Acevedo: Pobre Diablo

Ulises vuelve al mar

Juan Acevedo dibuja un libro genial y quema las naves

[Ciberayllu]

Víctor Hurtado Oviedo

Juan Acevedo dibuja a los políticos con un amor que no merecen. Nunca han salido tan bien como en esas caricaturas. Ni sus madres soportarían el reconocerlos de lo bellos que están con esas uñas educadas para el fisco. Nuestros políticos piensan: «Sustraerse al robo sería como robarse para ser honrado»; pero ellos saltan al gobierno para no dejar ni las huellas, y no para hacer paradojas como esa, que, además, es una cacofonía en erre. Cuando nuestros gobernantes oyen hablar de la honradez, responden como un sabio griego: «¡Nada en exceso!».

Como un Goya de urgencia, desde hace treinta años, Juan Acevedo va dibujando el esperpento de los días que pasan ante su ventana. Pasan trazando eses los años finales de un gobierno castrense y fanfarrón que marcha como un borracho en general. Pasan los cinco años tontos de don Fernando Belaúnde, con sus ministros que piensan y cobran en inglés. «¿Valen los cholos tanto esfuerzo?», se dicen; los oye Sendero Luminoso y empieza a masacrar a pobres, a campesinos y a indígenas que estén a tiro de machete (Sendero Luminoso, orgullo de Pizarro). Entre 1985 y 1990 sale el paseíllo del doctor Alan García, y su gobierno —sólo puntilloso al caminar— entra de noche en la historia, con un costalillo en una mano y una linterna en la otra. Para el Perú, el siglo de ese lustro fue una experiencia terrible; menos mal, para el doctor García, sus alcaldes y ministros, el gobierno fue una experiencia enriquecedora. En 1990 comienza a merodear el gobierno de don Alberto Fujimori, sin principios ni fin. Tartamudo de elecciones, el ingeniero F. descubre que quedarse siempre es mejor que regresar. Se le confunden las Constituciones (es que hánsele perdido los lentes, mas el doctor M. es su ojo avizor, avisador, invisible mirón, indiscreto a discreción). Se respira un aire rufián de bajo imperio. Todo el Perú son cortinas: se espía a todo el mundo, y todos se sorprenden de que tienen algo que ocultar. Se privatizan las empresas públicas y se publican las vidas privadas. También —es cierto— se maldice a los gobernantes, pero las infamias no alcanzan a los gobernantes, y las infamias no les alcanzan a los gobernantes: una por otra —pero no voltees porque aquí te siguen hasta la lectura—.

Desde hace demasiado, la importancia bosteza sobre nuestros políticos, mas la historieta los salva para la historia: la pluma de Juan Acevedo es un barquillo a la medida que los rescata de un merecido naufragio en tinta china.

Los políticos hablan y son pura poesía de arrabal. En una viñeta de Juan Acevedo, un orador sube a un estrado y grita ante un mitin:

—¡...Y olvidemos el futuro en aras de un pasado mejor!

En el pantano de la mediocridad y del delito crece la orquídea de una frase histórica. Juan Acevedo está allí para cortarla y la pega en un recuadro.

Juan Acevedo trabaja cada hora en sus dibujos. Tiene otros planes; ha pensado en publicar algunos libros, mas los políticos lo traen fascinado. No son perfectos; los hay peores, pero hay que buscar, y los políticos ya vienen hechos. Las historietas de Juan son un herbario que crece demasiado y se va por las ramas; Juan siente entonces que ya es tiempo de abrir tiempo a otros proyectos.

La memoria es informal y trabaja por su cuenta. Cerrada por viaje, mi memoria directa del Perú llega a enero de 1989; por esto ignoro cuándo, harto del realismo, Juan Acevedo dejó la caricatura. Ha vuelto a donde siempre estuvo: a la historieta como género mayor y como tablero negro y rojo donde la fantasía juega con la realidad.

Libro del demonio

Con el tiempo, aquellos políticos, ciertos demonios y algunos ángeles terminarán habitando un libro que Juan Acevedo no pensaba publicar y ha publicado: «Pobre Diablo» y otros cuentos1, la summa historieta de un artista que ha llevado hasta el límite la síntesis genial del humor, la lealtad política y la sorpresa de una creatividad incesante.

