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18 abril 2004

CVR:�Más allá del silencio

Lydia Fossa


Cuando llegamos a la casona Riva-Agüero que alberga la muestra «Yuyanapaq.� Para recordar»*, no había movimiento de gente, no se veía a nadie.� Pero, la entrada era por atrás, por la calle Santa Teresa, a la espalda del Malecón Grau, en Chorrillos.� Dimos la vuelta, nos acercamos, y tampoco había nadie.�¡Qué raro! ¿La habrán cerrado? ¿Habrá acabado la muestra?� Se nos acercó un vigilante uniformado que contestó negativamente a nuestras preguntas.� Será porque es temprano, como las 10 de la mañana de un día de semana en enero...

Yo, deformada por las letras, leí todo lo que había allí escrito como presentación e introducción.� Registré en mi libreta palabras como:� recuerdo, memoria, verdad; y frases como:� «no consentir en el olvido indiferente, interesado», «obligación de escribir nuestra historia reciente», «reconocer y entender», «sentir como propia la violencia», «el rostro de una verdad».� Las palabras y las frases se referían a los veinte años de violencia en el Perú, a la muerte, al sufrimiento que causa la muerte de un ser querido, de un prójimo, a la impunidad, al derecho al reclamo y a la reparación antes de pensar en una reconciliación.� Pero sobre todo, al silencio:� esos textos se referían al silencio que irónicamente, esta muestra fotográfica intenta romper.� Irónicamente, porque las fotos aunque mudas... ¡dicen tanto!

Luego las fotos.� Ante nuestros ojos desfilaron presidentes orgullosos y altivos, con don de mando.� Vimos militares y soldados, profesores y estudiantes, aulas heridas por las balas con paredes cubiertas por pintas de Sendero: lecciones de muerte y destrucción.� Las viudas de los policías, desmayadas de dolor, más allá de las lágrimas.� Madres desoladas, con los ojos secos ya, cargados de pesar, estrujándose las manos, secas también: el 79% de las víctimas fueron varones.

Y los muertos por todos lados:� en féretros, como debe ser, amontonados en tolvas de camionetas, como no debe ser; semienterrados, clandestinos, para esconder los efectos de los secuestros, de la violencia, y de las ejecuciones extrajudiciales... fosas comunes, ¡tan comunes!� Parajes prístinos que albergan ahora las almas rugientes de tantos victimados a culatazos, pedradas, ráfagas y patadas... Todos muertos por si acaso, por si acaso fueran terrucos, por si acaso fueran milicos.� Familias enteras:� allí están las fotos que registraron los hechos a posteriori, cuando los gritos de auxilio ya habían sucumbido a la metralla.� Esperanzas truncas, sueños y pesadillas cercenados.� Mujeres con fotos carnet en las manos, reclamando la presencia —del más allá— de sus seres queridos, de los hombres de la casa, jóvenes o viejos, parientes o amigos.

Fotos de mujeres con fotos en pancartas durante manifestaciones de protesta; son los miembros de las numerosas asociaciones de sobrevivientes de la violencia:� ANFASEP (Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú), ASAPAFA (Asociación de Parientes y Familiares de los Desaparecidos), Comités de Víctimas de la Violencia de diferentes departamentos del Perú y muchos otros.� Se escuchan sus voces como un coro tectónico que viene de las entrañas del planeta, antes que tiemble la tierra:� ¡Vivos los llevaron, vivos los queremos!� Voces que chocan contra rocas,� que golpean paredes, que retumban contra iglesias y municipios, que se estrellan contra cárceles y comisarías, inútilmente.� Pero los ecos aún nos llegan hasta acá, en estas fotos.� ¿Los oyes?� Quieren justicia de la buena, castigos para los culpables, resarcimiento económico... Pero, sobre todo, quieren y piden respeto, respeto a su pérdida, a su dolor, a su quebranto.

Empezamos a tener compañía:� llegaban algunos extranjeros:� oíamos inglés, alemán.� Algunos peruanos también nos acompañaban.� Yo seguía leyendo la historia del horror, paso por paso, año a año, presidencia tras presidencia.� La violencia solo recrudecía, se hacía más tangible.� Ahora el terror, que venía de todas partes, se había transformado en horror, que venía de todas partes.

¡Y los niños!� Vimos fotos en las que arrancaban a un padre de las manos de su hija, una niña de unos ocho años; actos como este dejaron miles de niños abandonados y huérfanos.� Niños secuestrados y obligados a ser terroristas, niños nacidos en las cárceles de mujeres «sospechosas» violadas por sus captores como rutina de tortura. De acuerdo al Censo por la Paz, este cruento episodio de nuestra historia dejó 43,042 huérfanos en el Perú.

