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10 junio 2004

Reflexiones sobre la identidad nacional en un país ajeno

Juan Carlos Callirgos

 

«La CVR ha constatado que la tragedia que sufrieron las poblaciones del Perú rural, andino y selvático, quechua y asháninka, campesino, pobre y poco educado, no fue sentida ni asumida como propia por el resto del país; ello delata, a juicio de la CVR, el velado racismo y las actitudes de desprecio subsistentes en la sociedad peruana...»
Informe Final, Comisión de la Verdad y Reconciliación

Entonces, mi pueblo era pues un pueblo, no sé... un pueblo ajeno dentro del Perú
Primitivo Quispe, Audiencia de Ayacucho, 8/4/2002
Comisión de la Verdad y la Reconciliación

Sin lugar a dudas, el aporte principal de la labor desempeñada por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación en su detallado escudriñamiento de la violencia política que sacudió nuestro país en las últimas décadas, ha sido haber esbozado un retrato —sin duda incompleto y perfectible— de aquel país que la produjo y a la vez padeció. El Informe Final de la CVR nos extiende una invitación a� mirarnos en el cuestionador espejo de lo que hemos sido como país; si la imagen resulta incómoda y desgarradora es porque éste sigue estando conformado —como lamenta con precisión don Primitivo— por «pueblos ajenos» dentro del Perú.

Fueron esos pueblos «ajenos», históricamente excluidos y subalternados, las víctimas principales del conflicto.�� Pero la exclusión se expresó en la indiferencia ante la magnitud de una guerra cuyo escenario estaba alejado de los centros de poder político, económico y simbólico (por lo tanto, considerados no-lugares) y cuyas víctimas eran mayormente campesinos e indígenas (por lo tanto, no-ciudadanos o no-personas).� El debate sobre las cifras de muertos expresa la incapacidad de por lo menos un sector de la población, en su mayoría cercana a los centros de poder, de reconocer la humanidad de las víctimas: desde su perspectiva, si no contaban como personas, menos aún podían contar como muertos...

Las amplias brechas sociales, económicas y políticas de nuestro país se nutren de, y reproducen, percepciones históricamente cristalizadas acerca de lo que somos como nación, y acerca de las poblaciones indígenas.� Los proyectos poscoloniales se han concebido desde una lógica homogeneizadora que ha buscado la integración a partir de la negación de lo indígena, considerándolo sólo un obstáculo para la unidad, el progreso y la modernidad nacionales.� Así, la nación, ese ente simbólico que pretende agruparnos en una comunidad horizontal, se ha imaginado a partir de un deseo civilizador etnocida, que termina valorando sólo el pasado glorioso de los incas, y no los elementos culturales y las poblaciones indígenas del presente.� Arrojado del presente, lo indígena contemporáneo no es más que un conjunto de imágenes congeladas, acaso parte del pétreo paisaje andino (al estilo de los Paisajes Peruanos, de Riva Agüero), acaso para añadir singularidad y exotismo a un país colorido (al estilo New Age de la vistosa vestimenta de Eliane Karp, esposa del presidente Toledo).� Lo indígena queda, por arte de magia poscolonial, reducido a aquel espacio, domesticado, inofensivo y marketeable del museo arquelógico-etnológico nacional.

No es éste el espacio para esbozar la historia de la constitución y desarrollo de tal museo.� Habría que remontarse al período colonial, y centrarse en la historia más reciente del desarrollo de la imaginación nacional; tarea que demandaría la revisión crítica de los conceptos-guía y las elaboraciones liberales, positivistas, e inclusive indigenistas y de izquierda.� Basta constatar que el racismo y la discriminación cultural y étnica —a pesar de quienes se niegan a admitirlo, persistiendo con Víctor Andrés Belaúnde en que somos la armónica «síntesis viviente» de las culturas indígenas y española— permanecen en la base de nuestra formación nacional.� O, lo que es lo mismo, siguen obstaculizando su formación reconciliada, plasmando un país ajeno: de sujetos ajenos para con los demás y para consigo mismos.

No existe un pasatiempo nacional que nos distraiga más que la reflexión sobre la identidad nacional.� La angustia por definir lo que somos se sigue expresando en los siempre actuales debates sobre si el ceviche es el «verdadero» plato peruano, o si debemos dejar de tomar Inca Kola porque la empresa que la produce es ahora manejada por capitales foráneos.� La remoción de la estatua de Pizarro, que vigilaba desde brioso corcel el lugar simbólico del poder poscolonial limeño, despertó una agitada discusión no sólo sobre el papel histórico del conquistador (hubo quienes lo consideraron el verdadero «fundador» de la nación, y quienes lo calificaron de genocida, comparándolo con Hitler), sino, fundamentalmente, sobre lo que somos y queremos ser.� El monumento ya no está (y seguimos comiendo ceviche y tomando Inca Kola), pero la pregunta sigue en pie, así como la angustia de la necesidad de definirnos como país y encontrar elementos que condensen nuestra histórica «esencia».

Si bien tal pasatiempo expresa conflictos irresueltos sobre nuestra «identidad», se convierte en un ejercicio improductivo que no podrá hallar resolución mientras persistan las brechas simbólicas que nos definen no sólo como diferentes, sino como más o menos ciudadanos.� La angustia sobre la esencia nacional es irresoluble (más aún si la consideramos como resultante del «trauma de la conquista»).� El problema principal es cómo fomentar una atmósfera plural y reconciliada en la diferencia; en donde todas las maneras de ser, sentir y hablar sean viables y reconocibles como válidas, contemporáneas y, finalmente, nacionales.� En la que todos, vivos y muertos, contemos.

En un mundo en el que las representaciones fluyen, no podemos refugiarnos en imágenes simplistas de lo que somos.� Somos muchas cosas y –a no angustiarnos— tal vez seamos indefinibles mediante una sola etiqueta globalizadora y homogenizante de peruanidad,� cualquiera que ella fuera.� Aceptarlo es aceptar la diversidad y la influencia mutua, aceptar nuestra pluralidad a nivel nacional y personal, negando la negación y aceptando que «el otro» somos nosotros mismos.� Para decirlo con don Primitivo, la verdadera pregunta es cómo dejar de ser ajenos para, simple y legítimamente, ser.

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© 2003, Juan Carlos Callirgos
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Para citar este documento:
Callirgos , Juan Carlos: «Reflexiones sobre la identidad nacional en un país ajeno», en Ciberayllu [en línea]


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