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EL PERÚ DE MARUJA MARTÍNEZ
Reflexiones en torno a un libro excepcional

José Luis Rénique

  Fue un cambio sísmico. Para el 80 por ciento de la humanidad, la Edad Media terminó súbitamente en los años 50, aunque fue durante los 60 que la gente sintió que dicha transición tenía lugar; que todo un mundo terminaba, que comenzaba el largo camino para imaginar lo que vendría. En tales circunstancias, enfrentados a situaciones para las cuales nada en su pasado les había preparado, millones de jóvenes emprendieron la búsqueda de las palabras para denominar aquello que estaba más allá de su comprensión y de sus conceptos. En estos términos describió el gran historiador británico Eric Hobsbawn las transformaciones que afectaron a la mayor parte del globo en los años de la post-guerra.

Más allá de la influencia de las revoluciones china o cubana o los movimientos campesinos de los años 60, éste es, a mi manera de ver, el gran trasfondo histórico en que irrumpe en la escena política nacional la llamada «generación del 68», el marco referencial para comprender sus inquietudes y sus sueños, su vocación social y sus capacidad militante. Existen al respecto algunos trabajos iluminadores; ninguno, sin embargo, como el recientemente publicado texto de Maruja Martínez, Entre el amor y la furia. Crónicas y Testimonio, (Lima: SUR Casa de Estudios del Socialismo, 1997). Si Hobsbawn traza con singular maestría los grandes trazos del momento excepcional en que los jóvenes del 68 transitaron hacia la madurez, Maruja Martínez se ubica en el polo opuesto, al interior del tráfago, en el nivel aquel en que las grandes tempestades estructurales tocan tierra afectando el curso mismo de la vida de los individuos. De ello, de la lucha por comprender la naturaleza de tales transformaciones y vislumbrar alternativas en medio del colapso de lo viejo y la exasperante opacidad de lo nuevo, es que trata este libro excepcional. Un testimonio personal valiente y apasionado, notablemente escrito —por añadidura—, cuya publicación significa un aporte de valor incalculable a la comprensión no solo de los jóvenes del 68 sino de la cultura política del Peru de la crisis oligárquica.

La historia comienza en Jauja —una pequeña ciudad de la sierra central del Perú—, en el seno de una familia de clase media cuya vida transcurre entre el orgullo de los antepasados —con un ancestro prócer de la independencia y otro, un bisabuelo, militar de la guerra con Chile, cuya estatua decora una de las avenidas jaujinas—, las comodidades de cierto status privilegiado y las premuras económicas que señalan la gradual erosión del antiguo orden. La descripción de la Jauja de los 50 es idílica, por decir lo menos: los paseos al campo, los interminables juegos de carnaval, las fiestas en el club. Y recubriendo las desdichas y las incongruencias —las huidas del padre, el callado sufrimiento de la madre, la servidumbre, las diferencias sociales que tenuemente comienzan a aparecer creando incertidumbre—, la verdad del catecismo, impartida por las monjas del colegio y en el hogar; por personajes como la señorita Victoria: «uno de los más grandes pecados —dice— es dudar de Dios, de los sacramentos y de los misterios de la fe. Deben creer en todo lo que dice la Iglesia.» «No dudar, no dudar —se responde la niña que se prepara para la primera comunión—; ahora tengo miedo de preguntar cosas porque pueden parecer dudas, y por lo tanto tal vez sea pecado.»

