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14 setiembre 2005

Descubrimiento de Jacques Dupin

Miguel Rodríguez Liñán

Para Pit de Luxemburgo

Un día muy claro, en la biblioteca del manicomio, descubrí la poesía hermética de Jacques Dupin.  Un año entero ha transcurrido desde aquella extraña odisea; tal vez por eso ahora, aquí en el castillo de Ulises, vuelvo a revivirla cuando de nuevo exulto leyendo los delirios del poeta —que por supuesto nada que ver tienen con los monstruos que me asediaron—. La verdad, hasta hoy no entiendo sino parcialmente lo que me sucedió y tampoco ahondaré en detalles claves que, casi mil años después, ya no conciernen a este trabajo de verano... Sigo el hilo anecdótico y veo a mis compañeros de soliloquio en el barro: Corinne habita un mundo donde hasta respirar es complicado, angustioso a más no poder  —y de pronto mortal, incluyendo su bello rostro atribulado por  ojeras azules—, donde todo se repite como un martilleo de ascuas o de sangre; para Fred —flaco hasta los huesos que traslucen una calavera boba, con cara de cuervo— el tiempo se detiene con un disparo asesino, y desde entonces ha retornado a la infancia o de pronto al mundo amniótico prenatal; Jean-Michel, el Papa, se cree el Papa, ha estado en Roma, ha traído pesados frascos de agua bendita por él mismo desde Roma, es un pelirrojo bonachón con cara de payaso nacido en los predios de D’Artagnan, cerca de Toulouse, pezuñento el desgraciado, mi compañero de cuarto, mejor dicho, de celda. Gladys oye voces emitidas por seres del mal que, a veces, le indican ciertas acciones justas, como por ejemplo llamar a su hijo Manco Cápac —está encinta de siete meses, la barriga es enorme y tensa—, Tutankamón o Netzahualcoyotl. Un nombre de rey o emperador legendario en todo caso, no puede ser otro, puesto que su futuro retoño, precisamente, es un monarca de los tiempos actuales que vendrá para salvar Marsella de la mafia corsa, de los rusos y de los gitanos. Dice que le gusto pero que, por favor, no me acerque a ella, su novio Raschid —uno de los probables padres del Rey— es un boxeador peso welter de Saint-Antoine, el barrio temible. La Jefa parece asexuada, ninguna forma femenina resalta en su cuerpo esmirriado, sólo le interesa el canto al parecer, o sea, las voces de Dios, por eso nos flagela a diario con sus alaridos melódicos oyendo la radio local a todo volumen, secundada por un coro de epígonos grises, blancos, exangües, descoloridos, ella es la Jefa y su nombre de guerra es Blacka. La verdadera raza, dice, la raza original, es la raza negra. Los demás —caras amarillas, caras pálidas, caras rojas, caras verdes—, somos sub-razas, algún día entenderemos. François, el último de los llegados, que anoche nomás trató de suicidarse torpemente, ahorcándose con sábanas, afirma tener prosapia noble; pero no está muy seguro a qué Maison pertenece, si a la de los Borbones o a la Maison d’Orléans, o a la Maison de Condé, que era una rama de los Borbón. Este joven e insoportable delirante —peor que el Corso, peor que la Holandesa— quiere que le ayude a conseguir un coche Ferrari, es urgente, dice, para salir a pasear por la Côte d’Azur hasta Nápoles. De toda la fauna, incluyendo a quien escribe —el Anticristo, ni más ni menos— sólo se salva mi amigo Don Diego de la Vega, jugador de los pesados, simple depresivo, a salvo de los delirios que nos afligen, lector de poetas como Eugène Guillevic, Blaise Cendrars, Antonin Artaud, Francis Ponge, Saint-John Perse y otros de parecido calibre, quien me presentó a Jacques Dupin.

