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18 julio 2004

La invención de Ronald Reagan1

Carlos Manuel Indacochea

 

Seis meses después de que Reagan dejara la Casa Blanca, «cabalgando hacia la puesta del sol», según su propio comentario, el profesor Noam Chomsky visitó la universidad de Cornell, donde yo era estudiante de postgrado.  Como acostumbra, Chomsky nos regaló una larga diatriba contra los poderes establecidos, enlazando diestramente las notas periodísticas y los datos con sus propias opiniones y conjeturas. De pronto, luego de una pausa, dijo «como es obvio, nos hemos pasado ocho años sin jefe de estado». Ante la inmediata y sostenida carcajada del público, adoptó gesto de alarma y se sintió obligado a presentar pruebas:

«¡No, no es broma! Se supone que ese sujeto ha sido el líder de una revolución en este país� entonces ¿por qué no hay una larga lista de espera, de periodistas y científicos sociales, tratando de entrevistarlo para entender cómo lo hizo? Simplemente, porque todos sabemos que el tipo no tiene idea de lo que pasó durante su presidencia.»

La audiencia se contuvo con un rumor ahogado. De pronto, acaso tomó conciencia de que graves decisiones, que habían involucrado el uso probable de armas nucleares e inmensos flujos financieros y que habían transformado al país y al mundo, habían sido tomadas por personajes poco notorios, a la sombra del entusiasmo público por el «gran comunicador».

¿Tanta era la magia de Ronald Reagan? ¿De dónde venía? Para saberlo, es indispensable recurrir al contexto político y cultural que la hizo posible.

Hace poco más de tres años, el mundo contempló con asombro la precariedad del sistema electoral estadounidense. Al elegir primer mandatario, los electores sólo votan por delegados al colegio electoral, que a a su vez elige al presidente. En buena parte de los estados, el candidato ganador se hace de todos los delegados, lo cual anula el efecto de los votos de las minorías, de cualquier tamaño, en cada estado. Un sistema así hace posible, como en la última elección, que el candidato que obtiene más votos pueda perder en el colegio electoral. Gore obtuvo medio millón de votos más que Bush.

Además, la manera en que se vota no es similar en todo el país. En las elecciones para el gobierno federal, cada estado se encarga de disponer un sistema y conducir el proceso. Eso es lo que dio lugar a las escandalosas impugnaciones en Florida y a la decisión de la Corte suprema, varios de cuyos miembros habían sido nombrados por Ronald Reagan y George Bush padre, que entregó la jefatura del estado al Bush actual. Como se comentó entonces, si algo así hubiera ocurrido en América Latina, líderes políticos europeos y estadounidenses hubieran motejado de ilegítimo al gobierno resultante y hubieran exigido la intervención de uno o varios organismos internacionales.

Aún así, no es el propio mecanismo electoral sino la recurrente desmovilización política de los ciudadanos lo que adultera «el gobierno del pueblo» en el país que inventó la democracia representativa. El voto es voluntario y, en consecuencia, rara es la elección en la que sufragan más de la mitad de los ciudadanos. Así, en su mejor momento, Reagan ganó «por avalancha» con el apoyo de poco menos de la cuarta parte de los ciudadanos. La sola sugerencia de hacerlo obligatorio es calificada de «fascista» y suscita invocaciones a la libertad individual. Pero ¿cómo es así que la esencia misma del sistema� —el voto popular—� es un derecho pero no un deber? Por supuesto, el voto voluntario conviene a las clases políticas, sobre todo a aquellas más profesionales y estables, puesto que los ciudadanos de a pie se desentienden de los asuntos del poder y no interfieren en las decisiones de gobierno.

Agréguese a lo anterior que el día de las elecciones no es feriado ni día libre. Por lo general, ir a votar supone comprometer horas de trabajo cuyo descuento del salario afecta menos, por definición, a los de más altos ingresos. Así, es evidente el sesgo contra la participación política de los pobres.