En 1968, con el fin de la adolescencia y la etapa escolar, viene el viaje a Lima, la Universidad Católica, la Facultad de Ciencias Sociales: más que un entrenamiento profesional, es un deslumbramiento que habrá de marcar su existencia. «Los libros de Ciro Alegría y López Albújar que leí comienzan a adquirir sentido. Ahora sí entiendo a Arguedas. La poesía de Vallejo aparece clara, iluminada,» dice nuestro personaje. El esclarecimiento se traduce en una severa interpelación del pasado. Al retornar a Jauja al cabo de un año de universidad, «el club» no es más el espacio idílico de los tiempos adolescentes:

No quiero volver a entrar al Club. No, nunca más. Aunque mi padre tenga allí sus comidas rotarias, aunque mi madre ha sido presidenta del comité de damas una y mil veces. Aunque allí pasé momentos felices de mi adolescencia, incluyendo el descubrimiento del amor. No, no volveré porque allí estaban los «señores», muchos de ellos parientes, tíos míos muy queridos, o amigos de mis padres. O mis propios padres, vistos así por «los otros.» Quien sabe si a mí también me verían así en el colegio.

En circunstancias tales, «sumergida en una mezcla de deslumbramiento e incertidumbre —afirma nuestro personaje—, me comienzo a preguntar qué hago en este mundo....y qué debo hacer.» No hay, en realidad, demasiado tiempo para pensar. En un mundo desconocido, el Centro Federado aparece como la alternativa más atrayente de socialización y compañía. Un ambiente de febril activismo es lo que en el pequeño local se respira. En 1968, más aún, es el lugar donde los jóvenes cristianos con sensibilidad social realizan —sin tener cómo calcular las implicaciones del fenómeno— su tránsito hacia visiones izquierdistas y, eventualmente, marxistas. Al deslumbramiento prosigue la revelación: «Siento que de mi cuerpo va desprendiéndose lenta, dolorosamente, una especie de moho, de segunda piel que me aprisionaba» escribe Maruja Martinez. En un aula de la Facultad de Letras, escuchando al Padre Gustavo Gutiérrez, los términos mismos del amor a Dios adquieren una dimensión nueva:

Una vez más, como varias veces desde que salí del colegio, siento que algo fundamental comienza a cambiar en mi cabeza. Que todo lo que creí antes estuvo equivocado. Nuevamente, una especie de conciencia de mi propia ingenuidad....y de mi crasa ignorancia.

Las urgencias del momento se imponen, nuevamente, a la revisión paciente de las nuevas opciones. Es 1968, el país está agitado. Surge de la agitación una convicción demasiado atractiva para quien no solo comienza a aspirar un país distinto sino que siente, dentro de sí, el impulso de «purificarse,» de encontrar un lugar en la construcción de una sociedad nueva.

El ingreso al Partido me ha dado muchas sorpresas. Me informan sobre los resultados de una encuesta que hace algunas semanas se hizo entre los militantes y simpatizantes. La pregunta central es cuándo creen que comenzará la revolución en el Perú. Los más pesimistas hablan de dos años. Muchos creen que será en algunos meses. Hay que prepararse para eso.

La vida, entonces, ha encontrado un nuevo eje, un sentido de urgencia. Todo, a partir de ahí —de los afectos familiares a las actividades cotidianas aparentemente más rutinarias—, se remitirá al demandante horizonte de la revolución inevitable. En un entrenamiento guerrillero en las afueras de la capital peruana algo de la adolescencia jaujina —el contacto inapreciable con la naturaleza, la mística emanada por aquel cura franciscano que parecía santo— parecen recuperarse:

Habíamos llegado avanzando en fila india por la carretera. Yo feliz mirando de frente al sol [...] Tal vez logre recuperar algo de color en mi rostro. Y siento que estoy más viva que en el lúgubre gris de Lima. Y me entusiasmo tanto que estoy adelantando demasiado hasta alejarme un poco del resto. Al alcanzarme, uno de los camaradas me hace sentir todavía mejor. Viéndote a lo lejos, con tu mochila, me dice, imaginé que no estábamos aquí en la carretera, sino en el monte, luchando, como el Che, como Tania. Sólo sonreí, pero para mis adentros recordé aquel verso de Javier Heraud y me reafirmé, nuevamente. No, no tendré miedo de morir entre pájaros y árboles....

