Partida de Sapukai

Relato y crónica

[Ciberayllu]

Francisco Olaso

 

para Manuel Torres

Pemoré más de lo pensado en empacar. Igual no conseguí que la mochila chica entrara en la mochila grande. Ahora iba a tener que cargar por el camino con dos bultos, mayor molestia. Bernardino, el hijo mayor del cacique, me había golpeado la puerta de la escuelita un rato antes, para despertarme. La noche anterior habíamos quedado en que lo haría a las ocho y media, y eran recién las siete y cuarto. Pero la verdad es que no me parecía mal la idea de salir temprano. Creí además recordar que el reloj en la muñeca de Bernardino, el único en toda la aldea, estaba parado, sin pilas, desde vaya uno a saber cuándo. A él ese detalle no parecía importarle. Quizá usaba ese reloj de adorno. Así como su padre, Mario, el cacique, solía usar una camiseta de River, pese a simpatizar con Boca, sencillamente porque a él —según me dijo, muy sorprendido ante la pregunta— le gustaban también esos colores.

Confirmando una vez más su dimensión, que en nuestro país puede considerarse religiosa, el fútbol era en esta aldea guaraní —a la que rara vez entraba un vehículo, y que a pie distaba dos horas del pueblito más cercano—, una de las pocas pautas culturales de la sociedad blanca que despertaba entusiasmo. Tiempo después leería que en el siglo XVII, en las reducciones jesuitas, los indios jugaban a pasarse con increíble precisión una pelota de goma maciza, usando a tal efecto no las manos, como los misioneros, sino la parte superior del pie descalzo. Ahora jugaban sin embargo en cancha de once, a veces hasta con referee y camiseta, casi todos los fines de semana. De hecho, la ausencia de varios de los hombres de la aldea, desde un día antes, se debía a un campeonato en San Ignacio. Y Bernardino, uno de los pocos que quedaban, rengueaba de la pierna izquierda, a causa de una patada rival que había encontrado, en vez de la pelota, su rodilla.

Tomé el equipaje y salí de la escuelita. Ésta era una de las diez casas de madera y techo de chapa que el gobierno provincial había construido trece años antes, al formarse la comunidad. La única choza tradicional en Sapukai era el opy, el templo, solitario sobre una tenue lomada, pegado a la selva. Divisé a la gente reunida, como cada mañana y cada noche, alrededor del fuego, allí donde el sendero se convertía en patio central, frente a la casa del cacique. Bernardino se desprendió del grupo y vino hacia mí con intención de ayudarme. Estaba a cargo de todo desde que su padre había salido al pueblo, el día antes, para hablar con el intendente. Lo hice pasar a la escuelita y le mostré las cosas que pensaba dejar. Ropa mía y también de Ulrike, quien había tenido que volver anticipadamente a Buenos Aires, y a quien esperaba no ofender por disponer de algunas de sus prendas sin su consentimiento.

Dueño de una voluntad callada, que a menudo parecía debatirse con su simpatía, a sus veintitrés años, Bernardino acababa de terminar la educación primaria, en la escuela bilingüe de Yacutinga, para defender mejor los derechos de los suyos. En Sapukai hacía las veces de maestro, juntando de vez en cuando a los chicos y a algún grande, para enseñarles, en mbyá guaraní y castellano, nombres y números. Si bien la escuelita cubría —aunque de modo muy precario— la necesidad de entenderse con la cultura dominante, yo sospechaba que a la vez servía de fachada protectora frente al blanco. Que la verdadera educación no era otra que esas palabras que se decían cada noche, al reflejo humeante de los leños, y las que se revivían en cantos sin autor ni letra fija, en ese mismo patio o en el templo, entre el sonido de la guitarra y el violín, el repiquetear del popyguá para alejar malos espíritus, la monotonía grave de los takuapú contra la tierra. Me afirmaría en esta suposición tiempo más tarde, al enterarme que ñembo'é, en la lengua mbyá guaraní, significa religión, pero a la vez enseñanza.

Aguyjevete —dije al llegar adonde estaba el grupo, en el que predominaban las mujeres y los chicos. Algunos contestaron mi saludo, otros no. Pero sentí que todos me miraban con una expectativa más o menos escondida. Sin los hombres, el patio se veía inmenso, desnudo. La aldea perdía intensidad. De por sí, en verano no había allí muchas actividades. Se recogía de la chacra algo de mandioca, batata o zapallo, se hacía la artesanía; a veces se lavaba ropa en el arroyo, o alguno iba a cazar o a recorrer las trampas. Se hacía lo que había para hacer, sin apuro ni presión. El resto del tiempo se estaba, se vivía.

—¿Tomás mate antes de salir? —me preguntó Bernardino.

