Cuando hablan los muertos

Cuento

[Ciberayllu]

Dante Castro

 

Estoy diciendo Iscozacín, Tambopata, Acozazú, Chorobamba. Óigame: tierra de tigrillos y del majaz que duerme con la shushupe. Entre el olor a roza de monte —ceniza de árbol y de liana recién quemados— un hombre acostumbraba a caminar por esas soledades temiéndole a los chaparrones.

Decía que cuando llovía escuchaba voces. Andaba midiendo su calma al ver el cielo cerrándose, triste en su costumbre de vivir destazando troncos podridos de chonta y comer gusanos mayunga.

Desde que vinieron los chori, esos colonos serranos arrancaron de cuajo los grandes árboles. Dejaron pelado el monte para que pastaran sus reses espantando tábanos con el rabo. Quién no le dice que los animales de caza se acabaron y sólo las culebras abrían la boca para tragarnos y llevarnos al infierno.

Y él con la tormenta dizque escuchaba rumores que el viento traía, quejidos quebrando el silencio, cada vez que la greda se ablandaba bajo sus patas. Como cuando se empudren los potreros y uno que otro becerro es finado por el puma tras los alambrados.

Lo voy a nombrar para su gusto: Severo Magátiro. Último Magátiro que sobrevivió a la matanza del cólera y otras fiebres que se llevaron a su mujer y a sus hijos.

Viejo y flaco iba ese hombre por la tarde, cuando de las empalizadas le salieron al encuentro una docena de sombras. Hacía mucho que no veía gente, pero no era para alegrarse tanto. Así, en uniforme de faena y con armas, le dieron mala espina.

—¿Qué pasó, viejo? —preguntó el principal— ¿Perdiste el camino?

—Ahí pues... Buscando mayunga pa� comer. Buscando, buscando...

—¿Y no sabes que hay guerra por este sitio?

—Desconozco.

—¿Has visto gente armada escondiéndose en el monte?

—Desconozco.

—No quieras hacerte el cojudo. ¿Has oído algo de eso?

—Voces escucho, patrón. Cuando llueve, nomás. Es que me hablan los muertos... Anunciando, ellos anunciando, como Pachakamaité, la tiniebla de un tiempo feo que apesta antes... Anunciando tiempo oscuro, omóyeka pa� nosotros: tiempo en que se va vueltear todo... Eso no vas entender tú, patrón.

Y los armados rieron. Estuvieron festejando mucho, menos el oficial que no le quitaba los ojos sospechando. Grandes manchas negras tapaban ya todo el cielo; los goterones aumentaban sobre sus cabezas y hombros. Con los cañones hacia abajo para que no traguen agua, se calzaron ponchos de hule.

—Seguro escuchaste truenos, viejo... O ...explosiones, ¿no?

—¿Truenos...? Siempre hay... ¿Qué más voy a oír por acá?

—Algo interesante pues, carajo. No esas tonteras que hablas. ¿Para qué tienes las orejas? ¡Tremendas orejotas por gusto!

Que las tenía grandes, ni duda. Colgaban hasta mitad del cuello, tan grandes que provocaba freírlas.

Ya no reían, lo rodeaban. Se dejó abrazar creyendo que el abrazo es amistad. Otros, apuraditos, plantaban una estaca gruesa. Todo iba tan rápido que no podía entender. Mientras lo estacaban, miró el cielo: una sola manta oscura que escupía sus lágrimas.

—Lloverá fuerte varios días. Si no te mata el temporal, lo harán las alimañas. Antes de irnos, dime: ¿qué escuchas con la lluvia?

—Desde adentro del monte se están quejando. Hondo sufrimiento; de hartos muertos son sus voces.

La tropa volvió a carcajear.

—¿Dónde hay tantos muertos? ...Tienes que llevarnos, ¿ah?

—Todavía no es que haiga... Van haber. No puede ser omóyeka sin harto muerto.

Y estaba diciendo su verdad, como las revelaciones que les vienen a los shirimpiare tomando remedio. Pero unos dijeron que con eso amenazaba. Otros, que los confundía para ganar tiempo.

—Mientras nos hueveas, seguro tu gente está escapándose.

El teniente peló cuchillo: un relámpago siseó dos veces el aire, tajeándole las orejas al Severo Magátiro. Mojó con saliva la punta de sus dedos y las entropó en un sartal junto a otras orejas secas. Y el aguacero se hizo fuerte, como las risas de los uniformados que aplaudían y brincaban de gusto.