Las fotos vienen de muchas fuentes:� periódicos, revistas, individuos anónimos.� Ante el horror que nos transmitían no quedaba sino preguntarse ¿Cómo podía alguien tener la presencia de ánimo para identificar el objetivo, apuntar el lente, enfocar, medir la luz, acercar la imagen y apretar el obturador?� ¿Cómo hicieron para no flaquear ante el horror?� Curiosamente, el fotógrafo o fotógrafa había hecho, prácticamente, los mismos movimientos que los asesinos:� prepararse, apuntar y disparar.� Pero sus «víctimas» no caían al suelo ni se desangraban ni se contorsionaban de dolor; el mal ya había sido hecho, la muerte ya estaba presente; los cadáveres, fríos y solos.

Dicen ahora los científicos que la conciencia no muere, muere la persona, muere el cerebro, pero la conciencia continúa existiendo.� En esto han coincidido con espiritualistas, chamanes y otros especialistas en comunicaciones con esa otra dimensión que ocupan los fallecidos, y que parece no estar tan lejos de la de los vivos.� Espero que los científicos continúen sus investigaciones y comprueben la existencia de la conciencia más allá de la muerte, porque así los asesinos no la van a tener tan fácil.� Ya no estará solamente la falible justicia, también estará la sempiterna compañía plañidera de la víctima, que no lo dejará ni a sol ni a sombra, más mientras duerme que mientras esté en vela.� Esto ya sucede, pero psiquiatras y psicólogos lo llaman «trauma» e intentan curarlo con pastillas.� Pero los victimarios sí lo saben:� no les hacen efecto las píldoras y no pueden dejar de sentir a sus víctimas, de revivir el horror.

Las personas naturalmente, espontáneamente, no se ponen a matar a su prójimo, a capturarlo, a torturarlo.� ¿Qué nos ha pasado?� ¿Cómo así una persona común y corriente, que tiene hijos,hermanos, familia, se convierte en un asesino?� ¿Qué química tiene que activar qué centros para que se invierta la natural empatía entre seres humanos y un odio ciego los haga empuñar las armas, las piedras, las herramientas para eliminarlos?� Y que esto suceda entre nosotros, y ¡durante veinte años!� ¿Quién azuzó a quién?� ¿Quién maltrató a quién?� ¿Quién abusó de quién?� Así como un odio encendió la chispa y empezó el incendio de ira, así el respeto y la solidaridad será lo que transforme nuestra sociedad que ha sido, desde que se escribe la historia, clasista y racista.� El respeto irrestricto a todos los peruanos debe ser la gota de agua que se convierta en torrente que apague toda esa ira.

La violencia causada por el afán de promover una religión sobre otra, de reemplazar una ideología política por otra, por instaurar un proyecto económico mejor sólo ha generado más violencia.� ¿Por qué no la coexistencia?� ¿Por qué ese exclusivismo de tener que tener una sola de las opciones?� Eso es limitante.� La violencia es siempre nefasta y originada así, es hasta ridícula.� ¿No podemos aceptar la igualdad de todos los peruanos?� ¿Qué significa esta inmadurez social?� No se trata de que todos tengamos acceso al gozo de privilegios, lujos y preeminencias.� Se trata de que todos tenemos los mismos derechos humanos a la habitación, vestimenta, educación y felicidad.� ¿Por qué nos aferramos sólo a lo pasajero?� El cambio debe ser interno, primero.� Ejercitemos el simple acto del respeto, que incluye la amabilidad, la cortesía y las pequeñas buenas acciones que están a nuestro alcance y que tienen el tremendo potencial de cambiar nuestro entorno inmediato y el no tan próximo.� No estoy proponiendo el ejercicio de la caridad, que descarto por su perfidia en mantener un statu quo en el que siempre tendrá que haber diferencia para poder seguir ejercitándola.� Propongo, más bien, un humanismo modernizado, basado en los más básicos impulsos humanos afinados a la vida actual, tan compleja, en la que todo acto es el producto de una combinación de hechos y situaciones, depende de ellos y genera muchos otros más, en una cadena interminable con muchas, infinitas aristas y prolongaciones.

