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27 agosto 2006

Humor y lenguaje familiar en la poesía de Vallejo*

Jorge Díaz Herrera

 

En una visita a la casa de César Vallejo, hace muchos años, en Santiago de Chuco, conocí a la hermana del poeta, Natividad. Delgada, altiva, de ceño fruncido, toda vestida de negro. Me abrió la puerta y yo tuve la sensación de estar frente a la imagen del poeta. Tal era la semejanza física con el hermano. Semejanza que se enriquecería con sorprendentes afinidades.

Luego de invitarme a pasar con un ademán cortés, Natividad paseó con desdén e ironía la mirada por las paredes y el cielo raso de la sala:

—Así que viene usted a ver la casa del poeta. Sí. Claro. Ahora lo ven. Pero también sería bueno que vieran a la sobrina del poeta, a ésta. —Me señaló a una jovencita de expresión tímida, y prosiguió:  —Ésta es la sobrina de César Vallejo.

Luego refirió que «ayer nomás» le habían negado el ingreso a la normal de Santiago de Chuco para darle la vacante a la hija de un condorazo.

—Sí, señor... a la hija de un condorazo. —Tenía el tono de su voz el acento propio de las quejas insondables, hirientes, coléricas, propio de las apelaciones populares.

Seguí tras ella por el interior de la casa:

—Así es la vida —le dije con el propósito e aliviar su indignación.

—Claro, Dios lo quiso así —replicó sarcástica, encogiéndose de hombros. 

Al escucharla referirse a Dios de esa manera, gesto irónico de quien simula confortarse a sí misma, y por esas asociaciones espontáneas que las expresiones propias de una naturaleza común traen a la mente, se me vino el recuerdo de esa anécdota castellana del siglo XVI con la que, según Alfonso Reyes, oyó a Salvador de Madariaga ejemplificar el humorismo vasco: «Un hombre cae por una ladera. Se salva agarrándose de un tronco. ¡Gracias a Dios!, le grita su compañero. Y él le contesta: Gracias a palo, que la voluntad de Dios bien claro estaba» Anécdota que a su vez avivó en mí aquel cuarteto popular castellano:

Vinieron los sarracenos

Y nos molieron a palos.

Que Dios ayuda a los malos

Cuando son más que los buenos.

Al pasar por el zaguán, vi el cordel de la ropa secándose al sol, sobresalían unas sábanas blancas.

—Ha tenido usted dura faena —agregué.

—Ahí están pues las blancuras al sol —me respondió. Al concluir Natividad aquella  frase (Ahí están pues las blancuras al sol), surgieron en mí innumerables asociaciones entre el lenguaje familiar y el lenguaje poético de Vallejo. Enumeraré algunas:

Alfonso estás mirándome, lo veo

(Sí, pues. Ahora vienen a verlo. Ahora lo ven). De la elegía a Alfonso de Silva.

 

¿Cóndores? Me friegan los cóndores»

(Sí, señor, para darle la vacante a la hija de un condorazo.)  De «Telúrica y magnética».

 

Qué estará haciendo esta hora

mi andina y dulce Rita de junco y  capulí.

[…]

Dónde estarán sus manos que en actitud contrita

planchaban en las tardes blancuras por venir

(Ahí están pues las blancuras al sol). De «Idilio muerto».

Tales asociaciones y algunas más, que referiré después, motivaron en mí la sensación de percibir que la hermana de Vallejo hablaba con el acento propio de los versos de Vallejo. Que la gran poesía de Vallejo no había abandonado su lenguaje familiar sino que lo había transfigurado a la más alta categoría estética. Que una de las columnas más sólidas que sostienen el valor de su poesía era el haber universalizado su habla ancestral, su entorno expresivo más íntimo. La nutriente materna, las palabras del hogar permanecían engrandecidas en los versos del poeta.

«...He cambiado seguramente, pero soy quizá el mismo», escribe Vallejo en una carta dirigida a Juan Larrea el 29 de enero de 1932.

Si es verdad que el valor denotativo de una lengua se sostiene en las premisas generales gracias a las cuales quienes la hablan se entienden, es verdad también que los usos familiares, regionales...que si bien hacen ganar a las palabras en contenido, las limitan en continente. Ejemplo ilustrativo: la palabra «cóndores». Natividad me informó, sin proponérselo, el significado familiar de dicho término (personajes influyentes, poderosos del pueblo). Así «cóndores», en el verso de Vallejo, adquiere una connotación que enriquece la comprensión del poema.

