[Ciberayllu]

Cornetita

Cuento

Jorge Frisancho

  Con Aldo Massa, el negro, fuimos juntos a la secundaria. A muchos compañeros de clase es probable que no los reconociera en la calle, pero a Aldo —el tiempo lo ha tratado mejor que a muchos de nosotros, pensé, aunque ahora tire para calvo y barrigón, y aunque se haya dejado el bigote— pude identificarlo enseguida. Estaba yo sentado en una de las mesas exteriores del Haití, tomándome un café como hago con frecuencia en las mañanas, cuando lo vi cruzar en mi dirección desde el semáforo de Larco bajo el claro sol de febrero. De no haber sido él no le hubiera pasado la voz. Pero al negro no lo iba a dejar ir así nomás, después de tantos años, ni de vainas.

—¡Negro!— le grité cuando lo tuve a tiro, y alcé los brazos sonriendo.

Me puse de pie, volteando casi la taza, y avancé hacia él, interponiéndome físicamente en su camino.

—¡Negrito!— le dije con entusiasmo, extendiéndole la mano en un saludo. —¿No me recuerdas?

No parecía hacerlo. Me miraba con una expresión de desconfianza. Me dio la mano de manera tentativa.

—Del Santa María —insistí. — Martín Bernal.

La mención de nuestra antigua escuela sirvió para relajarlo, pero aún estaba esforzándose, sin éxito, por ubicarme en su memoria. Mi nombre no fue suficiente —yo sabía de antemano que no lo iba a ser. Aldo sonrió con una cierta timidez, inseguro, a punto de mentir. No hubo necesidad de que lo hiciera.

—Me decían Cornetita.

Las cuatro sílabas de mi viejo apodo, impronunciadas durante todos aquellos años, surtieron efecto de inmediato. La verdad es que en la escuela se me conocía por diversos otros nombres, pero aquél era el más usado, el más popular, especialmente entre Aldo y sus amigos. El negro Massa, antiguo capitán del equipo de fútbol, el rey de la juerga y la joda, pareció alegrarse sinceramente de nuestro encuentro.

—¡Compadre!— me dijo con voz de sorpresa, palmeándome el hombro izquierdo, mirándome de hito en hito. —Cómo te iba a reconocer pues carajo. Si has cambiado un huevo.

Lo invité a sentarse conmigo para un café, y aceptó diciéndome que tenía sólo unos minutos. A mí también me alegraba verlo, y me gustaba en especial lo fortuito de la situación. A lo largo de los años había pensado muchas veces en el negro Massa —mentiría si dijera que no—, e incluso en ocasiones imaginé nuestro improbable reencuentro. No nos habíamos visto desde la graduación, más de dos décadas atrás, pero siempre guardé la secreta esperanza de que la vida nos volviera a poner el uno en el camino del otro, aunque sólo fuera por unos momentos. Así fue siempre con él, desde chico emanaba aquel magnetismo y aquel carisma que lo convirtieron temprano en el líder de la patota (a la que yo, por lo demás, nunca pertenecí del todo, y no por falta de esfuerzo). Quizás era por eso que concentré en el negro la multitud de memorias apretadas, atropelladas, que guardo de la secundaria; reencontrarme con él era hacerlo con toda aquella historia, y a veces lo había deseado con intensidad, con anticipación y nerviosismo, con un ansia sin verbos, casi animal. Me sorprendió la calma que me abordaba, sin embargo, mientras lo que por tanto tiempo fuera para mí una fantasía acariciada en secreto, un anhelo vago y sin esperanzas, se iba convirtiendo en realidad.

Intercambiamos algunas frases sin consecuencia, nos preguntamos mutuamente por los antiguos amigos y conocidos, y nos dimos, en grandes lineamientos, sendos informes sobre nuestras vidas. Su carro, me contó después, estaba ese día en el taller, y por esa razón se encontraba atravesando la ciudad en micros y colectivos. Si el volkswagen llega a estar en mejores condiciones, no nos encontrábamos, pensé con cierto regocijo, pero no dije nada. Al cabo de una media hora Aldo estaba listo para partir.

—Lo que pasa es que nos estamos construyendo una casita por Monterrico, pero carajo no sé qué problema hay con la municipalidad y tengo que llevar unos papeles —explicó, alzando su portafolio y encogiéndose levemente de hombros.

—Vamos, te jalo —le ofrecí de inmediato. Dudó por unos instantes, inseguro. Conté los segundos con minuciosidad.

