerto Escondido advierte al visitante que, «debido a la ineficiente labor de las autoridades», no es recomendable pasear por la playa después de la caída del sol. Al aproximarnos a Taxco, el guía que nos conduce invita a los pasajeros a gozar de la seguridad que esa ciudad ofrece, la que recuerda, según él, «al México lindo de diez o doce años atrás». Más combativos, sus colegas oaxaqueños culpan directamente a las autoridades del abandono y el deterioro de sitios arqueológicos como Mitla y Monte Albán, «pilares de la más importante industria del estado de Oaxaca». En ambos lugares, como en otros museos que visitamos, los trabajadores del Instituto Nacional de Antropología e Historia han colocado banderolas en que denuncian los intentos federales de privatizar aquello que «manos mexicanas construyeron a través de los siglos».

«Papalote» —el estupendo Museo del Niño que se levanta en pleno bosque de Chapultepec— es, en tal sentido, la otra cara de la moneda. Ausente esta ahí el tono estatal y gravemente nacionalista que caracteriza a las instituciones encargadas de resguardar el pasado mexicano. Didáctico, interactivo y sumamente entretenido, es un testimonio también de los nuevos rumbos que la administración de la cultura habrían de tomar en el México del nuevo siglo. De comienzo a fin —de Coca Cola a Nestlé y Kodak pasando por los grandes nombres de la industria de la computación— no hay marca multinacional con cierta presencia en el país que no haya dejado constancia de su aporte. Un ejército de bien entrenados jóvenes denominados «cuates» se hace cargo, con notable paciencia, de orientar a los cientos de niños que colman sus ambientes. Aunque el costo de la entrada duplica al de cualquier otro museo mexicano, el auspicio de la empresa privada —informa un anuncio prominentemente desplegado a la entrada del edificio— permite que miles de alumnos de colegios públicos puedan acceder gratuitamente a sus instalaciones. Me distraigo observándolos mientras esperamos turno para que mi hija Inés juegue a ser clienta de un supermercado en miniatura. Algo veo de pronto, sin embargo, que desentona con este cuadro de desborde infantil. Dos, tres, varios hombres de traje y nerviosa mirada policíaca que hablan a media voz usando walkie-talkies que extraen de estuches asidos al cinto. Me toma algunos segundos poner los hechos en perspectiva. Advertir, por ejemplo, el arma oculta bajo el traje o su profesional inquietud ante mi presencia.

Soy, aparte de ellos —y de algunos de los «cuates» más creciditos pero que se distinguen por sus uniformes verde-amarillo— el único hombre adulto en los alrededores. Niños y profesoras integran el universo restante. Mientras veo a mi hija tomando sus pinzas para llenar de «bolillos» —esos tradicionales panes mexicanos— su «charola» de juguete, uno de ellos toma posición exactamente detrás mío. Mi esposa, que a unos metros de distancia ha entendido ya el sentido de la escena, me llama, haciéndose notar, para que observe a nuestra hija Inés que ataca ahora la sección cereales del supermercado en miniatura. Una gran caja de Kellogg�s sobresale de su carrito repleto camino a la caja registradora a cargo de un sonriente niño de sweater colorado. Confirmada mi filiación paternal, los hombres de traje se relajan mientras a mí me invade un enorme desconcierto. ¿Quiénes son? ¿Qué hacen ahí? ¿Requiere un museo de plástico y metal más seguridad que los invalorables tesoros que conservan otros museos vecinos donde jamás he notado tamaño despliegue de vigilancia?

Muy pronto, sin embargo, consigo armar el cuadro completo de lo que ocurre. No están ahí para garantizar la seguridad de los equipos o de los visitantes en general. Acompañan, más bien, a un cierto grupo de estudiantes en cuyos uniformes verdes se lee el nombre «Irish Institute Mexico». De a dos o de a tres, los hombres de traje siguen a las niñas de uniforme verde a través de las salas del local. No es ésa, por cierto, su única distinción. A diferencia de todos los otros colegios, las profesoras, en este caso, visten con el mismo traje que las alumnas; para diferenciarse acaso del séquito de elegantes mamás que forman parte de la expedición. El contraste no puede ser más notorio. En las otras delegaciones, dos o tres atareadas maestras bregan con varias docenas de niños que se desparraman en tropel por el vasto local del «Papalote». Deberán recurrir a los altoparlantes para recolectar a sus chicos extraviados cuando llegue la hora de partir. Éstos, en el peor de los casos, llevan atadas al cuello unas tarjetas blancas con toda la información necesaria. Mi hija me pide que le lea los nombres de los niños y sus direcciones mientras esperamos turno para escuchar una explicación sobre la vida animal en los bosques tropicales. Las niñas «irlandesas», por el contrario, no llevan identificación alguna.