Recién entonces, al contestarle, noté que estaba vestido con su ropa de ir al pueblo: camisa blanca, jeans, zapatos. También su hermana Cristina, quien cargaba en brazos al pequeño Bruno, había dejado la sencillez acostumbrada en las aldeas, que a primera vista podría juzgarse de miseria, para vestir una pollera de corderoy, un buzo azul y zapatillas de básquet con la bandera norteamericana en la etiqueta. De seguro estrenaban ambos parte de la ropa usada que había enviado días antes un diputado provincial, junto con una provista de alimentos, libros de texto en castellano, autitos y ametralladoras plásticas, y hasta una estufa eléctrica, en un lugar donde la falta de energía daba a cada noche una plenitud mágica. Esa vez me había llamado la atención el modo en que los hombres midieron los talles de los pantalones, sin probarlos, apoyando el codo adentro de la cintura abotonada, para ver dónde sobresalía o chocaba la mano.

—¿Caminás mejor con los zapatos del diputado? —le pregunté a Bernardino.

Él bajó la vista hacia el calzado, en el que todavía podía reconocerse la calidad del corte y del cuero. Pisó firme, hundiendo adentro los pies, acostumbrados, como los de los demás allí, a andar descalzos todo el verano.

—Antes zapatos de diputado —sonrió—. Ahora zapatos de indio.

Aguyjevete —oí que me decía alguien, un poco apartado del fuego, desde la sombra del paraíso que presidía el patio. Era Piriz, el marido de Cristina. Estaba sentado sobre una de las gruesas raíces del árbol.

Aguyjevete —le contesté, muy contento, porque no me hubiera gustado irme sin verlo. Presentí que también él se alegraba por el encuentro.

—¿Llegaste tarde anoche? —le dije—. No te vi.

—Como a las siete. Ya era de noche.

—¿Hubo suerte?

—Nada, chi —dijo Piriz, para luego levantar del suelo algo que a primera vista se me apareció como una piel—. Este mono, nada más. Lo cazaron los perros.

Piriz era el cazador más diestro de la comunidad. En verano solía remontar el arroyo con el agua en las rodillas, en busca de los tatúes que se arrimaban a la costa. O correr durante horas en el monte detrás de un jabalí o algún venado. Bernardino me había dicho que Piriz en realidad no era mbyá sino guayakí, que es la etnia más montaraz entre los guaraníes, y que a los bichos no sólo les sabía el llamado, sino que les olía los rastros y las cuevas.

Con mucho cuidado, como si al laxo cuerpo del mono pudiera todavía incomodarle, Piriz lo puso sobre un banco, extendido de costado, en el mismo sentido del asiento. Era un mono muy pequeño, de piel clara, la cola larga y tupida, el pelo parado sobre la cabeza. Ínfima, una raspadura en el cuello era la marca de su muerte. Piriz me dijo que en la zona había muchos, siempre arriba de los árboles, y que éste había bajado al suelo, y por eso estaba allí ahora.

—¿Carayá? —pregunté.

—Caí. Hay carayá también.

—Éste se usa para payé —me informó Bernardino—. Es muy bueno para el amor, para el estudio.

—¿Con qué parte se hace el payé?

—Con casi todas las partes. Se usa la piel de acá —Bernardino llevó la mano a su frente—, se usan las uñas, el cuero de las manos. Hay que secarlo bien. También se usa la cabeza, los blancos la piden mucho.

—¿La dejan secar? —pregunté.

—Sí. La ponen arriba del mostrador. Trae suerte.

—El cerebro es bueno para la memoria también —intervino Piriz.

—¿Se come?

—Se hierve. Se lo di a mi hijo y ahora recuerda más.

—Nosotros los mbyá creemos que los monos alguna vez fueron hombres —dijo Bernardino—. Por eso es bueno para la memoria, para estudiar.

—A los blancos también les gusta vivo —dijo Piriz—. Pagan cien pesos.

Mientras recuerdo y escribo, pienso que esa creencia, el mono con un pasado de hombre, es quizá el reverso exacto de la teoría evolutiva darwinista, y que hoy, entre nosotros, podría tener cabida más que nada en la ficción, como extremismo de advertencia. Supongo que comer recuerdos de otros, para incorporar sabiduría, podría alinearse con la tesis de antiguos rituales antropofágicos, que fundían en carne propia la del enemigo, acaso para alimentarse de su valor guerrero. Me pregunto si esta presunción, más allá de su oscura magia, será en efecto cierta. Y si su mera mención despertará curiosidad, antes que prejuicio y justificaciones cínicas, entre quienes provienen de culturas dominantes, que tanto en la época de la conquista, como en la de los modernos estados latinoamericanos, han reservado para el indio, de forma más o menos explícita, una política de exterminio.

—¿Querés salir ya? —me preguntó Bernardino.

—¿Vos estás listo?

—Listo, sí —dijo.

Pero en lugar de ir por sus cosas, se arrimó hasta una mesita enclenque, y volvió trayendo algo en la mano. Lo extendió hacia mí. Era un collar con engarces de semillas de kapi-i, coronado en una talla de madera con la forma de un pez rústico. Lo recibí sorprendido. Atiné a decir otra de las pocas cosas que sabía del idioma: haí véma.