Magátiro, ni una queja. Oiga bien: el chuncho se fue quedando dormido con la sola sensación de su sangre calentita cayéndole al pescuezo. Manos y pies atados, retorciéndose despacio como culebra, acomodándose de una vez y para siempre. Dizque soñó un sueño dentro de otro sueño, así como los garabatos que pintan en sus cushmas; así como dibujan sus caras con el achiote. Igualito a la mareación cuando toman la soga del muerto.

Se fueron. Nadie pasa por esas soledades de la roza, más cuando se convierten en fangales, usted sabe. Sólo un samaño venía seguido a lamerle la sal de sus manos y a la menor sacudida del hombre, escapaba a refugiarse.

Al tercer día de llover, voces que apenas penetraban por sus huecos mochos, lo despertaban; tenía que seguir la punta del hilo que lo traía de un sueño escondido a otro más cercano. Y así a otro y más luego a otro. Regresaba Severo Magátiro abriendo los ojos y escalofriándose con ese armado que tenía delante. El uniforme empapado pegándosele al cuerpo y el arma apuntando al piso, salvando su ánima de la lluvia.

—¿Qué pasó, viejo? — hasta la pregunta le parecía conocida.

—Tumbándome orejas porque escuchando voces en la lluvia... ¿Qué cortarás tú, patrón?

—Nada, Severo Magátiro... Nada que no sean las sogas.

—¿Ah? ¿Quién sabiéndome el nombre? Nadies ya conociéndome...

Ahora es que lo veía. No era chori, tampoco viracocha, pero otras voces le decían que podía ser de los que anuncian tiempos de tempestades: tiempo omóyeka que voltea el mundo. El pecho fuerte, las manos también. Pelo negro crecido al descuido y la piel hecha a la montaña y a los bichos. Los demás uniformados iban iguales, pero más jóvenes. Ni festejaban: miraban serios. Serviciales, ayudaron a levantarlo.

—¿Quién tú siendo, patrón?

—No me digas patrón, que ofendes. Dime cumpa.

Ya entonces la memoria corría a ayudarle: Silvestre, maestro de escuela rural. Silvestre metido a guerras que Severo no entendía. Silvestre, ayudándole a enterrar sus hijos después de las pestes. Y para qué recordarle el nombre, si es que antes había escuchado otras cosas de él.

«Al frente de unas criaturas confundidas por ideas foráneas, va un sujeto que sólo enseña el odio contra la gente decente y traiciona a su patria. Quien lo viera, quien tenga noticias de ese bandolero terrorista, debe presentarse al destacamento y recibir justa recompensa por su denuncia. No se tenga por peruano, ni por buen cristiano, quien deje de acusar a ese forajido»

—¿Qué vas a hacer después, Severo?

—Nada, buscando mayunga pa� comer. Buscando, buscando...

—¿Quieres venir? ¿Quieres ser cumpa?

—Me va faltando juventud pa� eso.

—A quién no. Nadie ha de conocer mejor que tú el monte.

—Miedo conociendo nomás. Y esas voces, escuchando con la lluvia.

Los muchachitos que empuñaban fusiles seguían atentos sus palabras. Y las palabras le dolían a Severo en los oídos mochos. Las costras, queriendo secarse, picaban harto. Cumpa Silvestre, a dos manos exprimiendo la gorra, gastaba tiempo esperando respuestas. El chuncho miró la estaca que él estaba mirando con rabia sincera, como que ese palo manchado con su sangre los podía unir para toda la vida.

«Es por ello que los empresarios y la gente laboriosa de la selva central han pedido apoyo al gobierno para que envíe más tropas con el fin de poner orden y darle tranquilidad a la zona»

Sin que fuera su intención, salió con ellos.

Meses adelante, las voces misteriosas fueron acalladas por el traqueteo del helicóptero que lo liquidaba al medio de un campo rozado. En Iscozacín, le digo, días después que los cumpas de Silvestre abatieran a esa patrulla de soldados en la quebrada Yanapuma. Todos los guerrilleros escaparon al monte menos él, porque Severo Magátiro insistió en regresar a la pampa pelada por algo que se le cayó: una bolsa de hueva de toro, donde abrigaba las orejas del teniente que mató.

Hágame caso, entonces: si oye ese silbido de cristiano en medio de la lluvia, no voltee. Porque allí donde quedó destrozado Magátiro, dicen que creció una orquídea negra que hiede feo con el aguacero.

Y dizque cuando la cortan, silba.

Y que si usted escucha ese chiflido, termina por volverse loco.

© Dante Castro, 1999, otorongo@blockbuster.com.pe
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