José María Arguedas

Temas Arguedianos
Relectura de Arguedas: dos proposiciones

[Ciberayllu]

Alberto Escobar

 

Hasta aquí hemos presentado dos hipótesis que juzgamos pertinentes: 1) que en la elaboración de su estilo Arguedas trabaja poseído de una interpretación de Ia sociedad andina, que con los años se esclarece y reafirma con los conocimientos adquiridos en los estudios y el ejercicio profesional de etnólogo, de maestro, profesor y de estudioso en varios campos disciplinarios; y 2) que aunque respondiera más a un impulso emocional y tradujera una necesidad subjetiva, la actitud de Arguedas frente al problema de la lengua en general y al quehacer artístico en concreto, se refuerza e integra con su comprensión de la sociedad y la cultura, de lo que devendrá la consistencia extraordinaria de dichos componentes en su obra de escritor y de estudioso, y en el rol que cumplió desde su inserción en la vida literaria hasta la fecha de su muerte.

No sólo por el mérito del hallazgo de ese código lingüístico habrá sido consagrada la obra literaria de J.M.A. Pero tampoco es posible omitir el papel fundamental que en sus escritos adquiere la relación con el lenguaje: a) la del autor con el instrumento, respecto de los personajes y el medio; b) la del lector, respecto de la lectura de las señales cifradas en las normas de estilo; c) la de la obra en bloque, respecto de la tradición literaria en la que se inserta y el período al que pertenece. Sobre lo dicho, la crítica nacional adquiere cada vez mayor conciencia, pero todavía no conozco un estudio que desagregue el enunciado general y se arriesgue a la comprobación de la hipótesis, para postular más de un enjuiciamiento menos segmentario, menos parcial.

Véase sin embargo que cualquier lector atento que hojee los hervores de Los Zorros (y en este libro con muchísima más fuerza que en Todas las sangres) se preguntará intrigado qué pasó con el hablar de los personajes andinos. Qué ocurrió con el componente lírico, tan constante en el estilo de Arguedas. Se asombrará al comprobar que una serie de personas y diálogos utilizan aquel tipo de castellano que no quiso usar JM en Agua, hacia 1935, porque el indio no debía identificarse o ser confundido a causa del «castellano de los sirvientes quechua aclimatados en la capital». Porque esa variedad de lengua resultaba inadecuada para trasvasar limpiamente la riqueza del mundo comunitario y la intensidad con que se expresaba la dimensión subjetiva de los personajes. Porque fue, precisamente, esa caricatura de los autores que airadamente rechazó, la que lo llevó a sumergirse en el laborioso empeño de construir un lenguaje literario distinto.

¿Qué ha sucedido para que una apreciación sobre el idioma, tan concisa y rotunda, haya sido abandonada por el autor? ¿Es tan sólo el síntoma de un nuevo estilo? ¿Puede pretenderse que el cambio de criterio obedezca a lo inacabado de la versión? ¿La ruptura planteada será quizás sólo aparente? En suma, ¿se trata únicamente de un dilema en la transliteración de los diálogos, o debemos presumir que en este nivel se produce una redefinición del modo como Arguedas concebía lo andino y la sociedad o sociedades del Perú actual? ¿Es efectivo el vínculo entre esta proposición acerca de la lengua y la anterior acerca de la conceptualización de la sociedad? He aquí una serie de interrogaciones que no podemos ni pretendemos contestar a cabalidad en el estado presente de nuestra investigación, pero que es un índice de lo estimulante del planteo. De cualquier modo, adelantaremos algunas reflexiones.

