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9 diciembre 2002

Arguediana con José Luis

Miguel Rodríguez Liñán

Para Frisch Haedo

José Luis Ayala (1942, Huancané, Puno), prolífico autor bilingüe, nacido en la zona aymara de la patria, estuvo hace poco de paso por París. Yo había recibido la invitación oficial, difundida por la internet, del Centro Cultural Peruano (Cecupe), el cual, con el auspicio de la Embajada, hacía de conocimiento público la presentación del escritor en el Instituto Cervantes. Pero ese martes de junio, ya en las puertas del verano, no pude —muchos interesados no pudimos— asistir, al Instituto Cervantes, donde Ayala habló de su obra y de algunos aspectos del universo aymara: la huelga seguía perturbando las líneas del Metropolitano. Días después, tuve la muy agradable sorpresa de conocerlo personalmente en un vernissage organizado en torno a los cuadros del pintor Manuel Zapata, en un lindo bar restorán de la Place Sainte Marthe, cerca de Belleville. Hay una terraza. Al frente, una placita. Los follajes de unos árboles se mecen suaves. Y las chicas que pasan por la rue du Chalet o la rue Sainte Marthe, todas, o al menos todas en la imaginación, desafían al dios del verano mostrando sus graciosos ombligos. Estratégicamente instalados en el interior del local, Frisch y yo evaluamos a las féminas con ojo concupiscente. ¿Qué pasa? ¿Está de moda? Claro que está de moda. No hace mucho tiempo. Apenas hace unos meses. Los pantalones se llevan a medio talle, ya no en el quiebre de la cintura, sino a media nalga, queda una franja de piel, y el dichoso ombilico mundis coqueto guiñando el ojo a los paseantes, porque la parte superior de la vestimenta muy ligera está separada de la inferior, y en el centro brilla la franja de piel, la cintura tocable y el ombligo. De esto hablábamos cuando llegó el escritor yatiri guiado por Alberto Cary, buscando a Pepe Velarde. También estaba presente Manuel Herrera, y parecía contento, todos parecíamos o estábamos realmente contentos, tal vez por la influencia salutífera de las puertas del verano, y por la desquiciadora visión de los frescos ombligos que caminan ahora por la rue Civiale, hacia el corazón de Belleville, el otro barrio chino de París. Comemos pop-corn, maní, aceitunas verdes y libamos cerveza helada. Los cuadros de Manuel Zapata tienen un polícromo encanto, las composiciones son muy trabajadas, muy efusivas en color, por momentos parece que el marco que los limita quisiera romperse, y yo veo todo como un conjunto donde resalta un caballo rosado veloz tripulado por un pequeño jinete azul. Me gustan. Transmiten serenidad, vibraciones agradables, estética organoléptica.

—Les presento a José Luis Ayala —dice Cary.