—Gracias pero ni te preocupes, hermano —me respondió. —Acá nomás agarro el colectivo que sube por Benavides.

—No, qué ocurrencia negrito— insistí, ya poniéndome de pie y buscando en el bolsillo del pantalón las llaves de mi automóvil. —Te llevo nomás. No tengo nada que hacer. Así de paso seguimos conversando.

Traté de poner en mi voz un elemento de firmeza, y me dio resultado. Aldo acabó aceptando mi ofrecimiento. No dejé que pagara los cafés. Mi carro —un be eme del año, color verde botella, full equipo— estaba estacionado prácticamente frente al Haití. Noté, con cierta alegría, que el negro lo miraba sorprendido. Nos subimos a él sin comentarios y en menos de un minuto estábamos en camino.

Charlamos animadamente en ruta hasta Monterrico. Aunque la primera impresión había sido favorable, mirándolo de cerca, en la artificial intimidad del auto, descubrí en el negro Massa las señales del tiempo transcurrido, los síntomas de una madurez que empezaba a derrotar su cuerpo de antiguo atleta. Sus ojos me dijeron que no había sido feliz, y súbitamente me sentí compadecido, solidario. Al final de la avenida Benavides, cerca de la intersección con Caminos del Inca, había empezado ya a pensar que Aldo no recordaba mucho de nuestros años escolares, y me pareció sentir un cierto afecto por él después de todo este tiempo, una cierta calidez adulta, madura, que no reconocía.

Llegamos a la municipalidad, estacioné el auto en una calle lateral y Aldo empezó a despedirse, pero lo interrumpí.

—Ni hablar hermano —le dije. —Te espero. Ya te digo, no tengo nada que hacer ahorita así que puedo llevarte de regreso.

—No pues —me respondió. —Cómo se te ocurre. Acá mismo puedo tomar mi colectivo. Cómo te voy a tener esperando.

—Nada que ver —retruqué. —No me molesta esperar. Anda al toque y luego te acerco de regreso por lo menos hasta Miraflores.

Aldo parecía extrañado de mi insistencia. Me miró el rostro, frunciendo ligeramente el ceño, juntando la cejas. Yo mantuve mi sonrisa, mi gesto amable, pero podía sentir las gotas de un sudor frío humedeciéndome la frente. Acabó aceptando y se bajó del automóvil, aunque todavía se le notaba una cierta confusión en la mirada y en los movimientos. Lo vi alejarse rumbo a la municipalidad y me acomodé en el asiento para fumar un cigarrillo.

Mientras lo hacía pensé en las cosas que me había dicho Aldo, en la vida triste y pobretona que con innecesario entusiasmo había descrito para mí, y tuve, no me avergüenza decirlo, algo de pena por él. En nuestra juventud se esperaba del negro grandes cosas, y la verdad es que al acabar la secundaria Aldo parecía estar entrando al resto de su vida con el viento totalmente a favor. Era un popular deportista, un tipo simpático y vivaz, de gran agilidad mental y buena labia, legendariamente exitoso en el amor. Pero el mundo da vueltas, eso he tenido ocasión de comprobarlo ampliamente a lo largo de estos años, y lo que parecía una promesa irrevocable acabó diluyéndose en una vida sin horizontes, sin esperanzas, sin mayor ambición. Aldo me había contado que le iba bien en el banco en el que trabajaba, no recuerdo cuál, que estaba ya pensando en su jubilación, que tenía sus ahorritos y los pensaba invertir. Me contó de sus veinte años de matrimonio celebrados unos meses atrás, de su hijo el mayor en la universidad, de su hija la de en medio todavía en edad escolar, del menorcito entrando a la secundaria. En el Santa María, sí, me dijo, aunque cueste vale la pena hacer el esfuerzo. Me contó de la enfermedad de su madre, su muerte prolongada y triste. Me contó de su carro ya viejito, lleno de problemas, pero tan cumplidor. Sentí, sí, algo de lástima por mi viejo compañero de escuela; lo que el paso del tiempo no parecía haberle hecho, no tanto, a su aspecto exterior, se lo había hecho a su espíritu, pensé. Era obvio que la secundaria había sido su momento mejor, su edad dorada, y que, a diferencia de lo sucedido conmigo, todo lo que vino después palidecía en comparación. Escuchándolo, asintiendo a sus frases con un gesto de la cabeza, con un ah, caray y con una sonrisa, me costó mucho trabajo reconocer, más allá del mero parecido físico, al Aldo Massa que había recordado desde siempre en aquel hombre asentado en la más sólida de las medianías.