Hagamos una pausa, y propongámonos establecer en qué consistió el hallazgo estilístico de Arguedas. Recordemos que la sierra central y sureña del Perú posee un alto grado de bilingüismo quechua castellano y castellano quechua, en contraste con el estado de la sierra norteña y de la región costanera. Recordemos igualmente que en ese contexto son muy distintas las alternativas del hablante bilingüe y las del monolingüe hispánico, si de lo que se trata es usar una norma castellana para el hablante de quechua, a fin de adecuar la lengua a la recreación de un mundo que comparte el bilingüe, pero no el monolingüe castellano. Ahora bien, como Arguedas estaba persuadido de que su empresa tenía que reivindicar lo andino a través del castellano, y levantarlo por encima del discrimen tradicional y de la reciente distorsión en que incurrieron de buena fe otros escritores contemporáneos, es obvio que su posición conlleva interpretar lo quechua en español, dada su condición de bilingüe; pero, a la vez, tenía que lograrlo sin traicionar su objeto ni la sensibilidad doble del bilingüe, en un país en que lo literario es normalmente concebido, y casi exclusivamente, en una lengua. En un área en la que el bilingüismo fuera lo dominante, la tarea que se propuso Arguedas hubiera sido innecesaria, pues los libros circularían en ambos idiomas y dispondrían, de manera aproximada, del mismo círculo de lectores potenciales. Tampoco podemos desconocer que el estado de las lenguas naturales es un antecedente para apreciar mejor el empeño del autor, y nada más. Pensar otra cosa nos llevaría a imaginar que este autor buscó una variedad o registro castellano de los Andes, para fundar en él la manera de hablar de sus indios. Señalemos lo poco conocido que era el español peruano y la ausencia de toda idea, hasta fecha reciente, del continuo impreciso que conduce del monolingüe quechua al bilingüe incipiente y de ahí pasa adelante hasta la distribución de las variedades del castellano del Perú de hablantes maternos. ¿Acaso era éste el corpus teórico de que disponía Arguedas? En absoluto. Él se guió más bien por su conciencia de hablante y percibió nítidamente los contrastes de mayor relieve entre una lengua del tipo SVO y otra del tipo SOV; pero además el relieve de los sufijos reportativos, los determinantes, el valor del continuativo, la pérdida del artículo y la falta de concordancia, etc. Lo que Arguedas buscaba no era crear una variedad idiomática sino una herramienta literaria. Buscaba alterar o penetrar de un código al otro y de esa forma infundir un viento fresco, vivificante en el lenguaje literario de su tiempo y, en especial, en el característico del primer indigenismo, tan extraño para él como la retórica modernista.

Gracias al testimonio del propio autor sabemos que el texto que le dio la primera impresión de haber alcanzado algo de lo que se proponía fue Warma Kuyay (el cuento que aparece al final, en el conjunto de Agua).

Pero Arguedas no se llamaba a engaño ni se dejaba arrastrar por la soberbia, de modo que advirtió, también desde un principio, que con los recursos de Amor de Niño sería imposible contar las experiencias de la vida comunitaria; dicho de otro modo, que no podría acceder hacia una versión épica de la comunidad y su gesta afirmativa, su conflicto por sobrevivir. Seis meses más tarde lo consiguió, al redactar el texto que sería después el primer cuento del libro de 1935. (Adviértase que las versiones recogidas por el padre Rouillon no fueron recopiladas nunca por su autor, y, en cierto modo, son solamente testimonios para el ejercicio de la crítica de variantes). En otras palabras, para medir la distancia entre lo que es la prosa de Arguedas y lo que no llegó a serlo, a pesar de haber sido escritas por la misma mano, pero antes de que definiera su estilo.

¿Qué varía en los textos de Agua, y entre la primera edición y las siguientes? Entre Warma Kuyay y Agua o sea entre el último y el primer cuento del libro inicial hay que admitir que las diferencias pueden parecer sutiles, pero deben, entre otras cosas, responder a esa pincelada emotiva que a través del sentimiento infantil explica el desarraigo afectivo y cultural del adulto, en Warma Kuyay, y la rebeldía contra la expoliación en Agua. El cotejo de los textos es transparente al mostrar la actitud y el rol del narrador en el centro mismo de la actitud frente al lenguaje y la realidad, y la combinación de las distintas variedades de norma idiomática en la composición del universo textual.