Pasado el mediodía, a punto de culminar el turno de visitas de la mañana, la masa de infantes converge en un patio con mesitas de plástico dominado por un puesto de expendio de productos McDonald�s. Desde una de ellas observamos el operativo de partida de la delegación del instituto irlandés. Cuatro buses amarillos precedidos y proseguidos por varios autos de color oscuro tripulados cada uno por cuatro de los hombres de traje: las nerviosas coordinaciones finales, la apurada subida en el coche postrero, el perfil de un arma larga dibujándose a través de la ventana trasera. Difícil aceptar que se trata de una simple excursión escolar. Con la misma sonrisa de la mañana, Ana —la simpática joven uniformada que recibe a los visitantes en el frontis del museo— ha comenzado, para ese entonces, su trabajo con los chicos del turno de la tarde. Nos quedamos, mi esposa y yo, con la incómoda sensación de que somos los únicos que encontramos peculiaridad alguna en el despliegue armado que decenas de personas acaban de testimoniar. Justificada respuesta de padres preocupados por la seguridad de sus hijos, dirán algunos. ¿Habrá alguna reglamentación —me pregunto yo— con respecto a la introducción de armas en los ámbitos del «Papalote»? ¿Tendrán noticia sus directores o funcionarios de esta incursión de hombres armados en los predios de la entidad cuya supuesta pureza tienen por misión resguardar? Y si por desgracia hubiese ocurrido algún incidente que los hombres de traje percibiesen como una amenaza para las niñas del Irish Institute, ¿habrían hecho uso de sus armas en medio de las salas abarrotadas de niños? ¿Quiénes son esas gentes privilegiadas que pueden disponer así de un espacio supuestamente público?

De retorno —en un nuevo taxi «verde»— a nuestro alojamiento en Coyoacán, volvemos a pasar por el lugar en que fuera victimado el animador famoso. Lo visto en el «Papalote» nos ha acercado —ya hacia el final de nuestro viaje por fortuna— a la cultura del miedo de que hablaba el taxista en el viaje de ida. Entendemos mejor también la nostalgia del guía de Taxco, la indignada soledad de sus colegas de Oaxaca, tanto así como la congoja de aquella mujer mexicana residente en Texas que paseando por la imponente ciudadela de Monte Albán lamentaba la oposición de su esposo norteamericano a que sus hijos viajaran a México por razones de seguridad. «Crecerán sin conocer sus raíces», nos comentó apenada. Es la voluntad y el deseo de muchos mexicanos frente a la falencia de un «sistema» que conoció mejores tiempos. México, dicen los especialistas, se encuentra en el curso de una transición democrática. La imagen de una elite política enfrascada en una encarnizada lucha por su supervivencia es más bien lo que se percibe desde la perspectiva del que pasea y habla con la gente común y corriente. Lejos de las alturas del poder, en microcosmos cotidianos como las salas del «Papalote», el peso muerto de una historia de castas y privilegios parece prevalecer. ¿Eliminará el miedo y la prepotencia una nueva ley electoral? ¿Cuentan los viejos y nuevos ricos de México —y Latinoamérica para tal caso— con el civismo y la solidaridad que comporta hacer efectiva una sociedad realmente democrática? Bastante más tendrá que ocurrir para que en la tierra de Juárez y Zapata surja un sistema realmente conectado con los sentimientos de la mayoría. De este lado de la frontera, mientras tanto, para norteamericanos como el bibliotecario Gene, México seguirá siendo la tierra ignota de siempre: atractiva y prohibida, vecina y distante a la vez.

© José Luis Rénique, 1999, JRENIQUE@aol.com
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