Aldo salió de la municipalidad después de casi una hora. No lo vi llegar hasta el carro y me tomó por sorpresa, pero me recompuse enseguida. Subió y lo recibí con la misma sonrisa que le había ofrecido previamente. Lo vi ahora más viejo y cansado que al principio —lo vi, quizás, con otros ojos—, aunque me contó que le había ido bien en sus trámites, que ya era asunto resuelto, y era obvio que venía de buen humor. Pasaban ya de la una y tuve hambre. Resolví (juro que esto no lo había planeado) invitarlo a almorzar.

Esta vez Aldo aceptó casi sin resistencia. Deduje que estaba tan hambriento como yo, o quizá más. Fuimos rumbo a Miraflores, bajamos hacia la playa, y entramos al Costa Verde. La perspectiva de un buen almuerzo en aquel restaurante, que cuento entre mis favoritos, me puso de buen ánimo a mí también. Pedí para los dos —una entrada de camarones, una rueda de pescado a la parrilla, unos cevichitos mixtos, cervezas a granel. Comimos conversando. Hablamos de fútbol (Aldo seguía siendo aliancista; yo, aunque había ido perdiendo el entusiasmo, me consideraba todavía hincha de la «U»), de política (Aldo se había vuelto extremadamente conservador con los años, o quizá siempre lo fuera y nunca tuve oportunidad de notarlo), de cine, de mujeres, de fútbol otra vez, de nuestras antiguas amistades. Me llamó la atención lo poco que Aldo parecía recordar de nuestros años en el colegio, la escasa importancia que ese época tenía para él. Yo he conservado siempre, ya lo he dicho, muchas memorias de entonces, detalladas todas, claras y precisas como si fueran de ayer. Tontamente supuse que para todos los involucrados la cosa habría sido así, y me causó una sensación extraña, incómoda como un traje mal puesto, descubrir que no era cierto. Pero eso no empañó la alegría de nuestro almuerzo, no lo permití. Cuando habíamos concluido, satisfechos ya los dos y, valgan verdades, algo picados por la abundante cerveza, eran cerca de las cuatro de la tarde. Intuí que si lo convidaba a continuar con la bebida, Aldo no se iba a oponer.

Le presté mi celular para que llamara a casa, donde lo esperaba su esposa desde hacía un buen rato. Sonreí para mí mismo como sonríen los hombres solteros al contemplar los rituales del matrimonio ajeno, con condescendencia y un ligero sentimiento de superioridad. Luego fuimos hacia La Herradura. Nos sentamos en el Suizo, frente a una ventana que daba al mar, a una mesa pequeña cubierta de hule, sobre sillas de madera y mimbre olorosas de humedad. La tarde era brillante y desde nuestra posición se podía ver un oleaje grueso, hosco, marrón. La costa del Pacífico siempre me ha parecido propicia para la melancolía, incluso bajo la luz veraniega. La cerveza y el abotagamiento que su consumo provoca contribuyen a aumentar el efecto. Aldo parecía compartir mis opiniones, pues ya desde el camino hacia ese lugar había empezado a mostrarse silencioso y pensativo, como si meditara en algo que no pude adivinar. Bebimos por un rato sin decir palabra, mirando hacia la rompiente, eructando con alguna regularidad.

—Oye, compadre, te voy a decir la verdad —me dijo Aldo de pronto, como si saliera de un marasmo, con un ligero brillo en el timbre de la voz. Una voz distinta ahora, más profunda, más elemental, pensé.

—Cuando me dijiste para almorzar casi te respondo que no, que mejor lo dejábamos para otro día —prosiguió después de una pausa. Yo lo escuchaba sin hablar. —Porque, francamente, no sé pues, en el colegio nunca fuimos amigos-amigos que digamos, más bien un poco al contrario, ¿no es verdad?

Sí se acuerda, pensé. Sí se acuerda. El sudor frío de unas horas atrás me volvió a la frente, de golpe, sin avisar.

—¿Enemigos? —pregunté, como bromeando. El negro me miró con fijeza antes de responder.

—No pues, no, eso no —dijo con nerviosismo. —Pero tú sabes. Pasaron cosas. Cosas de las que no necesariamente uno está orgulloso, hermano. Tú sabes cómo es.

Desvié los ojos hacia la ventana, hacia la playa, que a pesar de la hora y de la estación estaba poniéndose gris.

—Sí —le dije con sequedad. —Claro que sé.

—Por eso pues —continuó. —Lo que quiero, o sea, carajo, es decirte que... es pedirte...