Pronto, sin embargo, la lucha política mostrará sus lados menos amables. No sólo son los riesgos propios de la labor subversiva, sino las rupturas: la salida de Vanguardia Revolucionaria, primero, levantando una opción depuradamente trotskista; y la encarnizada disputa, más adelante, por determinar quién en el Peru expresa de manera más fiel el legado del «profeta desarmado» de la revolución bolchevique. Lo que golpea es, de un lado, la pena «por los camaradas que dejan de serlo para convertirse en adversarios»; y las crecientes dificultades, de otro lado, para comprender el sentido de tanta división. «Me parece mentira que la ruptura se haya producido —escribirá Maruja Martínez, a propósito de la disputa en el seno del Partido Obrero Marxista Revolucionario que da origen a la Liga Comunista— por un párrafo en una conferencia internacional juvenil, donde los franceses se negaron a incluir la lucha por el materialismo dialéctico como algo esencial». El incidente no hace sino anunciar un proceso perverso: a mayor auge del movimiento anti-dictatorial, mayor la obsesión por la pureza ideológica. Y así, aunque la vida se va en contactar obreros, en volantear y vender periódicos en las puertas de las fábricas y, prácticamente, convivir con dirigentes sindicales de vanguardia, la vida militante va adquiriendo un inexplicable tufo a ghetto. El principio de realidad, irónicamente, vendrá bajo la forma del puñetazo aleve de un agente policial.

En 1973, Maruja Martínez es arrestada por la Policía de Investigaciones del Perú. El relato del episodio es uno de los momentos culminantes del texto que comentamos. No es la crónica de la vileza humana que trasunta los testimonios de quienes sobrevivieron a las mazmorras chilenas o argentinas o del propio Peru quince años más tarde. Los acontecimientos oscilan entre lo trágico y lo patético: los esfuerzos del personaje por no dejarse avasallar, por mantener la lucidez con el objetivo fundamental, sobre todo, de proteger los sagrados intereses del partido; la delación atropellada de sus compañeros más jóvenes, estudiantes de la Universidad Católica introducidos a los avatares de la lucha política sin ningún tipo de preparación. En la soledad de una celda en Seguridad de Estado, sostenida por la idea de que el partido resiste con eficiencia y heroísmo los golpes arteros de la reacción, nuestro personaje recibe, finalmente, una carta de su responsable político:

Eso de entregarse por entero a las miserias de cada día que pasa es cosa para mí inconcebible e intolerable. Fíjate, por ejemplo, con que fría serenidad se remonta un Goethe por encima de las cosas. Y sin embargo no creas que no hubo de pasar por amargas experiencias... Yo no te pido que hagas poesía como Goethe, pero su modo de abrazar la vida —aquel universalismo de intereses, aquella armonía interior— está al alcance de cualquiera, aunque sólo sea en cuanto aspiración. Y si me dices, acaso, que Goethe podía hacerlo porque no era un luchador político, te replicaré que precisamente un luchador es quien más tiene que esforzarse en mirar las cosas desde arriba, si no quiere dar de bruces a cada paso contra todas las pequeñeces y miserias... siempre y cuando, naturalmente, se trate de un luchador de verdad.

Intercalando textos como este —extraídos, aparentemente, de su archivo personal—, con el relato mismo de los acontecimientos, Martínez compone un texto evocativo y a la vez realista cuyo mensaje sutil es al mismo tiempo poderoso: el contraste entre la humanidad de los presos y los familiares que la visitan y la frialdad de sus camaradas. La incapacidad de estos para digerir su miserable fracaso frente a la represión, para hacer frente a la insoportable realidad de su comportamiento delator agravado, más aún, por el terco silencio de la única compañera detenida. La impotencia frente a las derrotas de los movimientos revolucionarios en Chile y Bolivia, acrecienta la duda. Los paros nacionales de 1977 y 1978, el retorno a la constitucionalidad, con toda su contundencia, se supeditan en el relato al tema de las ocurrencias en el movimiento trotskista internacional que, aparentemente, concentran, por esos años, la atención de la agrupación a la que la autora pertenecía. En 1980, en el momento mismo en que se abre para la izquierda la escena política nacional, el énfasis en la «purificación» ideológica de los militantes alcanza en el seno de esa organización, sus cotas más elevadas. Por aquel entonces, ante cientos de estudiantes de la Universidad de San Marcos de Lima, Maruja Martínez se prepara para defender la posición de su partido en un debate con representantes de otras organizaciones de izquierda:

Mientras los organizadores anuncian sus próximas actividades, repaso lo que discutiremos. De hecho sacarán los conocidos argumentos. Los trotskistas desprecian al campesinado; respuesta: el Manifiesto Comunista y la revolución permanente. Trotsky estuvo en desacuerdo con Lenin sobre el partido, los sindicatos, sobre Brest Litovsk; respuesta: la tradición de los partidos revolucionarios desde Marx era el debate, la confrontación de ideas; sólo con Stalin se suprimieron las diferencias. Recordemos el entierro de Martov, fuerte adversario de Lenin en los tiempos del ¿Qué Hacer?: Lenin dijo que ojalá el partido hubiera tenido muchos Martov. Finalmente, debemos llegar a Stalin, la segunda guerra, etc. Hablaré en segundo lugar, después del de Patria [Roja] y antes del pe-ka-erre [Partido Comunista Revolucionario]. Tengo en mis manos El imperialismo, fase superior... para defender el internacionalismo, y La revolución proletaria y el renegado Kautsky para sustentar la revolución permanente y responder a los electoreros.

Tras el puntual despliegue de citas, una maciza realidad es la que emerge: la fe inconmovible de los inicios se adelgaza; el idealismo se desvanece; el personaje pletórico de energía y pasión militante cede paso a una mujer abatida, no sólo por la pérdida de convicción sino por el dolor físico y los síntomas de una salud quebrantada. El ambiente dentro del partido se hace, de otro lado, irrespirable.

Me he enterado que hay prohibiciones de hablar conmigo, Me han acusado de hacer trabajo de fracción. Hasta han dicho que delaté. Varias veces he pensado que no vale la pena seguir viviendo si no es por la revolución, y que hay que poner fin a esto.

A través de los 80, mientras la «guerra popular» senderista avanza y la «izquierda legal» se convierte en la segunda fuerza electoral nacional, la distancia entre el grupo trotskista en que la autora milita y el país real en que habita y se alimenta, cobra rasgos alarmantes. Caminando por las calles de Quito, Ecuador, adonde viaja representando a su partido a una conferencia internacional, Martínez piensa: «al parecer, cuando salimos de Lima nos volvemos menos militantes y más humanos.» Y es que dentro de la organización un infierno cotidiano es, más bien, lo que se vive. Denunciando su condición de «abanderada de la pequeña burguesía en el seno del partido proletario», la someten a un sinnúmero de vejaciones que la pluma serena de Martínez registra con detalle.

Es hacia un reencuentro con ese pasado pequeño burgués simbolizado por Jauja, paradójicamente, que el alma desolada de Maruja clama por enrumbar. La nostalgia por Jauja, en efecto, irrumpe periódicamente en el relato como un rayo de luz que destierra, por momentos, la penunmbra. En los pasajes más aciagos de su decepción, abatida por una de sus jaquecas crónicas, la autora habla de la manera siguiente consigo misma:

Pero ya no quiero pensar en el partido. Mejor me imagino que estoy en Ocopa, pisando las hojas secas del sendero que lleva a nuestra casa de Álayo, y que sigo el curso del agua que entra al molino, y sale de él luego de haber movido sus enormes ruedas de piedra, para terminar en el río, a cuya orilla podría sentarme a mirar los pequeños peces romper el agua clara.

Es más que una nostalgia ecológica, es la culpa la que late detrás de la evocación. La culpa insoportable de haber dilapidado un modo de vida, una filiación, inapreciables recursos familiares en una búsqueda que, hacia fines de los 80 parece estar condenada al fracaso.

