Un fraile en el puquial

Cuento

[Ciberayllu]

Dante Castro

 

El Yanamayo se precipitaba estrangulándose entre abismos hasta llegar a los tibios carrizales de Porcay. Como los grandes ríos que cantan al chocar contra las piedras, como los vientos implacables que agitan los pastizales de cordillera, bullía temible haciendo temblar el valle. En el día sus remansos abrevaban a las bestias igual que a las torcazas, y los hombres, montados o a pie, buscaban recodos de aguas bajas para vadearlo. En la noche crecía bramando furioso sus cóleras de viejo enardecido; entonces solamente las lechuzas y los murciélagos cruzaban encima de sus espumarajos para cazar presas menudas en los totorales.

El viento helado hacía silbar las cañabravas y los caminantes podían atreverse por los senderos de la banda derecha. Jamás por la otra banda, camino oscuro que dormitaba al amparo de la creencia en el fraile. El ganado que se aventuraba por esos despeñaderos después del atardecer, tenía que recogerse al día siguiente si es que no lo devoraban los pumas.

Uno se acostumbraba al rumor perenne de sus furias, viviendo ya con él metido adentro del oído, oyéndolo como si allí no estuviera. Papá decía que cuando el río callara, todos despertaríamos asustados presagiando un desastre.

—Velos apurarse a los arrieros antes que les coja la noche —comentaba él mirando desde la baranda a los trenes de mulas espantadas a silbidos y latigazos.

—Antes que les coja el fraile, dirás —decía mamá riendo.

Por ese camino de la otra banda, hombres rudos acompañando a sus recuas ascendían hacia el abra de la cordillera, llegando con marchas forzadas a las alturas nevadas; luego descendían a las selvas de misterios en donde comerciaban con los colonos del caucho. Papá había sido uno de ellos, como cualquier aventurero de carabina al hombro y lisura en boca, hasta que hizo familia y escogió aquel paso obligado para asentarse con su comercio. De esa otra vida que dejó, venían sus historias de hombres pendencieros curtidos por el camino y las peleas a bala o a cuchillo, de hogueras de bosta para pernoctar a cielo abierto, de fieras y parajes que sólo conocíamos por sus leyendas.

—Qué fraile ni qué vaina. Allá lo único que he visto son cocuyos —se burlaba así de las cosas que contaban los indios. Fumando desde su balcón los miraba recogerse antes que la superstición les diera alcance.

Y a quien verdaderamente alcanzó fue a mi hermano Miguel. El mayor de nosotros ya se perfilaba como ayudante de mi padre en el comercio de ganado, negociaba el peso de vacas y toretes que compraban los reducidores para las ferias; también iba a escondidas con el cholo Apaza a buscar amores no se sabe dónde. Miguel sabía sacar cuentas, pero no presagiaba que un fraile desencarnado podía cortarle el camino. «Este es mi sucesor», decía papá en los días en que a Miguel le comenzaban a aparecer las primeras sombras del bigote.

Después de lo del fraile, nuestro padre ordenó silencio y en casa no se volvió a conversar del asunto. A Miguel lo enviaron luego al Cuzco para que estudiara y que con el tiempo fuera olvidándose de las sutilezas del campo.

 

El cholo Apaza me contó la historia del fraile que espantaba a los caminantes en la otra banda. Decía él que años atrás un franciscano llegó de misionero a Porcay y que los viejos todavía recordaban como el padre Carmelo. La gente se compadeció de aquel hombre de Dios vestido con hábito color tierra y sandalias de cuero crudo. Apaza contaba lo que le contaron: que el padrecito Carmelo era joven, tonsurado con el cerquillo de los descalzos y muy cumplido con la misión que le encomendaba el Señor. Levantó una capilla tan pobre como sus vestimentas, celebró misas en quechua y en latín; bautizó, confesó y casó a los que querían dejar de ser gentiles; de ese modo, todos en el valle apreciaban al curita que era de poco comer y de poco beber. «Es un santo», decían las viejas que besaban su mano.