El escritor yatiri calza zapatos negros, viste pantalón beige, camisa verde olivo, saco levemente oscuro que no desentona con el fulgor de los zapatos, que lo atenúa más bien, como para dar armonía al conjunto. No sé por qué, simpatizamos de inmediato. Empatizamos. Creo que nuestras auras se han visto cara a cara en el mundo de los dioses y de los demonios. Su rostro bronceado y generoso, ceñido por lentes, tiene una cabellera de plata con uno que otro terco mechón negro, gris, mechón plata emergente. No sé porqué siento la llegada de José Luis como una fresca, pasajera redención en el infierno existencial de París, que asocio a los tiempos turbulentos de mis finanzas... Vinieron Enriquito el bonaerense y otro amigo argentino a tomar un copete con nos, dos y tres, las anécdotas parecían agua corriente, las manecillas del reloj dando vueltas, ya no me acuerdo de qué hablamos, sólo que fue agradable, por momentos muy humorístico, recordatorio, referencial, ahora sí totalmente cómico, hasta se contaron chistes, los libros al diablo, el intelecto al diablo, los argentinos felices, todos felices, hasta que se acabó la fiesta y tuvimos hambre. Pepe y yo nos miramos cómplices. El hizo la propuesta, fue aceptada por mayoría absoluta, y ya estamos caminando por la rue du Chalet, por la rue Civiale, ambas desgraciadamente huérfanas, a esta hora, de ombligos, de franjas de piel, de talles sujetables, rumbo a la esquina del boulevard de la Villette con la rue du Faubourg du Temple. Yo siempre creí —hasta el día en que nos reunimos en el auténtico restaurante Le Président, donde venía François Miterrand, hay fotos del hombre, también hay fotos de la hermosa actriz Emmanuelle Béart y otras de gente célebre, para despedir a Homero— que el Presidente era el de la esquina. Pues no. En la esquina está el letrero. Y el restaurante de abajo —el falso Presidente— es menos caro, menos chic que el otro, el verdadero Presidente adaptado al sistema francés, a las tres, tres y media de la tarde a más tardar ¡Afuera todo el mundo! Fuimos pues al falso Presidente, más barato, mucho más elástico en sus horarios, que atiende sin interrupción, me imagino que como en Pekín o en Cantón, por cuyas vitrinas se ven los patos laqueados y los suculentos trozos de chancho laqueado, de color bronce rojizo grasosito, colgando de ganchos, pasen, Messieurs' dames, y cuya especialidad para la resaca es la sopa saigonesa: lecho de fideos de arroz, lecho fino de librillo probablemente vacuno, corona de láminas de res crudas que se van paulatinamente cociendo con el caldo que, vertido encima de estas maravillas, hierve. Aparte, sirven en canastillas de metal el frijolito chino, la albahaca y la menta. Hay ají en puré, pero nosotros siempre pedimos ají fresco. Nos hemos sentado en mesa redonda, hemos pedido platillos diversos, extrañamente no quiero esta noche sopa saigonesa sino lechón, y Manuel Zapata se queja porque el pato laqueado tiene mucho hueso. Es cierto. Pero nada de eso interesa, estamos entre amigos, la comida y el chifa son un pretexto para seguir juntos, conversar y, sobre todo, reír. Ayala nos habla de un proyecto que estaríase forjando en el lejano reino del Perú: festejar cual debe el centenario del nacimiento del poeta puneño Oquendo de Amat. Habla con sincero entusiasmo al respecto, explaya ideas, sugiere actividades afines al acontecimiento. Pero me ha adivinado el pensamiento y, todo lo relatado líneas arriba, también él lo estaba mirando con serena curiosidad pero con mucha atención, ya que volvía a París muchos años después, entonces Belleville no era Barrio Chino, dice. De pronto me doy cuenta que el escritor yatiri ha vuelto, miles de años después, a París, para arreglar consigo mismo las cuentas del alma que no se acaban nunca de pagar. Ha venido en busca del eterno ritornelo, del ritornelo laberíntico de los pasos perdidos. De la soledad extrañamente redentora de París. Del hilo de Ariadna del recuerdo agridulce. De la gloria y del suplicio —aquí en París lloramos hasta los más machos— por eso come con dificultad los manjares asiáticos. Y el Minotauro acecha en esta ciudad que es una ramera poliándrica, que se acuesta con todos, pero de la que somos, seremos irremediablemente cautivos, de la que siempre estaremos enamorados. Además, esta bella hetaira es como un oasis, pletórico de mujeres, viandas, vinos y frutos de la memoria. París es más cruel que una bella mujer sedienta de sexo absoluto, pero cuyo cuerpo ignora el alfa y el omega del orgasmo. París es lo peor que pueda existir en el universo. No hemos venido aquí en plan de jolgorio sino de sufrimiento, de soledad, de taurobolium. Hemos venido a sacrificarnos y, de paso, a sacrificar a otros. No conozco todas las ciudades del mundo pero estoy convencido de que París es la más cruel; y que por eso la queremos con una morbidez digna de Leopold von Sacher-Masoch. Y por eso Proust ha sido, es y siempre será mi escritor preferido, puesto que todos estamos en busca perpetua del tiempo perdido. La única linterna es la linterna organoléptica� de la memoria. Penetremos pues, en los meandros de cierta memoria.

