Mensaje del kuraka

Primero de setiembre del 2001
[Ciberayllu]
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Durante varios meses este editor ocupó esta página para comentar los súbitos e importantes acontecimientos políticos que cambiaron la situación del Perú.� No que todo se haya resuelto, ni mucho menos, pero no sólo de política o economía —dos caras de la misma moneda— vive el ser humano.

Como se ha reiterado a menudo en estas y otras muchas páginas, las nuevas tecnologías de la información son un medio excepcional para conocer gente valiosa, para construir cariños, desarrollar puentes y abrir nuevos horizontes (por supuesto que —siendo sólo un medio— se puede usar la Internet también para aislarse y sembrar cizaña, pero eso a quién le importa).� Y de vez en cuando, el intenso intercambio epistolar que es parte de este grato oficio de editor, da pie a encuentros personales que hay que atesorar.

En agosto del 2001 me tocaron los poetas.

Hace casi dos semanas, por cosas de la vida, este editor tuvo que viajar 1500 Km. de ida y otros tantos de vuelta en cuatro días, atravesando los estados más pobres del sur de los Estados Unidos.� Lugares legendarios que vi pasar muy rápido por la ventana del auto, sin poder detenerme: «Graceland», la exagerada casa de Elvis Presley en Memphis; un poco más allá, Tupelo, donde el cantante nació, en Misisipí, el estado más pobre de la Unión donde seguro suenan aún las notas del blues con guitarras de cuerdas oxidadas; y luego Birmingham y Montgomery, en Alabama, donde la lucha por los derechos civiles fue tan importante; lugares, también, que dieron origen a monumentos de la narrativa norteamericana, tan influyentes en el boom latinoamericano, especialmente los libros de William Faulkner.� (Y, por supuesto, también el Ku Klux Klan, el racismo extremo y el temor.)

¿Cómo entender, entonces, que lo más memorable de este viaje por esos lugares remotos haya sido compartir la conversación —literatura, política, el desarraigo— y la mesa —ají de gallina y chicha morada— con Carlos Orihuela, poeta del centro del Perú, y su familia? «¿Qué hacemos por estos sitios?», le pregunté al tiempo que lo saludaba, iniciando un kaypin cruz, como en los Andes centrales llamamos a las pascanas, que es como en el resto de los Andes llamamos a los descansos en el camino. Cosas de la diáspora de las dos últimas décadas, pero que no dejan de impresionar por estos encuentros increíbles. Terminamos hablando de poetas jaujinos y huancaínos, de nuestros bailes comunes, de cualquier cosa totalmente alejada de nuestras circunstancias geográficas.

�Con los otros poetas me reuní� en Lima. Primero, una tranquila conversación con Leo Zelada —brecha generacional de por medio— que derivó en encontrar nuestros puntos de contacto —puente generacional—.� Y unos días después, una reunión de despedida a Róger Santiváñez —poeta duro entre los duros... de los 80, que se viene a estudiar a los EE.UU. (¿un poeta más para la diáspora?)—, a la que asistí gracias a César Ángeles, poeta y crítico que vive en Alemania.� No era el «Wony», el viejo chifa hoy cerrado donde este editor iba a mirar a los poetas malditos de «Hora Zero», hace treinta años: la despedida era un recital en «La Noche», a donde los poetas malditos de los 80 —ya morigerados por la vida— se juntaron en el año 2001 a despedir a uno de ellos. ¿Han cambiado las cosas?� Vi en ellos la misma solidaridad y el mismo afán de juerga que hace treinta años, y sospecho que era lo mismo —y es lo mismo— en muchas otras grandes ciudades, donde se juntan los creadores a cuestionarlo todo.

De vuelta en este sótano donde se hace Ciberayllu, sonrío mientras escribo este mensaje, e insisto en mi suerte, que me permite —atributos del kuraka—conocer esta gente especial, que dentro de su callejera humanidad siempre están creando, lo que es de por sí una forma de protesta.

(Sea sólo veinte minutos o diez años, América Latina, nada hay como el calor cercano, como mirarse los rostros sin apuro, como la mutua sonrisa sin motivo, como el encuentro� sin temor; nada hay como escuchar juntos los ruidos o sentir los olores de nuestras calles o —mejor aún— los nuestros, ruidos y olores. Nada.)


Y este agosto de encuentros con poetas, queridos lectores, lo abrimos —de modo apropiado, creo— con un trabajo del arriba mencionado César Ángeles sobre la poesía del también arriba mencionado Róger Santiváñez:� buen estudio que incluye una reveladora antología.

En creación, publicamos un cuento de Francisco Olaso, argentino en Alemania, quien nos habla de salsa en Berlín y otras cosas, con varios interesantes personajes de sabor cortazariano, pero con prosa muy personal. Y también una historia de Antonio Bou, nuestro fiel colaborador puertorriqueño que ensaya esta vez el sostenido y a veces agobiante estilo inaugurado por Céline, pero siempre con situaciones barrocas de marca muy caribeña: de cómo una búsqueda del diario lleva al protagonista a una peculiar partida de ajedrez.

Muy literario este agosto: Edward Waters Hood entrevista a la narradora costarricense Linda Berrón, autora de la novela El expediente y fundadora de la Editorial Mujeres.

Por otro lado, es con mucha alegría que incluimos una nota de prensa sobre La Historia de Iberoamérica en historieta, el más reciente proyecto del gran dibujante peruano Juan Acevedo.

Hasta pronto, amigos lectores.

Domingo Martínez Castilla
Kuraka editor de Ciberayllu
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