1999: he aquí el annus mirábilis de Juan Acevedo; año admirable porque —en solo quince días— lanzó Pobre Diablo y se cumplieron treinta años de la publicación de su primer dibujo, fecha celebrada con una exposición de tres pisos en el Centro Cultural de la Universidad Católica de Lima; año admirable también porque Juan llegó entonces a los cincuenta años de vida durante una farra de masas donde tiró la casa y la ventana por la ventana.

Pobre Diablo reúne historietas dibujadas entre 1978 y 1987. Algunas se difundieron en medios decentes; otras, en revistas de izquierda que, pese a ser impublicables, se publicaban (hoy, como entonces, excepto algunas publicaciones serias, la prensa peruana certifica que el periodismo y el crimen no pagan salvo que uno sepa cobrar). Algunas páginas quedaron inéditas hasta que este libro del demonio las trincó antes de que saltaran de la mesa de dibujo. Ya están completas —completas por ahora pues Juan Acevedo sigue dibujando—. Quien cree un Diablo, trabaje como un condenado.

Desde 1970, Juan Acevedo ha acechado el arte gráfico del Perú, en especial entre las matas de la historieta, que él ha vuelto campo minado con denuncias y provocaciones, y también zona de sueños extraños donde un hombre se transforma en nube: épica armada de lírica como el cruce de un himno y un bolero. Todo puede ocurrir en el arte de Juan; todo ya ha ocurrido, y aún falta.

El fugitivo

¿Qué diablos de libro es este? Es un libro cercado por la imaginación sin límites. Juan Acevedo cava la frontera, pero la frontera es él, y él se mueve demasiado.

Juan es un artista fugitivo de su propia obra, moneda que cae sobre sus mil caras. Hay algo de dado y de apuesta en todos sus trabajos, y tal vez ni el mismo Juan sepa qué ha de salir de sus manos cuando inicia una lámina. Se da sus viñetas como uno se da los naipes en el solitario. Lo único invariable es la sorpresa.

Tal vez Pobre Diablo naciese como un personaje único, con su casa y sus amigos; pero, entre las multiplicaciones del tiempo, Pobre Diablo resultó ser el tímido del barrio que se convierte en Espaidermán (criollísimo Hombre Araña), y es también el deprimido borrachín que se levanta en héroe del estadio y barre con un gol magnífico la utilización del fútbol tramada por una dictadura. Todos los pobres diablos podemos ser héroes y cambiar así, con un rayo de magia, al menos unos instantes de nuestra vida.

El libro es también una pluralidad de mundos y de otros personajes. Páginas más al fondo viven Guachimán y Guachiperro; el Hombrecito y Sra.; Oratemán; Anothermán; Trann, y el Pato Lógico: todos, con su hormigueante corte de milagros. Caminamos día a día por este libro infinito, y de noche nos inquieta la alucinación de haber visto en sus viñetas a alguien que se parece demasiado a uno de los personajes: acaso lo vimos en la calle, tal vez en un ómnibus, quizá en un espejo.

Libro de la razón disuelta en la sorpresa, de la eternidad trizada en instantes, de un estilo estallado en cien formas de agitar por los bordes las figuras. En Pobre Diablo, Juan Acevedo huye por delante de su estilo; este lo alcanza, Juan lo dibuja y de pronto lo «traiciona». Ningún trazo —fino, denso, tenue, oscuro— tiene la vida comprada en sus manos. Así pues, las líneas concisas de la página 47 no saben de la bronca negra y barroca que les está armando la página 48. Ni siquiera es siempre el barroco de los trazos densos (página 53), sino el otro barroco, más sutil e inquietante, que detectó Eugenio d’Ors en los pintores del norte europeo: la línea que se ondula y nos perturba con amagos (página 88); aquí, el espacio plano del dibujo se nos prolonga en el tiempo lineal de la duda. Tanteando con una plumilla de acero o con el duro pincel chino, Juan anda en busca del trazo que lo espera pues —como dicen los matones— el que busca encuentra.