Antes de que viajase a Madrid, tuve el honor de hospedar al escritor yatiri en mi studio. Lo que voy a transcribir o glosar de manera algo confusa, desordenada como la memoria, son fragmentos de las conversaciones que tuvimos, incluyendo detalles de una grabación hecha la víspera de su partida.

«En abril del 66 esperé muchos días que llegara el momento más oportuno para matarme. Mi hermano Arístides tiene un sobre que contiene las reflexiones que explican por qué no podía liquidarme tal y cual día. Hoy tengo miedo, no a la muerte misma sino a la manera de encontrarla. El revólver es seguro y rápido, pero no es fácil conseguirlo», escribe Arguedas el 10 de mayo de 1968, desde Santiago de Chile. Pero le escribe al aire. A sí mismo. O a la posteridad. Oye, José Luis, dime, ¿tú conociste a Arguedas?, le pregunto al escritor yatiri fascinado por la fascinación que la muerte más desesperada y filosófica, el suicidio, experimentada al parecer en carne viva por Arguedas (mientras tanto, veo una galería de filósofos estoicos encabezados por Séneca, en los tiempos antiguos, y por Arthur Koestler, en los tiempos modernos, asumiendo de tal forma el paso inevitable hacia la nada), de manera� tal vez ritual, como un taurobolium, ese sacrificio expiatorio en el culto de Cibeles, cuando el sacerdote hacía que le vertiesen la sangre fresca y caliente de un toro degollado minutos antes... «Tres tipos de experiencia tengo con Arguedas: de tipo personal, como lector y también como escritor», dice el yatiri. Estamos acostados en lechos inversos y casi� paralelos en el tiempo y en el espacio interno acribillado por las balas de la oscuridad, donde las palabras brillan como luciérnagas, como dulces insectos de la memoria, y revolotean. «Estoy escribiendo una novela sobre Chimbote. Necesito la fuerza del mundo ancestral. La fuerza del ombilico mundis, que debe ser idéntica al ombligo de las muchachas de la Place Sainte Marthe. Eso que tenía Arguedas... ¡La fuerza mágica!», pienso. Siento sonreír al yatiri en la oscuridad, en esta oscuridad rota, agujereada por los destellos de las luciérnagas-palabras, de las luciérnagas-frases. Dice: «En 1968 fue invitado como miembro del jurado calificador, llegó a Puno con Alicia Maguiña, Carlos Hayre, Ernesto More; también vinieron Oscar Aramayo, Gerardo García Rosales y Serapio Salinas, jóvenes poetas de entonces...» Otros nombres, muchos nombres y apellidos, misteriosos para mí, comparecen en la oscuridad de luciérnagas, salen como pájaros visibles de noche, como doradas luciérnagas vellosas, como todo lo que se ve y se siente en la noche, suaves monstruos que cabalgan por la voz de Ayala... Arguedas el inminente suicida fue recibido como un semidiós en Puno: todos lo trataban, como se estila en nuestros países, de doctor, doctor por aquí, doctor por allá, bajo el cielo de Puno que es doblemente hermoso de noche y de día, en ese cielo sin raíz cuadrada pero elevado a la cuarta potencia, lo escribo porque lo he visto. Y ahora está el yatiri hablando de Aurelio Martínez, considerado en Puno como un poeta mayor, muy querido, muy generoso, comprometido políticamente, pero sobre todo buen escritor. Estamos en 1968. Belaúnde, desprestigiado por el Acta de Talara, y por el escándalo suscitado por la desaparición de la famosa «página once», es depuesto por la Junta Militar a cuya cabeza está Juan Velasco Alvarado, sospechoso por sus simpatías izquierdistas, por su radicalismo justiciero, por su sed de reformas... Un año antes del premeditado suicidio de Arguedas. «Le hicimos