José María Arguedas

Temas Arguedianos
Relectura de Arguedas: dos proposiciones

[Ciberayllu]

Alberto Escobar
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Sociedad, lenguaje y realidad en J. M. Arguedas

Cuando Arguedas publicó Todas las sangres se le reprochó que hubiera perdido la intensidad lírica de sus primeras obras y que ignorara los cambios ocurridos en el campesinado andino. Cuando se hizo público el volumen de los Zorros, el mismo sector crítico se quejó de la ilegibilidad de la novela, de su condición mutilada, inconclusa, y de la casi obsesiva grosería de muchas páginas. Políticamente las opiniones procedían tanto de la izquierda como de la derecha, por lo que a primera vista parecería tratarse de una cuestión reducida a un problema de estilo. Sin embargo, tengo la impresión de que se pretende desmerecer la filiación doctrinaria de Arguedas y su interpretación del Perú; aunque por otro lado, podría haber ocurrido que, al desaparecer el tipo de lenguaje intensamente poético de los libros iniciales, también se hubiera desvanecido el vigor y el valor testimonial de su narración.

Para discutir este problema partiremos de una premisa: Que existe un correlato estrecho entre el lenguaje y la conceptualización de la sociedad que usa Arguedas, en las dos etapas fundamentales de su obra.

En el arte narrativo de JMA es constante la representación de un lirismo, inigualado en su intensidad y transparencia. Esta trenza poética, a su vez, hace contrapunto a un filtro selector de imágenes que bocetan los patrones culturales de la sierra sureña. Y, de otra parte, ambos rasgos contrastan con el mundo mágico del habitante andino, horizonte que —a su turno— contradice el ordenamiento social manifiesto en la injusticia y el aparato económico político, sobre el que ésta se apoya. Son esas cuatro vertientes, para mí, las perspectivas de interés mayor en el examen del estilo de Arguedas.

Desde los primeros cuentos publicados en Agua (1935) a los capítulos de Los ríos profundos (1958), este esquema de fuerzas subsiste, enriqueciéndose, perfilando sus aristas, ensanchando o reduciendo —según los casos— sus combinaciones específicas. De modo que las variantes que se aprecian entre los textos iniciales y los de la madurez son, a primera vista, modificaciones formales en el manejo de los instrumentos narrativos: ruptura del planteo espacio-personajes-nudo-desenlace; tránsito de la autobiografía o relato en primera persona al narrador impersonal o testimonio múltiple; distribución equilibrada de los ingredientes líricos y dramáticos; etc.; pero en lo esencial, sus textos se organizan sobre esta especie de tablero cruzado en el que lirismo, contraste cultural, dimensión mítica y espacio social aparecen en intersección permanente. A la postre, diríase que la tónica impresa en cada obra responderá al relieve que uno de estos factores consiga respecto de los otros. La interdependencia de los cuatro es lo permanente; la eventual hegemonía de uno sobre los restantes, sería lo variable.

Se podría conjeturar por tanto, que la representación de la realidad mostrada en las obras de Arguedas posee una característica que no sólo es constante, sino que se halla inscrita en una convicción muy profunda y fluye de su modo de aprehender y transfigurar la problemática socio-cultural del Perú andino. En una fase primera, esta suerte de aptitud para penetrar en lo disperso de las situaciones y los hechos atisbados, de las costumbres, personajes y conflictos locales, de la superposición de la fábula mítica y la descripción objetiva, surge como una vivencia. Vivencia que calza y concilia con una teoría del país, el cual es visto como resultante de dos culturas enfrentadas y dos sistemas superpuestos: el dualismo occidental-aborigen, español-quechua, sierra-costa, urbe-campo, indio-misti, principal-comunero, lengua quechua-lengua castellana. En fase posterior, de la que Todas las sangres (1964) y El zorro de arriba v el zorro de abajo (1970) son los ejemplos conspicuos, la evolución y complejidad temática y técnica traducen la correlativa trabazón y cambio en el arte narrativo y en la conceptualización del país. Este cambio ocurre al hilo de una nueva manera de entender la estructura económico-social del Perú, la que se ubica tras la red arborescente de niveles y jerarquías de dominio interno y externo. Se revela como un proceso continuo de nexos de sojuzgamiento que van enlazando, sucesivamente, los pequeños hitos locales, para avanzar después al círculo regional, a la capital cosmopolita, a los intereses imperialistas y su mecánica intermediaria. Pues bien, este reacomodo que es fruto de una más precisa adopción del marco desde el que se juzgan las pesquisas del mundo andino o de la sociedad rural y nacional, no proscribe la vigencia de esos cuatro rasgos primarios y determinantes en el arte narrativo de José María Arguedas. Sin duda que el desplazamiento de los focos de interés echará más luz sobre unos que sobre otros, según las instancias; pero siempre, con los cuatro, se precipita una problematización global que codifica en símbolos verbales, vigorosamente, la percepción ahora mucho más ambiciosa y lúcida del conflicto humano y social, ético y étnico que, como en las piezas iniciales y hasta la década del cincuenta, sigue siendo el meollo irradiante de su quehacer de escritor y de estudioso.