Ignoro si el poeta vive aún; los muy escasos datos que tengo sobre su vida y obra son: nace el año 1927 en Privas, departamento de l’Ardèche, y en 1945 se instala en París (pero... ¿Privas? algo tiene que ver con el Edicto de Nantes y también con Richelieu: una ciudad del sur de Francia). Ha colaborado con algunas revistas: Botteghe Oscure, la NRF, le Mercure de France y l’Ephémère. Ha publicado seis libros de poesía y ensayos —seguramente crítica de arte— sobre Joan Miró y Alberto Giacometti. ¿Eso es todo? Sí, al parecer. Esto me sorprende porque los escritores franceses —novelistas, ensayistas, filósofos, poetas etc.— suelen ser sumamente prolíficos, son trabajadores incansables como Julio Verne, quien se levantaba todos los días a las cinco de la mañana para escribir (recuerdo de pronto al escritor Pierre Bourgeade, a quien tengo el gusto y privilegio de conocer personalmente, una de las máximas autoridades del erotismo en Francia, autor proteico, que a los setenta años tiene setenta libros publicados...), como Flaubert, como Sollers. Siento un aura de niebla, de misterio, casi de opacidad en lo concerniente a la discreta, difuminada vida y obra del poeta. Me intriga. Me intriga por ejemplo saber qué oficios ha ejercido o ejerce para ganarse la vida, como se dice. El no conoce el éxito, el reconocimiento —y el confort material, supongo— que tienen tres de sus compañeros generacionales y amigos: los poetas André du Bouchet, Philippe Jacotett (entre otras, traductor de Robert Musil) y, sobre todo, Yves Bonnefoy, elegido en consejo de ministros para dictar cátedra en el Collège de France. Dupin es o quiere ser oscuro... tal vez como Heráclito. Pero son estos simples detalles. Ahora quiero recordar de nuevo la sensación causada por el descubrimiento de Jacques Dupin. Y, esta tarde, aquella tarde, ¿cómo debo visualizar su poesía? Es el término utilizado por don Diego fumador de Gitanes. Visualizar, pues, desde una óptica medio alucinada de visión (en el sentido de la imaginación, no en el sentido teológico), algo que se resuelve de manera simultánea como ruptura y ensamblaje, como solidificación y disloque; estas maniobras antitéticas, sin embargo, aparecen cargadas de sentido gracias al dinamismo de la palabra y a la fuerza sugestiva de los símbolos y recursos poéticos utilizados por el artista. No sale uno indemne si es sensible a la poesía de Dupin; aparece en ella el lenguaje en todo su esplendor y su relación con el mundo, como queriendo indagar la capacidad de aquel para modificar éste —si tal cosa fuera posible. Los procedimientos que utiliza son muy variados y complejos; y cada uno de ellos, ya sea la economía de palabras, las figuras retóricas o incluso la evocación directa, me dan esta impresión de totalidad, de pronto de desmesura, atributo o defecto que no afeccionan muchos poetas de lengua francesa que conozca, a parte del gran dinamitero verbal que es Aimé Césaire. En verdad, no sé si la palabra desmesura conviene, pero esto siento en versos como «los dialectos del abismo» «el hierro ebrio de su latir» «y la espuma de las tumbas» «un viático del polvo / y su disipación» «el olvido persistente de una rosa» «como un fuego más negro» «la definición del cielo» «mi infancia troglodita» y tantos otros, cada uno de ellos admirable y decisivo en el tejido del poema al que corresponde. Dupin trabaja con materiales duros y ásperos, también con materiales sutiles, también con materiales que cortan o desgarran. Siento uno rugir la magia de los elementos en versos como «los tajos de la luz» (les balafres de la lumière), «bajo la transparencia de un lago de cráter» (sous la transparence d’un lac de cratère) o «un relámpago reúne / la noche con la noche» (un éclair unit / la nuit à la nuit)... Para no sucumbir a la dispersión —que suele ocurrirme cuando de pensar se trata —, voy a centrar mis comentarios en dos poemas muy sensitivos, silenciosamente tormentosos, trufados como un pavo al horno antes del banquete verbal, con las especias que domina y dispensa generoso el poeta para cualquier convidado de piedra necesitado de delirio. Creo que concentran el mundo simbólico y hermético de Dupin; creo que favorecen la visión... aunque sea en las tinieblas del purgatorio siquiátrico donde amanecí ayer.