Resulta pues un elemento necesario que nos permite, si no la mayor valoración, por lo menos la mejor comprensión del poema, el conocimiento de la atmósfera sicológica, social, cotidiana del poeta. De lo que aconteció en su vida de puertas para adentro. De su lógica personal.

Ilustraré tal afirmación con el siguiente referente anecdótico: Ya ganada un tanto la confianza de Natividad, le pregunté, entre otras cosas, qué es lo que ella habría querido decir, si ella hubiera sido el poeta, con el verso «Confianza en el anteojo no en el ojo». Natividad me respondió con soltura que qué confianza podría tener ella en sus ojos, si era miope. La respuesta, por su sincera simplicidad, me hizo reír, y Natividad compartió la risa; más aún cuando le conté que la interpretación de ese verso había dado origen a las más variadas y contrapuestas versiones, pero muy alejadas de la que yo acababa de escuchar.

Alrededor del año 1957 conocí personalmente a Antenor Orrego, y fue de él que obtuve las primeras y quizá más trascendentes versiones sobre el hombre y el poeta. Antenor Orrego había compartido una estrecha amistad con el César Vallejo  y había incluso escrito el prólogo de Trilce. Además, solía absolver con generosidad las preguntas que yo le hacía sobre los poemas y las cosas de Vallejo. De él aprendí que si la belleza es inabordable en su totalidad por la inteligencia, pues la razón es poca cosa para contenerla, sin embargo, posee múltiples aristas y relaciones que dan a quien llega a conocerlas o comprenderlas una mayor posibilidad de goce estético.

Entre otras referencias, Antenor Orrego solía referir lo que él llamaba «las motivaciones circunstanciales» del siguiente verso de Trilce:

Serpentínica u enjirafada al tímpano.

Contaba Antenor Orrego que en él y César Vallejo era costumbre escuchar, desde el cuarto del poeta, en ese largo corredor de puertas de madera del segundo piso del hotel Carranza de Trujillo, el pregón vespertino del bizcochero, que anunciaba su mercancía del modo en que suelen hacerlo los pregoneros: «¡bizcuuuuuchos!». Y esa «o» deformada en «u» les llegaba por el balcón como si la trajera un largo cuello de jirafa (la «u enjirafada al tímpano»). 

Antenor Orrego también solía contar que, una mañana, su amigo César Vallejo llegó demudado, sudoroso, a referirle, aún en Trujillo, el sueño de esa noche: Vallejo se había visto muerto en París. De ahí que cuando años después escribe

Me moriré en París con aguacero

un día del cual tengo ya el recuerdo...

tenía efectivamente el recuerdo de su muerte en París que, aunque acaecida en sueños, era un recuerdo en su experiencia.

En mis visitas a Santiago de Chuco, algunos viejos amigos contemporáneos y sobrevivientes del poeta, con el desenfado propio de quienes hablan de recuerdos sin importancia, me contaron de algunas travesuras del hermano de Natividad, César Vallejo Mendoza, cuando éste era niño. Decían que aunque era un muchacho como todos  y no se podía negar que era también muy estudioso, tenía sus ocurrencias, como las de esconderles las ropas a la gente mayor que acostumbraba bañarse desnuda en el río. Hubo incluso un personaje que recordaba aquello con mal humor, por haber sido víctima de esas bromas.

Ya tiempo después, con el correr de los años y en lugares diferentes, dentro y fuera del país, me enteré de nuevas anécdotas del poeta, que redondeaban aún más su sentido del humor. 

El poeta Juan Ríos me contaba que durante uno de sus viajes en tranvía, acompañado de Vallejo, sucedió algo imprevisto que hizo alborotarse a los pasajeros de manera exagerada. Intempestivamente un hombrecito enclenque  a fuerza de gritos hizo callar a todos y, encaramado en uno de los asientos, se echó un discurso en representación de todo el tranvía. Juan Ríos, con su personalísima y elegante ironía, recordaba a aquel hombrecito del tranvía relacionándolo con estos versos de Vallejo:

Pedro Rojas solía comer

entre las criaturas de su carne, asear, pintar

la mesa y vivir dulcemente

en representación de todo el mundo.