Pero el diablo tenía que meter su herramienta y dar al fango con la santidad del curita. En ese entonces los hacendados Guerrero poseían unas tierras de arriendo en la parte alta del Yanamayo y periódicamente viajaban al valle para cautelar sus intereses. Dice Apaza que los Guerrero eran blancos como mi padre, recios también, tanto que nadie se podía jugar con ellos por el temor a terminar con una bala en la cabeza. Hacían competencia entre los hermanos: quién tomaba más, quién era el más fuerte, quién se fornicaba más hembras, quién tenía mejor puntería con carabina. Y Leonidas Guerrero, el mayor, salía siempre airoso.

El mismo Leonidas hizo construir a lomo de indio la casa-hacienda de Loromikuna, desde cuya altura podían ver los verdores de los campos de habas, oler la frescura de los potreros de cebada y vigilar los maizales que eran la delicia de bandadas de loros que llegaban con el mes de julio. Por eso llamaban a ese sitio Loromikuna. «Donde entran los Guerrero en arriendo, entran a quedarse», decía la gente. Y Leonidas Guerrero quiso quedarse con Loromikuna.

El padrecito Carmelo fue invitado a bendecir la casa recién techada. Para la ocasión, don Leonidas había hecho matar reses y carneros, compró botijas de aguardiente y mandó repartir coca a los pongos que rumiaban mirando la fiesta. Arisco a los desórdenes del alcohol, el pastor de almas quiso retirarse, pero se lo impidieron dos grandes ojos verdes cuya dueña era nada menos que la hija de Leonidas Guerrero. En esa fiesta la conoció, supo que se llamaba Sofía y que tenía veinte años sin los cumplidos del cariño. Y desde entonces el alferado del infierno metió la herramienta en lo más hondo de su alma.

El franciscano escogió un recodo del camino para amansar sus frustraciones y castigar los apremios de la carne. Allí, donde hasta hoy brota ese puquial de aguas frescas, bajo los sauces en donde las cuculíes se enamoran mirando la luna aparecer antes de la noche, el padrecito Carmelo bebía aguardientes de amargura pensando en Sofía.

Una tarde seca y de grandes manchas crepusculares, el caballo de la niña Sofía se encabritó asustado al toparse con la figura semidesnuda del sacerdote. Arrodillado en el ripio del camino, mirando las aguas transparentes del puquial, el hombre se flagelaba confiado en que nadie pasaría por allí. Desde aquella tarde ese fue el lugar de sus encuentros, cada temporada de cosechas cuando don Leonidas llevaba a su hija a Loromikuna, toda vez que escapaba presurosa pretextando cabalgatas y huyendo del caporal a quien la habían encargado.

Un viernes en que le leyeron las hojas de coca, don Leonidas decidió convocar a sus ahijados para que le acompañaran a cazar venados. No quería llegar muy lejos, solamente hasta cierto puquial en la ribera izquierda del Yanamayo, a media hora de galope desde la casa-hacienda.

Sorprendieron a la pareja tomándose de las manos y mirándose a los ojos, a la hora en que las cuculíes uniendo sus picos se mecen a la sombra de los sauces. Los ahijados no pudieron conmover el corazón endurecido de un hombre que no le teme a Dios, tampoco los ruegos de Sofía lograron misericordia. Don Leonidas hizo colgar con soga de cabuya al franciscano, justamente encima de donde brota el puquial de aguas frescas.

Meses después los yanaconas, colonos y pongos haraposos se dieron con que Loromikuna había cambiado de dueño. Del curita murmuraron hasta el cansancio que se mató por causas de amores. Desde aquel tiempo veían aparecer, casi con el crepúsculo yéndose, la figura de un fraile colgado al pie del camino de herradura.

Cuando mi padre se enteró de que el cholo Apaza me había contado la historia del fraile, lo derribó a puñetazos e hizo que se fuera del negocio.

 

A Miguel le iba apareciendo un bozo rubio bajo la nariz. Yo lo observaba comiéndose un plato de mote y mordiendo de tanto en tanto un trozo de queso fresco mientras la tarde avanzaba. Ya tenía permiso de saborear rocoto delante de los mayores y le envidiábamos los demás por tener esa edad en que los muchachos parecen hombres de peso sin serlo todavía.

Papá vino molesto de las cuadras, porque una de las reses había pasado por el puente a la otra banda y al día siguiente tenía que venderla.

—¿Sabes que la Cusicha se ha pasado? ¿Quién dejó el alambrado sin cerrar?