Es un cuarto blanco, muy blanco, casi luminescente. Eso mismo. Un cubo fluorescente instalado en la noche, casi fresco el 28 de agosto del 2004 canicular. La cama es de hierro, está empotrada en el piso con tuercas y pernos que son las patas de ese dragón vomitador de pesadillas. Veo la ventana situada en la parte superior derecha del cubículo: un pequeño, avaro rectángulo cortado por varas de hierro. Otro animal de losa fulge allá. Es el cagadero. La poceta, la taza sanitaria (¡Oh, la fea expresión!), eso. El problema es que los reclusos aquí no pueden jalar la cadena. Las deyecciones huelen fuerte, muy fuerte, y cuando el hedor resulta insoportable, hay que golpear la puerta blindada para que algún loquero la jale. Entonces el prisionero respira, se siente alegre unos segundos, ingurgita casi con goce las pastillas empujadas por el vaso de agua tan fresco, tan fresco, casi helado. A la mañana siguiente, día uno del primer cautiverio, mientras que un sol fúrico rompe los barrotes y penetra en el cubo, desintegrándolo, admiro boquiabierto mi pijama crema de loco. ¿Cuántos desdichados, antes, se lo han puesto? La primera pregunta del día uno, mientras trato de ubicarme haciendo mucha fuerza mental, sin saber aún que estos nuevos demonios me sobrepasan, me ganan corriendo varias fracciones de segundo más veloces en esta carrera del ser, es, de nuevo, siempre: ¿Debo seguir escribiendo?  Todo lo que me ocurre ahora lo atribuyo a tres elementos de desorden: la literatura, el vino y el sexo; a su paulatina e inexorable influencia en los estratos más profundos de mí —o del Otro, Aquel, Ese. De todas maneras, por algo que me separa de la sociedad y sus leyes he llegado aquí; debo aceptarlo sin crisis ni aspavientos de nada, puesto que ya llegué a la nada... o a su descubrimiento. Pero no sabría describir lo que significa despertar un domingo pletórico de luz mediterránea en parecido local o locódromo; porque cuando por fin se me autoriza ir al refectorio para desayuno, almuerzo y cena comunes, salgo a cien por hora y con muchas ganas de hablar. Para mi gran suerte me siento frente a don Diego de la Vega; este jugador en retiro ha pasado buena parte de su vida adulta en los casinos de la Côte d’Azur —Mónaco, Montecarlo, San Remo —donde según me cuenta ha convertido en humo la plata; lo escucho con cierta desconfianza, pero luego me doy cuenta que, si bien seguramente exagera o idealiza, dice lo esencial y es verdad, como lo demuestra su admirable conocimiento de la poesía francesa contemporánea. Y yo que algo conozco también del asunto, lo insinúo en la conversación mientras Gladys grita como una endemoniada y arroja el proyectil de un pan al rostro de la Holandesa que responde con un gran escupitajo. Don Diego sonríe resignado y, ya que hablamos de poesía, me pregunta frente al postre si conozco a Jacques Dupin. Uno de sus poemarios ha sido antologado por René Char ni más ni menos... Esa misma tarde había una actividad literaria, un taller que le dicen, pero no pude asistir porque me faltaba el visto bueno de la bruja mayor, o sea, la terapeuta del Anticristo; y cuando por fin obtuve la venia, la semana siguiente, fui muy feliz al taller de poesía regentado dulcemente por Mme. Lemaire, letrada y terapeuta profesional, en busca de los libros de Jacques Dupin. Para sorpresa mía, vinieron también Corinne y el Papa en pijama eterno, en pantuflas el falso pontífice pies de queso. El ejercicio consiste en componer el borrador de un poema en común; cada quien dice una frase o un verso de cualquier libro; luego, cada quien escribe un texto, Mme. Lemaire corrige y comenta, es la reina de la biblioteca, la gran instructora que de pronto salvará algunas alondras presas en la niebla de una tormenta que no cesa. Yo tengo el libro (L’embrasure) de Dupin entre manos, es el único ejemplar, los demás títulos pueden considerarse como literatura especializada según entiendo; y el verso propuesto es «un viatique de poussières» (un viático de polvos) extraído