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14 julio 2003

Enamorados de la vida

Alberto Mosquera Moquillaza

Paloma blanca
piquito de oro
alas de plata
no te remontes
por esos montes
porque yo lloro

Ya no sé realmente quién se nos fue primero: si David Motta Pérez o Ramón Aranda de los Ríos, de repente Edmundo Yenque de Dios, o quizás Grober Gambarini. Lo cierto es que la siempre irrespetuosa parca está desgarrando la inmortalidad de la joven guardia peruana de los azarosos años 60 y 70. A fines de enero del 2002 le cortó la viada a Cesáreo Martínez, el poeta de la poesía descarriada, y recientemente acabó con los sueños de Luis Adaniya, José Aguinaga Moreno y de nuestra esplendorosa Martha Gutiérrez Bravo, otros grandes protagonistas de una historia juvenil que aun está por escribirse.

Esa joven guardia, romántica e iconoclasta, formó parte de una generación que en medio de la agonía asfixiante de los viejos tiempos oligárquicos, hizo suyos los nobles ideales del cambio social, de la justicia y de la democracia para todos, conquistando los corazones de miles de estudiantes que, con su rebeldía innata a flor de piel, pretendieron a lo largo de mil combates épicos, pero también cantando y bailando, tomar el cielo por asalto para construir una Patria nueva dentro de un mundo que se suponía debería ser también diferente.

Palomita kukulí
qué bonito canto tienes
me haces recordar
a mi primer amor

Estaban frescos los efluvios cristalinos de un Javier Heraud (Yo soy el río/ pero a veces soy/ bravo/ y/ fuerte, pero a veces no respeto ni a la vida ni a la/ muerte) cuando esa generación ya había ganado calles y plazas, alimentando emociones y mitos con las epopeyas libertarias que se escribían con las vidas y el entusiasmo inagotable de los jóvenes de otras partes del mundo. Relampagueaban las jornadas de París de 1968, pero también las de México, Belgrado, Roma, Praga, Chicago, entre otras grandes revueltas juveniles que constituyeron la levadura internacional de las avanzadillas universitarias peruanas.

En medio de la esclerosis del viejo orden, los jóvenes ansiaban un nuevo amanecer.� Nada escapó a la crítica despiadada de esa juventud que maduró negando la afirmada eternidad de lo establecido, haciendo de las universidades reductos del pensamiento libre y de la vida universitaria una experiencia de socialización de inquietudes, sueños, alegrías y tristezas. El Perú de todas las sangres había copado las aulas universitarias, sembrando de cantutas y retamas los ambientes académicos, acabando con los discursos conservadores, grises y sin vida, para luego avanzar hacia los extramuros universitarios llevando la alegría y la esperanza de una vida nueva.

El amor es una planta llaullillay
que crece dentro del pecho llaullillay
luego, luego se marchita llaullillay
bajo la sombra de un mal pago llaullillay

La alegría en el Perú de entonces era solo rictus,� impostada y decadente, mientras la esperanza era simple y llanamente un abuso del lenguaje ajustada como estaban ambas a las necesidades del orden establecido por el sable, el pisco, la butifarra y el valsecito adefesiero. La verdadera alegría, de mil colores y sabores� vino del Perú profundo: de los valles y quebradas interandinas, de las altas punas y de los villorrios de costa y selva, fundiéndose en un solo torrente con el salero, la picardía y el criollismo de los rancios callejones y zaguanes� limeños.

Cayeron así los ídolos con pies de barro porque los héroes musicales de los coliseos y clubes provinciales,� ninguneados por el Perú oficial,� comenzaron a adquirir carta de ciudadanía, entre otros ambientes, en las aulas universitarias, donde la insurgente juventud, alegre y bulliciosa por naturaleza,� hizo suyos huaynos y mulizas, pasacalles y yaravíes, marineras y festejos, pandilladas y sicuris,� rescatando además olvidados valses y tonderos humildes por su origen pero de riqueza imperecedera en la memoria popular, sin que nada de ello fuera impedimento para deleitarse también con una zamba argentina, una cueca chilena o un pasillo ecuatoriano si sus coplas aceitaban el espíritu romántico y levantisco.

Ya llegó el carnavalito, cilulo
así dice mi abuelito, huaylulo
con la carita pintada, cilulo
y su cabeza pelada, huaylulo

Se descubrió así que la peruanidad� tenía muchas vertientes porque no había un solo Perú sino varios Perúes,� y que la alegría no podía ser monocorde, porque cada pueblo� tenía derecho a cantar, a bailar, a reír y gozar� tal y como lo mandaban sus propios� sentimientos y particularidades culturales. Estos pueblos —sólo por citar algunos nombres— tenían sus referentes musicales en las voces de� «Pastorita Huaracina» y el «Jilguero de Huascarán», si se trataba de la sierra norte; pero también en las de «Flor Pucarina» y «Picaflor de los Andes» si se hablaba de la sierra central ; aunque muchos inclinaran sus preferencias por «Los Campesinos» y� «Los Errantes», clásicos representantes de la sierra sur, que sumados a la virtuosidad ayacuchana de la «Lira Pausina» o de los hermanos García Zárate,� y a la creatividad sin parangón de autores andinos muchas veces anónimos, se convirtieron en los símbolos musicales de una vanguardia estudiantil que por primera vez se encontraba con el país realmente existente, y al que no tardó en conocer en vivo y en directo, motivados por las mismas canciones convertidas en himnos de alegría o de tristeza, de protesta o de sentimientos juveniles encontrados.