Juan Acevedo, ¿artista sombrío? Sí, un poco, no siempre; diríase más: muy pocas veces si consideramos la inmensidad de su obra —compuesta de libros hechos y de otros en sala de espera—. Todos tenemos días negros, pero algunos tienen un día negro toda la vida. No es este el caso. En el fondo de Juan hay un alborozo de vivir que baila de la mano con su humor. Su risa es descomunal, redoblante y pendenciera, de una salud contagiosa, y se oye a diez cuadras en línea curva. Durante la huelga de hambre había que llamarlo al orden:

—Cállate, compadre, que ahí vienen los periodistas alemanes.

Ahora, a sus cincuenta años, cuando se ha quedado sin trabajo, Juan Acevedo debería ser contratado por el Fondo Monetario para que haga giras en huelga de hambre por el Tercer Mundo. Juan probaría a las masas que la falta de comida no significa dejar de reír.

Del trazo a la verdad y a la palabra. Juan Acevedo cuida su obra con precisión de relojero antiguo. Lo he visto romper dibujos que otros habrían enviado a un concurso, impaciente como el poeta —que él es también— angustiado por decirlo todo en una línea. Para crear otros libros, como Túpac Amaru y la Historia de Latinoamérica desde los niños, Juan Acevedo transitó documentos y países en pos del dato, la fecha, el lugar, la forma y la luz precisos: ciencia para el arte. Esta integridad para con los lectores habla de que cualquier error cometido no sólo es un error, sino también una vergüenza. Hay algo de buena política en todo esto. Friedrich Engels escribió lo siguiente en carta a Konrad Schmidt (5 de agosto de 1890): «¡Si supieran que Marx no creía nunca que incluso sus mejores cosas eran bastante buenas para los obreros y que consideraba un crimen ofrecer a los obreros algo que no fuese lo mejor de lo mejor!».

Hasta la ortografía preocupa a Juan Acevedo, pulcritud rarísima en los artistas gráficos. Él preguntaba:

—Cuñáu: cuñáu, ¿lleva tilde?

—Sí, cuñáu.

...Mas la nave va

La conciencia es un inquilino que habla mucho y al que cuesta despedir; algunos lo logran (ya serán ricos); otros andan, toda la vida, a cuestas de su conciencia, brújula que tira a un norte que está a la izquierda. Es un camino difícil: a veces cruza el mar.

Hace treinta años, sin que nadie se lo ordenara excepto su conciencia, Juan Acevedo dibujó un contrato de por vida con los más que menos tienen. Si él iba a ser historietista, también lo sería para ellos y con ellos.

Cuando Juan era mucho más joven de lo que es, las historietas que conocíamos eran meras traducciones de comics estadounidenses; quizá también algunas revistas mexicanas de El Santo y de Hermelinda, vestidas de un sepia doliente como un luto hecho de tierra. Solo a comienzos de los años 70 se expande la historieta alternativa: ideológica, de izquierda y de combate. Juan Acevedo es uno de los capitanes de este rumbo, pero con una diferencia: si otros compañeros hacen historietas, Juan las hace y enseña a hacerlas.

En 1978, Juan Acevedo publicó Para hacer historietas, libro reeditado y traducido numerosas veces, y el primero de su clase escrito en lengua castellana; libro-bandera, libro-insignia al que han subido cientos de talleres de historieta popular en América Latina, miles y miles de niños, de estudiantes, de pobladores de barriadas, llevados por sí mismos en un viaje que conquista de territorios de la imagen y la palabra. En persona, Juan Acevedo ha dirigido docenas de talleres y organiza redes de historieta popular en nuestra América y España.

Si la historieta de antes era para que los pobres rían, la historieta popular sirve también para que los poderosos dejen de reír. Juan es un Prometeo que hace, del mudo, un respondón —y lo ha hecho por amor al prójimo y al arte—.

Pues bien, en estos años post-Muro, trans-URSS y súper-Gates, de pensamiento único y bien poco, de capitalismo hecho mafia —aunque siempre lo fue pues la plusvalía es el robo que no se atreve a decir su nombre—; en estos tiempos, digo, cuando el mundo es la «aldea global» con las mismas barriadas de siempre; hoy, cuando la traición es lo que se lleva más puesto en la pasarela que baja de la izquierda a la derecha, ahora, Juan Acevedo vende la vieja casa familiar, busca una aun más antigua y se queda sin salario. Me escribe:

«Mi revuelta poscincuentas ya está en marcha. Vendí mi casa, cuñáu. Como lo oyes. Todavía estoy en ella, pero debo quitarme este mes. ¿A dónde? No sé. ¿’Toy loco? No, cuñáu: esto es algo que obedece a varias razones profundas (como creen los locos, claro). [...] Estoy haciendo mi último encargo: último, digo, no porque no haga más otros (que, supongo, surgirán), sino porque dejé de buscarlos y se ha producido lo que esperaba: no tendré más ingresos. Esto me obliga a echar mano a los ahorros. Comienza la bajada y, por tanto, a concentrarme en mi Historia de Latinoamérica desde los niños, que paga pato frecuentemente porque tengo que atender los encargos. Ahora, plan pobre: dejo de buscar la sobrevivencia y me concentro en la vivencia. Supongo que me irá bien. Me tinca que sí. Sé que arriesgo, pero no me queda otra, o me sigo postergando a mí mismo. 50 son 50, compadre: ’toy arrebatáu. [...] Corté con ... Ella lloró: ¿qué le voy a hacer? Si me hago a la mar, no me permiten llevar mujeres. Tras el cortijo he redoblado la chamba: vou para la!».

Qué envidia, Juan, da saber que alguien ha descubierto su destino: su única razón de estar aquí, aquello para lo que ha nacido, cuando, para otros, la vida solo es niebla o nada.

En el canto XXVI de Infierno, Dante comete un grave error. En la zona de castigo de los «malos consejeros», el fuego tortura al viejo Ulises porque, luego de haber vuelto a Ítaca y de reinar en ella, lo deja todo y regresa al mar con sus ancianos camaradas, en pos de romper las puertas de algunos misterios: ¿qué hay más allá de las Columnas de Hércules?, ¿acaso somos animales condenados a pastar del conformismo?, ¿por qué el hombre no puede desafiar la absurda «providencia» y conquistar la montaña del Paraíso Terrenal? Saber más, hacer aún más, cumplir su propio destino cuando hasta las fuerzas físicas parecen despedirse: esta es la deslumbrante voluntad de Ulises, según Dante (la traducción es de Ángel Crespo):

Ni el halago de un hijo, ni la inquieta
piedad de un padre viejo, ni el amor
que debía a Penélope discreta,
dentro de mí vencieron el ardor
de conocer el mundo y enterarme
de los vicios humanos, y el valor;
quise por alta mar aventurarme
con sólo un leño y con la fiel compaña
que jamás consintió en abandonarme.
[...]
Cuando estábamos ya viejos y tardos,
al estrecho llegamos donde había
Hércules elevado los resguardos
que al navegante niegan la franquía.
[...]
«¡Oh hermanos, que llegáis», yo les hablaba,
«tras de cien mil peligros a Occidente,
cuando de los sentidos ya se acaba
la vigilia, y es poco el remanente,
negaros no queráis a la experiencia
de ir tras el Sol por ese mar sin gente!
Considerad», seguí, «vuestra ascendencia:
para vida animal no habéis nacido,
sino para adquirir virtud y ciencia».
A mis hombres de tal suerte he movido,
con mi corta oración, a la jornada,
que no podría haberlos contenido;
le volvimos la popa a la alborada,
del remo hicimos ala al loco vuelo
y a la izquierda la nave fue guiada.

Ulises y sus viejos compañeros se acercan a la montaña prohibida, pero una tempestad monstruosa se lanza contra el barco y lo hunde entre las olas. Otra vez —como en el Paraíso y con el árbol del conocimiento—, la «providencia» ha castigado la voluntad humana de descubrir qué hay más allá, la decisión de cumplir un destino más alto que pastar como animales en la mano de la fe. Dante se equivoca; dios se equivoca: hundidos y muertos aquellos impacientes, por entre las tablas rotas de su barco brilla aún su ejemplo.

Buen viaje, Juan: te haces viejo como Ulises.

Juan Acevedo todavía es un adolescente de barrio, alumno de un colegio pobre del Estado y guardián de esquinas donde aún espera que una muchacha florezca en la ventana.

Este libro es importante. Este hombre es importante.


Ciberayllu ha publicado previamente la Introducción del autor de este libro, así como una breve recensión.


Comentario privado al autor: © Víctor Hurtado Oviedo, 2000, vhurtado@nacion.co.cr
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