probar el calientito», dice el yatiri ¿El calientito? ¿Qué es el calientito? El calientito es una infusión hecha en tetera, rústica de preferencia, con agua, eucalipto, manzanilla, limón, clara de huevo y un huaracazo de pisco, coronado levemente de canela, es un pisco sour, mejor dicho, tal es el origen del pisco sour, pero se sirve en taza. Arguedas se tomó varios calientitos. Cuatro, cinco bien cargados. Habló en quechua del sueño del Pongo. Bailó y lloró. La relación turbulenta con su madrastra habría influido, seguramente, en su obra de adulto, porque el escritor nunca olvida... Al día siguiente, con la juerga de la víspera todavía viva, como héroes auténticos, salieron lago adentro. Cundía un filoso frío puneño que arrugaba la piel del lago. Las frases se cristalizaban en el aire, adquirían por arte de magia formas mágicas precisamente, como el saber ancestral de los yatiris. Arguedas le dio veinte soles a un remador diciéndole: compra pan, azúcar, chancaca, fideos, velas, fósforo, kerosene... Y en la proa de la balsa —la balsa de Caronte— se puso a hablar en quechua con grandes gestos, como poseso. «¡Cómprate chuño, papa, queso, patillo salvaje del lago! ¡Toma veinte soles más!» La balsa bogaba impertérrita en el lago helado, avanzando, avanzando, rompiendo el frío y la oscuridad perforada por la luz de las estrellas, mostrando sus Osas Polares y sus Andrómedas, sus Venus, sus Lunas, sus Constelaciones de Capricornio, sus Peces australes, mostrando sus ojos de infinito. Atento a estos detalles del cielo, pero que seguramente tenían otros nombres en su cosmogonía personal, y ya decidido racionalmente a liquidarse, Arguedas comió con tanto gusto el desayuno que le servimos con tanto cariño, se chupó los dedos con aplicación, volvió a mirar la estrellas y volvió a chuparse los dedos, eructó feliz, dijo una grosería feliz, y nadie pensaba que su única obsesión era el suicidarse. La muerte sobrevolaba cual sábana turbia y leve en el espacio infinito del lago Titicaca. Arguedas la traía sobre los hombros del espíritu. Como una capa friolenta, esa capa voraz que, al desayunar, dejó el espinazo del pescado como roído por un gato, sólo quedaron la cola y la cabeza, poco antes de ir a Capachica para contratar a los lagueros que ahora nos llevan por estas aguas de la Estigia, Caronte nos espera, muchachos, para mí ya llegó la hora, los quiero mucho, siempre los he querido, siempre los querré. Pero el lago es la mar. Y la mar es el universo del ser y del no ser, salado además. «Ayer escribí cuatro páginas. Lo hago por terapéutica, pero sin dejar de pensar en que podrían ser leídas. ¡Qué débil es la palabra cuando el ánimo anda mal! Cuando el ánimo está cargado de todo lo que aprendimos a través de todos nuestros sentidos, la palabra también se carga de esas materias. ¡Y cómo vibra!», dice el hombre el 11 de mayo de 1968, estando ya en Chimbote, o rumbo a Chimbote, en pleno auge del auge, de Banchero y de la explosión total del océano. «A Chimbote fueron los pescadores del lago, no los agricultores, que lo desconocían, a Chimbote fueron esos capitanes del Titicaca (lo pronuncia de manera gutural, en aymara), esa gente que conocía el mar, por eso lograron domesticar el mar de Chimbote, fueron patrones de lancha, Banchero los avaló, les dio trabajo, les propuso el oro y el moro, y no sólo obtuvieron el oro y el moro sino mucho más...» El escritor yatiri me asombra una vez más al adivinarme el pensamiento, aunque puede ser esto une suite logique. Para mí nada tiene de lógico sino de mágico. Ayala