Bogie

Ser Bogey

Humphrey Bogart es un mito inmenso a nuestra escala humana

[Ciberayllu]

Víctor Hurtado Oviedo

 

En 1957, año de su muerte alcoholizada, para saber qué es un amigo, Joseph McCarthy solía consultar un diccionario (interrogar sería el verbo justo). Ya entonces lo habían abandonado hasta sus enemigos, pues la verdadera soledad del poder llega cuando se lo pierde. McCarthy acabó como una isla de desamparo rodeada de güisqui.

Diez años antes, como senador de los Estados Unidos, McCarthy había estrenado sus tiempos de gloria echando leña de sospechosos al fuego de la Guerra Fría. Demandaba el rechazo de toda forma de marxismo y alrededores, lo cual no es mala idea pues —ya que no otros— el anticomunismo es el único lujo que pueden darse los pobres.

Siendo vicepresidente del Comité de Actividades Antiamericanas, había hecho de su país una casa de brujas, y descubierto lo mismo que todos los inquisidores: que el gran defecto de los otros es no ser de los nuestros, y que no es necesario hallar un pecador a fin de encontrar un culpable. No existen inocentes: sólo hay que saber preguntar.

Los Padres Fundadores de los Estados Unidos habían proclamado la libertad de conciencia, pero el santo patrono del macartismo entendió que Thomas Jefferson había sido un quimerista demasiado blando para este mundo, de la misma forma en que —aunque Cristo predicó la compasión— el teólogo severo sabe mejor que Dios lo que a Dios le conviene.

Así pues, a principios de los años 50, Joseph McCarthy acusaba y acosaba con palabras toscas y en desorden, como si hubiese ansiado demostrar que los tres vicios más lamentables del mundo son la injusticia, la vulgaridad y el hipérbaton.

McCarthy preguntaba con intemperancia puritana, y crecía y crecía el número de presuntos rojos en las listas negras. Algunos testigos vacilaron en faltar a la mentira, pero el borracho les dio su voz de aliento. Otros se negaron a incriminar a sus amigos, y se jugaron empleo y libertad, como el escritor Dashiell Hammett, quien fue a dar con sus largos huesos a la cárcel.

Uno más que se negó a desenfundar en el tiroteo de denuncias fue un neoyorquino casi calvo, de un metro con 68 centímetros de talla enjuta, y quien, en cuestión de güisquis, aventajaba al curioso senador como un fellow de Oxford a un niño de kinder. Para él se destilaron más scotchs que odios; para Joseph McCarthy, viceversa.

Humphrey DeForest Bogart fue aquel hombre que, una mañana de 1951, en Washington, presidió una marcha de mujeres y hombres de cine encaminada al Senado para enfriar la calentura preguntona de McCarthy. Bogart no era un commie, un rojo, sino un fiel del Partido Demócrata, un millonario que se izaba en la cumbre del éxito, pero que no iba a poner el precio del miedo a su derecho de pensar.

—No era extremista en nada, excepto en decir la verdad —ha expresado su viuda, Lauren Bacall.

Con un nombre apto para linimentos, Humphrey nació el 25 de diciembre de 1900. Fue el hijo-desastre de un adinerado médico de Nueva York. A los 17 años ya iba en el tumulto del mal camino que no pasa por la universidad. Ascendió a marinero y charlatán, y lo tentó el periodismo —siempre tan cerca de toda clase de actores—. Nunca estudió arte escénico, pero se construyó él solo su profesión con las tablas del teatro.

La primera cinta en la cual actuó nunca fue exhibida. «Así era de buena», recordaba Bogey. En 1936, todo cambió. En El bosque petrificado fue el asesino benévolo de un poeta que ansiaba la muerte. Bogart inició así la cuesta arriba de una lenta fama, pero también el Gólgota de repetirse como facineroso que muere de todas las formas posibles, al calor del plomo o de la parrilla eléctrica.

Se gangsterizó entonces en cintas de las series B, C y D, que simbolizan el álgebra hollywoodense del ahorro. Eran clases de moral filmadas donde el crimen no paga —aunque habría que preguntar a los productores—. Hechas a costo infame, parecía que Cantinflas hubiese dictado el escenario por teléfono, y, por el precio de la entrada, uno hubiera podido llevarse a casa la película.

Bogey cruzó al otro lado de la reja en 1941, cuando encarnó a Sam Spade, el detective privado de El halcón maltés: clásico del cine negro que aún brilla como el cañón de una 45 bien aceitada. En 1943, Bogart fue el astro de la mejor película que ha engendrado el desorden: Casablanca, cuyas escenas fueron filmadas mientras eran escritas, e incluso antes.

En 1945, el destino produjo Tener y no tener para que Bogey (con tres matrimonios enterrados) se encontrase con la mujer de su vida, una actriz 24 años menor que él y en cuyos ojos orientales habita aún una estirpe judeorrusa. Betty Bacall (Lauren para las marquesinas) se casó con Bogart, le dio dos hijos, casi le amansó el carácter y lo vio morir el 14 de enero de 1957. El moroso buitre del cáncer se había anidado en la garganta de la voz de cobre que tanto había amenazado y seducido en la pantalla. Nunca ha hablado tan bien una nariz.

Como la de Cervantes, la vera imagen de Humphrey Bogart no existe. No hay cámara de cine capaz de retratar un mito; solo puede hacerlo el recuerdo, que es la forma más insistente de la imaginación.

¿Cuál es el hechizo de Bogart?: el de ser el héroe fatigado de golpear la puerta del destino. Hay en los triunfos de Bogey el lánguido cansancio de saber que —como en la vida misma— puede vencerse al malo, pero no al mal. Ni alto ni fuerte, Bogey se parece demasiado al padre de familia que pagó por verlo en la pantalla, y quien después vuelve a su pobre Ítaca urbana, a su pequeña dignidad de hombre honrado que trabaja su heroísmo oscuro de sueldo magro e hijos. El humano Ulises es el héroe, no Aquiles; Bogart, no Bond. Bogey nos venga al revelar que cualquiera puede ser un héroe, que cualquiera ya lo es.

© Víctor Hurtado Oviedo, 1998, vhurtado@nacion.co.cr
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