Intercalando informes acerca de una nueva lucha interna que desgarra a la sección de la IV Internacional a la cual su partido se vincula, Martínez narra las incidencias que llevan a su ruptura final con su partido. Veinte años después, con similar ingenuidad pero con mayor humildad, su mente experimenta un nuevo «despertar.» Es más que sus acusaciones a «el jefe», por corrupto e inmoral. Es el gradual reconocimiento de la realidad existente más allá del ghetto partidario lo que la conduce, a tientas, a huir de su destino. En medio de una nueva batalla «internacionalista», Martínez percibe que:

muchos camaradas regresan de las ventas de periódico argumentando que deberíamos considerar que entre el proletariado de las avenidas Argentina y Colonial, de Vitarte y Ñaña, nadie sabe quienes son Hansen o Novack. Ni siquiera entienden qué quiere decir FBI y GPU

La responsabilidad recae, una vez más, en los «malos revolucionarios» incapaces de explicar a la clase obrera «la importancia que estos asuntos tienen para la construcción de una dirección revolucionaria». Y sin embargo, los periódicos siguen acumulándose «en nuestro pequeño local de la avenida Colonial, hasta que ya no sabemos qué hacer con ellos». Para cumplir con el pago de las cuotas por células, entonces, «algunos camaradas piden autorización para llevarse los sobrantes». «Yo no digo nada —continúa Martinez— pero sé perfectamente que los venden por kilos a los vendedores de un mercado.» La «palabra armada,» la verdad antiburocrática de la Cuarta Internacional, convertida en papel para envolver pescado. «Yo no digo nada —escribe Martínez desde el fondo del desconcierto— no puedo decir nada pues ya no sé si siquiera estoy de acuerdo conmigo misma....algo se ha roto dentro de mí.»

Diez años después de su última visita a Jauja, enfrente del colegio en que estudió, comienza, finalmente, el viaje de retorno: «Quisiera quedarme aquí parada, llorando, sin recordar a nada ni a nadie, sin pensar en reuniones, ni en ventas de periódicos, ni en comités centrales, ni en huelgas, ni en el amor recién perdido, ni en las culpas que siento por mi comprensiva familia.»

Pero es la lectura de un libro, País de Jauja de Edgardo Rivera Martínez, el que motiva, en 1993, el reencuentro final con el hilo perdido en 1968. Al leer su libro —escribe Martínez a Rivera— «encuentro como una recuperación de mi adolescencia». «¿Por qué no pertenecí a la ciudad que usted retrata?» La pregunta lleva a un tema de profundidad sorprendente: «¿por qué son preferibles los antecesores directos de la oligarquía —los criollos— que los conquistadores españoles del siglo XVI? ¿Y por qué —como ellos afirman— la alianza de los xauxa-huancas con los españoles a principios de la conquista es considerada como 'traición'?» «Viví —concluye Maruja Martínez— en el lado equivocado, en el lado de los que se resistían a aceptar el mestizaje». Por ahí está —asegura— «la propuesta de un Perú posible; ya no el de los 70, el de los sueños. Sino la posibilidad de que aceptemos nuestra diversidad.»

Entre la salida del partido y la carta a Rivera Martínez, ha habido una influencia crucial: Alberto Flores Galindo. Leyendo Buscando un Inca —la obra cumbre del prematuramente fallecido historiador—, relata Maruja Martínez, siento

un deseo imperioso de recuperar al Perú, de retornar sobre mis pasos. Con gran vergüenza, pues si pongo en un platillo de una balanza los eventos de la revolución rusa, y en la otra la historia del Perú, podría colmar en el primero todo tipo de detalles sobre Rusia entre 1905 y 1940; y tendría muy poco que poner en el otro platillo: apenas cuestiones elementales.

A fines de los 80, en el cálido ambiente de SUR Casa de Estudios del Socialismo, la convalecencia comienza a ceder el paso a una nueva vitalidad. Renace, más aún, un sentimiento de esperanza.