                     (III de «España aparta de mí este cáliz»)

Tiene pues su propia lógica la vida y su propia lógica la poesía, y resulta difícil anular o desechar la interrelación de ambas.

Resulta oportuno recordar a Marguerite Yourcenar decir en boca de su personaje Adriano: «La palabra escrita me enseñó a escuchar la voz humana, un poco como las grandes actitudes inmóviles de las estatuas me enseñaron a apreciar los gestos. En cambio, y posteriormente, la vida me aclaró los libros».

Retomando el tema de mi visita a la casa del poeta y el asombro gozoso que me produjeron las asociaciones referidas, así como el hallazgo que ellas despertaron en mí, en cuanto a la percepción de una nueva faceta de la poesía vallejiana: su particularísimo sentido del humor, su ironía. Señalaré ciertas referencias biográficas elocuentes.

Macedonio De La Torre contaba que Vallejo solía vestir casi siempre de terno plomo, traje con el que lo conocían sus amigos. Hasta que una vez apareció de terno negro.

—¿Estás de duelo? —le preguntó.

Vallejo le respondió que efectivamente estaba vistiendo duelo por la muerte de su traje plomo.

Alfonso de Silva, músico peruano que compartió gran amistad con el poeta y a quien Vallejo le dedicó una hermosa elegía, contaba de sus primeros tiempos en París. Tiempos difíciles. Alfonso tocaba el violín en un restaurante, para ganarse propinas. Conforme lo acordado, Vallejo solía ir por él a las horas convenidas y, por lo general, Alfonso salía a decirle que se diera una vueltecita más, pues era aún poco lo recaudado. Al fin, César y Alfonso concluían instalándose en un decoroso restaurante y pedían un notable aperitivo que agotaba las propinas recibidas. Vallejo solía exclamar irónicamente: «¡Qué suerte la nuestra. Tener para abrir el apetito y no para cerrarlo!»

Existen otras historias. Las anécdotas que he referido tienen un propósito: poner al descubierto la faceta humorística de Vallejo, no por ella menos tierna ni humana. Humor en su vida y en su poesía. Larrea destaca el carácter chaplinesco de algunos personajes protagónicos de la poesía de Vallejo.

Vallejo afirmaba que él era lo que era más por experiencias vividas que por experiencias aprendidas. Antenor Orrego,  solía decir que a veces en el detalle aparente o realmente más trivial  de la vida de un artista  suele encontrarse el rayo que ilumina el paisaje de toda su creación. Afirmaba asimismo que la poesía de Vallejo era «hondamente peruana, porque también es hondamente universal y humana...el más profundo, el más vital nacionalismo conduce siempre a lo universal».

¡Sierra de mi Perú, Perú del mundo,

y Perú al pie del orbe: yo me adhiero!

[...]

¡Indio después del hombre y antes de él!

¡Lo entiendo en dos flautas

y me doy a entender en una quena!

¡Y los demás, me las pelan...!

«La grandeza de Vallejo estaba ya en el curso de su escritura, tanto en poesía como en prosa, sin depender entonces del componente marxista, que encontraría después en Europa y que entroncará en sus discursos europeos», afirma Alberto Escobar.

En su ensayo «Vallejo ayer, Vallejo, hoy», Américo Ferrari afirma: «...la bibliografía de Vallejo se ha enriquecido y diversificado de manera extraordinaria no sólo en el ámbito del mundo hispánico, sino también en países como Estados Unidos, Inglaterra, Francia. Esta crítica proliferante, caracterizada por su diversidad, da de la poesía y la poética de Vallejo imágenes e interpretaciones múltiples, a veces complementarias y muchas veces contradictorias». Vallejo, hoy, si lo leemos a la luz de la hermenéutica de los últimos años, es muchos vallejos, o quizá sería más apropiado decir que esta poesía es una especie de teatro donde se representa un drama en el que intervienen muchos personajes de múltiples historias (y mundos interiores) cada uno: no olvidemos a este respecto que el desdoblamiento de la personalidad es una de las constantes de la poesía vallejiana y que, en uno de los poemas escritos en Europa, el poeta declara:

¡Cuántas conciencias

simultáneas enrédanse en la mía!

¡Si vierais como ese movimiento

apenas cabe hoy en mi conciencia!