Sin embargo, la mayor distorsión de la democracia en los Estados Unidos no se refiere tanto a los procedimientos del sufragio como al control del entorno ideológico y cultural de las elecciones. Quien quiera ser elegido a un cargo importante, no sólo tendrá que pasar por el filtro de los dos únicos partidos políticos (en rigor, simples tinglados electorales), sino que deberá disponer de sumas cada vez más extravagantes para hacer publicidad, a favor de la propia candidatura y en desmedro de las de sus rivales. Hasta hoy, todos los intentos de legislar para evitar que los más ricos financien a quienes favorecen sus intereses y les otorguen enorme ventaja en la memoria y preferencia de los votantes, se han estrellado contra la contumacia de la clase política, o han sido alterados y aprobados de manera tal que siempre es posible cumplir con la ley e ignorar su propósito. De hecho, en la elección presidencial actual, ambos candidatos han concentrado sumas sin precedentes, aunque son mucho mayores los recursos financieros de Bush comparados con los de Kerry.�

En ese contexto, la empresa política de Reagan no fue una improvisación. Veinticinco años antes de llegar a la Casa Blanca, Reagan había presidido el gremio de actores de Hollywood y prestado valiosos servicios al FBI y la comisión McCarthy con la entrega (que nunca admitió, a pesar que todo parece indicarlo) de nombres de colegas izquierdistas o de pasado comunista. Luego, después del famoso discurso en el que saludó la candidatura del ultraconservador Barry Goldwater contra Lyndon Johnson (1964), cambió abiertamente de oficio y fue elegido gobernador republicano de California por dos períodos consecutivos (1967-1975), bajo la misma fórmula que aplicaría luego en la presidencia: exaltación del optimismo, cruda adulación de los electores y simplismo en las soluciones ofrecidas. Luego, cuando debió ejercer el cargo, su contribución se redujo a leer discursos, hacer cortas declaraciones y cumplir funciones protocolares. Lo específico de las políticas a llevarse a efecto no era asunto suyo. ¿A que extremo? El gobernador que luego fuera el candidato a la presidencia de la derecha religiosa,� promulgó con su firma una ley que autorizaba el aborto a simple pedido; el «conservador fiscal», que atacaba los impuestos como si fueran una plaga, elevó considerablemente la tributación en el estado para restablecer el equilibrio fiscal sin reducir mucho el gasto.

Una vez en la presidencia, el juego fue distinto. Sus asesores hicieron aprobar una enorme reducción de impuestos, que significó disminución sin precedentes de la carga tributaria de los más ricos y de las grandes corporaciones, pero que fue sólo marginal para la clase media y los más pobres, creando un déficit fiscal inmanejable y alimentando una severísima recesión. El régimen debió rectificar a corto plazo, anulando parcialmente las reducciones en los dos años siguientes, al tiempo que aceleraba los aumentos en el gasto militar que había iniciado Jimmy Carter (otro de los mitos más persistentes y� mejor elaborados es que Reagan «rearmó» a los Estados Unidos).

El público, bien gracias. El aparato propagandístico, en permanente campaña, elevó la figura presidencial por encima de los actos de gobierno concretos hasta inventar, en ese período inicial, la leyenda de «el presidente de teflón» invulnerable a las manchas en la imagen producidas por sus supuestas decisiones. No es simplemente que le escribieran los discursos. Hoy en día, eso es común. A Reagan le inventaban las «ocurrencias espontáneas», que repetía con éxito y o se las atribuían como citas. Famosa es aquella en que habría dicho a los cirujanos que lo iban a intervenir luego de atentado contra su vida «espero que todos sean republicanos.» Luego se supo que había estado inconciente o muy débil para hablar. Sin embargo, se la repite ad nauseam como prueba de su valentía y sentido del humor espontáneo.