del poema La répétition. Esta edición, ya vieja, data de 1969, y las hojas caen sueltas del libro que luego pediré prestado para leerlo en mi celda, cuando el Papa no esté, cuando no me agobie con su charla incongruente, repetitiva y tenaz. El resultado del ejercicio es bastante pasable si de retórica se trata, pero es literatura, algo bien escrito, medio pomposo y totalmente hueco. Por contraste, dos versos del libro que tengo en manos confirman esta impresión: «en el tabique violeta donde el sol del atardecer / se rompe como un pan» (dans la paroi violette où le soleil couchant / se brise comme un pain); eso sí es poesía; pero el resto del poema es igualmente desconcertante: alterna metamorfosis, intensidad muy alta, casi dolorosa, anuncios de ruptura con todo, poderosas formas verbales que parecen o están rotas e inconclusas. Varias preguntas me acosan insidiosas: ¿qué se puede considerar poesía, a final de cuentas? ¿por qué ese poema de William Carlos Williams, tan simple, que habla de un camión rojo, lo siento como poesía y no la corrección y la técnica de Mme Lemaire? ¿En qué reside la fuerza del haiku? Porque hace poco estaba, una vez más, tratando de escribir un libro de poesía, fijándome en los detalles evocados, tratando escrupulosamente de cumplir con los requisitos indispensables del sentir y su expresión — algo sencillo y musculoso, sin el menor asomo de grasa semántica. Sean las palabras: «Hoy / Simplemente / Los héroes / Comen lentejas», de un poemario titulado Héroes en el cual sólo trato de transmitir imágenes directas, la realidad y nada más, constato que pese a no ser versos, postulan a la poesía... pero de algo carecen. Para la comprensión cabal, todo correcto, se trata de una frase que pudiese ser cualquiera; pero la sonoridad castellana totalmente nula, lo que me recuerda el gran edicto del Príncipe de los Poetas Paul Verlaine: «de la musique avant tout» (Por encima de todo, la música). Es que tan laborioso, tan largo y por momentos agobiante resulta el aprendizaje del arte poético, médula de cualquier escritura que tenga tantas ambiciones como aquellas rosas calcinadas, como aquel intervalo lila del ser donde, por fin, mis cenizas dejarán de ser apócrifas y se abrirán para cualquier cielo de verano donde lagos y rocas exulten. Creo que este es el mensaje que me transmite la poesía críptica de Dupin, más allá de la luz que todo devora, más allá de la fatalidad y la noche actuales. Pero esta noche bendito soy, Corinne quiere que la acompañe a ver televisión, y yo sé que el mensaje es otro, por eso me pongo medio nervioso. Acudo puntual a la cita después de la cena cuando suelo tragar un somnífero y partir al más allá. Esta noche no lo tomo. Y estamos solos en la sala que apesta a tabaco frío; en eso, aparece Gladys, también quiere ver la tele, se sienta a mi izquierda. De pronto me doy cuenta que los tres estamos cogidos de la mano, y que esto es el amor: una sensación tan agradable de paz y placer latente, pero sosegado, con una loca tierna en cada mano, los tres en el limbo del zyprexa, fumando cigarros, sabiendo que somos castos y, en verdad, estamos mirando un atardecer en Cerdeña, en Niza o en el restaurante Il Brigantino de Ventimiglia. De pronto somos espíritus puros y los cuerpos que habitamos un simple pretexto, un puente al más allá o al más acá. En verdad, estoy seguro que nunca había sentido algo así en compañía de mujer, tanta paz, por eso califico de amor este nuevo destierro un día de verano, en el manicomio, cuando las golondrinas exploran el espacio y yo me siento en otro cielo. Ya tarde, nos despedimos más puros que los ángeles, con sonrisas beatíficas y besitos en la mejilla, en la penumbra del pasadizo, antes de volver a nuestras celdas. El Papa ronca como un Borgia dado a la gula y al vino. Me acerco a ver la increíble cara de payaso cuyos labios gruesos son cortinas al viento. Me acuesto y leo aquel poema de Dupin, un poema de amor que me identifica con lo sentido minutos atrás:

La vague de calcaire et la blancheur du vent
(La ola calcárea y la blancura del viento)
Traversent la poitrine du dormeur
(Atraviesan el pecho del durmiente)
dont les nerfs inondés vibrent plus bas
(cuyos nervios inundados palpitan abajo)
soutiennent les jardins en étages
(y sostienen los jardines espaciados)
écartent les épines et prolongent
(y apartan las espinas y prolongan)
les accords des instruments nocturnes
(los acordes de los instrumentos nocturnos)
vers la compréhension de la lumière
(hacia la comprensión de la luz)
 —et de son brisement.
(y de su destrucción.)

 sa passion bifurquée sur l’enclume
(su pasión bifurcada en el yunque)
il respire
(respira)
comme le tonnerre
(como el trueno)
sans vivres et sans vin parmi les genévriers
(sin alimento ni vino entre los enebros)
de la pente, et le ravin lui souffle
(de la pendiente y el desbarrancadero le insufla)
un air obscur
(un aire oscuro)
pour compenser la violence de liens
(para compensar la violencia del lazo)

Trataré, en esta nueva noche de insomnio, después del paraíso de amor reciente, de no complicar las cosas que ahora creo entender. La figura retórica que  resume lo que llamo visión, es el oxímoron. Y a través de una lectura que llamaré «negativa», por decirlo de algún modo, podré captar en su plenitud los acordes de los instrumentos nocturnos hacia la comprensión de la luz y su ruptura, como dice el poeta en este poema de amor pletórico de signos del silencio. Llamémoslo el poema del durmiente. ¿Cuál durmiente? Imposible no pensar en el poema Le Dormeur du Val, de Rimbaud, que celebra el cadáver de un soldado que yace entre flores y rocas, en un lecho de hierba, adornando el fondo suave de un valle por donde pasea una tarde cualquiera de 1871 el poeta caminante. El durmiente de Dupin es él mismo. Traduzcamos los símbolos. Para empezar, la blancura del viento. El viento no es blanco ni azul ni transparente, es viento, simplemente; pero con un atributo de la nieve o el yeso, el viento intangible se solidifica (una de las múltiples formas del oxímoron) y origina la visión donde el poeta dirá con extrañas palabras los hondos sentimientos que le afligen o conmueven; es un poema orgánico y psíquico a la vez, que transcurre en plena naturaleza, bajo el asedio de los elementos y el cielo, cuando el poeta probablemente descansa en una landa de  la montaña y resume su paisaje interno con olas, luces, nervios, luz y tiniebla, yunques y truenos, veneno y flores, lo que le recuerda, a través de un aire oscuro, la violencia de sus sentimientos. Me parece igualmente maravilloso comparar los nervios a un instrumento musical imaginario —un delicado monstruo de jardines y espinas —donde el herrero del ser espera con su martillo en alto, para darle forma, el hierro incandescente del amor. El grado pasional es tan extremado que sólo el trueno nos da una idea... tocan a la puerta ya tarde, a las dos, tres de la madrugada, ¿quién será?, el celador nocturno acaba de pasar —luego apunta en su libreta, por ejemplo, el enfermo de la celda número 6 no duerme —, es Corinne, quiere que salgamos a fumar un cigarrillo en la oscuridad, y yo estoy totalmente convencido de que somos Orfeo y Eurídice, de modo que salgo con mi lira para rescatarla intacta del reino de los muertos. No es un beso. Sólo un roce con los labios. Luego, me toma de la mano —entonces me doy cuenta de que el muerto soy yo y ella la mensajera de la luz —y me conduce a la sala de televisión. No hemos dicho una sola palabra. Hemos permanecido así, de la mano, una eternidad, totalmente silenciosos, fumando. Poco antes del amanecer, regresamos como espectros pacíficos a nuestras celdas ocupadas por el Papa y la Holandesa.