es un adivinador. Un arúspice. Un yatiri cabal, dador y transmisor de ese conocimiento ancestral, puro como agua de montaña, ríspidamente tumultuoso, tranquilo y cantarino a la vez: agua que combate, sin combatir, a las piedras, que las acaricia y desgasta sin que esas diosas de la geología lo sientan, porque los trozos rígidos nada sienten, las que sienten son las moléculas que siguen apretujándose entre sí, exigiendo su derecho de ciudad, como las piedras parlantes de Siria estudiadas por Antonin Artaud... «Hay un patrón de lancha puneño muy distinto de los otros. Tiene valores, creencias, artículos de fe. No paga menos que los otros. No es un explotador. Ese patrón de lancha en Chimbote era de Yunguyo. Y los puneños que emigraron al puerto no eran quechuas, sino aymaras». Las palabras del yatiri son muy dulces pero raspan, liman la memoria, las moldean para que surjan cual dragones nuevos esta noche, aquí en París, mil años después de los arguedianos acontecimientos. Estábamos hablando de las haciendas y del bilingüismo. El idioma quechua no tiene escritura, seguro que lo hicieron a propósito, para preservar celosamente cierta forma de conocimiento, como los magos de Siria que le transmitían todo su saber a las piedras parlantes... Como los astrólogos del mundo ptolomeico. No hay escritura. El saber es oral. Auditivo. Pero, gracias a los estudiosos de fonética y al alfabeto fonético internacional, al tablero de símbolos utilizados por el alfabeto fonético internacional, se pueden reconstruir todos los idiomas. Grupos rítmicos, sílabas, estructuras silábicas, vocales acentuadas o huérfanas de acento, consonantes y semiconsonantes, todo se sabe ahora gracias a los investigadores en lingüística. «Hemos decidido escribir en quechua y en aymara utilizando las grafías del alfabeto fonético internacional», dice José Luis. «¿Y ese libro que se titula Dioses y hombres de Huarochirí, traducido por Arguedas?» «Todo es oral», dice José Luis «y bien puede el quechua desafiar a la lingüística gracias al sistema de las metáforas, por ejemplo». «A ver, dame ese ejemplo». «Ti-ti-ja-ja», dice alargando el sonido gutural, devolviéndole a la palabra su médula. Titijaja es palabra aymara, una metáfora que el idioma español, provisto apenas de cinco vocales, no puede transcribir, ni pronunciar, ni entender. «Titijaja quiere decir "Puma Plateado"» ¿Puma plateado? El lago es un puma, dice el escritor yatiri con naturalidad. No entiendo, digo... Y bruscamente me doy cuenta que estoy tratando de comprender desde el punto de vista analítico, lo cual es absurdo, es como ponerle un corsé al cuerpo sutil� y resbaloso de la magia, como mirar al Puma con un telescopio de racionalidad... desde el cielo. ¿Cómo así que tiene forma de puma? No tiene forma de puma, dice el yatiri. Es un puma. Un Puma Plateado. Efectivamente, podría ser un puma, un tótem con las garras desplegadas... pero hay que verlo desde un avión, desde un helicóptero, como a las líneas de Nazca... Y los pescadores aymaras domando al Puma, seguramente plateado por el amanecer, como cuando fueron con Arguedas lago adentro. De modo que los Zorros de Chimbote también son una metáfora. ¿Qué es, qué son el Zorro de arriba y el Zorro de abajo? Eso viene de Los dioses y hombres de Huarochirí, dice el yatiri. Al inicio, Arguedas tenía pensado titular su novela El Pez más grande; pero luego, releyendo, traduciendo Dioses y Hombres, se tropezó con el diálogo de los zorros metafóricos. Arguedas le pone a su novela costeña un título andino legendario. ¿Por qué?