Cómo no� iban a marchar, por ejemplo, hacia el valle del Mantaro a refundirse en la dulzura embriagadora de Jauja, tierra de carnavales, jalapatos y pachamancas, pedacito de cielo/ alegría del corazón, como la inmortalizó el vate Juan Bolívar; para luego pasar a la incontrastable ciudad de Huancayo a conocer el camino rodeadito de retamas, del que� habla la canción, y bajo la sombra de sus ramas, cargados de repente de un prematuro despecho adolescente, cantar con Flor Pucarina: Ándate nomás/ y no vuelvas a buscarme/ sigue nomás tu camino/ porque con el tiempo/ llegaré a olvidarte/ y tú llorarás tu desventura. O pasando a Tarma, la tierra de las flores, del Señor de Muruhuay y de la gruta de Guagapo, alentados por un buen aguardiente de caña, lanzar al viento el célebre Picaflor tarmeño/ por qué pues pretendes/ picar a las flores/ que ya tienen dueño/; mientras que hacia el sur, en Huamanga, desconsolados quizás por la lejanía, bien podían sumarse al coro de la melancolía en la voz de cualquier trovador que se lanzara al ruedo con el no menos famoso: Ayacuchano, huérfano pajarillo/ ¿a qué has venido a tierras extrañas?/ alza tu vuelo, vamos a Ayacucho/ donde tus padres lloran tu ausencia.

Pañuelo blanco me diste
pañuelo para llorar
de qué me sirve el pañuelo
si tu amor no ha de durar

Esas canciones llamaban a la vida, a enamorarse de ella, con sus sabores y sinsabores, con todas las fuerzas de la alegría, de la dulzura, del encanto y el candor de los 20, 21 o 22 años. Y estos jóvenes, preñados de ilusiones, retozaron en esa vida bohemia, arrancándole sus secretos al margen o en contra de la hipocresía de las convenciones sociales, en la ciudad o el campo, en Lima o en Trujillo, en Cajamarca o en Cerro de Pasco, en Huancavelica o en el Cusco, en Tarapoto o Puno,� o en cuanto lugar fueran convocados por los ideales juveniles y su acendrada vocación por vivir la vida, haciendo de ésta presente y futuro.

Nunca se olvidarán las serenatas, al pie de la� luna, de David Motta en Chavín de Huantar, ni la memoria podrá ser infiel para recrear con gozo el sabor� y� la lisura de la negra Martha Gutiérrez, victoriana de nacimiento, cusqueña de corazón, pero huanca� a la hora de cantar una muliza; como registradas están las danzas cosacas de Pepe Aguinaga en el valle de Jequetepeque, punto final de los periplos musicales por Mango, Limoncarro y Ciudad de Dios, al amparo de la guitarra mágica de Carlitos Olazo Sillau; mientras Ramón Aranda pasaba a la historia por su habilidad para convertir en sábado cualquier día de la semana, al lado de celebérrimos amigos� como Yenque de Dios, Oliverio Llanos, el chino� Ruiz, Andrés Huguet Polo, José Vegas Pozo, Carlos Coronado Reyes, Federico Castañón, Chochera Gutiérrez, las hermanas Rosa, María Julia y Teresa Tapia y tantos otros compañeros de ideas, armas y municiones, listos siempre para la arenga y el debate principista, pero también dispuestos a sacarle cachitos al alma y al cuerpo. 

Amor, amor que quitas la vida
ladrón, ladrón que robas el sueño
que no hay amor más constante ayayayay
cual es, cual es el amor primero

Y cómo no recordar a Cesáreo Martínez por su incesante� búsqueda de Remedios la bella en cuanta carilinda se cruzara por delante en sus acostumbrados peregrinajes por las noches calientes del Palermo, el Chino Chino y otros célebres rincones espirituosos de la vieja Lima, trajinados también por Grober Gambarini y sus bigotes siempre trasnochados, tan recorridos como en el día lo era la picantería monsefuana del cholo Capuñay, obligada� pascana si de beber chicha� o de comer cebiche se trataba.

¡Cuán lejos pero al mismo tiempo cuán cerca están esos recuerdos! ¡Honor a esos jóvenes inolvidables, generosos hijos de su tiempo, que hicieron de la vida una poesía!

Lima, otoño del 2003

* * *


© 2003, Alberto Mosquera Moquillaza
Escriba al autor: carabay5@yahoo.com.mx
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Para citar este documento:
Mosquera Moquillaza, Alberto: «Enamorados de la vida», en Ciberayllu [en línea]


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