El procedimiento no era perfecto y de vez en cuando, se le oía decir alguna barbaridad no prevista. Pero, mas allá de centenares de anécdotas sobre su ignorancia y su poco contacto con lo que ocurría a su alrededor, graves, cómicas y verdaderas,2 si trasponemos el velo publicitario y miramos los hechos personales de Ronald Reagan y lo ocurrido durante sus períodos presidenciales, la impresión cambia por completo. El defensor de la moral tradicional y los valores familiares se divorció y se volvió a casar y tenía relaciones personales entre malas y pésimas con sus hijos. El promotor del individualismo y el trabajo esforzado hacía siestas (sin contar las que le sobrevenían durante las sesiones de gabinete) y tomaba largas vacaciones más de una vez al año. El hombre que transmitía el calor de la amistad y la protección paterna, a través de los televisores, era incapaz de recordar los nombres de sus colaboradores, domésticos o políticos, más cercanos. Por ejemplo, saludó a su propio Secretario de vivienda y desarrollo urbano, incompetente pero� —por ser negro—� nombrado como prueba que el régimen no era racista, diciendo «Gusto de conocerlo, señor alcalde» Esto es, supuso que, por estar en el estrado oficial, debía ser el alcalde de la ciudad que visitaba.

El adalid de la «responsabilidad fiscal» dejó el cargo habiendo triplicado� la deuda nacional y el promotor del honor militar y la postura internacional firme de los Estados Unidos retiró, rabo entre piernas, fuerzas de la Infantería de marina, que había emplazado en Beirut, inmediatamente después que un atentado suicida con explosivos costó la vida a unos 250 soldados.

Pocos hechos demuestran mejor el nulo control de Reagan sobre el gobierno que las intervenciones en América Central. Suponiendo que las revoluciones en la región eran sólo manifestaciones de la expansión soviética, las políticas y acciones concretas estuvieron en manos de subordinados de la catadura de Elliot Abrahms y John Negroponte, ambos con nuevos e importantes cargos en el actual gobierno.3 En el Salvador, se armó y financió al ejército de ese país sin poner reparos a sus transgresiones contra los de derechos humanos, ni siquiera cuando estos llegaron a la violación y asesinato de cuatro monjas estadounidenses. En Nicaragua, se adiestró y proveyó apoyo logístico a la guerrilla de contrarrevolucionarios antisandinistas —llamados «contras»—� a pesar que sus líderes y miembros habían sido socios y servidores de la dictadura de Somoza y se les orientó a una guerra de desgaste que cobró cinco mil vidas y destruyó buena parte de la economía del país. A éstos fue que Reagan comparó, sin rubor alguno, con los padres fundadores de su propio país.

Cuando el congreso llegó a la conclusión que la agresión a Nicaragua era innecesaria para la seguridad de los Estados Unidos y prohibió su financiación, el asesor para seguridad John Poindexter y varios funcionarios menores, incluyendo el inefable teniente coronel Oliver North, financiaron la guerra por medios ilegales: Vendieron armas y repuestos de los arsenales de la OTAN a Irán� —en� guerra con el Irak de Sadam Huseín, protegido del gobierno estadounidense—� e invitaron a la Casa Blanca a jeques árabes para que «donaran» millones de dólares luego de visitar a Reagan. Cuando estalló el escándalo, quedó claro que los varios grupos que actuaban en política exterior, bajo la sonrisa de Reagan, no sólo no coordinaban acciones sino que actuaban en abierta discrepancia.

Si embargo, entre los muchos actos que se le atribuye injustamente, nada es tan absurdo como el hacerlo responsable de la caída y disolución de la Unión Soviética, compitiendo deliberadamente con ella en el terreno militar y provocando su colapso económico. Un mínimo de información hace evidente que el gigante comunista se derrumbó desde sus propias, gravísimas, deficiencias ante el intento reformista de Mijaíl Gorvachov y su grupo. No se lo imaginaron los servicios de inteligencia, ni los centros de investigación, ni las élites políticas. Tanto menos Ronald Reagan, cuya percepción de la realidad superponía los hechos históricos a lo que había visto o protagonizado en el cine.