Sentado frente a don Diego para el desayuno, le comento mi sensación de amor y el viejo sabio se ríe. No estoy seguro de que sea un sabio —africano, chino, hindú, indio americano— pero quiero que lo sea, de modo que ya lo es. La verdad, estoy nervioso, a las diez de una mañana resplandeciente de setiembre del año 2004, tengo cita con la Reina de los Infiernos o la Bruja Mayor o la Terapeuta del Anticristo. Por supuesto, no revelo mi pavorosa identidad, no creo que sea necesario, si alguna misión tengo que cumplir ser discreto es ley... ahora me parece increíble, digno de ser escrito, pero en verdad esa fue una de las etapas de mi delirio, hasta el despertar a mediados de noviembre. Recuerdo perfectamente haber insultado con mordaz ironía a la eminente doctora, de haberme burlado de todo convencido de mi santidad, y de haber salido casi corriendo rumbo al refectorio que parecía un recinto medieval, buscando a don Diego, quien, probablemente, estaría conversando con Sir Lancelot... o con el maligno Mordred, diciéndole que un insignificante poeta del Otro Lado quisiera que publiquen sus galimatías en Fata Morgana. Don Diego había salido, tenía permiso, estaba seguramente en la cafetería del pabellón N° 1 jugando ajedrez, fumando y tomando café con el Corso, o de pronto con Quasimodo, gran ajedrecista también, admirador de Karpov. Me siento sacudido y necesito hablar con don Diego, es urgente, porque el encuentro con la Reina de los Infiernos ha sido áspero, se supone que debo seguir un tratamiento... de por vida. Con pastillas reguladoras del humor. Neurolépticos y psicótropos. Tranquilizantes y somníferos. Etc. Un estricto régimen de vida monástica. Se acabó la fiesta.  Cuando por fin encuentro a don Diego, que había comprado cigarros por toneladas, para todos, le cuento algo irónico el diagnóstico, y él, sabiamente, propone una partida de póker, así podremos con calma hablar del asunto.

Et Dupin, alors?

Esto es lo que se llama una vuelta de tuerca —o de pronto una magistral jugada de ajedrez —porque de inmediato cambia el panorama y vuelvo a visionar varias de las tantas imágenes urdidas por el poeta, y me olvido del resto. Y como ya entonces había empezado a escribir apuntes, se los mostré, algunos pasajes leí, pero todo era disparate y delirante, don Diego se rió de buena gana y yo también, pero secretamente convencido de que los apuntes eran muy buenos, totalmente coherentes. Durante los tres meses de cautiverio, he leído esencialmente L’embrasure, creyendo entender todo de manera diáfana, aunque sólo estaba fascinado por las imágenes y también por algunas palabras (viático, hierro, espada, cráter, constelación, fuego, noche, agua, montaña) y tantas otras que parecen dotadas de frescura, que parecen palabras-rosas. Los apuntes contenían muchas citaciones, como:

Dans la chambre la nuit plonge
(En el cuarto sumerge la noche)
une lame fraîche et puissante
(una hoja fresca y poderosa)
comme un aileron de requin
(como una aleta de tiburón)
la nuit séparée des constellations
(la noche separada de las constelaciones)

En los cuales uno ve a la dama de la noche convertida en asesino y el cuarto antropomorfo convertido en cuerpo dormido... y la soledad, el frío, el viento, las constelaciones. La intrusión del escualo, el tigre de los mares, implica cierta violencia, le digo a don Diego el día de mi liberación. Creo que estos ejercicios, esta manera empecinada de pensar aunque sean piedras, fueron la mejor terapia para el enfermo. Un año después, empiezo a ver mejor, es decir a dudar, ya no me queda ningún asomo de convicción cualquiera. De pronto, por fin, ya sé quién soy de verdad, de modo que seguiré escribiendo; en aquella línea de ruptura con el mundo que expulsaba sin miramientos los rescoldos, los detritos y las vísceras, me tendieron una mano fuerte los versos de Jacques Dupin. Se agradece, maestro.

Aix-en-Provence, 22 de agosto del 2005

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© 2005, Miguel Rodríguez Liñán
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Para citar este documento:
Rodríguez Liñán, Miguel: «Descubrimiento de Jacques Dupin», en Ciberayllu [en línea]


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