Le preguntó al mayor como echándole la culpa. El sólo lo miraba con los carrillos llenos de mote, temiendo el castigo.

—No sé, papá.... Si usted quiere, la hago regresar amaneciendo. Antes que lleguen los arrieros, digo... Se la voy a traer...

—¡Carajo! —intentó abofetearlo— ¡Vaya a traerla ahora mismo!

Es que la Cusicha era de raza y valía sus arrobas. Papá adivinaba que Miguel no quería ir a la otra banda con ese cielo colorado que comenzaba a cargarse de nubarrones. Llovería, lo habían anunciado dos o tres truenos lejanos. Pero Miguel al aguacero no le tenía miedo, sino a lo que contaban los colonos de la margen izquierda. Más temor le tuvo a la mano enorme que amenazaba su rostro y dejó allí la merienda enfriándose para ensillar un caballo e ir tras la Cusicha.

Todavía había suficiente luz y salimos al balcón a verlo cruzar el puente a medio galope y tomar la subida del otro lado. Me reía a escondidas recordando su miedo al cuento del fraile, imaginando cómo estaría controlándose mientras obligaba al caballo a evitar un breñal espinoso para entrar al recodo cubierto de árboles de molle.

De pronto, mis dos hermanas gritaron asustadas y papá salió al balcón esforzando la vista.

—¡Se ha rodao! ¡Se ha rodao! —gimoteaban tapándose la cara.

Papá ordenó su caballo y ya con la oscuridad encima, salió a buscarlo. Detrás suyo iban corriendo a pie los pongos que atendían las cuadras. Tres horas estuvimos esperando, llorando mi mamá y consolándolas a las dos pequeñitas. «Todo por la vaca mostrenca esa», decía mamá sufriendo.

Lo trajeron por fin a Miguel, raspado y golpeado, pero como si le hubieran quitado el alma. Ahí se quedó para las moscas su plato de mote y el queso mutilado a mordiscos. No aceptaba comer, tampoco tomar agua. A la luz del lamparín se le veía pálido y repentinamente envejecido. ¿Por qué no nos quería hablar? Más le preguntaban, más se quedaba callado mirando al vacío.

—Le va a pasar. Debe ser el golpe que lo ha puesto medio cojudo... —dijo papá, pero se equivocó.

Los días pasaron y Miguel no quiso hablar, tampoco comer ni beber. Enflaquecía y con eso sufría nuestro padre echándose la culpa. «Todo por una vaca de mierda que regresó sola», murmuraba golpeando la mesa.

Cuatro noches después que el caballo lo botara al Miguel, se presentó el cholo Apaza con regalos de sus chacras. Habló en quechua con mi padre susurrando para que no escucháramos, pero pude entender que lo llevarían donde el laik'a Tupayachi. «¿Mi padre creyendo en laik'as?», dudé asombrado.

 

Antes que amaneciera, montamos y salimos con fiambre para dos días. Trepando la cordillera, siguiendo una de las vertientes del Yanamayo y cogiendo por huellas de pastores de puna, íbamos descubriendo quebradas de peñascos carcomidos por el viento. Pasamos las alturas soportando granizada, cubriéndolo al Miguel con varios ponchos y preocupados porque no se cayera de la montura.

Ya cerrando la noche, llegamos a un callejón de laderas altas como castillos de gigantes en cuyas faldas estaban los corrales del laik'a Tupayachi. Las estrellas grandes como pedazos de granizo suspendidos en el cielo, el viento rajándonos la cara, y el cholo Apaza insistiendo en que solamente él hablaría. Conversó largo con un indio viejo que protestaba testarudo en quechua. Parecía molesto con nuestra presencia, pero iba recibiendo de a pocos los regalos que Apaza le entregaba. Mientras tanto no sabíamos con qué cubrirlo al asustado para evitar que se congelara, pero papá decía que si el viejo seguía aceptando los presentes, todo estaría bien.

Dentro de la vivienda de piedras vi cómo cubrían a mi hermano con costales y él se dejaba hacer. Lo envolvieron amarrándolo con soguillas, como atan a los cadáveres de quienes desafían las crecidas del Yanamayo. El laik'a trajo apresurado dos baldes deteriorados por el uso. Susurró bajito a Apaza algo que luego vino a explicarnos.

—Dice que si no han hecho su caca en el camino, tienen que usar los baldes.