Se menciona siempre sus técnicas de actor de segunda como el secreto de su exitoso contacto con el público. Discrepo. Las expresiones de su rostro eran pocas y por completo estereotipadas. En cuanto a su cuerpo, mostró desde muy temprano la rigidez de los ancianos. En cambio, la voz de Reagan, cultivada durante años de transmisiones radiales, le permitía leer texto como si lo entendiera y expresar sentimientos que probablemente no tenía. Por supuesto, no es con Reagan que la publicidad comercial se hizo importante en las elecciones. Treinta años antes, el lema de Dwight Eisenhower «a mi me gusta Ike» (I like Ike), ofrecía descaradamente al candidato como a cualquiera otro bien de consumo, sin aludir a opciones políticas o programas, ni a sus consecuencias.�

Sin embargo, luego de su diagnóstico de Alzheimer y hasta la elaborada jeremiada en Washington de la segunda semana de junio —a� guisa de funeral de estado—� los� beneficiarios de Reagan se empeñaron en crear una memoria histórica análoga a las muchas simulaciones, distorsiones y falsedades que lo consagraron como personaje público. En homenaje al «gran presidente», cambiaron el nombre del aeropuerto de la ciudad capital, arrimando el del fundador del país; bautizaron como Ronald Reagan a un portaviones nuevo y hasta crearon una biblioteca con el nombre de quien era incapaz de leer más de cinco páginas con grandes letras� y ¡lo han enterrado precisamente allí!

Pero es que ése es el más sólido aporte del actor devenido en político o, más bien, de los que le escribieron el libreto: El uso de la publicidad no sólo como herramienta de propaganda electoral sino como ejercicio permanente de ocultamiento, distanciando a los ciudadanos de los actos y los designios del poder. A quien mire con detenimiento, Reagan le hace saber que la democracia representativa puede ser hábilmente neutralizada a favor de la élite política y en última instancia, del poder económico. Gracias a las técnicas actuales de publicidad, el político no requiere ofrecer resultados, sólo imágenes y tanto más importante, cuñas de sonido o sound bytes.

La fórmula funcionó y ha sido tan útil que se la volvió a aplicar con el hijo de George H. W. Bush, un chico engreído de familia rica que dejó la botella cuando sufrió� —según dice—� una súbita conversión religiosa. Hasta ahora, sin embargo, sus palabras y sus actos no hacen sino mejorar la imagen de Ronald Reagan hasta hacerlo aparecer inteligente.

En cuanto a él, que descanse en paz� aunque nunca hiciera mucho por cansarse.

* * *


Notas

1 Una versión menos extensa de este artículo se publicó en Ideéle, Lima, junio de 2004.

2 Véase, por ejemplo, The Acting President por Bob Schieffer y Gary Gates, Dotten/Plane 1989; What does Joan Say? My Seven Years as White House Astrologer to Nancy and Ronald Reagan, por Joan Quigley, Birch Lane, 1992; pero sobre todo To Err is Reagan: Lies and Deception from the President, por Mark Green, Mother Jones, 1987

3 Luego de ser embajador en Naciones Unidas, representando al Bush actual, Negroponte ha sido nombrado «embajador» ante el nuevo gobierno «soberano» de Irak. El cargo es similar, aunque de mucha mayor escala que cuando, como embajador en Honduras fue, en rigor, el procónsul estadounidense en las guerras de América Central. En cuanto a Abrahms, dirigió la instigación de esas guerras como Secretario adjunto para asuntos latinoamericanos bajo Reagan y se lo encontró culpable de mentir al congreso. Seguramente para mantener incólume la vileza moral de sus funciones, hoy es miembro del Consejo de seguridad nacional, a cargo de patrocinar las atrocidades de Ariel Sharón contra los árabes palestinos.


© 2004, Carlos Manuel Indacochea
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Para citar este documento:
Indacochea , Carlos Manuel: «La invención de Ronald Reagan», en Ciberayllu [en línea]


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