Mensaje del kuraka

Primero de abril del 2003
[Ciberayllu]
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Se le escapan al editor los múltiples cabos que habrá de atar en esta nota, y se autoimplora paciencia para que no salga un enredo irresoluble. Envuelto en la urgencia de decir algo que trascienda —el «mensaje», que le dicen—, el kuraka trata de poner en la pantalla las dos ideas ordenables que las circunstancias de este mes de guerra pueden haber provocado.

Idea número uno: la novísima era de la des-información, igualito que antes de la Internet, pues. ¿No que era la de la información? Hace apenas unos años, el mundo librepensante saludaba a la Internet como el medio definitivo para terminar con el control central de la información. Suponíamos que el libre intercambio de ideas en la red global sería suficiente para deshacer las mentiras de la información parametrada. Obviamente, no fuimos capaces de predecir que, precisamente, el crecimiento espectacular de la red, tan violento, iba a hacer que en lugar de que los recién llegados aprendieran las maneras libérrimas y bastante extrañas —dadas las costumbres humanas de los últimos milenios— de los escasos pioneros de la era de la información, rehicieran más bien la red a su imagen y semejanza. Cambia, pues, la arquitectura del edificio eclesial y el sistema de sonido del púlpito clerical, pero la creencia y la prédica siguen siendo las mismas. Los rumores, por ejemplo, viajan a tremenda velocidad, aprovechando la credulidad de los muchos dueños de cuentas de correo electrónico. Ejemplos sobran, como los millones de mensajes de falsos virus que son casi automáticamente reenviados por los lectores llenos de buena voluntad; y, más cerca, el notable ejemplo de los mensajes falsamente atribuidos a Gabriel García Márquez, que mucha gente reenvió con premura digna de mejor uso sin pensar siquiera en cuestionar el origen del material. Así somos: creemos casi ciegamente aquello que refuerza nuestras convicciones, y tendemos a descreer lo que las debilita.

Toda esta ingenuidad se aprovecha igualmente en el país más poderoso de la tierra, estos guerreros Estados Unidos del tercer milenio —desde cuyo centro se escribe esta nota—, para controlar la información de una manera inconcebible, con una facilidad casi imposible de entender. La Internet de la mayoría no es sino un canal más para los mismos poderosos medios de prensa y de comercio de este país: las grandes cadenas de noticias callan al unísono lo que haya que callar, exaltan lo que haya que exaltar. No hay, en los diarios de papel o en pantalla, más que rarísimas fotos de civiles iraquíes heridos, y rara vez aparecen los edificios destruidos, la miseria de los desplazados, la furia de los invadidos, la desolación de los derrotados. La guerra se reduce a las cabezas parlantes de generales y locutores, a los mapas con flechas de avances y movimientos envolventes, al cielo nocturno de Bagdad —verdoso gracias a los aparatos de la nictalopía— que estalla en llamas cada tanto, a los tanques y los soldados avanzando por el desierto. No hay muertos, ni heridos, mucho menos sangre. Si bien ha disminuido el afán infantil y a la vez repugnante de mostrar las maravillas tecnológicas de los aparatos de guerra, que tanto inundó la imaginación popular estadounidense en la guerra de Kuwait, la desinformación ahora está mucho mejor organizada. En la era de la Internet, nadie sabe nada diferente en el país de la libertad: se ha logrado el control de la información en la era de la información. Los que aún usamos la red para difundir ideas no parametradas, podremos ser pronto tan raros como lo son los radioaficionados en el mundo de la radio musical de frecuencia modulada.

Idea número dos: cambio súbito y cambio gradual. Esto es «denso», como diría nuestro amigo y colaborador William Stein, pero acepte el lector una brevísima incursión en esta densidad. La antiquísima idea de que la naturaleza (y, por extensión, la sociedad) no da saltos, planteada por Aristóteles en su bien ponderada Historia de los animales (dice más o menos así: «La naturaleza procede poco a poco desde las formas inertes hasta la vida animal, de modo tal que es imposible determinar con exactitud la línea de demarcación, o a qué lado deban situarse las formas intermedias»), y retomada luego por muchos, incluyendo al genial matemático Leibniz y al viejo Linneo (siempre recordado por sus sistemas de clasificación de plantas y animales —aún en uso—, pero total y caritativamente olvidado por su similar sistema de clasificación de piedras y otras sustancias no vivas), que la enunció en la forma latina muy citada («Natura non fácit saltum»), y luego, en el siglo XIX, por el biólogo Darwin y, ya entrando al siglo XX, el economista Marshall. Pensamiento interesante, tibio, acogedor, tranquilizante: todo cambio es gradual, tranquilo, viejo, no empujen, para todo hay sitio, las cosas a su tiempo. Nada de saltos conmigo: incluso la dialéctica aprendida en nuestros años (más) mozos nos hablaba de cambios cuantitativos que se transforman en cualitativos, que la gota de agua que rebalsa el vaso, o incluso rompe la represa. Pero ahí estaban siempre los saltos dialécticos para llenar de esperanzas nuestro espíritu ansioso de revolución. Stephen Jay Gould, darwinista extraordinario y filósofo de la ciencia, nos enseñó que, después y antes de todo, la naturaleza sí da saltos, y gordos, y que estos cambios evolutivos interrumpen equilibrios duraderos donde muy pocas cosas cambian, y que después de todo a las jirafas no les fue creciendo el cuello de generación en generación por millones de años, sino que la cosa fue más bien rápida gracias a mutaciones genéticas en poblaciones aisladas. (¿Y a qué viene esto? ¿se desmadró el pensamiento del kuraka? Paciencia, ya voy al grano....)

