Javier Solís

[Ciberayllu]
Te amaré toda la vida

Víctor Hurtado Oviedo

Nada puede el tiempo contra Javier Solís


Los historiadores son serios: solo hablan del pasado porque el futuro no les consta. Hasta prohíben decir: «¿Qué hubiera pasado si...» pues esto sería jugar con los naipes del tiempo. No importa: a escondidas pensemos qué hubiese ocurrido si, hace tantos siglos, cordilleras de hielos no hubieran enlazado los nortes de Asia y de América. Tres respuestas son: 1) no habrían existido Jorge Negrete ni sus pistolas tenoras (si hablan de «las poetas», que hablen de «las tenoras»); 2) no habrían sonado Pedro Infante ni su voz llorada y llorosa; 3) no habría crecido el bolero ranchero porque el varón ilustre que lo elevó a la eternidad (donde ahora él mismo habita) hubiese nacido en los desiertos de Mongolia y hubiera sido un tártaro cantor de las batallas de Gengis Jan.

Había un abolengo pálido y remoto en la cara de Javier Solís. Su pelo cerrado, de luz negra y radiante, oprimía una frente exigua sobre cejas dispersas. Los ojos orientales, las colinas de los pómulos y los bigotes nimios historiaban su estirpe antigua, migrante y gloriosa. Todos los cuerpos hablan; el de Javier Solís dictaba una conferencia sobre el estrecho de Bering.

Se sabe poco sobre la vida privada de Javier Solís. Hay existencias que no alcanzan para una biografía, y entonces los libros deben arbolarse de anécdotas. Empero, anotemos que Javier nació con un nombre difícil (Gabriel Siria Levario) en setiembre de 1931, en la ciudad de México. Para salvarlo del padre de violento alcohol, la madre obsequió al niño al hermano de esta, Valentín, hombre probo, laboral y panadero. Para este recto varón y su esposa, Ángela —sin hijos propios—, Gabriel fue el heredero universal de la nada a manos llenas con la cual el hada de la pobreza había favorecido a los esposos (cuando abunda la pobreza, alcanza para la mayoría: sobre todo para la mayoría).

Gabriel creció en las arduas calles del barrio de Tacubaya, donde se ejerce la redundancia de ser pobre pero honrado, y donde los niños juegan en calles de tierra como ángeles entre nubes de polvo. No terminó la escuela: a los diez años lo arrancaron de ella la muerte de su madre adoptiva y la angustia de ganarse el sustento. Fue un niño prodigio a lo Tercer Mundo: le enseñaron a leer y aprendió a trabajar.

Me pierdo en el entrevero de sus circunstancias. Fue repartidor de pan, lavador de autos y matarife imperceptible de carnicerías triviales. Se casó a los 20 años; se complicó de otros amores de adiós y portazo, y juró lealtades románticas siempre firmes aunque sucesivas. Engendró muchos hijos; no sé cuántos porque a los siete dejé de contar.

No obstante, por sobre todas esas miserias, Gabriel sintió la gravitación suprema de la música. A los 18 años ganaba concursos de canto en míticas carpas de barrio, templos plebeyos de trapo y madera. En una carpa se inventó como intérprete del himno cortante y dolido del tango, bajo el seudónimo casi peluquero de «Javier Luquín».

En lo más central de sus dudas, todo joven oculta un espejo secreto de mentiras cómplices donde le urge admirarse: ante ese reflejo, el bajo se ve alto; el débil, fuerte; el tímido, seductor. Allí está la imagen fastuosa que —sospecha— nunca será. En el espejo indulgente del casi irreal Gabriel Siria se reflejaba este ídolo: Pedro Infante, charro de sonrisa de plata y actor cariñoso de cintas bailables que hacía, de los cines, ingenuos harenes de noventa minutos.

En 1925, Jorge Luis Borges aludió a Diego de Torres Villarroel y lo llamó «provincia de Quevedo» porque Torres escribió hecho una copia vehemente del maestro. Así también, los primeros discos de Javier Solís —quien ya grababa con este nombre glorioso— fueron provincias de Pedro Infante (aunque siempre es mejor ser una provincia de Pedro Infante que la capital de «Luis Miguel»). Pese a todo, las imitaciones de Javier no eran como las de Dean Martin contra Bing Crosby, pues, bajo la postración xerográfica, bullía una voz aleonada que urgía por su libertad.

La vida de Javier se perdía tristísima. El imperioso azar de la pobreza lo había resumido a cantante de bares donde se desataban épicas furiosas en las altas noches tabernarias: cuchillos de preguntas punzantes, navajas de respuestas cortantes, gritos de súbitas genealogías, el énfasis-sorpresa de una silla contra un cuello, y fructuosos botellazos como votos: directos, universales y secretos. Entonces, aunque sus tareas eran la exactísima entonación y el arte, Javier Solís no desdeñaba las misiones de paz entre los hombres y aplacaba almas inquietas con el silogismo bicorne de sus puños.

De pronto, la muerte le obsequió la oportunidad. El 15 de abril de 1957, Pedro Infante murió calcinado en un accidente aéreo, y Javier Solís se aferró a su memoria acreciendo el calco. Fue un error. Impacientes, las compañías disqueras le dieron a escoger entre robarse un estilo propio o marchar hacia la populosa, la siempre lista, la amplísima calle.

Debemos Javier Solís a un padre alcoholizado, a una madre espantada y a dos tíos ejemplares; lo debemos también a don Felipe Valdés Leal, el único músico que creyó siempre en Javier, y quien, a fuerza de consejos, logró que, cierta tarde histórica de 1958, cuando Javier grababa Llorarás, llorarás, de las tiránicas cenizas de Pedro Infante naciera la voz auténtica de Javier Solís.

Del resto se ocupa la Historia. Javier grabó 320 canciones, pero filmó películas que solo degustarán plenamente los críticos que conjunten la finura estética con la piromanía. No importa: el rey inderrocable del bolero ranchero nos legó el viento poderoso de su voz, su timbre de hierro dulce, y su caudal de lágrimas y gozos sobre el que muchos lanzamos la nave valiente y aterrada de la adolescencia.

Javier Solís murió de médico inoperante tras una cirugía de vesícula, el 19 de abril de 1966, y nos dejó a los suyos entregados a la pena erudita de recordar sus discos. Desde entonces, el tiempo ha hecho su especialidad: dar olvido, pero nada puede contra ciertas deudas de la memoria. Tal es mi caso. A los trece años, yo compraba los discos de Javier Solís ante el asombro tanguero de mi padre. Por cantar como Javier, yo hubiese dado diez centímetros de estatura, cuando lo importante era crecer. Él fue uno de esos padres remotos que los jóvenes adoptan cuando se engañan y creen que están solos, y por esto me cayó como un rayo su muerte profunda.

«Te amaré toda la vida», jura la hipérbole de un gran bolero, y ya van treinta y tres años. «¿Que te deje yo? ¡Qué va!».

Nota. Los datos han sido tomados de El señor de �Sombras�, biografía en tres fascículos escrita por José Felipe Coria (Editorial Espejo de Obsidiana, México, 1995).

Fragmento de �Sombras� Breve segmento musical (200 Kb): 18.6 segundos de Sombras. © CBS CD-80282


Comentarios al autor: © Víctor Hurtado Oviedo, 1996-2000
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