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14 mayo 2003

Notas sobre dos mitos líricos

Felipe Vázquez

El poeta adánico

Para el poeta adánico, la poesía es luz que inventa lo que toca. Es una transparencia encarnada. San Juan escribe en los primeros versículos de su Evangelio: «En el principio era el Verbo. Y el Verbo era Dios. Todo por él y en él vino a existir». Si evadimos la paráfrasis helénica y sin consideración teológica alguna, diremos que, de modo metafórico, en su acepción primitiva, nombrar es sinónimo de crear. No hay ningún abismo, ninguna escisión entre significado y significante, ni entre el yo lírico y el yo del poeta. El verbo crea lo que nombra. El cosmos brota del signo sonoro: la palabra lo crea y él, a su vez, se vuelve una escritura que se dice a sí misma. Ser es verbo y verbo es ser.

Adán, a imagen de Dios, puebla de nombres su mundo. Al nombrarlo, Adán lo re-crea. Éste es el primer acto poético y quizás el primer acto histórico (la historia, diría Michel Foucault, es la historia de la escritura). El lenguaje es demiúrgico e instrumento de poder. La realidad existe porque es decible, o sea, aprendible y aprehensible. En su origen este hecho es religioso: nos hace ser en el mundo y que el mundo sea en nosotros. El hombre es lo que nombra. «El hombre —anota Octavio Paz— es un ser que se ha creado a sí mismo al crear un lenguaje. Por la palabra, el hombre es una metáfora de sí mismo». Más que ante su imagen reflejada en un espejo, él se reconoce en su nombre. Además, no soporta lo innombrable y, para asirlo, para serse, le da cuerpo con la palabra. Esta operación es poética. Y Adán el primer poeta: su voz lo crea, y crea el universo que él mismo habita. De modo recíproco, el espacio-tiempo del universo es un texto que se dice a sí mismo y que, a través del hombre, tiene conciencia de sí. Dice Octavio Paz: «Hombre, árbol de imágenes,/ palabras que son flores que son frutos que son actos». Ser es poesía y poesía es ser.

El poeta adánico se instala, como un pequeño demiurgo, en el principio. Exorciza el caos e inaugura el génesis. El todo brota de su palabra y, en ella, la misma nada es. El verbo es el ánima tanto del ser como del no-ser. El poema, espacio del rito, es la celebración de lo que inventa. Es verbo y silencio en el Verbo, ser y no-ser en el Ser. En este sentido, el poema es pasión de absoluto, el lugar de comunión entre contrarios. La alteridad no es, en él, excluyente sino inclusiva. El poema adánico, así, es una paradoja donde celebran nupcias lo mismo y lo otro, un relámpago inefable que ilumina la unidad del Todo. El poema es, dijo Octavio Paz, «el espejo de la fraternidad cósmica». En suma, una revelación de la semejanza.

La palabra del poeta adánico es la llave que nos conduce hacia lo otro, hacia nosotros mismos. Es la bisagra donde lo terreno, la conciencia y lo celeste se pliegan y despliegan. Bisagra de azogue, es decir, de reconocimiento. Es el espejo, la apertura, donde el Todo nos nombra. Y en este espacio, al mismo tiempo, ese Todo se nos muestra como una vasta y única escritura cuyas secretas correspondencias sólo podemos entrever gracias a la palabra del poeta. Somos un signo en el ritmo del Libro universal. Y más: un signo que puede leer los signos del Libro: «La analogía —escribe Octavio Paz— concibe al mundo como ritmo: todo se corresponde porque todo ritma y rima. La analogía no sólo es una sintaxis cósmica: también es una prosodia. Si el universo es un texto o tejido de signos, la rotación de esos signos está regida por el ritmo. El mundo es un poema; a su vez, el poema es un nudo de ritmos y símbolos. Correspondencia y analogía no son sino nombres del ritmo universal». Si el universo es un libro, la poesía es un lenguaje que nos revela los infinitos lenguajes que dan ser y sentido a ese libro. Semejante al cabalista o al pitagórico, el poeta labra su palabra como una puerta de cristal que, al desplegarnos en el cosmos, al cosmos repliega en nuestro ser. «Todo es puerta», dice Paz. El Libro es una red de puertas que son signos. Y la llave, obvio, es la misma palabra. Basta nombrarla para que todo se vuelva una transparencia: un presente perpetuo.

