Carátula Ciberayllu

La «causa justa» de Garibaldi Muñoz

Crónica académica neoyorquina

José Luis Rénique

 
   
  Es la noche de la primera nieve del 97 en esta aula de un college en un barrio de New York. Ésta es, asimismo, la clase final de un semestre particularmente arduo. Ubicado en la parte trasera, observo a mis estudiantes, quienes siguen las incidencias de Panama Deception, un film sobre la invasión norteamericana a la tierra del itsmo (Operation Just Cause) en diciembre de 1989. De repente, un sobresalto: una pistola Beretta pende del cinto de uno de ellos. Quedo paralizado. Pienso, por un instante, en tomar algún tipo de medida. Venir armado a la universidad —pienso— simplemente no puede ser. Decido, finalmente, tomar las cosas con calma. Me desplazo hacia uno de los extremos del salón, cerca de la ventana, para observar mejor al estudiante armado. 

Para todos los efectos, Garibaldi Muñoz —origen dominicano, cara de niño, cordialidad ilimitada contenida en cerca de dos metros de humanidad— desempeña uno de los trabajos más riesgosos en esta comarca: oficial de policía en los siempre peligrosos conjuntos habitacionales del sur del condado del Bronx. Es un gran muchachón en sus tempranos treintas que lleva en el rostro las marcas de su oficio fronterizo: ancha como una vereda, una cicatriz se arquea en la parte superior de su nariz. Por lo demás, no obstante, Muñoz aparece como un tipo dulce y dispuesto a escuchar. A escuchar, por ejemplo, mis indicaciones sobre cómo redactar el book review de un libro sobre geopolítica y seguridad regional después de un largo día de trabajo culminado con el ingrato hallazgo del lema Fuck the cops! grabado a punta de chaveta en el capot de su auto estacionado en las inmediaciones del cuartel policial.

Con el fin de la película cerca —y sobrepuesto de la sorpresa de la Beretta— voy pensando en cómo organizar la discusión. Poco dados a hablar, débiles en el análisis, siempre desprovistos de los contextos más básicos; mis estudiantes requieren usualmente de preguntas precisas para romper el silencio, para atreverse a pensar en voz alta. En la pizarra he anotado los hechos que permiten seguir la tesis principal del film: la «Operación Causa Justa» como culminación de un plan refinadamente maquiavélico de los norteamericanos para quedarse con el canal después de 1999. Contra todas mis previsiones, sin embargo, no bien enciendo la luz, Muñoz procede a robarme la palabra. Se ha abstenido de levantar la mano; ni siquiera me mira; tiene, más aún, los ojos medio llorosos, la mirada un poco perdida. «Para nosotros no es más que hacer un trabajo. You get there, you do what you have to do, and then you pack your stuff and then... pun... to the plane and back home. Y regresar a casa pasa por hacer tu trabajo bien. Y si te ordenan que tienes que tomar control de un lugar using any means available, you just do what you got to do. That's your job, you know what I'm saying.» Por algunos segundos el monólogo me parece una suerte de delirio; entiendo luego que Muñoz esta hablando de sí mismo; de sus experiencias en la invasión de Panamá en diciembre de 1989; de su entrenamiento en North Carolina; de la partida nocturna con instrucciones precisas; del lanzamiento en algún lugar cercano al barrio de Chorrillos cuyas ruinas —y los lamentos de los sobrevivientes— hemos visto minutos antes en el video. Colocando sus manos a los lados de su rostro, como tratando de centrar sus pensamientos, Muñoz trata de explicar lo que pasaba por su mente en ese momento: cumplir con mi trabajo, lo más rápido posible; Panamá, Iraq, Grenada, ¿acaso importa? Una especie de fiesta después de tanto entrenamiento agotador. ¿Cuál es el camino más corto entre esta mierda y mi casa, entre esta partida y el retorno....vivo?; that's what you care about at that instant.

De repente, como no ha ocurrido a través de 14 semanas de trabajo, la clase es un hervidero de intervenciones que no alcanzo a controlar. Muñoz ha sido puesto en el centro de la tormenta. Dos enfermeras del siniestro Lincoln Hospital del Bronx lo interrogan en tonos cada vez más elevados. A mi lado, Milagros, una esforzada maestra que lucha a brazo partido por obtener su maestría, rumia una pregunta que al final saldrá como un dardo: ¿O sea que si tú hubieses estado en «El Mozote» también hubieses hecho tu trabajo bien, so you can go back home soon and happy? Originaria de El Salvador, Milagros me ha entregado hace unos días su book review sobre un libro de Mark Danner acerca de aquella masacre que el tristemente célebre Batallón Atlacatl cometió en un pueblito del norte de Morazán allá por el año 81. Sus páginas destilaban amargura e indignación.