—¿Cómo se llama? —pregunté, elevando el pez.

Pirá —dijo Bernardino.

El nombre y la forma de la talla me hicieron pensar en una piraña.

—¿Qué significa? —pregunté.

—Trae suerte —dijo Bernardino—. Pirá es pescado. Este es pirá piré —dijo, mientras rozaba las yemas de los dedos índice y pulgar.

—Dinero.

—¿Trae dinero?

Bernardino, en uno de sus gestos característicos, elevó las cejas, cerró los ojos, y luego los abrió sonriente, mientras asentía con la cabeza.

—Así es.

Me pasó las correas sobre el cuello y giró a mi alrededor para abrocharlas. Mi altura, más que la estrechez del prendedor de hilo de cobre, lo obligó a estirar los brazos hacia arriba, frente a los ojos expectantes del grupo. Cuando consiguió engarzar los dos extremos, me preguntó cuanto medía. Se lo dije. Me pareció que algunos hacían el cálculo.

—Yo mido sólo un metro sesenta y cinco —dijo Bernardino, y todos alrededor se rieron. Rieron con ganas, en la calidez cerrada de su lengua, como quien precisa liberar un poco de alegría o de ansiedad, de un estado de ánimo anterior a ese comentario. Yo también reí. En Sapukai se disfrutaban esas cosas bien sencillas. La risa surgía como una ofrenda, como la música que se obsequiaban cada noche, como la comida que a uno le llegaba de manos que en la oscuridad no parecían tener dueño. Pero también se habían reído de nuestra impericia extranjera, soltando un rumor festivo, desprovisto de malicia, ante nuestro crujiente paso por el monte, que no dejaba rama seca sin pisar. Y me río un poco ahora, al recordar el compromiso en el que pusimos a Piriz, al solicitarle acompañarlo cuando saliera de caza. A él, que solía correr las presas durante horas, hasta agotarlas y herirlas, según la técnica de los aché guayakí. El día antes, de cualquier manera, Piriz había optado por ir solo, haciendo caso a su sueño, o a su sentido común.

—¿Qué es lo que dice uno cuando se despide? —pregunté.

Aguata-i yevyima —me dijo Bernardino.

Repetí esas palabras y varias personas me contestaron. Le di la mano a Morinigo. Le dije haí véma. Le estiré luego la mano a Cristina, pero ella me la rechazó, sorprendiéndome. Murmuró algo en mbyá guaraní que Piriz me aclaró, diciendo que ambos me acompañarían hasta el pueblo.

Ingresé en la zona del fuego, que durante el día era dominio de las mujeres. No sé si era lo corriente, pero quería saludarlos a todos. Aquí mismo, cada noche, salpicadas cada tanto por el relampagueo de algún leño, las voces se recortaban como siluetas magníficas, sobre el fondo multitonal de los zumbidos de esa selva, que emergía de lo oscuro como una criatura viva. Y aunque no podía descifrar en lo más mínimo esa lengua, ni el saber secreto de ese monte que esas voces pronunciaban —y que suena a letanía, frente a la avidez de tierra y madera virgen que los rodea—, podía de algún modo darme cuenta, en la intensidad de esos momentos, que entonces entender era, más claramente que siempre, sinónimo de sentir.

Pasé junto a uno de esos perros flacos que comían menos que poco y jamás ladraban. Saludé y le di la mano a la mujer de Sixto. Ella, un poco sorprendida, nada me contestó. La mujer de Bernardino me tendió la mano izquierda, y apenas aferramos los dedos. Noté que no estaba Florinda, tampoco Juan Carlos, con quienes días atrás había probado, asada sobre la leña, la carne interna en la coraza de un tatú, que a la noche se compartió en un guiso. Casi a punto de poner al hombro la mochila, vi venir a Manuela, la mujer del cacique, frío el andar, firme el silencio. Parecía una anciana. La tuberculosis le había ajado los años, pero no había conseguido apagar su señorío ni del todo su belleza. Le di las gracias y le dije que saludara a su marido de mi parte, si es que no alcanzaba a verlo. Contestó con un monosílabo, una leve inclinación de la cabeza. Sus ojos, los primeros en ver el primer llanto de cada uno de los chicos de la aldea, no se apartaron de la tierra.

—Dejá, yo llevo —me dijo Piriz, tomando mi mochila pequeña.

Frente a nosotros, hacia donde cada día se ponía el tórrido sol misionero, el sendero surgía como un hilo de savia roja, que primero a través del monte, y después bordeando las chacras de los colonos, nos llevaría hasta el pueblo. Antes de emprender la marcha, mi mirada, que evitó volverse atrás, se posó un instante sobre el banco. Allí descansaba el mono con los ojos entreabiertos. El cuerpo y la cara de lado, las piernas y los brazos sueltos, una mano junto a la boca, como un niño arrullado por la tibieza de un sueño, del que por nada del mundo se querría despertar.

 


Comentario privado al autor: © Francisco Olaso, 2001, traum168@web.de
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