Hay indicios que desde el once de setiembre del 2001 está sucediendo, en este país de los Estados Unidos de la libertad, una serie de cambios tremendos cuya trascendencia parece escapársenos a muchos. Anoto sólo un par de cosas: el superministerio de Seguridad de la Patria (hasta el nombre da escalofríos) tiene atribuciones que aun el milenio anterior eran inconcebibles. Todo puede ser interceptado legalmente; se da pie a la organización de brigadas de ciudadanos para apoyar en casos de desastres... y «prevenir el terrorismo»; empiezan a pensarse y, en algunos estados, promulgarse leyes para impedir el uso de mensajes cifrados por parte de ciudadanos comunes. Y la guerra: hay analistas nada radicales que subrayan, sin que nadie les contradiga ni tampoco les haga mayor caso, que esta guerra cambia totalmente la historia de las intervenciones norteamericanas en el el exterior. Esto no es fácil de comprender para quienes venimos de países que han sido frecuentemente invadidos por ejércitos norteamericanos por razones de lo más variadas, y que vemos en ésta a una guerra imperial más. Pero hay, dicen, una diferencia fundamental: ésta es una guerra preventiva, que se hace para que no ataquen al imperio, que se hace contra quien no podía atacar al imperio, que se hace para dar una advertencia a partir de una lección: he ahí el cambio, la stasis interrumpida por el salto; la libertad casi fatalmente amenazada por sus defensores. Sin duda, un salto dialéctico que elimina libertades.

Dejémoslo ahí. Es obvio que estas dos ideas están aún verdes (había una tercera, que tenía que ver con una paráfrasis de lo que Mme. Roland dicen que dijo hace algo más de dos siglos, camino a la guillotina: «Liberté, que de crimes on commet en ton nom!» —Libertad: ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!). Madúrelas el lector, leudándolas con su experiencia y con las noticias que vengan.

(¿Vendrá el nuevo señor —¿vendrá, de nuevo, el mismo señor?—, América Latina, a exigirte sometimiento? ¿Qué lugar ocuparás en los designios de a quienes ahora se les ha permitido gobernar el mundo a punta de bombas y computadoras? ¿Cómo saberlo? Malos tiempos, querida, y quiero buscar optimismo y no me sale. Nos queda abrazarnos, largamente; mejor aún, interminablemente: quizá en los dobleces del amor guardado encontremos la paz que no hallamos en las calles.)


Respire, lectora, si aún está acá. Pasemos a ver las novedades que marzo trajo para usted, de Ciberayllu. Se quedó mucho en la casilla de pendientes, pero felices circunstancias de inusuales visitas de la familia a este céntricamente remoto lugar, impidieron que salga todo lo que ya irá saliendo.

Empezamos el mes con una pieza, en prosa esta vez, de Mónica Belevan, connotada investigadora del dadaísmo y ciencias afines, que de una extraña enciclopedia ha logrado arrebatar piezas de vida y carne de la nada famosa Jeanne D'ärk. También en el área de la creación literaria, aparecen cinco poemas de Paolo de Lima, desde Canadá, en los que, además de su maestría, se nota su condición de peruano de la diáspora académica.

Desde Francia, el cronista (y poeta, y fauno, y novelista) Miguel Rodríguez Liñán nos cuenta esta vez sobre un encuentro de poetas —incluyendo varios que colaboran en esta publicación—en un local parisino con el temible nombre de «La guillotina».

Instructivo y a la vez conmovedor, un comentario de la poeta peruana Cecilia Bustamante sobre sus experiencias, dudas y trabajos traduciendo la poesía de Sylvia Plath, extraordinaria poetisa estadounidense de mediados del siglo XX. Incluye una muestra de poemas traducidos.

Desde La Paz, haciendo escala escritural en Suecia, llega una nota de Víctor Montoya sobre el charango boliviano y la música que con él hace Ernesto Cavour, uno de los grandes cultores del pequeño y dulce instrumento. Incluye fotografía del músico y breve muestra musical.

Isaac Goldemberg, conocido narrador peruano que vive hace años en Nueva York, ha publicado su obra de teatro Golpe de gracia, que ganó un premio en Venezuela. Se incluye en Ciberayllu el prólogo a esa edición, escrito por el venezolano Juan Manuel Martins.

Finalmente, una noticia de una edición española de escritos del fallecido historiador peruano Alberto Flores Galindo, editada y comentada por Magdalena Chocano.

Y el 19 de marzo por la noche, al empezar la guerra, el editor envió a sus amigos y lectores este poema, prestado de los Poemas en prosa de César Abraham Vallejo Mendoza, «Vallejo, siempre dando en el clavo», comentó un poeta de hogaño):

«Cesa el anhelo, rabo al aire. De súbito, la vida amputa, en seco. Mi propia sangre me salpica en líneas femeninas, y hasta la misma urbe sale a ver esto que se para de improviso.

—Qué ocurre aquí, en este hijo del hombre? —dama la urbe, y en una sala del Louvre, un niño llora de terror a la vista del retrato de otro niño.

—Qué ocurre aquí, en este hijo de mujer? —dama la urbe, y a una estatua del siglo de los Ludovico, le nace una brizna de yerba en plena palma de la mano.

Cesa el anhelo, a la altura de la mano enarbolada. Y yo me escondo detrás de mí mismo, a aguaitarme si paso por lo bajo o merodeo en alto.»

¿Habrá anhelo en mayo? Lo sabremos al leer el próximo editorial. Hasta entonces.

Domingo Martínez Castilla, Kuraka editor de Ciberayllu
Escriba al editor: DMartinez@Missouri.edu
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Para citar este documento:
Mart�nez Castilla, Domingo: «Mensaje del kuraka, abril 2003», en Ciberayllu [en l�nea]

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