[...]

No puedo concebirlo, es aplastante.

Cómo poder negar que ese monumental laberinto de proporciones descomunales que es el Perú encuentra en ese otro descomunal laberinto que es la poesía de Vallejo su más genuina expresión, expresión que a su vez encuentra en el Perú su más genuina vertiente. Tal como si se dijera que Vallejo universaliza al Perú y peruaniza al universo. Cómo excluir de esa naturaleza, que es nuestra naturaleza, el sentido del humor, el múltiple sentido del humor.

Las reflexiones expresadas en el párrafo anterior sobre la naturaleza de la patria de Vallejo encierran el propósito  de poner en evidencia (aunque de modo nada sistemático) las relaciones de la poesía de Vallejo y el contexto donde nació su obra. Ese pedazo del mundo polarizado en muchos aspectos, incluso en los modos de sentir, de enfrentar la existencia,  no sólo de unos y otros sino de uno mismo.

Referiré algunas experiencias personales que han enriquecido mis reflexiones sobre el humor en la poesía de Vallejo.  Una tarde, acompañado de un poeta amigo, vi aparecer doblando la esquina a un anciano que, apoyado en un bastón, avanzaba arrastrando los pies penosamente.

— Debe de ser terrible llegar a esa edad, ¿no? ¿Tú soportarías vivir así? —le dije a mi acompañante.

Él me respondió con tono pícaro:

—Y así fuese de barriga.

Se refería de este modo al verso de Vallejo «Me gustaría vivir siempre, así fuese de barriga».

En otra ocasión nos encontramos con un cojo que venía muy de prisa en sentido contrario al nuestro, ceño fruncido, rabioso, pierna derecha tiesa como un palo. Tuvimos que hacernos a un lado para evitar que nos atropellara. Mi amigo lo señaló con el índice: «Ahí va un verso de Vallejo». Se refería al poema «Hasta el día en que vuelva de esta piedra: 

Hasta el día en que vuelva, prosiguiendo,

con franca rectitud de cojo amargo,

de pozo en pozo, mi periplo, entiendo

que el hombre ha de ser bueno, sin embargo.

Referiré también que nunca he citado a Vallejo con mayor acierto que en un café de Madrid. Conversábamos algunos escritores en un café. Vimos entrar a un poeta de avanzada edad, cabellera al viento, desenfadado, con una graciosa jovencita cogida del brazo. Mis acompañantes reaccionaron de muy mal talante. Argumentaban que ese espectáculo resultaba ridículo por tanta diferencia de edad de la pareja. «Chochera de senectud», dijeron.  ¿Cómo aplacar tan evidente envidia? Cité los siguientes versos de Vallejo:

Tengo pues derecho

a estar verde y contento y peligroso, y a ser

el cincel, miedo del bloque basto y vasto;

a meter la pata y a la risa

Luego, para rematar el impacto que produjo en los amigos aquella cita, agregué unos versos de Vallejo:

¿Cómo ser

y estar sin darle cólera al vecino?

               (De «Guitarra». Poemas humanos)

Tengo muchas anécdotas más para hacer evidente el humor implícito o derivado de ciertos versos de Vallejo. Me limitaré a una más. Una tarde al llegar a mi casa me di con la sorpresa de ver que la puerta de emergencia había desaparecido. Se la habían robado. Aquel robo me resultó gracioso al recordar este verso de Vallejo:

que por mucho cerrarla robáronse la puerta.

               (De «Viniere el malo con un trono al hombro...»)

No es mi propósito interpretar la poesía de Vallejo basándome en ocurrencias o versos sueltos que me permitan hacer que el poeta resulte diciendo lo que no quiso decir, pues si los versos que integran un poema constituyen una unidad indivisible del contexto, es verdad también que en el poema existen impulsos, expresiones, trazos sicológicos, huellas, versos que adquieren ciertas vibraciones propias, cierto valor o cierto aire suelto que le confieren alguna independencia, alguna individualidad. No pretendo invertir el hondo clima de orfandad, de desolación que sostiene como una columna vertebral el gran cuerpo de su poesía. Sólo trato de dar testimonio de mi manera personal de ver cuán más grande es ese cuerpo.

