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Las ínsulas extrañas. Antología de poesía en lengua española (1950-2000)

Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, 2002

 

 

Las ínsulas extrañas, antología de poesía en lengua española (1950-2000), es una selección de textos de todo el ámbito de la lengua, realizada por dos poetas españoles —José Ángel Valente y Andrés Sánchez Robayna— y dos hispanoamericanos —la peruana Blanca Varela y el uruguayo Eduardo Milán—. Este proyecto sigue el ejemplo de la histórica antología Laurel, que la editorial Séneca, dirigida por José Bergamín, publicó en México en 1941. El libro recoge muestras de 99 poetas (35 españoles, 64 hispanoamericanos), va precedido de un extenso y acucioso prólogo y se cierra con una bibliografía de cada uno de los autores seleccionados.

Firmado a cuatro manos, el ensayo introductorio es, para no defraudar expectativas, de lo más completo y polémico que se pueda desear como diagnóstico de la poesía escrita en español en la segunda mitad del siglo XX.� A pesar de que es obvia la intención de privilegiar una estética entre muchas otras —aquella que parte del simbolismo, pasa por la vanguardia purista y desemboca en cierto metalenguaje de trasfondo místico—, la reconstrucción del proceso es bastante acertada. Dentro de una somera y sólida reconstrucción histórica,� se articulan criterios clave de las poéticas de la modernidad: por ejemplo, concepción de lenguaje versus «Tradición», la conciencia de la historia y el poeta, la importancia de la traducción, la búsqueda de universos intransferibles y la lucha por comunicar lo inefable.� Juan Ramón Jiménez y Pablo Neruda son las dos figuras que se rescatan como cimientos de toda la propuesta, que alcanza a poetas nacidos en la década del cincuenta.�

Portada de Las ínsulas extrañasLa polémica se abre en la proyección que estas coherentes páginas tienen en los autores seleccionados, una controversia que se origina al sólo escoger a dos autores de los nacidos entre 1880 y la primera década del siglo XX, hecho que excluye automáticamente a toda la llamada Generación del 27 y a voces de la relevancia de Martín Adán o Luis Palés Matos. Otras ausencias notables, fundamentales para reconstruir las poéticas de la modernidad en nuestro idioma son los nicaragüenses Salomón de la Selva y José Coronel Urtecho,� y el español Carlos Bousoño.� Salomón de la Selva es reconocido por Octavio Paz y José Emilio Pacheco como introductor de la poesía moderna de los Estados Unidos desde el momento en que esta confluía con las vanguardias históricas, siendo su escritura de las primeras que en castellano domina el realismo escueto y antirretórico característico de dicha estética. José Coronel Urtecho, traductor de Pound y maestro de Ernesto Cardenal, sigue esa estela y su obra contiene ciertos aspectos de coloquialidad y humor que años después recogería Nicanor Parra. Más sorprendente para el lector peninsular es la exclusión de Carlos Bousoño, quien con sus estudios teóricos y su obra poética es uno de los autores que más ha contribuido a la comprensión del fenómeno poético, sobre todo en la línea no referencial preferida por los antólogos.

De otra parte, aunque el texto es osado y riguroso, se echa en falta que no recoja ciertos conflictos como el debate entre� las concepciones elitistas y populares de la poesía. Quizá atendiendo a esta cuestión se puedan discutir mejor los límites del realismo, tema que es uno de los que más virulencia desata al ser explicado desde la inevitable brecha con la poesía hispanoamericana. Es precisamente en este punto cuando, aún asumiendo las diferencias de temperamento —más clásico o trascendente el español, más romántico el hispanoamericano— se nota la predilección por una poesía que reflexiona sobre sí misma, como en las abundantes artes poéticas seleccionadas (Paz, Benavides, Yurkievich, Sarduy, etc.)

Quizá por esta abierta predilección, la poesía de «Los novísimos» —que en la pluralidad de sus referentes intentó homologar la vida de la cultura con la sensibilidad juvenil de su época— recibe duras críticas, como una propuesta superficial e inconclusa. De forma parecida, muchas de las acotaciones sobre la coloquialidad, el realismo, lo comunicacional y los usos de lo histórico parecen tener unos destinatarios muy claros en España aunque, paradójicamente, no sean materia directa de la discusión por no entrar en el espectro cronológico del libro.

Las ínsulas extrañas es un trabajo importante porque crea un solo escenario para toda la producción poética del idioma, fuera de plantear todos los elementos de un imprescindible debate. Nombres como� Jorge Eduardo Eielson, Carlos Edmundo de Ory, Vicente Gaos, Clarisse Nicoidski, José Caballero Bonald o José Watanabe serán gratas revelaciones en distintos lugares. Las ausencias de Humberto Diaz Casanueva, Ángel González, Javier Lentini, José Hierro, Edgar Bayley, Raúl Gómez Jattin, Luis Antonio de Villena, Juan Gustavo Cobo Borda, Daniel Samoilovich o Bernardo Atxaga pueden ser censurables, aunque la variedad y la calidad de estos escritores señalan también la gran riqueza del período. A pesar de cualquier reparo, Las ínsulas extrañas representa, qué duda cabe, un paso decisivo para contrastar producciones que, desde dos continentes y en un solo idioma, se han ignorado mutuamente por demasiado tiempo.

Martín Rodríguez-Gaona
martinrg@residencia.csic.es
Madrid, 2002

   

 

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