Ratto notó que los primeros glosarios desaparecen y en su lugar se usan citas de pie de página desde la primera reedición. La conciencia del contraste cultural y la inmediatez para salvar esa distancia se percibe en esta modificación, así como la tendencia ulterior para traducir total o parcialmente al castellano las canciones interpoladas en el relato. ¿Cuáles son los rasgos más frecuentes en la norma de W.K.? El uso de sufijos diminutivos quechuas (Justinav, Justinacha), el aprovechamiento de rasgos del español regional (le por lo: «al Kutu le quieres») ; elementos quechuas léxicos, sobre todo en las comparaciones y en la alusión al mundo físico y a los animales; términos que se presume sean desconocidos al lector y que sirven para diseñar el ambiente; una serie de rasgos de la construcción oral, como las anáforas por anteposición y posposición de los determinantes; cambio del régimen de algunos verbos no transitivos a transitivos; voces deformadas por el contraste fonológico y escritas entre comillas; tendencia a trasladar el verbo al final de la emisión y frecuente supresión del artículo. Pero además, el componente subjetivo proyectado hacia Ia naturaleza, las plantas y los animales construye con los recursos verbales una representación cargada de afectividad, y en la cual la percepción del tiempo y del espacio connotan un horizonte diverso del habitualmente recogido en lengua española. ¿Sucederá lo mismo con las otras piezas del libro? A través de las diferencias que inviste la naturaleza de cada texto, se preservan los rasgos de lengua, aunque es mayor el realce de los aborígenes quechuas para los nombres y las expresiones emotivas. Se incluyen oraciones usadas en el discurso quechua, pero que ya son comprensibles por el lector hispanohablante: «Pantacha, mak=ta Pantacha» o «Yaque, yaque».

En Agua se observa un fenómeno de gradación. Esto es, que el habla del narrador, un niño que se identifica con los indios, sin serlo, también está salpicada de rasgos o formas de relieve que lo distancian del ordenamiento habitual en la norma de la región o en la costeña o en la supranacional: «Mírale su cara, como de misti es, molestoso» (p.17). Y otro tanto ocurre con los pasajes en los que no habla el niño sino un narrador omnisciente: «El taita Vilkas era un indio viejo, amiguero de los mistis principales». Esta versión es la más neutra, después seguiría la del niño, luego la de Pantacha y finalmente la de los comuneros.

Lo singular estriba en el hecho de que un componente como la rebeldía y la protesta van al compás de la alternancia de la norma lingüística, y son los elementos semánticos-culturales los que introducen el criterio diferenciador en la aparente homogeneidad del puro contraste dual (V. p.18 «chancho de principal...»; p. 19 «Así blanco... »).

En Los ríos profundos el discurso incorpora el relato explicativo, pero más que como un factor adosado o marginal, como un indicio respecto de las secretas resonancias que existen entre la lengua, la magia, la vida y la muerte. En este libro las canciones aparecen en los dos idiomas y hay un capítulo inolvidable que corresponde a la explicación etimológica y cultural del Zumbayllu (71). Se ha concretado en estas páginas, como en la notable definición de tuya (159) o chirinka (218), una dimensión del lenguaje de Arguedas, en estrechísimo enlace con el dualismo etnográfico y los factores mágicos que subrayan la intensidad lírica y la transparencia poética. Se ha depurado un nuevo e individual código literario que, sin embargo, reproduce y decanta raíces colectivas y tradiciones conservadas por el medio oral.

En Todas las sangres la intensidad lírica cede su lugar de privilegio al trazo de la estructura social y económica arborescente, y los aspectos culturales subrayan más bien los conflictos de interés y la naturaleza de las relaciones, según se den éstas en cada alternativa. Dicho con otro fraseo, en este libro se dispersa y distribuye la concentración patente en los anteriores, y sucede así para que se revelen los vasos comunicantes por los que corren las sangres del país.