Tal vez, su gran ambición fue el tratar de conciliar dos universos dentro de sí mismo, dos visiones del mundo, dos Weltanschauung, como buscando la paz� que no logró, porque el hombre era un blanco racional con alma de indio mágico. Arguedas habría sucumbido, víctima de cierta magia, pero con visión de antropólogo, al volcán de Chimbote, porque, tal vez, allí vio a los dioses y a los hombres de Huarochirí que pescaban pejerreyes y suches gigantescos en la mar del lago: El pez más grande. Arguedas convierte sus novelas en mitos; esos mitos trasuntan su desgarro. Pero es preciso novelar los mitos, dice José Luis, hablar del mito dentro del mito. Instaurar un metamito, para que el mito subsista en la novela. Puesto que al inicio todo fue ficción. Puesto que todo es ficción, incluso lo que ocurre. Todo es mito, fábula, leyenda. La novela trata, por un sistema de vasos comunicantes, de transvasar en idioma inteligible los orígenes prehispanos del continente, utilizando ese castellano bellamente enrevesado, plagado de palabrotas, que utiliza en los zorros. La novela, bicho voraz, quisiera acaparar todo pasándolo, de preferencia, por el tamiz plateado de la poesía-puma... Antes de que nos perdamos, digo (mi curiosidad omnívora quiere visitar todo, ir en todas direcciones, todas las posibilidades de huronear), volvamos a los zorros. Al diálogo de los zorros. Un zorro se encuentra con el otro, y le dice: ¿Qué está pasando arriba? Estamos mirando a los dioses. ¿Cómo? —pregunta el zorro de abajo— ¿todavía no los han matado, todavía no les han sacado los ojos? El zorro de abajo todavía existe, ha tenido un hijo, se llama Huankaka, y aparece un anciano de mil años que ha venido a preguntar qué es el tiempo. El diálogo de los zorros, entre otras cosas, es un diálogo metafísico en torno al transcurrir del tiempo. Hablamos de la fábula como género literario, de las fábulas de La Fontaine y de L'Histoire de Renard (siglo XII), del mito y la racionalidad, luego, sesgadamente, de la polémica con Julio Cortázar. También de política. Cuando Arguedas publicó Todas las sangres, Aníbal Quijano dijo que su libro no servía para nada. Que no servía para transformar al Perú: «Desde el punto de vista marxista, esa novela no sirve, puesto que ha sido escrita por un pequeño burgués», le dijo Quijano. Arguedas recibió el impacto tranquilamente, pero lo invadió la tristeza, y luego vino la polémica con Cortázar, polémica parecida a la polémica de los zorros, donde se confrontaban la visión analítica (occidental, cosmopolita) y la visión mítica (americana, indígena), que son dos maneras de percibir el mundo con los ojos de la mente. Podría incluso, con cierto riesgo, puesto que estamos en terreno muy resbaloso, aventurar la expresión visión totémica, porque el lago es un puma y el puma es una suerte de tótem en la cosmogonía aymara, porque me parece que Arguedas percibía esas riquezas de los ancestros como piedras parlantes o tótems del espíritu. La polémica con Cortázar —posteriormente, el escritor argentino reconocería que fue un malentendido— también fue un diálogo inverso de zorros de arriba y zorros de abajo, puesto que el zorro de arriba es el Ande, y el zorro de abajo la Costa. Con Cortázar fue al revés: el intelecto y el saber analítico era el zorro de arriba; la visión mágica y totémica, el zorro de abajo. El mundo moderno y el mundo ancestral. El castellano y el quechua. La fusión de opuestos. Por eso, la entrada en materia en los zorros es, creo, deliberadamente brutal, con patrones de lancha, recios pescadores, un maricón y un violinista que trabaja con copetineras. El Chaucato le explica al maricón que: «El hombre se diferencia por el pincho, ¿no?» antes de prevenirle: «Aquí se te va a parar en la mar o te voy a hacer meter una manguera hasta las agallas». Son frases que sacuden. El lector no puede ser insensible a esta manera de agresión verbal donde se funden el mundo ancestral y la modernidad, cuyas aristas filosas brillan con sangre, con la sangre manida de Todas las sangres... Mientras tanto —estamos en 1971— Ayala llega, recomendado por Arguedas, a París. «Tienes que irte de