Un libro de memorias escrito por una mujer «a poco más de la mitad de su vida» —como afirma Gonzalo Portocarrero en la presentación de Entre el amor y la furia— es un hecho inusual. De una mujer cuya experiencia política se superpone, prácticamente, con el ciclo completo de la nueva izquierda. Que tiene la valentía más aún de someter al severo juicio de la pluma y el lector una historia cuya evocación es, de seguro, motivo de dolor e incertidumbre ¿Cómo explicarlo? «Primero pensé escribir los recuerdos. Y cuando me pregunté por qué hacerlo, no pude responder a mi propia pregunta. Como mi cultura provinciana no incluye psicoanalistas —revela la autora en el prefacio— tal vez esto no podía ser una especie de regreso a mí misma, una catarsis, o un intento de reconciliación con la propia vida».

Más allá de los recuerdos y del legítimo papel catártico del texto, sin embargo, Entre el amor y la furia constituye un singular testimonio sobre los patios interiores de la izquierda de los 70 y 80. Una lectura peculiar, no sólo por la particular sensibilidad y las dotes narrativas de la autora sino por la perspectiva que se asume: la de la pequeña burguesía rural. Asumida como tal, lo que al final se recaba es, en mi opinión, una apremiante sensación de pérdida. ¿Fue acaso necesario tánto sufrimiento para descubrir el Perú, su historia, su variedad? El tema nos remite a la educación recibida por jóvenes sensibles y talentosos como Maruja Martínez en los años 60. A la poderosa influencia del Catolicismo y el Marxismo, a la ausencia casi completa de opciones distintas, menos verticales, menos estrictas y eclesiales. Mariátegui permite entender a Arguedas o a Alegría; y Mao, a su vez, a Mariátegui. Un repertorio ideológico más bien monocorde. Con una derecha infértil o demasiado reaccionaria como para atraer a la juventud, las posibilidades de asimilar una versión cerrada e intransigente del marxismo se acrecentaban.

¿Y en que consiste, finalmente, la esperanza que la autora afirma haber entrevisto en sus años recientes? ¿Proviene acaso del descubrimiento de que, «esta angustia por mi identidad, no es sólo mía», o del hecho de sentirse parte de un pujante proyecto común que retoma los temas del radicalismo de los 70 cuando otros han preferido callar? ¿O significa encontrar un «espacio para la esperanza», poder seguir llamándose socialista después de la tantas veces decretada «muerte de las ideologías?» ¿Qué fue, a fin de cuentas, lo que falló? Ni Marx, ni Trotski, ni Luxemburgo, pareciera responder Martínez; «nuestros izquierdistas modernos,» más bien, quienes jamas pudieron asimilar la utopía «porque chocaba con los pequeños mundos canibalescos y absurdos que sus ansias de poder personal han creado.»

¿En qué medida el testimonio de Maruja Martínez es representativo de las experiencias políticas del conjunto de su generación? Habrá por cierto quienes pretendan confinarlo a la experiencia de los grupos trotskistas o quienes prefieran atribuir su carga crítica y pugnaz a las particularidades personales —o de género— de la autora. La reacción más beneficiosa posible, sin embargo, sería que este libro genere un debate en que con similar honestidad y valentía —si no con la misma calidad literaria y artística— los militantes de los 70 y 80 discutan las luces y las sombras de sus experiencias. De esa manera, tal vez, podría abrirse un fructífero espacio de intercambio con quienes, a la misma edad en que la autora de este excelente libro arribaba a Lima, muestran hoy —a través de su rechazo al autoritarismo— que ellos también tienen un sueño y una esperanza, un Perú por inventar y amar..

  Con autorización de la autora, colaboradora de Ciberayllu, se ofrecen dos extractos de este libro: Igualmente, se ha incluido la Nota de prensa..
   


© José Luis Rénique, 1997

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