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Volver a empezar

Víctor Hurtado Oviedo

Para llegar al paraíso, siga la flecha del tiempo.
 
 
  El colmo de la repetición es ver el nuevo cuadro de Fernando Botero en la nueva película de Woody Allen. Hay que cambiar. El gran arte cambia; la gran artesanía repite. Los genios del arte son los padres terribles que abandonan sus obras a los orfanatos de los museos y a las nanas de los críticos mientras aquellos emprenden otro arte, el de la fuga. El cambio es su continuidad. Hasta entre rumberos, la falta de novedad es ignominia: «Esa ambición te hace daño; / los años siguen pasando, / y allí mismo estás», cantaba Tito Rodríguez. En el cuarto capítulo de Literatura y revolución, Lev Trotski detecta que los enemigos de un poeta ruso murmuran como cábala luctuosa: «Mayakovski se repite».

Sin embargo, la repetición ha sido una forma de entender la historia. Para escapar de un río de tiempo que los llevaba sin fin; para huir del atroz laberinto de la línea recta, los antiguos inventaron el tiempo circular.

Decidieron que el universo terminaría alguna vez para volver a empezar, y así y así hasta un vértigo de eternidades. A la fatiga del río incansable, los antiguos opusieron el eterno retorno. Dieron al tiempo lineal la imposible cuadratura del círculo (la economía social de mercado se inventaría después).

Sobre ese perpetuo regreso se elevaron las mitologías. A los hindúes les constaba que el universo renacía cada 4.320 millones de años, y los estoicos garantizaban que todo volvería a ser exactamente igual, como en una enloquecida sucesión de espejos: la misma lágrima nacerá de la misma pena en la misma despedida pues todos somos actores del mismo drama universal que alguien escribe sin cesar y sin saberlo.

Hoy, el tiempo se ha llevado sin regreso el mito del eterno retorno —como lo llamó Mircea Eliade—; no obstante, algo de su magia abismal ha quedado en los poetas; y felizmente, porque la poesía es la forma más hermosa de la memoria.

En los cuartetos de «La noche cíclica», Jorge Luis Borges —quien murió en olor de agnosticismo— juega a creer en el delirio de la repetición exacta: «Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras: / los astros y los hombres vuelven cíclicamente; / los átomos fatales repetirán la urgente / Afrodita de oro, los tebanos, las ágoras».

Los gnósticos griegos nos dejaron abstrusas teorías del mundo, como esas explicaciones que dan quienes no están dispuestos a confundirse solos. Para los gnósticos, hay un número inmenso de dioses, el ínfimo de los cuales —el más impresentable y más rudo— es el autor de este pobre universo que nace y muere en fines de mundo sin fin. En 1920, el cóncavo eco de esa locura habló todavía en el poema «Rosa gnóstica», de Ramón del Valle-Inclán: «Nada será que no haya sido antes. / Nada será para no ser mañana. / Eternidad son todos los instantes / que mide el grano que el reloj desgrana».

La doctrina de los ciclos es sólo una vana forma de creer en nuestra eternidad: la de almas que emigran entre cuerpos efímeros como torres de arena. En «Se es inmortal», poema teosófico del costarricense Roberto Brenes Mesén, el «agua de la fuente» es el tiempo circular:

La mansión de la Muerte se alza enfrente
de la eterna mansión del Nacimiento.
Las surte el agua de una misma fuente
y una esencia divina es su alimento.
En ciclos espirales a la altura
por ellas pasará toda criatura.

Para esa cárcel circular sólo había una salida, y la encontraron los profetas judíos, visionarios hirsutos y monteses que inventaron la historia. Nos dicen: así como el universo tuvo un comienzo, tendrá un final cuando el Mesías imponga en la Tierra el reino de los justos. La serpiente del tiempo ya no se morderá la cola.

El propio cristianismo nació en lucha contra el eterno retorno pues el sacrificio del Hijo había sido una tragedia grandiosa y definitiva, y no la de un pobre mesías que cargase los maderos de su cruz y las tablas de su teatro de big bang en big bang. En su Epístola a los hebreos (9, 24), san Pablo procura serenarse, pero se nota que lo trabaja la impaciencia y exclama que Cristo se encarnó para salvarnos «y no para ofrecerse repetidas veces».

Cuatro siglos después, cuando los tercos paganos echaban al cristianismo oficial la culpa por la destrucción de Roma —que los viejos dioses no habían permitido—, el obispo de una dura provincia africana escribió La ciudad de Dios, refutación de aquel embuste infiel y lo que sería uno de los libros verdaderamente geniales de la humanidad. Al escribirlo, san Agustín también formuló la primera teoría coherente de la historia como una flecha que viaja por el tiempo hasta bifurcarse en un cielo para los justos y un infierno para los malos; después, nada: el mismo tiempo habrá muerto para siempre.

Desde entonces, toda la historia del mundo, con sus filosofías y religiones, ha sido el combate entre la fatalidad del pesimismo y la fatalidad del optimismo. ¿Para qué luchar por el bien si todo volverá a un caos pertinaz, sin sentido y sin premio? ¿Para qué empeñarse en la justicia si, en el próximo universo, unos volverán a ser amos y otros tornarán a ser esclavos? En cambio, si el futuro es la suma de presentes, hay que ayudar al paraíso haciendo ahora el bien. ¿Cómo no agigantar nuestra insignificancia humana con un adelanto de la eternidad? Si, pese a todo, la historia es una flecha de justicia, la libertad está en volar con ella.

Volver a empezar no es retornar a la nada: es volver a creer en un paraíso que los hartos de tener y los hartos de sufrir nos hacen ahora presumir imposible.

 
© Víctor Hurtado Oviedo, octubre 1998, vhurtado@nacion.co.cr
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