Por ello, la narrativa de Arguedas difiere tanto del cuadro costumbrista o de la novela regional tradicionales, puesto que una percepción dialéctica subyace al dinamismo que consagran esas cuatro vertientes que hemos señalado y, en consecuencia, sus obras recrean un devenir en vez de una situación o un estado final.

Es así como no existe en los libros de Arguedas una versión eglógica o anecdótica, sino una creciente conciencia escudriñadora de sentimientos (amor, odio, ternura, crueldad), valores (egoísmo, solidaridad, justicia), normas sociales (autoridades, servidumbre, instituciones), superrealidad mágica (creencias ancestrales, presencias invisibles), regímenes y formas de dominio (hacienda, juez, principal, empresa, etc.). Si la marginalidad v el desarraigo connotaban en la primera etapa creativa de Arguedas, la inteligencia de una realidad percibida a través del dualismo y la explotación interna, a dicho mirador se añade, en la etapa segunda, el basamento de una comprensión que inscribe al país en la órbita mundial y en la mecánica de la colonización económica y cultural capitalista. La pugna de los intereses locales, regionales e internacionales, se nos dibuja, en consecuencia, como un alto inestable en el cauce incesante de las luchas de intereses, grupos, ideologías y clases, las cuales son atisbadas simultáneamente desde el ángulo íntimo, individual y comunitario, interno y externo, y presentadas en sus fases de expansión y repliegue, como una inacabable batalla en que lo mejor de la persona se muestra en su vocación liberadora y de rechazo a la miseria: ya sea que ésta se organice como un sistema de dominio de un hombre sobre otros hombres o de una cultura sobre las restantes, a través de formas alienantes o de procesos de deculturación.

Sin embargo, en esta indudable madurez teórica, política y artística, en este proceso de ejemplar honestidad y sencillez, nos parece que Arguedas —de manera consciente— se empeñara en integrar las vías de conocimiento racional e intuitivo con la experiencia subjetiva y la experiencia histórica, unciendo el conjunto a la configuración creadora del sujeto y de la historia global; tal es el testimonio que fluye del curso alternante de los diarios y hervores en Los zorros. El plano imaginario y el plano real discurren con una exigencia de acompasamiento y disociación que incide en el planteo de un tema que algunos circunscriben a la técnica escritural. Si fuera así, y personalmente no lo creo, todavía tendríamos que subrayar que de ningún modo lo sería como mero afán discursivo y, mucho menos, manierista, sino como una requisitoria vital, enconada en la infeliz querella literaria, pero en absoluto independiente de lo fortuito de ésa. También entonces se habría olvidado la lectura recta del minucioso trabajo de elaboración con las otras vertientes que suponen Rasu Ñiti o el Sueño del pongo.

De modo que si regresamos a la premisa anterior, diremos que en forma análoga (y ésta sí es una prueba irrecusable) Arguedas superpuso de manera puntual, vida y obra; que disolvió fábula y realidad en un todo unitario y concluyó con el mensaje y la propia vida, combinando su lealtad a los viejos ideales creativos y la renovada adhesión a los anhelos cívicos y liberadores. La coherencia que revelan tanto el decurso literario como el personal, desemboca en la certeza de haber satisfecho una tarea: su tarea, que él entendió como la de extender leal testimonio de una época.

Por lo expuesto, no queda duda para mí de que tanto en la primera fase de la producción de Arguedas (de Agua a Los ríos profundos), como en la segunda (de Todas las sangres a Los zorros), en la obra entera, los tópicos de la identidad personal y cultural son ilustrados a través del escrutinio de la sociedad y de los modelos para conceptualizarla y representarla. Ahora bien, si esto fuera en algún grado cierto, precisaría conceder más importancia al encabalgamiento de 1a narrativa de Arguedas con sus estudios de científico social y recopilador y analista del folklore, tanto como a los instrumentos conceptuales con los que examinó esta ladera de su quehacer con la cultura del Perú. En esta perspectiva se incrementa la importancia de La agonía de Rasu Ñiti (1961) de El sueño del pongo (1965) cuyas fechas descubren su eslabonamiento con las novelas mayores del segundo período estético de José María. Pero también son determinantes para reflexionar sobre la coexistencia de las modalidades que caracterizan a las dos estancias creativas, pues Rasu Ñiti depura la línea popular andina a través de una leyenda mítica, y con sus símbolos trasciende la versión regional al proponernos una valoración del hombre y la cultura en globo, ya como herencia histórica y como devenir social; mientras que, El Sueño del Pongo es resonancia feliz de la vocación antropológica de José María, en tanto versión escrita, literaria o transcodificada, de un relato oral. En suma, en este texto el dualismo cultural o mágico-racional cristaliza como testimonio de clase y explicita vislumbres antagónicas, que alcanzan inclusive a las nociones del humor y el sentido de la venganza. De algún modo, ambos textos rescatan el recuerdo del varias veces tratado tema de Inkarrí, al que Arguedas concediera no sólo un valor etnológico, sino, cada vez más, un mérito simbólico y premonitorio de lo que habrá de ser la reconstitución del cuerpo del héroe, y de la con él nuevamente formada nacionalidad.