En El Sexto (1961), no obstante el medio carcelario del penal limeño, resuenan el jarahui (p.68) y el ayataqui (p,149) andinos, y se recuerda la explicación semántica de Kamac (p.119), la cual sirve sin duda a la fundamentación del perfil del personaje de ese nombre: «el que crea, el que ordena».

El gran dilema (como lo comentábamos hace algunos minutos) se presenta al releer Los zorros. Parece evidente que la perspectiva del autor no es exactamente la misma y que, cuando menos, estamos en presencia de 5 tipos de normas que convergen en el estilo de la novela.

Hasta aquí hemos visto o sugerido el esfuerzo que realizó Arguedas por construir un lenguaje literario en castellano, que al mismo tiempo de que fuera capaz de satisfacer los requerimientos de la función poética, pudiera igualmente atestiguar una correlación literaria por referencia al quechua; de modo que al leer el texto castellano, a través suyo se viviera la experiencia de entender a un hablante y un mundo quechuas, andinos. Las observaciones anotadas son apenas una muestra parcial de la complejidad requerida para que plasme ese esfuerzo; no deja de ser interesante recordar que el mismo autor redactó poemas directamente en quechua y luego los tradujo al castellano, proceso singular y opuesto al de la creación narrativa, pues en ésta se encara con el español y en ésa con el quechua para el trajín creativo, lo que nos lleva a esclarecer la función jugada por la transferencia de un código al otro en el adensamiento de la corriente lírica. Pero a su vez, el arte de la traducción cultivado por Arguedas tanto en poesía como en prosa lo situó en desacuerdo con los estereotipos que sobre la lengua, sus variedades o pureza, afectaban a algunos quechuistas y quechuólogos, con los que mantuvo constante desacuerdo. Hasta se nos ocurre que la experiencia del estilo refleja de manera muy clara, de qué modo se incorpora en él toda la aventura creativa, intelectual y vital de José María Arguedas.

Volvamos ahora a los momentos iniciales de esta exposición. Si en nuestra hipótesis primera se postula el ligamen entre la obra creativa y el pensamiento etnológico de Arguedas, la segunda nos lleva a presumir el acabamiento del mundo rural y andino que nos descubrió al evocar su infancia; su existencia como un círculo asediado siempre, pero siempre incontaminado, corre paralela con el esclarecimiento del pensamiento científico y político de Arguedas. Si esto fuera cierto, equivaldría a un replanteo de la estructura y destino de las pequeñas poblaciones de los pueblos andinos del Perú. No está fuera de lugar citar en este punto el ensayo dedicado al Valle del Mantaro, la región más urbanizada y bilingüe y la más densamente poblada al igual que Arequipa, en la región andina, en contraste con el despoblamiento de las antiguas ciudades coloniales de la sierra, a saber: Huamanga, Huancavelica, Huánuco, Huaraz y Cajamarca.

Como en un aparte teatral, permítanme preguntar: ¿es posible que comparemos Huancayo con Chimbote? Diremos que sí y no, pero ése sería un largo y diferente discurso.

¿Acaso Arguedas tuvo conciencia de que el mundo andino que había evocado, ya no existía o se hallaba en proceso de un cambio que acarrearía su extinción? ¿Por qué hay tanta pasión y calor en su: «yo no soy un aculturado»? ¿Acaso llegó a persuadirse de que el habitante andino y su mundo se habían contaminado y, por ende, los personajes de Chimbote tenían que hablar de otra manera, pues habían renegado del quechua y de lo andino? ¿Acaso el estilo originalmente fraguado, con empeño de orfebre, al aliento de su visión dualista de la sociedad y cultura andinas, con el tiempo ya no le servía para mostrarnos un sector popular y trabajador, y no un grupo étnico? ¿Es válida o posible otra lectura que no sea la del primer Arguedas? ¿Cuál sería entonces su lección y su mérito? Cualquiera sea la respuesta, cualquiera, ella emergerá de una confrontación desgarradora con una obra que, siempre, es excepcional.

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Obras de J. M. Arguedas utilizadas: -

© Alberto Escobar, 1999
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