La gran poesía, por no ser un ente cerrado ni estático, no sólo se emparienta con sus ancestros y contemporáneos, sino que se torna incluso antepasada de sí misma, descendiente del futuro. De allí que ella significa lo que significó  y también lo que los tiempos que le suceden le brindan como nuevo significado. Acaso en ello radique su verdadera grandeza.

En el caso de Vallejo existen incluso versos que, conviviendo incluso con la estirpe dolorosa que los sostiene, traen una irónica ternura, un sentido del humor personalísimo. Citaré algunos de esos versos:

Echa una cana al aire el indio triste.

          («Terceto autóctono». Los Heraldos Negros)

 

La salud va en un pie. De frente: marchen.

          (XXXIX, de Trilce)

 

Hubo un día tan rico el año pasado...

que ya ni sé qué hacer con él.»

          (LXXIV, de Trilce)

 

Éste ha de ser mi cuerpo solidario

Por el que vela el alma individual; éste ha de ser

mi ombligo en que maté mis piojos natos,

ésta mi cosa, mi cosa tremebunda.

          (De «Epístola a los transeúntes». Poemas humanos)

 

Vamos a ver, homb

cuéntame lo que me pasa

          (De  «Otro poco de calma, camarada». De Poemas humanos)

 

...la cantidad de dinero que cuesta el ser pobre...

          (De «Por último, sin  ese buena aroma sucesivo»)

 

Añádase una vela al sol»...

          (De «Ande desnudo, en pelo, el millonario». Poemas humanos)

 

Y comer de memoria buena carne,

jamón, si falta carne,

y, un pedazo de queso con gusanos hembras,

gusanos machos y gusanos muertos

          («De la punta del hombre». Poemas humanos)

 

Congoja, sí, con toda la bragueta

          (Ídem)

 

Y la gallina pone su infinito, uno por uno

          (De «¿Y bien...el metaloide pálido» . Poemas humanos)

El lector puede hallar muchos versos más de esta estirpe.

Tal ha sido pues este testimonio, esta confesión de lector en asombro permanente frente a los poemas de Vallejo. Y antes de llegar a las líneas finales, citaré un breve poema de Trilce, en el cual el desgarramiento doloroso, esencialmente doloroso, que tiñó su obra poética, se torna en una mofa irónica contra sí mismo, contra el provinciano que del pequeño pueblo de la sierra, Santiago de Chuco, arribó a Trujillo, de donde pasó luego a Lima, lugar en el cual enumera sus pesares y concluye «consolándose» con una buena risotada. Se trata del poema XIV de Trilce:

Cual mi explicación.

Esa manera de caminar por los trapecios.

Esos corajosos brutos como postizos.

Esa goma que pega el azogue al adentro.

Esas posaderas sentadas para arriba.

Ese no puede ser, sido.

Absurdo.

Demencia.

Pero he venido de Trujillo a Lima.

Pero gano un sueldo de cinco soles.

Qué modo de retratar su circunstancia burocrática en estos mundos costeños de los que, según Georgette de Vallejo, lo espantaba «la risita limeña».

Cuando trabajaba como profesor, en esos días, se ganó entre sus colegas del centro educativo donde laboraba («Esas posaderas sentadas para arriba») la fama de loco, debido a sus largos silencios y a sus singulares modos de dar clase. Una tarde, en la sala de profesores se hundió en una profunda e inquietante cavilación, a tal punto que uno de los maestros fue a consolarlo:

—¿Le sucede algo, señor Vallejo?

—Estoy muy preocupado. Muy preocupado.

—¿Cuál es el problema?

—Estoy pensando en la empresa que montaré con un socio exigente.

—¿En qué consiste?

—Pensamos sembrar arroz con pato.

Concluyo este resumen citando el texto de la tarjeta con la que los responsables de la revista Favorable Paris Poema solían acompañar cada ejemplar de la misma:

«Juan Larrea y César Vallejo solicitan de usted,
en caso de discrepancia con nuestra actitud,
su más resuelta hostilidad».

* * *

* Síntesis de la ponencia sustentada en Madrid, con motivo de la conmemoración del  cincuenta aniversario de la muerte de César Vallejo.


© 2006, Jorge Díaz Herrera
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Para citar este documento:
Díaz Herrera , Jorge: «Humor y lenguaje familiar en la poesía de Vallejo», en Ciberayllu [en línea]


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