[Ciberayllu]

La Arcadia en el Jardín

Víctor Hurtado Oviedo

El viejo Epicuro es un gran amigo para malos tiempos

 

Para los compañeros de Sur, Casa de Estudios del Socialismo.

Nadie sabe qué piensan las sardinas sobre la libre competencia, pero es seguro que los tiburones la encuentran maravillosa. La verdad se vende por tamaños. Lo curioso es que, a la vez que nos invitan al banquete mutuo, nos recetan amar al semejante. ¿Cómo? El predicar la fraternidad humana y promover la competencia es tan tierno como acariciar al prójimo con la manopla invisible del mercado. No importa; ahora, casi todos creen en la lucha y entran, enanos y alegres, en la NBA de la «globalización» —que es tierra de gigantes—, aunque les den con las reglas del juego en las manos. Competir, engullir, deglutir: tres funciones diarias, como en los viejos cines. ¿Cuál fue el «idiota latinoamericano» que dijo: «Nadie ama más que quien da la vida por sus amigos»?

Tuvo que ser un griego quien nos enseñase que hemos venido a ser dichosos en este mundo (no en otro), y que la felicidad se alcanza con el dominio de las propias ambiciones y con la amistad magnánima. Epicuro lo enseñó; es el profeta de una Arcadia fraternal, promesa de luz sobre la que el fin del siglo XX cae como un telón de piedra negra.

El latino Lucrecio dijo bien en De la naturaleza, el mayor poema filosófico de la historia (la espléndida traducción es de Francisco de Quevedo):

Murió el mismo Epicuro, fenecido
el curso de su vida, el que en ingenio
todo el género humano aventajaba;
como el Sol celestial a las estrellas,
a todos los demás obscurecía.

Grosera ironía es que el más virtuoso y sobrio de los griegos sea conocido hoy como un payaso intemperante, terminator de almuerzos y depredador del sexo. En realidad, Epicuro (341-270 a C.) nos invita a una filosofía que acabe con los terrores infundidos por las religiones y la muerte, y que haga, de los humanos, seres poderosos ante la adversidad y satisfechos con la sencillez.

Para Epicuro, todo es materia, incluso el alma personal, formada de átomos sutiles. Nada hay tras la muerte; por esto no debemos temerla, y menos creer en póstumos tormentos.

Él imagina que los dioses griegos viven en el espacio estelar, virtuosos e indiferentes a nosotros. Son tan serenos que casi no existen: «Dioses que moran más allá del ruego», como escribió Jorge Luis Borges («Susana Soca», El hacedor). No nos oyen ni nos gobiernan; entonces, es absurdo temerlos o implorarles favores. Sin conexión en las alturas, se acaba también el celestial oficio de los sacerdotes.

De tal manera, los seres humanos estamos solos ante nosotros mismos, y moralmente seremos lo que queramos ser. Necesitar un policía divino para portarse bien, es prolongar la infancia. (Los que no requieren de un dios para ser virtuosos, son la desesperación de los creyentes.). Casi con una sonrisa, Epicuro resuelve el problema del «silencio de dios», que tanta teología y existencialismo doliente ha producido.

Es posible que Epicuro haya creído sinceramente en los dioses griegos; en todo caso, después del asesinato ritual de Sócrates, proclamarse agnóstico en Atenas habría sido como elegir ser negro en Alabama.

Epicuro contempló, horrorizado, la descomposición política de Grecia, manchada de tiranías y guerras. Ajeno a los grupos de poder, el sabio no encontró el modo de remediar el mundo (no lo había) y se retiró de él. Compró un terreno en Atenas y lo llamó el «Jardín». Allí enseñó hasta que le llegó la muerte.

Durante muchos años, el Jardín fue una utopía caminable, de tamaño natural, de la que salieron generaciones de filósofos. Fue la única escuela griega que admitió a esclavos y a mujeres porque, para el maestro, todos los seres humanos son iguales mientras practiquen la virtud. Los griegos eran educados en la competencia rapaz, pero Epicuro dijo: «Para nada necesita [el sabio] de cuanto entraña luchas competitivas». (Para los padres que ansían un vástago gerencial y ganador, un hijo poeta es el justo castigo.) Adelantándose a Jesús, añadió: «Por un amigo, [el sabio] llegará a morir si es preciso».

Epicuro enseñó a despreciar la riqueza, la fama, el poder y toda forma de dominio sobre los demás. Nadie ha nacido para gobernar, y nadie necesita poseer más cosas que otros. Muertas las angustias del infierno, la política (otro infierno), el dinero y la gloria, nacerá una sociedad perfecta.

Ahora bien, conformarse con lo suficiente es fácil si nadie posee de más; de lo contrario, es tonto. ¿Predicar a los miserables que no sean golosos con las piltrafas? La trampa de las filosofías de la moderación está en hacer que las aprendan primero los pobres.

En realidad, la de Epicuro es una filosofía orientada a la resistencia. Es una receta magnífica para después de una derrota y para cuando no se ve una forma de vencer. Así, por ejemplo, el epicureísmo es un anillo de oro digno de las manos que lucharon por un mundo más justo, y perdieron.

De esa aventura quedan los amigos —que son los recuerdos en persona— y la briosa pasión de aprender. Cuando se ha perdido la esperanza de un mundo mejor, para no caerse, la vida necesita apoyarse en la amistad. «Sin un amigo, la existencia es un devorarse de leones y lobos», escribió el sabio.

Epicuro es el gran hermano de los jóvenes que, después de haber pretendido cambiar el mundo, pueden ostentar hoy la victoria de no haber cambiado ellos mismos. «¿Por qué los llamáis epicúreos? Ellos pertenecen al mundo entero» (Séneca, Epístolas morales).

No se pudo ganar, pero se vivió bellamente, y no hay por qué cambiar ahora el hermoso cadáver de la gran ilusión por la baratija del éxito. Epicuro no lo hubiese admitido. Uno no debe estar hecho de victorias, sino de principios. Si un día creyeras que los ángeles están equivocados y que los buitres tienen razón, ¿qué te gustaría ser?


Nota apostólica: «Jesús les habló así [...]: "Nadie ama más que quien da la vida por sus amigos"» (Evangelio atribuido a Juan, capítulo 15, versículo 13).

© Víctor Hurtado Oviedo, 1997

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