Laguna de Paca

Elegía de una laguna

Apólogo

[Ciberayllu]

Edgardo Rivera Martínez

 

Mi familia tenía, en la época de mi infancia, una parcela en la ribera oriental de la laguna de Paca, al pie de unos cerros bajos y rocosos, y en la cual se daban los choclos más dulces de que yo tenga memoria. Una parcela pequeña, pero que por esa producción era para nosotros inapreciable, y que cultivábamos en pacífica e igualitaria sociedad con un campesino de Chunán, del otro lado de las colinas. Allá íbamos en octubre o noviembre, para la siembra, y en marzo o abril para los trabajos de la cosecha. Aquel sitio se hallaba en una parte de la ribera que se llama Ninacanya, esto es «cerco de fuego», y en verdad había en lo yermo de esas faldas, y en lo austero del paraje, algo que evocaba la sequedad de tierras heridas por el rayo y marcadas así por un fuego oculto y primordial.

Nunca supe los nombres de las colinas onduladas que se encontraban tras de nosotros. Su aridez no invitaba a subir por ellas, pero a veces yo lo hacía, hasta media altura, para contemplar el panorama. Desde nuestra era no se podían ver las cumbres del macizo del norte, cuyo nombre quechua es Pusaj-huajla —ocho cumbres—, a cuyos pies se encontraba el pueblo de Paca, y a las que de algún modo se acoge, a pesar de la distancia, mi ciudad natal. Esas crestas azules, tutelares, desde donde descienden cursos de agua límpida. Veíamos sí, allá al frente, un cerro con ruinas de colcas, llamado por eso Pueblo Viejo. Y hacia el sur, lejos, la severa cima del Jiulahuila. Elevaciones que componían todas, con el lago en primer plano, un sobrio y hermoso paisaje.

Laguna de Paca, JaujaEn ese tiempo los totorales ocupaban, salvo al lado sur, sólo una franja delgada y variable a lo largo de las orillas. En un punto, sin embargo, muy cerca de nuestra propiedad, el agua llegaba al borde mismo de una estribación rocosa, por donde pasaba un sendero. Y allí, me acuerdo muy bien, el agua era de una metálica transparencia. Y por eso, y por lo retirado del lugar, me gustaba sentarme en esa orilla, en los momentos libres, y pensar, soñar, mientras la mañana transcurría despaciosa. En ese punto desde el cual se apreciaba, mejor que en ningún otro, la pureza del aire, el cielo de un azul profundo, las nubes refulgentes. Y el silencio. Sí, un silencio como no he vuelto a sentir en ninguna otra parte. Semejante, sin duda, al que reina en las lagunas de la cordillera, pero detenido, casi irreal, en ese punto de Ninacanya. Y es que a esas horas de la mañana, en los días del invierno serrano, no corría la brisa, y las aves atendían en paz y tranquilidad a sus quehaceres. A veces parecía, incluso, que era inminente una aparición sobrenatural. Un amaru, quizás, de nuestras leyendas. Esas sierpes aladas que, según algunos relatos, subían a la puna en pos de la misteriosa flor de la sullawayta. A lo mejor, pues, con un poco de suerte y de paciencia, podría yo ver surgir del agua, por unos instantes, ese leviatán andino. ¿No se decía en el mundo helénico, como supe más tarde, que la mejor hora para que los dioses se mostrasen a los hombres era la del mediodía?

Aún poblaban las márgenes gaviotas, parihuanas y huachhuas, patos y paujiles. Y si bien se precavían del hombre, porque en ocasiones merodeaba por allí algún cazador solitario, aún era posible verlas casi a tiro de piedra, picoteando la vegetación, alisando sus plumas, y dejándose mecer por las ondas. Aún se escuchaban, ya por la tarde, sus reclamos, y cómo de pronto alzaban vuelo y se perdían en la distancia.

Yo no pensaba en retiros, desde luego, cuando se trataba de ayudar en los trabajos de la era, en las cuales tomaban parte las hijas y nietas de nuestro aparcero. Entre ellas se hallaba Julia, espigada adolescente de quien andaba, y no de modo muy platónico, algo enamorado, aunque ella no llegó a saberlo nunca. Espigada, de ojos levemente rasgados y de un andar de cierva. Nos sentábamos, pues, en torno a la parva, y acometíamos con entusiasmo la tarea que se nos encomendaba, que consistía en arrancar las mazorcas de las cañas cortadas ya y amontonadas por el padre y el hermano de la bella. Y mientras cumplíamos se charlaba, se bromeaba, se reía. También se cantaba, en especial ese huayno antiguo cuya letra decía: «Reloj de campana,/ cadenita de oro, / cuéntame las horas / para retirarme». Mas lo menos que yo deseaba, por cierto, era dejar esa gratísima compañía. Sentado allí, mientras la mañana avanzaba, en esa felicidad que parecía sin término.


P.S. ¿Qué queda hoy de ese paisaje? Están allí, por cierto, la laguna y las montañas, y los cielos de nubes radiantes, y las riberas donde pacen los toros y tienden, aquí y allá, sus prendas recién lavadas las muchachas. Pero la totora se ha extendido, en ciertos puntos, de modo desmesurado, y en otros casi ha desaparecido. Y han proliferado, indetenibles, las algas, por efecto del uso indiscriminado de abonos en las márgenes, y por las aguas contaminadas que se vierten. No más, por el oeste, las riberas bucólicas, sino unos restaurantes edificados sin concierto, a los que llaman recreos, de chillones colores. No el silencio de otrora, sino la bulla de altavoces y bocinas. Y surcan las aguas botes a motor, que derraman aceites y combustible. Y la laguna se encamina así, poco a poco, por irresponsabilidad e ignorancia, a su extinción. Y por ello, aunque no lo quisiéramos, esta nota tiene el carácter de una elegía.

© Edgardo Rivera Martínez, 1999.
Fotografías: © Domingo Martínez Castilla
, 1999
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