Asimilada incluso a un mundo profano, la poesía adánica exime al hombre de ser un huérfano del cosmos. Lo devuelve al tiempo mítico, antes de la caída, antes de la fractura. Le prodiga, por breves instantes, la gracia de estar en el centro de la Creación. Al nombrar lo otro —dije— el hombre se revela a sí mismo, se es. El ser se crea cuando se dice ser. La palabra es entonces el agua bautismal donde él se sabe y se descubre conciencia del mundo. Por otra parte, ese mundo respira, oye, ve, siente y tiene conciencia de sí al mirarse en un espejo verbal. Y tal vez no hay poeta —desde que la poesía era canto, oración o conjuro— que no repita esta dialéctica sublime, sea o no consciente de ello. En suma, la realidad cobra cuerpo en el cuerpo del lenguaje. La voz del poeta le concede al mundo la gracia de existir; pues existir, dice el filósofo, es conciencia de ser. Rilke, en sus Elegías del Duino, escribe: «infinitas estrellas esperaron que tú las contemplaras». La mirada inventa lo que mira. Y mirar es hacer de lo mirado un sujeto de nuestra experiencia interior. Para la poesía adánica —esa forma de conocimiento místico— contemplar es ser en lo Otro y que lo Otro sea en nosotros.

La savia, el eje virtual de la poesía adánica es el amor. Todo, en él, gira y se cohesiona; todo, en él, adquiere alma e identidad. Encarnado a veces en la mujer, en algún dios, en una palabra o en una idea, el amor hace ritmar al hombre con el ritmo de la escritura cósmica. El poema, doble mágico del universo, es entonces una suerte de espacio erótico-musical donde todos comulgan con el Todo. Es la imagen donde el poeta, diría Paz, «quiere disolverse en cuerpo y alma en el cuerpo y el alma del mundo». La muerte no existe. O mejor: es un signo que calla para engendrar un nuevo significado. Nada muere porque todo está animado y, según esta creencia, las almas son eternas. Sólo cambian las formas. El tiempo no es lineal ni discontinuo, es una esfera que vuelve siempre sobre sí misma. Todo regresa. Y el amor, ese diálogo de las almas universales, es el principio vital, el soplo motriz de la armonía cósmica. El erotismo es la esencia del poema. La poesía adánica deletrea al mundo a través de nuestro ser y a nuestro ser a través del mundo.

Entre las culturas antiguas (rituales) se creía que el poeta creaba poseído por la divinidad —fuese dios o demonio—, que incluso era la voz misma de la divinidad; en todo caso él era un elegido, su don era el reino de lo sublime. «La poesía —dice Paz— trata de volver sagrado el mundo». Tarea propia de un hijo del Verbo. O de «un hombre de Dios», diría José Gorostiza.

El poeta caínico

La escritura que se propone decir nada es paradójica. Su no-decir es un decir exponencial. Su sentido es posible sólo como exclusión. Referirse entonces a ella es un hecho absurdo, y acaso anodino, pero quisiera hacer de mi necedad una premisa. No quiero, sin embargo, hablar de dicha escritura sino de quien la escribe. Hablo del poeta caínico. Del hombre que en esencia no tiene biografía, pues cualquier acto o cosa inherente a él confluye en un espacio donde todo se nulifica. El sentido resultante de cuantos integran su existencia se resuelve en una suerte de agujero negro, en un espacio neutro. Así, para el poeta caínico, a la inversa del adánico, la vida, como la poesía, es completamente inútil. Concebirlas de otro modo es un acto contra natura, una cobardía racional o sentimental. Si nacer es una broma un tanto siniestra y existir es un sin por qué rayano en lo perverso, sus palabras vienen a ser entonces el testimonio de dicho sinsentido. Sus poemas evidencian lo ridículo de ser poemas y de haber sido escritos por alguien no menos ridículo. Hay una fisura radical entre el signo y su referente, una escisión entre el yo lírico y el yo.

