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El son del gay Saber

Víctor Hurtado Oviedo

Mala suerte: nuestro profesor de literatura no sabía música.
 
 
  La primera vez que Rafael Alberti vio a Antonio Machado, este se le acercó como «una alma enfundada en sí», oscuro y enorme cual un álamo de luto que el milagro de la poesía hubiese echado a andar por la calle del Cisne, de Madrid; mas lo extraño de este hombre que aquel día pareció sólo un vencido silencio de la sombra, fue que también supo declarar con alegre ironía:

Heme aquí ya, profesor
de lenguas vivas (ayer
maestro de gay-saber,
aprendiz de ruiseñor).

Sereno y jacobino, alto poeta de la consonancia y la justicia (que son lo mismo), Machado fue, en verdad, maestro de la poesía, la «gaya ciencia», el saber gozoso, cuyas dulces leyes de armonía pueden enseñar también que la equidad social es una rima de derechos.

Antes de cumplir con su deber de decirnos una verdad (mejor aun, de inventarla), la poesía tiene que enseñarnos la proporción de músicas que hay en el idioma. Si no es ella, ¿quién nos dará la lección de esa armonía? No podrá brindárnosla el «verso libre» —muchas veces tan cargado de sentido— porque suele ser como un cuadro de Gauguin que ha olvidado los colores. Musicalmente hablando, el verso libre es al verso medido lo que Gloria Estefan es a Olga Guillot; vale decir (invirtiendo a Sartre), la nada y el ser; o sea, la inexistencia y el existencialismo. Hay poemarios actuales, profundos, tan densos de admirables ideas, que podrían ganar concursos de ensayo.

¿En qué curva de la vida fue perdiéndosenos la música del idioma? En la infancia. Todo nos iba bien mientras aprendíamos a leer porque la maestra nos hacía cantar el vaivén de las sílabas como una feliz letanía de sonidos y como si el lenguaje hubiera subido millones de años solo para ser la hermosa canción de unas líneas de Pedro Páramo: «[...] y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas».

Quizá todo haya comenzado a perderse el día en que nuestro primer maestro de literatura fue un profesor de literatura y no de música. Un poema perfecto, un cuento armonioso, deberían escribirse en la pizarra sobre las líneas de un pentagrama, y asignar a cada sílaba el valor de una nota; pero nuestro profesor de literatura no sabía música y —pedagogo hasta en el déficit— comenzó enseñándonos lo que ignoraba.

Si ha de ser hermoso, el lenguaje debe nacer de la melodía, así como el teatro visual surge de la pintura. Hay todo un subterráneo de encaje, de pasadizos secretos que cruzan de la literatura a la música; y esto se nota cuando las cosas suenan bien y cuando van mal. En El alguacil endemoniado, Francisco de Quevedo comete este atropello de aes: «[...] tener ya amortajadas las sienes con la sábana blanca de sus canas y arada la frente». En cambio, en su autobiografía El río, Luis Cardoza y Aragón juega a ganar con las repeticiones: «Las memorias, fatuas formas de la ficción».

La poesía es la gaya ciencia donde el orden de los factores altera el producto. Con sólo cambiar de lugar las palabras, se nos cae un castillo de versos. El bolero Flor de azálea (o azalea, como insiste la Academia) se inicia con esta frase: «Como espuma que inerte lleva el caudaloso río». Para destruirle la armonía, basta con aplicarle el orden gramatical: «Como espuma inerte que el río caudaloso lleva». Este crimen lírico no ha consistido en el cambio del orden de las palabras, sino en el cambio del lugar donde caen los acentos.

Nos lo prueba Juan Ramón Jiménez, quien cita estos versos del marqués de Santillana:

Lejos de vos y cerca de cuidado,
pobre de gozo y rico de tristeza,
fallido de reposo y abastado
de mortal pena, congoja y braveza.

«¡Qué hermoso este último verso disonante!», exclama Juan Ramón, con su oído finísimo. ¿Por qué disonante?: porque la cadencia de los acentos obliga a decir cóngoja y no congoja. No puede sonar de otra manera. Hay que confiar en la música de las palabras. Hay que oír a nuestro oído. Poesía es sonido más sentido.

A propósito de Juan Ramón, cierto día escribió estos versos engañosamente «libres»:

De los negros árboles
asomó la luna por el alto monte su gran cara pálida.

El oculto ritmo de esos versos se revela cuando los leemos así:

1 (De los negros) (árboles)

2 (asomó la) (luna) 3 (por el alto) (monte) 4 (su gran cara) (pálida).

Ya no importan las palabras: en verdad, sólo oímos cuatro veces los mismos acentos: (ooóo) (óo). Incluso, las frases podrían carecer de todo sentido; aun así, seguiríamos oyendo la misma cadencia. La música tiene razones que el diccionario no entiende.

La poesía nos enseña que la verdadera libertad de creación solamente puede ser otro orden. Algunos profesores de literatura —y ciertos poetas—quisieran que aquella libertad fuese anarquía; pero la mítica acracia no es un caos, sino el orden perfecto, donde todos tienen lo que necesitan; cada cual, lo que le gusta, y nadie, lo que le sobra. El idioma es orden y vive siempre bajo la hermosa tentación de la armonía. El secreto de usarlo está en caer en ella.

 
© 1999 Víctor Hurtado Oviedo, vhurtado@nacion.co.cr
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