—¿Acaso está cojudo?... ¿Qué se trae ese? —se enfureció mi padre.

—Tienen que hacer, pues, patroncito. Si no no hay curación.

El indio viejo quemaba hierbas secas en un rincón, lanzaba escupitajos de aguardiente a la cara del Miguel todo amarrado y vertía en la tierra otro tanto del licor. Trajo después una batea de madera con el excremento de sus carneros y se dedicó a removerlos con un palo. Eso le untaron al Miguel con el auxilio de Apaza, quien ayudaba solícito repitiendo lo mismo que el laik'a en voz alta.

—Tienen que hacer, pues, papacho... Su pichi también —insistió. Y todos tuvimos que contribuir en los baldes, ordenando turnos entre nosotros y los dos pongos que nos habían acompañado.

Pasamos la noche mirando la tarea de embadurnarlo al Miguel con mierda, sólo dejándole la cara descubierta, libre de las pestilencias del envoltorio. El laik'a seguía invocando en quechua y Apaza repitiendo para ayudarle. Nosotros, primero con las manos en las narices y después dejándonos vencer por el cansancio de la cabalgata, fuimos cayendo presas del sueño y de los calores del fogón.

Al día siguiente, antes que clareara, mi hermano por fin habló.

—Quiero agua —dijo.

Mi padre, contento, ordenó que le trajeran su cantimplora. A sorbitos tomó el enfermo sin intentar desatarse, pero luego se quedó profundamente dormido. Salimos a refrescarnos con las brisas del amanecer y alejándonos de la choza pestilente, intentamos comer el fiambre. «Guarden alguito pa'l niño. Cuando pida comida es porque está curao», advirtió Apaza.

Esperamos el resto del día, entrando de cuando en cuando a verlo dormir envuelto en ese gran cartucho de mierda reseca. La segunda noche despertó Miguel diciendo que quería comer.

—¿Y qué quieres comer, legañoso? —preguntó bromeando papá.

—Siquiera un poco de charquito con habas cocidas. ¿No es eso lo que han traído en las alforjas?

Todos se rieron menos el laik'a Tupayachi que no entendía el castellano. Después de explicarle, empezamos a desenvolver al enfermo como si fuera un paquete de encomienda. Apaza lo hizo mudar de ropas y las prendas usadas las quemaron afuera junto al camino. Comió de nuestro fiambre preguntando por qué lo habían hecho dormir tanto tiempo y por qué lo tenían amarrado en el suelo. Nadie le contó que el olor de la mierda humana había arrullado su largo sueño.

El laik'a Tupayachi quedó contento con la paga y el cholo Apaza regresó a trabajar en el negocio de carne para los arrieros. Semanas después alistaron la partida de Miguel hacia el Cuzco donde iba a estudiar con ayuda de familiares, olvidándose del campo y sus cosas increíbles.

 

No se volvió a hablar del fraile en la casa, pero a mi padre le metieron la idea de que en todos los sitios donde penaba un desencarnado, había enterrado un tesoro de oro y plata. «Los metales hacen ver cosas con sus gases», explicaba. El Yanamayo seguía con sus bravatas de espumas ocres y el viejo casi con él, continuaba hurgando con barreta y pico en su ribera izquierda. Decían que estaban abriendo carretera por otro lado de la cordillera y que los arrieros pasarían al olvido. Decían que ya nadie se acordaba de un fraile colgado en mitad del camino a las seis de la tarde, pero que por esos flancos un hombre despeinaba sus primeras canas cavando y picando.

La ambición lo llevó a emprender búsquedas desesperadas con ayuda de voluntarios, quienes luego de convencerse de que no existían entierros cerca del puquial, fueron desertando. Pero papá siguió, más por ambición que por terquedad, luego por terquedad antes que por ambición, ya sin cuidarse de la opinión de los vecinos y pastores.

Así le vinieron ganando los años y yo tuve que encargarme con Apaza del negocio de comprar y vender animales de cuatro patas, contemplándolo a papá perder energías y sesos, rondando con barreta los recodos de la otra banda. «Viejo loco», decían algunos que por allí pasaban. Y no sabían que él era la última víctima de ese fraile maldito.

© Dante Castro, 1999, otorongo@blockbuster.com.pe
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