El hombre —dice el poeta caínico— no tiene ningún fin, ninguna misión en la vida. Nació por nada y morirá por nada. Nada tiene que hacer en el mundo y, si lo hace, sus actos serán al cabo un disparate, una máquina vuelta contra su creador. La Naturaleza, enamorada de su propia muerte, inoculó en una clase de monos una enfermedad definitiva: el acto de pensar. Sólo así se explica que la historia natural y social sea una curva que tienda hacia su propia disolución. El hombre es el cáncer de la vida. Luego, para este poeta, la palabra es el cáncer de la poesía. Su lenguaje sólo es posible si se destruye a sí mismo. El único sentido de su escritura es la abolición de dicho sentido. Iniciarse en el Verbo —dice— es iniciarse en el mal.

El poeta caínico no tiene nombre ni jerarquía social. No cree en nada, y menos en sí mismo. No sabe de dónde viene ni adónde va. No sabe qué hacer ni lo que quiere ser, y no le interesa saberlo. No soporta su mundo ni cualquier otro. No se tolera. Ignora a propósito quién es. Y establece entre él y sus pensamientos cierta insalvable distancia. Entre su mente y el hastío no hay diferencia: calcina lo que toca, esteriliza lo que piensa y hace del tiempo una experiencia de la asfixia. Su reino es un desierto de hielo sin fronteras. Vive el mundo —lo goza— como desde atrás de un vidrio. Por eso cuestiona lo que hay al otro lado de cada cosa, de cada suceso, de cada persona. Es una víctima del más allá, un detractor de lo otro.

Quizás la única verdad palpable sean sus deseos. (Esos deseos mínimos que se disfrutan a plenitud y que no alcanzan la presunción de la meta ni eso que se ha dado en llamar «proyecto de vida».) Sin embargo, poseído por el infierno de la insatisfacción, disecciona el placer, esto es, desea para destruir lo deseado. Por otra parte, si estudia y lee con ahínco es para cerciorarse de que el saber, cuando no está en función del mal, es un cachivache más bien inocuo con el cual a veces se entretienen los ingenuos. Cree, no obstante, que la crítica es casi siempre la máscara que usan los incapaces para vulgarizar aquello que no entienden. Nada le sacia. Y su curiosidad (tantálica y escéptica) es capaz de proveerle de una crueldad tan sutil como bárbara. No tiene nada que perder. Tampoco nada que ganar. Por eso se permite intentar todo. Profana todo. Niega todo. Y todo ensucia. Hace del fracaso una especie de profesión de fe: «El fracaso —dice E. M. Cioran— es un paroxismo de la lucidez; el mundo se vuelve transparente para el ojo implacable de quien, estéril y clarividente, no se apega ya a nada. Incluso inculto, el fracasado lo sabe todo, ve a través de las cosas, desenmascara y anula toda creación». La conciencia de una pérdida total, otorga a nuestro poeta la crudeza de quien vive muerto. Vivir le es «una derrota cotidiana». La esperanza, en él, es una ironía; y los sentimientos, un mecanismo equívoco mediante el cual destruye cualquier sentimiento. Su alma semeja un mar de grietas. No aprende, desaprende. Cuanto ha venido a saber lo sabe para no saber. Paralítico del ego, desahuciado de la pasión, huérfano de ilusiones, va por el mundo como un Edipo sin Esfinge. Todo él, y en él, apunta hacia el centro de la exclusión.

