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El alquimista

Víctor Hurtado Oviedo

Nuestro hombre del milenio fue un fracasado admirable y ejemplar.
 
 
  En 1594, aquel que será el hombre del milenio en España —y en estas sus ásperas provincias— va por sendas de polvo y sed de su patria. Va ridículo caballero en un asno, de aldea en aldea, durante siete años, entregado al cruel oficio de robar muy legalmente —en nombre de su rey— a los pobres campesinos sus cosechas para alimentar las locuras de la Armada «Invencible» y de las guerras pertinaces, y para que medren el parásito militar y esa otra chusma, la «nobleza».

Nuestro hombre del milenio va saqueando y sospechando, a sus cuarenta y siete años, que, al revés de la «pérfida Albión» —a la cual le han enseñado a odiar y que no odia—, en la guerra de su propia vida, él ha perdido todas las batallas menos la primera (Lepanto es su Sol que se hunde en la mañana). Miguel de Cervantes va así —él también— galeote encadenado a la miseria, degradado hasta la última emanación de la ignominia: el pobre que roba al pobre para que coma el rico, el manco que arranca para los «manos muertas».

El odiado esquilmador ata el rucio a la puerta de un mesón, bajo el sol diagonal de la tarde. Pide un vaso de vino y lo paga con una moneda que nunca es suya pues la jauría de las deudas lo persigue desde que, a los cinco años, vio que encarcelaban a su padre por no pagar a un prestamista. Le han dicho que el pobre va preso por no pagar lo que debe, pero Miguel sabe que el pobre va preso por no pagar lo que le deben.

Ya no le importa que los curiosos le remiren el brazo izquierdo seco y la mano inmóvil, pero a él le gustaría contarles dónde ocurrió aquello: «En la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes...». ¡Le agrada tanto oír a los demás!: al rústico cachigordo, crédulo de una fe increíble; al ventero socarrón, quien nada tiene que ocultar excepto su pasado; a la moza alegre por fuera; al cura lugareño que aligera la palabra a la vista de un vaso de «bon vino»... Todo lo escucha Miguel, todo lo graba porque es el idioma su música profunda; y, aunque los aldeanos lo ignoren, ellos, sus víctimas, son su gente, y se odia más que ellos a él por ser el látigo manco de un poder indigno que ha empezado a despreciar. (Aún le falta apurar el cáliz de ver cómo la frivolidad, la avaricia y la torpeza se enseñorearán en la Corte hasta que el bufón de Felipe III se inquiete porque el rey le es mucha competencia.)

Le gusta contar a los aldeanos acerca del esplendor de Italia; del humo retinto y de la sangre con olor de acero de las batallas; de cinco inmensos años de cautiverio entre los moros; del curiosísimo tío de su esposa, hidalgo enjuto que se pasa los días de claro en claro, perdido entre libros de caballería... Habla, y los poblanos lo rodean porque mucho es el encanto de este hombre crudelizado hoy por la pobreza y quien pagará a los que lo oyen —y a quienes lo lean— con una alquimia de humanidad que devuelve en oro, el hambre, el olvido y las desdichas.

Miguel sonríe, pero siente que él ya es nada pues nada hay más innecesario que un héroe a quien nadie necesita. Quiso ser dramaturgo, pero lo borró el «monstruo» Lope de Vega. Lope es ya el chaval felicísisimo de un harén de musas, el joven exitoso que dio un golpe de huracán en la vieja comedia española —la que Miguel tanto amaba— y dispersó en polvo los sueños de que sería él, Cervantes, el maestro del teatro de las todas Españas. El recaudador de especies casi cincuentón nunca había sentido tanto el hielo de la ancianidad como cuando supo que jamás se pondrían en escena sus tragedias, tan morales, ni sus donosas comedias; pero es la hora de Lope, el «best seller» de sí mismo, el chico dorado que ignora lo que es quemar los días bajo el sol imposible de una fama indócil, ni sabe lo que es arrojar siete años hacia el pozo negro de un trabajo que se odia. Es la larga hora gloriosa de Lope, talentoso, inagotable, y también mentado alcahuetón del duque de Sessa, para quien escribe cartas seductoras destinadas a jovencitas incautas. El Fénix de los Ingenios ejerce ya la primacía en las tablas del teatro, y la tercería en otras tablas, las de los lechos de sus amos. Así como los políticos viven de reírse del voto ajeno, así pasa Lope burlando sus propios votos, y es sacerdote amancebado, piedra, montaña de escándalo que no termina de elegir entre la sacra castidad y su barragana (lo cual es como dudar entre la eternidad del arte y el Premio Planeta). Y ese Lope, que lo tiene todo, zaherirá a Miguel de Cervantes hasta que este sea llevado por los cuatro gatos de su entierro hacia una tumba que hoy no existe.

En 1594, Miguel no sabe que otra sombra se le alza: un prodigio de 14 años, don Francisco de Quevedo y Villegas. El chiquillo inesperado será odiador de judíos, árabes y negros; misógino prostibulario que diseminará hijos «naturales» y quien, a los 56 años —obligado por damas de la Corte—, se casará con una mujer a la cual desprecia y a la que abandonará enseguida. Intransigente y endiosado, sólo la precaución de haber nacido tres siglos antes lo salvará de ser expulsado de la Falange por derechista. Consejero de duques, espía, desterrado por chismoso, encarcelado por conspirador, imperialista incendiado en la desesperación de ver los pies de barro de su imperio, Quevedo será también un estoico intermitente y un pecador atormentado que echará de sí todo el barroco de una personalidad exasperada y nos dejará una obra cegadora donde el protagonista absoluto es nuestro idioma tiranizado por una inteligencia suprema: ni un gramo de piedad en el hierro de su furia. ¡Ah, quién pudiera sentir como Cervantes y escribir como Quevedo!

El héroe-sobra que se cree acabado, el maestro de la compasión, el señor del optimismo aun en la desgracia que ha sido y será toda su vida, se despide de los aldeanos y sale al campo de la Mancha. Monta en el asno con la dignidad de un caballero y va hacia la historia que lo espera, hacia la historia en la cual él nos espera.

 
© 1999 Víctor Hurtado Oviedo, vhurtado@nacion.co.cr
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