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19 agosto 2003

Don Tabaco y doña Azúcar1

Alberto Mosquera Moquillaza

«¿Viejo yo? viejo es el mar y todavía se mueve»
Expresión popular limeña

Con esa lógica impecable que sólo se aprende en la maestra vida, Héctor Lavoe solía cantar que todo tenía su final y que nada duraba para siempre. La muerte de Compay Segundo (Francisco Repilado), a quien sólo le faltaba un guiño de cinco años para llegar al siglo de existencia, y la de Celia Cruz, con sus setentaitantos y no me acuerdo, confirman que el carnaval de sus vidas tenía finalmente que desembocar en su miércoles de ceniza, no por su envidiable edad —cuántos quisiéramos gozar como ellos lo hicieron— sino porque la pelona, esa vieja calva y desdentada, hábil para la emboscada alevosa, ha demostrado una vez más no saber nada de sones, guaguancós, boleros o guarachas, el reino de reinos de ambas figuras de la música afro-cubana.

Se va cerrando así un capítulo más de la historia musical cubana, que tiene como protagonistas a salerosos vejancones que cual dinosaurios siglo XXI «han dejado la muleta y el bastón para darle nuevamente al son», arrastrando a su frenesí a seguidores de todas las edades, que están probando la sabrosura de ritmos que se consideraban largamente superados, pero que todavía se mantienen vivos en la memoria musical popular que se forma sobre la base del instinto, de la sangre y del sentimiento y que se lleva a flor de piel, presta siempre al desembalse ante las clarinadas motivadoras de los güiros, las maracas y el bongó.

Compay Segundo y Celia Cruz, aunque con trayectorias personales y profesionales diferentes, y la ahora llamada vieja trova cubana, se formaron y cuajaron musicalmente en medio del contrapunto de la caña de azúcar y del tabaco, clásicos productos de la isla caribeña, y de las célebres noches habaneras o santiagueras, donde al influjo del ron y del amor se escribieron y bailaron las mejores páginas del cancionero cubano; de las que gozaron los viejos limeños a través de la radio, el disco, el cine y también de la presencia en vivo y en directo de los que en los años 50 eran los máximos representantes de los inolvidables ritmos que endulzaron la existencia de nuestros padres, tíos y abuelos.

Porque no había callejón, solar o casa de vecindad de la Lima pleitista de esos años donde no se levantaran banderas blancas y se acordaran treguas temporales ante el advenimiento de una fecha festiva, la gran ocasión para mover el esqueleto, afinar amistades y compadrazgos, iniciar idilios de pequeño, mediano o gran alcance, en la fragua bailable de Los Compadres o de la Sonora Matancera, donde Compay Segundo, en el primer caso, hacía de las suyas con su guitarra de siete cuerdas para delicia de toda la zambocracia que chiviricuchiviri bajaba y tapaba la olla una y otra vez, como lo pedían Lorenzo Hierrezuelo y el mismo Repilado; mientras Celia Cruz, la «guarachera de Oriente» rompía el vecindario con su yerbero que ofrecía desde abrecaminos para tu destino hasta yerba santa para tu garganta, preparando el ambiente para la aparición de su majestad el bolero y los arrumacos posmedianoche, porque eso sí, a medianoche empezaba la vida y el amor sin los petimetres hijos de mamá, que buscaban sus primeros lances sentimentales, pero que sólo tenían permiso hasta las diez de la noche.

La pelea por el agua en el callejón de un solo caño o por el fisgoneo de las tías chismosas de siempre quedaba así postergada para dar paso a los aprestos logísticos. El callejón tenía que vestirse de papel cometa y había que desarmar camas, prestar sillas, pagar la luz para que la casera no la cortara en lo mejor del bailongo, alquilar el pick-up y sus veintitantos discos de 78 revoluciones, con su respectiva latita de agujas; y tener todo listo para que a la hora de la verdad, cuando la fiesta estuviera en todo su esplendor, no faltase una buena carapulcra con lomo de chancho, su arroz con pato —mejor dicho con pata tierna criada en casa— y el siempre esperado olluquito con charqui, en punto de ají; ritual culinario que se abría y se cerraba con sus buenos tandas de pisco puro, sin los aderezos chuchumecones de ahora. Esto por supuesto si se estaba en época de vacas gordas, pero cuando sucedía lo contrario un escabeche de bonito con su buen trozo de camote amarillo y su respectiva «lija», al estilo Santoyo (vino con cola «inglesa») contentaba a los feligreses.