—No hace falta negrito —lo interrumpí. —Lo pasado pasado está. Hay asuntos de los que es mejor no hablar.

Aldo suspiró, se dejó caer contra el respaldo de la silla (sólo entonces reparé en que había estado tenso sobre ella, los codos en la mesa, inclinándose hacia mí).

—Entonces, ¿no hay paltas? —preguntó.

—Ninguna —fue mi respuesta. La pierna izquierda no me paraba de temblar.

—Es que eran cosas de muchachos, tú sabes cómo es —trató de explicar Aldo, ya relajado. —Si no hubieras sido tú hubiera sido otro. O sea, no era nada personal, entiéndeme. Tú siempre me caíste bien.

—Olvídalo —le dije.

—Salud por eso entonces —dijo Aldo entonces, alzando su vaso. —Y gracias por el almuerzo compadre. Estuvo requetebién.

—Olvídalo —volví a decir, intentando bromear. —No todos los días se vuelve uno a encontrar con un viejo enemigo. Salud.

Luego, volviéndome hacia el mozo, pedí dos cervezas más.

De ahí en adelante nuestra conversación volvió a su cauce inicial. Nos pusimos alegres, ahora sí, hablando del colegio. Nos burlamos de los curas y los profesores como si los tuviéramos delante, recordamos momentos jocosos de nuestro viaje de promoción, cantamos a voz en cuello las canciones de la época ante la atónita mirada de los demás bebedores. Aldo revivió para mi beneficio la jugada maestra con la que ayudó al Santa María a conquistar el campeonato escolar de fútbol allá por el setenta y tres, haciendo rodar sobre el mantel una bola de miga de pan con los dedos índice y anular. (Quizás, creo ahora, hubiera sido necesario que me esforzara en hacer nuestra presencia menos conspicua —que buscara llamar menos la atención. En la excitación del momento, sin embargo, me fue imposible pensar con claridad. Pero no importa. No me arrepiento de nada. Lo que tenga que pasar, me digo, pasará).

Si antes me había parecido que el negro se acordaba poco de su, nuestra época escolar, al cabo de unas horas tuve la impresión de que más bien había preferido no hablar del asunto, como si se tratara de memorias amargas, como si en realidad no quisiera volver sobre todo aquello. Hizo falta, comprendí, una marea de cerveza para soltarle la lengua. Eso y aquella extraña, oblicua solicitud de absolución. Satisfecho ese trámite, sentí, Aldo empezó a tratarme como si hubiéramos sido los mejores amigos, como si realmente tuviéramos algo en común, con los vestigios sonoros, bulliciosos, de una muy antigua familiaridad.

Estuvimos durante horas en aquel lugar, charlando, riéndonos, bebiendo una cerveza tras otra. Cerca de la media noche Aldo estaba borracho y se caía sobre la mesa; yo me había conseguido controlar, sorbiendo despacio del vaso y yendo al baño con frecuencia inusual. Resolví que era hora de partir. Pagué la cuenta y tuve que llevarlo abrazado hasta el carro. El olor de su cuerpo me resultó ajeno, desconocido, un poco animal —lo recordaba distinto. El negro caminaba dificultosamente, el brazo cruzado sobre mi hombro, balbuceando quién sabe qué. Lo acomodé en el asiento del copiloto y quedó tendido con el rostro hacia el techo, la boca abierta, dispuesto a dormitar. Lo llamé en voz baja, casi un susurro, mientras avanzábamos.

—Negro —le dije. — Despierta. Abre los ojos. Mírame.

Demoró en obedecer. Una película babosa se le estiraba en las comisuras de la boca. Entreabrió los párpados con lentitud, pesadamente, sin claridad. Me acerqué despacio al túnel de La Herradura.

Durante veinte años, casi sin darme cuenta, había esperado volver a encontrarme con él. Ahora que lo tenía a mi lado estaba seguro de lo que debía hacer —y supe que lo había estado desde siempre, desde la primera vez. Lo miré en silencio, lo vi sonreir.

El túnel, a esa hora de la noche, estaba totalmente desierto. Aldo continuaba tratando de mirar en mi dirección, con la cabeza inclinada hacia atrás, el cuello curvado y abierto. Finalmente nuestros ojos se cruzaron, y ya no tuve que esperar.

El canto de mi mano se estrelló contra su tráquea. Trató de respirar pero ya no podía. Su rostro se vació, sorprendido, ausente, final.

© Jorge Frisancho, 1998, JFrisaNCH@aol.com
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