31 octubre 2002

Pudor y nervios

Cuento

[Ciberayllu]

Giovanna Rivero Santa Cruz

 
F umbado sobre la cama, mirando al ventilador de techo que zumbaba como un enorme insecto, aspiró lo que quedaba del pequeño cilindro de fuego. Terminó de apagar el cigarrillo con los dedos y lo lanzó a las aspas que astillaron en pedacitos incontables los restos de tabaco. La voz de Adriana lo llamó desde afuera, pidiéndole prisa, preguntándole si le hacía falta algo. Se incorporó con desgano y se miró en el espejo que lo esperaba a los pies de la cama. Estaba desnudo. Era delgado, y por encima de su piel cetrina se podía adivinar sus costillas. El vello le bajaba por las ingles, poblando suavemente los muslos, cubriéndolos de oscuridad. ¿Le gustaría a Madeleine? Tanta intimidad, tanta cama compartida... Conocía sus jadeos, sus respuestas, los declives de su cuerpo pero... ¿de veras le gustaría? Ella tendría que acostumbrarse a esa imagen, a esa delgadez, a la estética impuesta de su figura. Después de aquella noche, las preguntas, las posibilidades, las dudas,� se anularían.� Él también tendría que acostumbrarse a Madeleine, a sus caderas, sus pestañeos veloces, el lunar en su espalda. ¿De eso estaba hecho el amor?� «Cuando desaparece la pasión, empieza el amor», le había dicho Adriana, convencida de que era su deber de hermana advertirle que él tendría que vencer la rutina, batallar contra la cotidianidad, esos fantasmas horribles que ya habían tomado la mayoría de los matrimonios de sus amigos y que seguramente llegarían incluso a su existencia especial de soltero invicto. Adriana sí lo conocía, sabía de esa sensación de angustia que lo había acompañado desde la adolescencia, marcando de lejanía sus relaciones. Pulsión de muerte, soledad, miedo. Muchos nombres le había puesto al tedio.

¿Todo bien? preguntó Adriana detrás de la puerta. Y él dijo que sí, que todo estaba bien. Escuchó los pasos de la hermana tomando distancia de su habitación, perdiéndose. Tomó el smoking del perchero y sacudió la lluvia de tabaco que se había derramado en la solapa. Se colocó la camisa y el saco, y sonrió, reconociéndose ridículo en el espejo: tan bien vestido y con el pene flácido. Se acercó al espejo para mirar sus ojos, pero no pudo sostenerse la mirada porque una contracción en el estómago lo dobló. «Nervios», pensó. El dolor en el estómago no era, sin embargo, una punzada reconocible; era un nudo, una sensación que avanzaba hacia la garganta, ciego reptil. Pensó que iba a vomitar, abrió la boca, pero sólo emergió un sollozo. Tendría que calmarse, no fuera a ser que llegara atrasado a la boda y Madeleine, contra la costumbre de las novias, tuviera que esperarlo, tamborileando los dedos en la cadera como solía hacer cuando estaba molesta.

Levantó el torso con dificultad. Respiró hondo, abriendo las aletas de la nariz, igual que cuando la ira le atenazaba las sienes. El miedo y la ira se parecían tanto.�

El oxígeno no llegó.

—¡Adriana! ¡Adriana! —quiso gritar. El grito permaneció sordo en su interior, atorado en alguna parte del cerebro.

Fue de esa parte del cerebro que vino el anuncio diáfano del final. Tenía que buscar su calzoncillo, encontrar el modo de ponérselo, cubrirse. Le preocupaba que Adriana lo encontrará allí, estrenando prematuramente el saco negro, semidesnudo, trágico, tirado en el suelo.

Ahora la idea fija era el calzoncillo. «Calvin Klein, talla mediana», aún le alcanzaba la conciencia para leer las pequeñas letras del empaque. «También los novios debe pensar en la ropa interior», había recomendado por su parte Adriana. Quería estar vestido interiormente, no abandonarse a la inconsciencia así, náufrago en su propia flacidez. Si por lo menos lo encontraran vestido...

Era cuestión de dignidad: estiró el brazo izquierdo, mientras el derecho oprimía su tórax asfixiado. Con una mano era difícil extraer la prenda, vestirla... ¿cómo demonios hacía el capitán Garfio? El zarpazo del dolor atacó otra vez y sólo atinó a colocar el paquete sobre su sexo. Cerró los ojos resignado. Estaba seguro que Madeleine podría comprender. Con Adriana podía contar... Adriana sí comprendería.

* * *



© 2002, Giovanna Rivero Santa Cruz
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