Contra lo que pudiera pensarse, el callejón limeño, por tradición criollo y jaranero, ha sido siempre innovador musicalmente hablando. En ellos se bailaron por primera vez los ritmos afroperuanos llevados por los negros que se desplazaban de las haciendas costeñas hacia la capital, como también prendió allí el tango y el charlestón, sin subestimar el foxtrot de cuyo influjo el propio Pinglo Alva no pudo escapar. Fueron esos negros retintos, zambos o mulatos, los que junto a cholos y blancos sin fortuna, le abrieron las puertas a la rumba, al son y a la guaracha, cuyas letras las sentían como propias y cuyos ritmos les permitía expresar abiertamente sus alegrías aunque éstas fueran temporales, como flor de un solo día.

Eran los tiempos en que ser limeño pasaba por la pertenencia al barrio. «Soy de Mercedarias», decía uno, mientras que el otro se reclamaba de Monserrate, y un tercero de Salitral, en Abajo el Puente, cada cual con sus historias de jaranas, faites, broncas y mujeres bonitas, aunque la gloria del día le perteneciera a Las Carrozas, donde uno y otro callejón se reclamaban ser la cuna de «Tatán», célebre delincuente de esos años, mientras otros hacían lo propio con «La Rayo» apodada así por la velocidad con la que cometía sus hurtos y que fue la primera mujer de color que se ganó las primeras páginas policiales en esa Lima cuchipandera de los años 50.

Hablar por ello de Los Compadres o de Celia Cruz en esos callejones y caserones es hablar de cosas mayores. Todavía se llevan en el oído y en el cuerpo la letra y el sabor de «Sarandonga», «Baja y tapa la olla», «El vendedor de agua», «Como el macao, candela», «Sentimiento guajiro» y otras composiciones que hicieron de Repilado y Hierrezuelo —los primeros Compadres— componentes fundamentales de esa memoria musical de la que hemos hablado; al igual que Celia Cruz, la primera, la que nos visitó sin afeites ni pelucas de blanca, porque usaba moño, y que en un dos por tres electrizaba cuerpos con aquello de: «oye como resuena mi bongó/ oye bien como resuena mi timbal/ con maracas, tumbadoras y cencerros/ que me alegran con su rítmico compás».

En esa memoria, Repilado vivirá siempre como lo que fue: un negro, como el tabaco, que según don Fernando Ortiz no cambia de color: «nace moreno y muere con el color de su raza», a diferencia del azúcar que cambia de coloración, porque «nace parda y se blanquea». Para muchos, Celia Cruz terminó como el azúcar, nació negra, como la callejonera Lima la vivió, sintió y aclamó en los gozosos años 50, pero terminó refinada, como blanca, aunque con la «bemba colorá».

* * *

1 Este texto fue leído en el Encuentro de Autores de Ciberayllu, en la Casa Museo José Carlos Mariátegui de Lima, el martes 5 de agosto del 2003.

REFERENCIAS

Ortiz, Fernando: Contrapunteo Cubano, del tabaco y del azúcar, Universidad Central de las Villas, La Habana, 1963.

Del Águila, Alicia: Callejones y Mansiones, PUC, Lima, 1997.

Stein, Steve: Lima Obrera 1900-1930, 2t., Ediciones El Virrey, Lima, 1987.

Zanutelli, Manuel: «Canción Criolla - Memoria de lo nuestro», diario El Sol, Lima, 1999.


© 2003, Alberto Mosquera Moquillaza
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Para citar este documento:
Mosquera Moquillaza, Alberto: «Don Tabaco y doña Azúcar», en Ciberayllu [en línea]


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