acá», le habría dicho el maestro poco antes de su muerte, el 2 de diciembre de 1969. «Fíjate cómo me atacan a mí estos desgraciados ¡Los indigenistas congelados en el tiempo!» El suicidio de Arguedas sonó terrible. La idea es que si uno no escribe bien, se mata; que si uno no trasciende, tiene que desaparecer... De modo que la literatura, como ya lo dije en artículo anterior, es un asunto de vida o muerte, señoras y señores. Pero ¿qué es escribir bien? Aquí, entramos en el único terreno posible, que es el de la relatividad y del gustibum non disputandum. En todo caso, los zorros son una metáfora del mundo, al margen de cualesquiera técnica narrativa, los zorros son la médula de esta visión dual. Relecturas diversas del escritor yatiri: a los treinta, a los cuarenta, a los sesenta: una lectura perpetua, como el chuparrico perpetuo de no sé qué película de Mel Brooks... Le confieso a José Luis la gran dificultad experimentada —otro taurobolium— al tratar de compenetrarme con el texto de los zorros. Trabazón intelectual. Carencia de estructura en él o en mí. Su aura de novela inconclusa. Equis razones. En todo caso, Arguedas se resistió a la modernización... del mundo mágico que siempre, desde niño, lo estremeció, que con toda certeza lo impulsó a escribir. «Te voy a dar una carta para François Bourricaud», le dijo Arguedas al escritor yatiri. Poco tiempo después, llega a Puno la profesora francesa Jacqueline Weller, excelentemente versada en quechua, en literatura peruana. Le dice que si tenía una recomendación de Arguedas para François Bourricaud, era suficiente... Ayala viene a París, continúa con sus estudios de aymara, sigue los consejos del maestro, fiel a sus recomendaciones, a su herencia. En París, inevitablemente, Ayala descubre la obra de Cortázar. Cuando lee Rayuela, el impacto es semejante al recibido por las lecturas de los zorros. Treinta años después, conflagrando esas experiencias, escribe Cábala para inmigrantes, su antinovela sobre la condición humana de los latinoamericanos en París (década del 70-80). Este libro recibe ambas influencias en el terreno de la novela moderna, las imbrica y, de esta manera, encuentra una solución, según su estética, compenetrando, interrelacionando los dos universos mencionados, en una creación personal. Se trata de un libro muy singular, rico en imágenes, collages, poesía y narrativa, de formato inusual, cuya escritura es muy soignée y agradable. Ahora habla el yatiri. José Luis sabe que yo descreo de ese mundo. Pero con mucho respeto, porque siento epidérmicamente que estoy frente a un conocimiento ancestral, surgido de los Tiempos, de las Edades, amamantado y crecido de voz en voz, desde el Mundo de la Magia. Porque se trata de un pensamiento que siento mágico, de druida, arúspice o yatiri; creo que este pensamiento está emparentado con el pensamiento poético. También creo que este aspecto mágico-poético, fue lo que fascinó en primera instancia al escritor Arguedas, al poeta Arguedas, más que al hombre y etnólogo Arguedas; el aspecto analítico, lineal, racional, cedió al empuje del caos, la magia, la circularidad. Diré pues con franqueza que, a pesar de haber� leído con avidez, y por momentos con delectación El zorro de arriba y el zorro de abajo, no he logrado penetrar en la novela de cuerpo entero. Algo al respecto le comenté hace algunas semanas al escritor Alfredo Pita. «Pero has leído a Joyce, a Céline, ¿por qué no Arguedas?», me dijo. He leído una traducción del Ulises; a Céline sí en el original —recuerdo con fetichismo literario su novela Casse-pipe—... «Pero no se trata de eso, te digo que no logro compenetrarme; hay algo infranqueable, algo que me da miedo». Eso es. Creo que Arguedas hacía frente al ejercicio de la literatura como un taurobolium, como vertirse sobre sí la sangre del toro degollado, del toro punzado por el cóndor, como si el escribir lo destruyera, lo inmolara. No quisiera ceder a ese abismo. Por eso tengo miedo. Por eso no quiero leerlo más. Por eso, con amor, le rechazo.

París, 28 de agosto del 2003


© 2003, Miguel Rodríguez Liñán
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