De la tensión elevadísima, sin embargo, nos rescata Miss Jenkins, embozada como siempre en su abrigo negro y con su gorra beisbolera cubriéndole hasta los pabellones de las orejas (a veces noto los cordones de su walkman descendiendo de los bordes de la gorra y me pregunto si escucha música mientras dicto clase). I am a veteran myself, afirma Jenkins, tomando para sí parte del fuego graneado que ha venido acribillando a Muñoz. Logra, al menos por un momento, capturar la simpatía del casi desbocado auditorio: «Por lo menos durante seis meses —relata— llamé cada noche a mis padres rogándoles que me sacaran de ese infierno que era el campo de entrenamiento (el mismo al que Muñoz había asistido algunos años antes), pero luego me acostumbré. Me acostumbré —continúa— a ver partir a compañeros que luego no regresaban; a enfrentar los avances sexuales de los instructores, de los compañeros, de todo el mundo. Y bueno, finalmente, gracias a que resistí estoy en esta sala, cumpliendo mi sueño de hacer el college por cuenta del gobierno de los Estados Unidos.» «¿O sea que vendiste tu libertad por la pensión del college?», dispara una de las pocas estudiantes blancas del salón, reactivando la crispación. «I was born in the ghetto —replica Jenkins con una paciencia de la que no la creia capaz— do you know what it is, do you know how desperately you look for something to take you out of that world?» Y entonces vienen y te ofrecen viajar, entrenarte profesionalmente, pagar por tu educación.

En ese punto, la tensión se ha diluido en varios conflictos menores que se re-centran en torno al testimonio de Marlene, una atractiva joven pelirroja con mirada extenuada. «Mi esposo también estuvo en North Carolina entrenando con los Marines,» nos cuenta. «En sus primeras vacaciones en casa —continúa— se agarró a golpes con dos muchachos que me miraron en el centro comercial. He had never been like that. Un día, varios meses después, me llamaron de urgencia para que fuera a verlo al campo de entrenamiento. Tuve que pedir permiso del trabajo, agarrar a mi baby de pocos meses, hacer el viaje en tren a Virginia y de ahí a North Carolina. Terrible. Lo encontré en un estado lamentable. Estaba como loco. Pasó varios días como en un delirio. Después me contó cómo les enseñaban a matar con las manos, a resistir el dolor, a sobrevivir en condiciones extremas. Él no lo pudo resistir. No era agresivo, pero ofrecían tantas cosas. Pasó un tiempo en un hospital psiquiátrico, después le dieron de baja; no ha vuelto a trabajar.»

Con Panamá en el olvido y mis absurdas notas históricas condenadas a la mayor soledad en el pizarrón, me he limitado a observar lo que sucede sin pretender siquiera intentar establecer algún tipo de control. En veinte minutos los estudiantes han hablado más que en todo el semestre junto. Con el fin de la clase cerca, las opiniones convergen hacia una explicación bastante simplista de las barbaries que gente como ellos mismos puede llegar a cometer —brainwashing— y una especie de programa mínimo al paso para evitar que otros como ellos puedan verse en situación similar: entender mejor el sistema en que vivimos, tomar una mayor conciencia del papel de los EEUU en el mundo, ejercer nuestro derecho al voto para evitar que se cometan nuevos atropellos... denunciar en cada clase —en palabras de Miss Jenkins— how bad the military are whenever the recruitment officer come over, vendiendo sueños a los que es tan difícil decir no.

Aún de pie al frente de la clase, mordisqueando el ultimo resquicio de uña disponible, me siento habitando el interior desolado y marginal del gran imperio del siglo XX; afuera no cesa de nevar; el retorno a casa será pesado: será mejor partir. Empujo el carrito con el video a través del pasadizo camino a mi oficina; a la distancia, entre las puertas del ascensor que se cierra alcanzo a ver la Beretta de Garibaldi Muñoz inocentemente adherida a sus imponentes espaldas, y pienso en el destino incierto de todas estas palabras, de todas estas lecciones, de todas estas historias.

   
   © José Luis Rénique, diciembre 1997
971231