Cuando Caín mata a Abel, Dios lo maldice: «serás errante y extranjero sobre la faz de la tierra». Vástago de la estirpe caínica, en él encarna una suerte de exilio metafísico: «Pero saberse extranjero en todas partes, escindido de todo, saberse». Su crimen original —fruto del desprecio divino— lo expulsa de sí. En él ha muerto el hombre. Caín es la tumba tanto de Abel como de Dios, y su condena es ser un nómada en el desierto sin fin de su alma. (Claro, en caso de que tenga alma.) Éxodo es su nombre. Sólo que su éxodo, a diferencia del hebreo, no tiene Dios ni maná ni esperanza ni Tierra Prometida. No tiene patria ni sosiego. No tiene rostro. Es un ser arrojado siempre hacia otra parte. Es incluso un cero a la izquierda de sí mismo. Cualquier época le es inhóspita. Vive en ella como en un calabozo. El tiempo le es irrespirable. Pasado y futuro los vive como una epidemia (su memoria es una vacuna contra el tiempo) y, ahogado en el presente, opta por ser la náusea de cada instante.

En la antigua Grecia, la tragedia nace como expresión de lo dionisiaco. Los placeres, el exceso, el ocio y cierta perversa lucidez, abisman al poeta caínico en lo trágico. Su capacidad para pervertir todo le descubre, al cabo, que lo trágico es una broma de mal gusto. Y este saber le da un aire de frivolidad demoniaca, un halo de ironía abismal. El poeta caínico se rehúsa, pues, a ser un Jeremías de bazar, un Orfeo tarado, un Job de circo o un Caín devaluado y en oferta. Parece adivinar, en el interior de todo, una gran carcajada. De ahí su vitalidad, su cerebro frío (des-almado) y que use cada sentido como un bisturí voluptuoso. Quizás por eso le gusta citar esta frase de Henri Barbusse: «No hay más infierno que el furor de vivir».

A la sombra de la poesía, él se ilumina, se sabe, se mira caminar. ¿Podría saber otra cosa más que saberse caminar dentro y fuera de sí?: «Quien profundiza el verso —dijo Blanchot—, escapa del ser como certeza, encuentra la ausencia de los dioses, vive en la intimidad de esa ausencia [...] Quien profundiza el verso debe renunciar a todo ídolo, debe romper con todo, no tener la verdad por horizonte ni el futuro por morada, porque de ningún modo tiene derecho a la esperanza: al contrario, debe desesperar. Quien profundiza el verso, muere, encuentra su muerte como abismo». La palabra poética le revela que su nombre es Orfandad y su apellido Deseo, que él es un «relámpago entre dos abismos», que la esencia del ser es el naufragio, que vivir no es laberinto sino intemperie, que la conciencia de una pérdida total significa iniciarse en una claridad apocalíptica, que la palabra lo destierra de sí y que tal exilio es el más atroz de cuantos hay.

El hombre levanta, alrededor suyo, muros a la medida de su cobardía. Labra ídolos para esclavizarse a ellos. Se traza límites porque teme despeñarse en sí mismo. Tiene, diría José Revueltas, miedo del Infinito. Se levanta islas, puertos y hasta continentes porque su naufragio le resulta intolerable. Además, no soporta la intemperie. Se afianza a leños, se refugia en cuevas y se enjareta lentes de piedra porque teme perder su buena conciencia. Teme saber la verdad: que es náufrago de sí mismo y del cosmos. El poeta caínico, en cambio, está condenado a habitar su deriva: «La inseguridad, la incertidumbre, la desconfianza —dice Juan de Mairena—, son acaso nuestras únicas verdades. Hay que aferrarse a ellas». En esta paradoja reside tal vez su dignidad, su pureza monstruosa, y esa tragedia ambigua que lo hace verse a sí mismo como el objeto más risible del planeta.

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© 2003, Felipe Vázquez
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Para citar este documento:
Vázquez, Felipe: «Notas sobre dos mitos líricos», en Ciberayllu [en línea]


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