Transición, ¿hacia dónde?

Maruja Martínez


Más de cien flores se abrieron en el último número de Cuestión de Estado [publicación peruana; Ed.]. Desde diferentes disciplinas, pudimos leer pinceladas sobre lo que nos espera en el mediano plazo.

Al parecer mirar hacia adelante no es hoy una tarea fácil. Hoy en día, contemplamos un movimiento simultáneo en sentidos contrapuestos.

Por un lado, brechas que se van cerrando, acortando la distancia entre los seres humanos. Es el caso de las comunicaciones, donde se están abriendo las puertas para la democratización de la información, poniendo en cuestión, por ejemplo, los conceptos clásicos de propiedad.

Pero, de otro lado, una polarización acelerada en las condiciones de vida de las personas. Pobres cada vez más pobres, y ricos cada vez más ricos. Y no se trata sólo de exclusiones materiales: como el cólera, han retornado abiertamente -sin los pudores de tiempos recientes- los fantasmas medioevales del racismo y la intolerancia. A su vez, la vida cotidiana se ha convertido en una suerte de habilidad para sortear la violencia en todos los ámbitos.

La única certidumbre es la incertidumbre. De hecho, son momentos de transición. Pero es difícil recurrir al realismo, de señalar fácilmente un camino. Hay demasiadas preguntas sin respuesta. O tal vez incluso el mayor esfuerzo ha de ponerse en formular adecuadamente las preguntas para esbozar las indispensables utopías.

No se trata, pues, de la vieja apuesta al futuro. Ni de mirar al pasado -en uno u otro sentido-, gastado recurso que a veces nos ayuda a sentirnos cómodos en la reiteración o la negación.

Teniendo paciencia con la propia impaciencia, hemos de aceptar el desafío de aprender a mirar hacia adelante sin fantasmas, y de aprender en el proceso, con humildad y tolerancia.

Pero también con fuerza. Y persistir en los sueños. Buscar el color de las nuevas utopías. Las categorías económicas y políticas que gobernaron a las élites del país han quedado por lo menos malparadas. Han de ser, por lo menos, redimensionadas, repensadas, para que sean capaces de incluir las aspiraciones de las nuevas generaciones. Y sobre todo la diversidad, la constatación de que los grandes bloques teóricos, redondos y completos, no pudieron aprehender la riqueza ni la velocidad de los cambios.

Tal vez tengamos, entre otras cosas -me permito una nueva paradoja- que retornar a las cuestiones más elementales para retomar una vía hacia utopías de justicia e igualdad. El discurso sobre el individuo y la sociedad moderna, por ejemplo, siempre fue dado por supuestos, pero nunca -valga aquí el realismo- puesto en práctica en nuestro país. Entre otros, recuperar la dignidad del trabajo, y reconocer el carácter retrógrado del discurso misericorde de nuestra sociedad donde muchos basamos nuestra actividad política en el culto inconsciente -o consciente, no importa- al atraso y la justificación de la desigualdad.

Por ello, preservar la ética es quizá ahora la única certeza. O, como decía Tito Flores: reencontrar la dimensión utópica.


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© Maruja Martínez, 1996