Merced a la toma de conciencia del paso de una tradición oral a una forma escrita en cuya composición rige una finalidad artística, nos aproximamos a juzgar en concreto y de modo muy específico el papel que el lenguaje juega en dicha conversión. Y esa virtualidad cede a la multivalencia semántica del componente que hemos designado como contraste cultural y a la funcionalidad poética que es decantada a través del otro factor que designamos como el lirismo del estilo de Arguedas. En particular, este último rasgo tiene, más que ninguno, un sustento verbal y, por ello, hasta cierto punto no se equivoca el lector cuando identifica de manera sumaria el estilo arguediano con esa no común condensación poética que satura los textos del primer período de nuestro escritor.

Habría que añadir que entre el lirismo y el contraste cultural hay una suerte de correspondencia, de consonancia, en la medida que sólo a manera de impresión se presume que al transferir los valores del mundo nativo del quechua al castellano, se insufla un hálito simbólico por efecto de la transposición de un código al otro, y que así el discurso literario de Arguedas gana en fuerza poética y el texto en español se desautomatiza adquiriendo un repentino poder sugestivo, que cautiva al lector doblemente: por la novedad de su factura y por la intertextualidad cultural.

Como quiera que se piense plantear, esta suposición ya concede al escritor un logro que por años caracterizó la prosa de Arguedas y tiene sus instancias más notables en las páginas de Agua y de Los ríos profundos. De esta manera nos hemos deslizado del tratamiento de la percepción de la realidad social al esclarecimiento de las reacciones frente al discurso literario.

A menudo se menciona la habilidad de J.M.A. para sortear las dificultades implícitas en el desafío de expresar en castellano, un mundo básicamente ligado a la cultura y lengua aborígenes de la región andina. Se apela entonces a un documento de indudable crédito, tanto para la crítica literaria en estricto sentido, como para la filología y la socioliteratura; el propio autor ha insistido varias veces en dicho testimonio y ha vuelto sobre él en ocasiones bastante diferentes, con lo que se desvanece cualquier sospecha sobre la autenticidad y el sentido de su declaración. En efecto, cuando en 1954 se reeditó Agua junto con otros textos bajo el título general de Diamantes y pedernales, incluyó el autor a manera de prólogo, párrafos de un artículo publicado antes en la revista Mar del Sur n.9 (1950), y ocurrió otro tanto cuando presentó la edición chilena de Yawar Fiesta (1968), originalmente publicado en 1941. Al dar razón de los motivos que lo indujeron a escribir y las circunstancias en que redactó los cuentos que compone la serie de Agua, volumen con el que adoptó públicamente la función de escritor, evoca que entonces quería dar respuesta a esta pregunta: «¿En qué idioma se debía hacer hablar a los indios en la novela?». Sobre el punto anotaba: «Para el bilingüe, para quien aprendió a hablar en quechua, resulta imposible, de pronto, hacerlos hablar en castellano; en cambio, quien no los conoce a través de la niñez, de la experiencia profunda, puede quizás concebirlos expresándose en castellano...»: Y más adelante añadía: «Es pues falso y horrendo presentar a los indios hablando en el castellano de los sirvientes quechuas aclimatados en la capital». Del contexto en que figuran estos párrafos se desprende la reacción frente a la literatura modernista y los intentos novelescos del siglo XIX, pero además se desprende igualmente que desde el momento en que Arguedas asumió la responsabilidad de escribir sobre ef universo y los hombres del Ande, desde ese mismo instante tuvo conciencia que aquella aventura implicaba una carencia, un vacío, un reto que el artista debía salvar, y que no se circunscribía al mero instrumento de la comunicación idiomática sino también a la plasticidad con que, desde el castellano, habría de recomponer la textura cultural de un segmento humano que tenía en el quechua y en el relegado mundo de los poblados andinos su hábitat familiar. En este sentido, igualmente, habría que advertir en Arguedas una posición ya distinta de la que alentó cierto indigenismo utópico, que confundió la revaloración de lo andino con el retorno al Incario y que nunca se propuso adaptar el castellano, domesticar la lengua, y convertirla en instrumento dócil para reconocer, por su intermediación, lo indio.

Fue así como J.M.A. se lanzó a una de las tareas más difíciles y mejor logradas de la novela y la prosa del Perú: la elaboración de un estilo apropiado para la fluidez y expresividad de sus personajes, reteniendo en versión castellana la peculiaridad de los rasgos del discurso quechua. Desde entonces, qué duda cabe, más que en otros casos, en éste, la lengua, el estilo conseguido con ella, constituyen la morada del hombre; ya creador, ya personaje; seres pensantes, soñantes y hablantes de un mundo que se nos revela en la literatura, y desde ella ilumina una realidad que nos es todavía poco conocida.

Continúa

© Alberto Escobar, 1999
Ciberayllu

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