Vimos un video que nos estremeció.� Las lágrimas no me dejaron ver el final, como tampoco pude terminar de ver la muestra porque tenía que ponerme a llorar un rato, tenía que «sentarme a caminar» (a cavilar) como dijo Vallejo.� Y no fuimos los únicos, que lloramos.� No creo que haya persona alguna que no haya dejado de hacerlo.� Unos amigos nos dijeron que el final fue para ellos lo más impactante, esas fotos que dejaron el mutismo para susurrar sus historias, en un tono quedo que se parece al ruido del mar sobre las piedras de la playa de abajo.� Escucharon, escuchamos las horribles historias de un torturador que pudo entablar una «amistad» con la hija menor de su torturada y darle noticias sobre su estado; la de una madre que encontró en la morgue de Lima sólo la cabeza de su hijo universitario... Con los ojos bañados en lágrimas, salieron, salimos, a caminar por el malecón, a ver si la tenue brisa marina nos consolaba un poco.

Y no, no vimos mucha gente más en la muestra.� Me surgen más preguntas:� ¿por qué no hay una asistencia masiva?� ¿los ayacuchanos en Lima no quieren verse retratados?� ¿los andahuaylinos?� ¿Dónde están los limeños? ¿Dónde están todos, en el Jockey Plaza?� ¿Es que todos queremos sólo olvidar?

Primero hay que saber, luego hay que analizar y luego jurarnos, como los guatemaltecos y antes los uruguayos, ¡Nunca más!� Sólo revirtiendo el proceso que generó la violencia tendremos consuelo. O, en palabras de Angélica Mendoza, en la Primera Audiencia Pública: «No podremos encontrar la reconciliación si no conocemos la verdad».

Los medios, en una patética muestra de su trivialidad, optan por cubrir el destape económico y la componenda política y dejan de lado el mayor escándalo nacional de los últimos cincuenta años.� Pasó durante los últimos veinte años, sí, pero el conocimiento de lo sucedido es nuevo, así como también lo es la dimensión (más de 16,000 testimonios) y la profundidad (más de 69,000 muertos) de los hechos perpetrados.� La ética periodística parece ser un curso que desapareció de las escuelas y universidades.� La falta de ella que se aprecia en los medios hace que los periodistas se hayan convertido en voceros de los partidos� políticos en lugar de ser sus vigilantes, y se hayan dedicado a atacar implacablemente a la oposición, cualquiera que ésta sea, sin importarles absolutamente el país.� Los partidos políticos, tan venidos a menos como culpables de este silencio, se oponen a que se conozca y se difunda lo acontecido durante sus penosos gobiernos anteriores. �Se acaba de instalar la Comisión Multisectorial que se encargará de hacer realidad las recomendaciones de la Comisión de la Verdad y Reconciliación.� Este esfuerzo no debe caer en excesos, pero tampoco debe pecar por omisión o inacción, atribuyéndola a la falta de fondos.� Más que dinero, se necesita un poco de creatividad, de imaginación, del «recurseo» que nos caracteriza.

Lo que los políticos ya están observando y los periodistas todavía, es que el arrojar tanto lodo los está ensuciando a ellos también.� Además, la clase política, a la que se vinculan los periodistas, está cada vez más alejada de la población.� Mientras los primeros se desgañitan atacándose, la segunda sigue con su vida diaria lamentando tener como líderes a esos vociferantes esperpentos a quienes se les da cabida en páginas impresas, estaciones de radio, pantallas de televisión.� Nos distraen con sus pataletas de niños malcriados.� Todo este vocinglero impide que nos concentremos en lo importante:� lo que todos hemos sufrido en los veinte años de lucha armada en el Perú.� No lo olvidamos, y recién lo estamos asumiendo en su pavorosa dimensión.

Es imprescindible que se le dé el espacio necesario a la ceremonia fúnebre nacional, al duelo que cada grupo acostumbra, que se nos dé un espacio para llorar, para llorar a nuestros muertos.� «Yuyanapaq.� Para recordar» es justamente uno de esos espacios para llorar, pero la clase política y el periodismo cómplice ni siquiera nos dejan hacer eso.� Por lo pronto, hay que hacerlo de manera personal, individual, sin eco en los medios, en plazas y calles.�

La herida está abierta y no cicatrizará si no compartimos el duelo y llevamos el luto nacional.

* * *

* Yuyanapaq: Para recordar, es una exposición fotográfica y otros testimonios obtenidos por la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú.


© 2003, Lydia Fossa
Escriba al autor: lydiafos@email.arizona.edu
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Para citar este documento:
Fossa , Lydia: «CVR:�Más allá del silencio», en Ciberayllu [en línea]


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